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Malden » 7

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Tom se agachó y Rafe o Rafer, ambas abreviaturas de Rafael, saltó a sus brazos ronroneando y estirando el cuello para olisquearle el bigote bien recortado.

—Sí, yo también te he echado de menos —aseguró Tom—. Te lo perdono todo, de verdad.

Cruzó el porche con Rafer en brazos, rascándole la cabeza. Alice lo seguía, y el último en entrar fue Clay, que cerró la puerta y corrió el cerrojo antes de dar alcance a los demás.

—Seguidme hasta la cocina —indicó Tom una vez dentro. La casa despedía un agradable olor a cera de muebles y cuero, una fragancia que Clay asociaba a hombres que llevaban una vida tranquila que no incluía necesariamente la presencia de mujeres.

—Es la segunda puerta a la derecha. No os apartéis de mí. El pasillo es ancho y no hay nada en el suelo, pero tengo mesas a los dos lados, y está más oscuro que la boca del lobo, como podéis ver.

—O no —murmuró Clay.

—Ja, ja.

—¿Tienes linternas? —preguntó Clay.

—Linternas y una lámpara de gas Coleman, que debería sernos aún más útil, pero vayamos primero a la cocina.

Lo siguieron por el pasillo, Alice entre los dos hombres. Clay oía su respiración rápida y percibía su pugna por evitar que el entorno desconocido le hiciera perder los nervios, aunque por supuesto era una tarea ardua, también para él. Se sentía muy desorientado. Habría sido mejor disponer de un poco de luz, pero…

Su rodilla topó con una de las mesas que había mencionado Tom, y algo que sonó a objeto con ganas de romperse castañeteó como la dentadura de una persona aterida. Clay se preparó para el impacto y el consiguiente grito de Alice, porque a buen seguro gritaría. Pero fuera lo que fuese el objeto, un jarrón o alguna chuchería, decidió seguir viviendo un tiempo más y se recolocó en su lugar. El camino hasta la cocina se le antojó eterno.

—Ahora a la derecha, ¿vale? —indicó Tom por fin.

La cocina estaba casi tan oscura como el pasillo, y Clay tuvo un instante para pensar en todas las cosas que echaba de menos, al igual que Tom, sin duda. La pantalla digital del microondas, el zumbido del frigorífico, quizá la luz de alguna casa vecina entrando por la ventana sobre el fregadero y arrancando destellos al grifo…

—Aquí está la mesa —anunció Tom—. Alice, voy a cogerte la mano. Aquí hay una silla, ¿vale? Lo siento si parece que estemos jugando a la gallinita ciega.

—No pasa n… —empezó Alice, pero de repente profirió un gritito.

Clay dio un respingo y se llevó la mano al mango de su cuchillo (que ya consideraba de su propiedad) sin darse cuenta siquiera del movimiento.

—¿Qué? —exclamó Tom—. ¿Qué pasa?

—Nada —repuso Alice—. Solo que…, nada. El gato. La cola… en mi pierna.

—Ah, lo siento.

—No pasa nada. Tonta —añadió con tal desdén hacia sí misma que Clay hizo una mueca en la oscuridad.

—No —dijo—, no seas tan dura contigo misma, Alice. Has tenido un mal día en el trabajo.

—¡Un mal día en el trabajo! —repitió la chica.

Lanzó una carcajada que a Clay no le hizo ni pizca de gracia; le recordó el tono que había empleado al asegurar que la casa de Tom era preciosa.

Va a perder los nervios, pensó,

¿y entonces qué hago? En las películas, a las chicas histéricas les das un sopapo y se tranquilizan, pero en las películas puedes ver dónde están.

Pero no tuvo que abofetearla, zarandearla ni abrazarla, que era lo que a buen seguro habría intentado en primer lugar. Con toda probabilidad, Alice detectó lo que encerraba su voz y lo reprimió, primero con una exclamación ahogada, luego con un leve jadeo y por fin con el silencio.

—Siéntate —la instó Tom—. Debes de estar cansada. Tú también, Clay. Voy a buscar algo de luz.

Clay buscó a tientas una silla y se sentó ante una mesa que apenas veía pese a que sus ojos ya debían de haberse habituado a la oscuridad. De repente sintió una especie de susurro contra la pernera de su pantalón y un suave maullido. Rafe.

—¿Sabes qué? —dijo a la tenue silueta de la chica mientras las pisadas de Tom se alejaban—. El viejo Rafer también se me ha echado encima.

Aunque no era del todo cierto.

—Tenemos que perdonarlo —repuso ella—. De no ser por él, Tom estaría tan loco como los demás, y sería una pena.

—Desde luego.

—Tengo tanto miedo —suspiró Alice—. ¿Crees que las cosas serán más fáciles mañana, a la luz del día? Me refiero a lo del miedo.

—No lo sé.

—Debes de estar preocupadísimo por tu mujer y tu hijo.

Clay lanzó un suspiro y se restregó el rostro.

—Lo peor es intentar asumir la impotencia. Estamos separados, ¿sabes? Y…

Se interrumpió y sacudió la cabeza. No habría continuado si Alice no le hubiera cogido la mano; percibió sus dedos firmes y frescos.

—Nos separamos en primavera. Todavía vivimos en el mismo pueblo; formamos lo que mi madre llamaría un «matrimonio blanco». Mi mujer es maestra en la escuela primaria.

Se inclinó hacia delante en un intento de distinguir el rostro de Alice en la oscuridad.

—¿Quieres saber lo peor de todo? Si esto hubiera pasado la pasada primavera, Johnny habría estado con ella, pero en septiembre empezó el instituto, que está a unos ocho kilómetros de distancia. No dejo de pensar si estaba en casa cuando empezó toda esta locura. Él y sus amigos van y vuelven en autobús. Creo que a esa hora ya debía de estar en casa y que lo más probable es que se fuera con su madre.

O sacara el móvil de la mochila para llamarla, le sugirió alegremente la vocecilla del pánico antes de apoderarse de él. Clay advirtió que sus dedos apretaban la mano de Alice y se obligó a parar, pero no logró evitar que el sudor le empapara el rostro y los brazos.

—Pero no lo sabes —constató Alice.

—No.

—Mi padre tiene una tienda de marcos y reproducciones en Newton —explicó Alice—. Seguro que está bien, es una persona muy autosuficiente, pero estará preocupado por mí. Por mí y por mi… Por mi ya sabes.

Clay sabía.

—No dejo de preguntarme cómo se las habrá apañado con la cena —prosiguió Alice—. Sé que es una locura, pero no sabe hacerse ni un huevo frito.

Clay contempló la posibilidad de preguntarle si su padre tenía móvil, pero algo se lo impidió.

—¿Estás bien? —preguntó en cambio.

—Sí —asintió ella con un encogimiento de hombros—. En cuanto a mi padre, lo que tenga que ser, será. No puedo hacer nada al respecto.

Ojalá no hubieras dicho eso, pensó Clay.

—Mi hijo tiene móvil, ¿te lo había dicho? —comentó con una voz que le sonó áspera como el graznido de un cuervo.

—Sí, antes de cruzar el puente.

—Es verdad.

Clay advirtió que se estaba mordiendo el labio inferior y se obligó a dejarlo.

—Pero no siempre lo lleva cargado, seguro que también te lo había dicho.

—Sí.

—Pero no tengo manera de saberlo.

La oleada de pánico amenazaba de nuevo, abrumadora.

Alice le cubrió la mano con las suyas. Clay no quería sucumbir a aquel consuelo, dejarse llevar y sucumbir a él, pero lo hizo, pensando que tal vez ella tenía más necesidad de dar que él de recibir. Seguían en aquella postura, las manos entrelazadas junto al salero y al pimentero de peltre que había sobre la mesa de la cocina de Tom McCourt, cuando éste regresó del sótano con cuatro linternas y una lámpara de gas aún guardada en su caja.

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