Catalina

Catalina


Capítulo VI

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—Si su merced se empeña en detenerme, ¡qué le vamos a hacer, pobre muchacho! Dios le perdone.

A esto, la buena señora no supo más que impetrar con redoblado empeño la libertad de Macshane, y como, en realidad, no podía fundamentarse cargo alguno contra él, no hubo más remedio que dejarle en libertad.

El dueño del albergue y los otros testigos de cargo retirábanse ya más que avergonzados, cuando el abanderado, con voz atronadora, empezó a llamar al primero para que se detuviese y le devolviera las cinco guineas que le había hurtado. El hostelero porfió que sólo habíale encontrado quince en la bolsa; pero cuando Macshane juró solemnemente, sobre los Santos Evangelios, que llevaba veinte, y requirió el testimonio de la señora Hayes para que declarase si no era cierto que ayer, media hora antes de entrar en la fonda, había visto las veinte guineas, lo cual mostróse ella dispuesta a jurar, el dueño del mesón se quedó de una pieza, y excusose diciendo que no las había contado cuando las cogiera; pero que estaba dispuesto a darlas de su propio bolsillo antes que pudiera creérsele capaz de cometer semejante acción; y le devolvió las otras cinco. Así que estuvieron fuera del Juzgado, míster Macshane, en el colmo de la gratitud, no pudo contenerse, y estampó un beso en el rostro de la señora Hayes. Suplicole entonces ella que la llevara consigo adonde hallábase su hijo, a lo cual accedió el abanderado del mejor talante; y, montando la vieja a la grupa, partieron en el alazán, en busca de John y de su esposa.

* * *

—¿Quién viene ahora con Naripas? —dijo Sicklop, el tuerto, que desde hacía más de tres horas estaba tumbado, aburrido, en el patio de la fonda.

Era el abanderado y la madre del cautivo que llegaban sanos y salvos, sin haber tenido el menor accidente en el camino.

—Ahora tendré el honor supremo —dijo Macshane, ayudando a bajar del caballo a la buena señora—, el supremo honor de hacer latir dos corazones que se aman… Nuestra profesión, amiga mía, es bien triste; pero momentos de satisfacción como éste bien valen la pena de sufrir algunos años. Por aquí, mi amiga. Tomad a la derecha, después a la izquierda; cuidado con el escalón, y, a la tercera puerta, a la vuelta…

Todas estas precauciones fueron atendidas: Macshane llamó con los nudillos en una puerta, y cuando se abrió para dejarle paso, entró triunfalmente en la estancia, llevando en una mano las veinte guineas y conduciendo con la otra a la señora Hayes.

Innecesario nos parece referir el encuentro que tuvo lugar entre madre e hijo. La buena señora lloró a moco tendido; él alegrose de verla, porque ello le probaba que nada tenía ya que temor. Catalina mordiose los labios, manteniéndose a distancia, algo azorada. Míster Brock contaba el dinero y míster Macshane dedicábase a reponerse con fuertes bebidas de sus trabajos, peligros y fatiga.

Una vez calmada el ansia maternal, tuvo tiempo la buena señora de mirar en derredor suyo, y pareciole experimentar un sentimiento de afectuosidad entre aquellos malvados que la contemplaban. Le parecía que habíanle hecho un gran favor robándole veinte guineas, amenazando la vida de su hijo y dejándole libre por fin.

—¿Quién es ese viejo caballero? —preguntó.

Y al oír que era el capitán Wood, le hizo una profunda cortesía y dijo con gran respeto:

—Servidora de vuestra merced, seor capitán.

A lo que respondió Brock con una inclinación y amable sonrisa.

—¿Y quién es esa linda damita? —siguió preguntando la señora Hayes.

—Que… se me olvidaba; madre, dadle vuestra bendición: es mi mujer.

Y condujo a Catalina hacia su madre para presentársela.

La noticia no pareció agradar a la vieja señora, la cual recibió el beso de Catalina con cara de pocos amigos. De todas suertes, el mal ya estaba hecho y no podía sentirse molesta con su hijo, ahora que acababa de tener la dicha de encontrarle. Así es que, después de haberle reprendido suavemente, dijo a la esposa que, aun cuando no aplaudía la acción de su hijo, ya que el mal estaba hecho, era su deber remediarlo, en lo posible; por tanto, que a ella, de su parte, la recibiría de buen grado en su casa y procuraría que su estancia le fuera lo más grata posible.

—Me parece que aun debe de quedarle más dinero en su casa —díjole por lo bajo Sicklop a Redcap.

Éste y la patrona habíanse asomado a la puerta de la habitación y estaban muy entretenidos contemplando la escena sentimental.

—¡Valiente imbécil de irlandés! Bien podía haberles hecho aflojar más —dijo la patrona—; ya se conoce que es un cuitado papista. Si hubiera sido mi hombre —conviene advertir que éste había sido ahorcado—, no se habría contentado con esa cantidad, digna de un mendigo.

—¿Y si les hiciéramos «sudar» más todavía? —sugirió Redcap—. ¿Quién nos lo impediría? Tenemos en nuestro poder a la vieja y al heredero… y lo menos que deben valernos… es cien guineas más…

Esta conversación era mantenida

sotto voce, sin que nos sea dado afirmar que Brock tuviese conocimiento de semejante complot. La patrona, para comenzar a desarrollarle, pregunto:

—¿Qué clase de ponche queréis que os sirva, señora? Debéis tomar algún refrigerio, ya que habéis podido llegar sana y salva.

—Es cierto —dijo el abanderado.

—No faltaba más —dijeron los otros.

Pero la buena señora repuso que sólo deseaba marchar cuanto antes.

Y dejando una corona sobre la mesa, pidió a la dueña que sirviera a los que se quedaban.

—Adiós, señor capitán añadió, haciendo moción de marcharse.

—Adiós —dijo el abanderado—, y que sea por muchos años. Me habéis sacado de entre las garras de la justicia, libertándome; tened la seguridad de que el abanderado Macshane no lo olvidará mientras viva.

Hayes y las dos damas dirigiéronse hacia la puerta; pero la patrona, poniéndose delante de ellos, los detuvo, mientras Sicklop decía:

—Un momento; perdonad, señoras: no creo pretendáis marcharos a tan poca costa; veinte guineas tan sólo es una miseria, como comprenderéis; hay que aflojar más.

Míster Hayes rompió en llanto, retrocediendo y maldiciendo su mala suerte; las dos mujeres comenzaron a suplicar, mientras Brock parecía regocijado ante aquel espectáculo, como si lo hubiera estado esperando; no así Macshane.

—¡Mayor! —dijo, cogiendo fuertemente a Brock del brazo.

—¡Abanderado! —dijo Brock, sonriendo.

—¿Somos o no somos hombres de honor?

—¿Quién lo duda? —repuso el cabo de buen humor.

—Pues si somos hombres de honor, debemos mantener nuestra palabra… Con que, ya lo habéis oído vosotros: ¡Tened cuidado, eh! Si no dejáis paso ahora mismo a este pobre ángel de muchacho y a las dos señoras… el mayor y yo os sabremos quitar de en medio.

Y diciendo, tiró de tizona y adelantó, con la punta frente al pecho de Sicklop; como éste y su compañero vieran que no se iba de broma, optaron por dejar el paso franco; pero la dueña, más temeraria, siguió impidiendo la salida y, soltando una verdadera nube de maldiciones contra el abanderado y contra aquellos dos ingleses follones que huían del irlandés, juró moriría antes que dejar pasar a los secuestrados.

—Sea, entonces —dijo Macshane.

Y le tiró una estocada a fondo; la dueña la esquivó, retirándose de un salto, con un grito terrible de miedo; cayó de rodillas, pidiendo gracia, y, por fin, abrió la puerta.

Después de lo cual, y con gran ceremonia, Macshane condujo de la mano a la anciana hasta la puerta de la calle, seguido del joven matrimonio. Una vez fuera, despidiose afectuosamente de ellos, esperando volver a verlos pronto, y dijo:

—Hasta la vista, pues; ahora, de aquí a prima noche, podéis andar perfectamente las diez y ocho millas de camino sin fatigaros gran cosa.

—¡Andar! —exclamó Hayes—. ¿Cómo andar? ¿Para qué tenemos el caballo?…

—¿Qué decís? —replicó Macshane con voz alterada—. La palabra es antes que nada. ¿No es cierto, señora, que en presencia del juez confesasteis haberme dado el caballo? ¿Cómo consentís se hable de querer quitármele? Permitidme os diga que semejante proceder no se acomoda con vuestra respetabilidad y vuestros años, y mucho menos cuando se trata de emplearle con el abanderado Timoteo Macshane.

Y diciendo, dio al aire su sombrero en un profundo saludo y se alejó calle abajo. Ante lo irremediable, llenos de resignación, hubieron de tomar el camino de su casa, pasito a paso, míster Hayes, su madre y su joven esposa.

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