Catalina

Catalina


Capítulo VIII

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Decidiose en definitiva que, con semejante pretexto, se presentara por primera vez el hijo al padre. Catalina compró el brocado, se le hizo el chaleco. Gretel, llena de rubor, le anudó al cuello la primorosa corbata de encaje, y, con las medias de seda y las hebillas doradas en los zapatos, el joven Tom tenía todo el aspecto de un hijo de casa grande.

—¡Ah, Tom! —dijo su madre, casi ruborizada y vacilando—, caso de que Max…, caso de que su merced preguntara por tu madre…, y quisiera saber si vive…, responde que sí, que está bien y que suele hablar de tiempos pasados… ¡Ah!, se me olvidaba…; no tienes por qué hablar de Hayes para nada; basta que digas que yo estoy bien.

Catalina quedose contemplándole un rato, mientras se alejaba calle abajo. Encantado y contento estaba Tom con sus nuevas galas, y, a decir verdad, parecíase mucho a su padre. Ante la vista de Catalina parecieron ir tranformándose todas las cosas, y creyó tener delante unos prados verdes, un pequeño lugar, y en el lugar un mesón. Un muchacho paseaba dos caballos sobre el césped, mientras que, dentro del parador, reposaba un caballero, joven, apuesto y alegre. ¡Ah, qué delicadas eran sus blancas manos, cuán seductoras sus palabras, cuán bellos y dulces sus azules ojos! ¿No era por ventura un gran honor para una pobre paleta de aldea el que un tan noble caballero se dignara mirarla? ¡Qué encanto irresistible no habría de tener para lograr que le obedeciera al murmurarle al oído: «Sigueme, vente conmigo!». ¡Qué grabados se quedaron en su imaginación hasta los más insignificantes pormenores del paisaje que viera aquella mañana! ¡Cómo se elevaban las espirales de humo de los prados en que se quemaban los rastrojos, cómo saltaban los peces en los riachuelos y chapoteaban en la presa del molino! Allá se alzaba la iglesia con todas las ventanas como encendidas de oro por el sol, y más allá los segadores, haciendo la recolección del maíz… Ella quería cantar cuando iba subiendo la colina… ¿Qué canción?… No podía recordarla; pero, en cambio, qué bien recordaba el sonido de los cascos del caballo a medida que se aproximaba más y más… ¡Qué arrogante estaba sobre un caballo tan alto! ¿Iría pensando en ella, o serían acaso palabras engañosas las que habíale dicho, la noche antes, como las que diría a tantas otras para pasar el tiempo y seducirlas? ¿No las habría olvidado ya él?

* * *

—Pero, Catalina, hija, que la carne se enfría, ¡y tengo un hambre del diablo! —exclamó míster Brock, alias capitán Wood, alias doctor Wood.

Mientras desplegaban las servilletas, él, mirándola fijamente, dijo:

—Qué, ¡pensando en eso todavía, criatura! He estado observándoos por espacio de cinco minutos, Catalina, y, o yo soy un imbécil, o me parece que una sola palabra de Galgenstein bastaría para que le siguierais otra vez como un perrito.

Empezaron a almorzar, y aun cuando sobre la mesa triunfaba el plato favorito de Catalina —pierna de cordero con salsa de cebolla—, ella no se sintió con ganas ni para probarlo.

Al mismo tiempo, Tomás Billings dirigíase a la morada de su excelencia el embajador bávaro, hecho un figurín, con las nuevas prendas que su madre habíale regalado, la nueva corbata de encaje que la rubia Gretel había anudado a su cuello, llevando envueltos en un pañuelo de seda los flamantes pantalones del señor embajador. Pero el joven Billings, sintiéndose algo Narciso, quiso ver el efecto que causaba en Polly con su elegante indumentaria, y fue a hacer una visita a miss Briggs, la cual, después de felicitarle calurosamente por la distinción que con aquellas galas realzaba su persona, invitole a beber de la bebida predilecta de Tom, mixtura de Ginebra y frambuesa; y tanta fue la complacencia del joven caballerete, que, al cabo de no mucho rato, a manos de la Briggs había pasado todo el dinero que llevaba en el bolsillo, gracias a la prodigalidad de su buena madre. Sin embargo, supo hacerse el fuerte y desprenderse del encanto que allí le retenía, y, despidiéndose afectuosamente de Polly, marchose con los pantalones a casa de su padre.

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