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Casino » Primera parte: Apostar sobre la línea » 1

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«Mis colegas creyeron que yo era el mesías.»

Rosenthal El Zurdo no creía en la suerte. Creía en las probabilidades. En los números. En las posibilidades. En las matemáticas. En las fracciones de datos que había acumulado copiando estadísticas de equipos en ficheros. Consideraba que los partidos estaban decididos de antemano y que se podía comprar a los árbitros. Conocía a algunos jugadores de baloncesto que practicaban durante muchas horas al día el arte del lanzamiento al aro y a otros jugadores que apostaban por el intermedio entre las probabilidades existentes y conseguían un beneficio del diez por ciento del dinero apostado. Estaba seguro de que determinados atletas hacían el vago y otros el lesionado. Creía en las rachas de victoria o derrota; creía en la gama de puntos, en las apuestas sin límite y en los que dominaban hasta tal punto la mecánica de las cartas que podían repartir sin cortar el celofán de la baraja. En otras palabras, en lo referente al juego, El Zurdo creía en todo menos en la suerte. La suerte era el enemigo en potencia. La suerte era la tentadora, la que susurraba con aire seductor y le alejaba a uno de los datos. No tardó El Zurdo en aprender que si quería dominar la técnica y convertirse en un profesional, tenía que eliminar del proceso incluso la más remota posibilidad de casualidad.

Frank Rosenthal, El Zurdo, nació el 12 de junio de 1929, unos meses antes del crash de la Bolsa. Creció en el West Side de Chicago, un barrio pintoresco, mafioso, donde los locales de los corredores de apuestas, los polis y cargos municipales corruptos y la boca cerrada constituían un sistema de vida. En palabras de Rosenthal:

Mi padre era un mayorista de verduras. De la rama administrativa. Se le daban bien los números. Listo. Próspero. Mi madre era ama de casa. Crecí leyendo las hojas de información sobre las carreras de caballos. Casi siempre las rompía. Sabía todo lo que se tenía que saber al respecto. Las leía en clase. Era un muchacho alto, delgaducho, tímido. Yo medía un metro ochenta cuando era más joven y era un muchacho reservado. Era bastante solitario y las carreras de caballos constituían un reto para mí.

Mi padre poseía unos cuantos caballos, por eso yo estaba todo el tiempo en las pistas con él. Vivía en las pistas. Era mozo de cuadra, el que pasea el caballo. Limpiaba la cuadra. Estaba allí a las cuatro y media de la mañana. Me convertí en una parte de la cuadra. Empecé a frecuentar el ambiente cuando tenía trece o catorce años y era hijo de un propietario. Nadie me molestaba.

En mi casa pusieron mala cara cuando empecé a meterme en las apuestas deportivas. Mi madre ya sabía que jugaba y no le gustaba, pero yo era muy duro de mollera. No escuchaba a nadie. Me gustaba consultar los marcadores, las clasificaciones anteriores, los jockeys, las posiciones en meta. Solía copiar todo el material en mis propias fichas en mi habitación, por la noche.

Un día falté a la escuela para ir a las pistas. Me llevé a dos compañeros. Chicos listos. Nos quedamos ocho carreras y yo acerté siete ganadores. Mis compañeros creyeron que yo era el mesías. Mi padre apartó la vista cuando me descubrió allí. No quería dirigirme la palabra. Le cabreaba que hubiera faltado a la escuela. No le dije nada cuando volví a casa. No hubo ninguna discusión. Tampoco dije nada sobre las ganancias. Al día siguiente falté a la escuela otra vez, volví a las pistas y lo perdí todo.

Pero donde realmente aprendí a apostar fue en las gradas de Wrigley Field y Comiskey Park. Allí había unos doscientos tipos en cada partido y apostaban por todo. Cada lanzamiento, cada swing. Todo tenía un precio. Había tíos gritándote números. Era colosal. Era un casino al aire libre. Acción constante.

Si tenías talento, algo de ego y conocías el juego, te sentías inducido a aceptar la apuesta. Habías metido dinero en el bolsillo y sentías que podías conquistar el mundo. Había un tipo llamado Stacy; tendría más de cincuenta años y llevaba el bolsillo lleno de billetes. Aceptaba apuestas de todo el mundo.

—Eh, chaval, ¿van a marcar en esta entrada o no?

En vez de dejado pasar, ponías tu amor propio en ello, aceptabas la apuesta y pagabas el montante. Stacy siempre hacía que tú fijaras el montante.

Pongamos por caso que Chicago gana por seis a dos en la octava y tú quieres apostar que marcarán de nuevo o que perderán en la novena. O bien que alcanzarán un doble juego al final de la entrada. Si quieres, con un hit de cuatro bases ganarán el partido. Un doble, un triple o un fly. Lo que sea. Stacy quería acción y ofrecía posibilidades. Había dado la vuelta a una de veinticinco a una. ¡Pum! Así, sin más. Un fly, veinte a uno. Un «eliminado», ocho a cinco. Si buscabas acción, tú hacías la apuesta y él establecía sus probabilidades.

Yo no lo supe al principio, pero cada una de las apuestas que aceptaba Stacy se basaba en unas probabilidades determinadas. Una eliminación por strikes al final del partido, por ejemplo... no recuerdo las probabilidades reales ahora, pero podía ser de ciento sesenta y seis a una, y no treinta a una... lo que Stacy estaba apostando.

Un hit de cuatro bases en el primer golpe de un partido podía ser tres mil a una, no setenta y cinco a una. Y así sucesivamente; si estabas apostando con Stacy, tenías que saber estas probabilidades o te quedabas a dos velas.

En cuanto lo entendí, sólo me sentaba y escuchaba cómo establecía sus probabilidades, las apuntaba y confeccionaba una lista. Al cabo de poco, ya hacía proposiciones de apuestas por mi cuenta. Con los años, Stacy hizo una pequeña fortuna en las gradas. Sacó una buena tajada. Era fabuloso ver cómo tenía a todo el mundo a su alrededor esperando apostar. Era un gran showman.

Por aquel entonces no tenías canales deportivos, revistas, periódicos y programas de radio especializados en apuestas deportivas. Si te encontrabas en el Medio Oeste no te era fácil averiguar lo que estaba pasando con los equipos de la Costa Este y Oeste entre bastidores. Te enterabas del resultado final y esto era todo.

Pero para apostar en serio necesitabas mucha más información. Así yo empecé leyéndolo todo. Mi padre me consiguió una radio de onda corta y recuerdo que pasaba horas escuchando las incidencias de los equipos de fuera en los que estaba pensando apostar. Me subscribí a diferentes periódicos de todo el país. Iba a un quiosco que tenía todos los periódicos de los equipos de fuera. Fue allí donde conocí a Hymie El As. Era un profesional célebre. Yo no digo que la gente sea célebre a no ser que lo sea. Hymie El As lo era. Lo encontraba allí en el mismo quiosco comprando montones de periódicos, igual que yo. Se metía en el coche y se ponía a leer. Yo también estaba allí, aunque no tenía coche. Tenía una bicicleta. Tiempo después nos conocimos. Él sabía lo que yo hacía.

Hymie era unos diez o doce años mayor que yo. Cogí la costumbre de saludarlo siempre a él y a los demás profesionales, y me consideraba afortunado cuando ellos me dirigían la palabra. Continuaba siendo un niño, pero ellos veían que yo era serio y que tenía talento, por eso estaban dispuestos a ayudarme. Eran muy amables. Me admitieron en su círculo. Me pareció estupendo.

Pero también iba afirmándome. Iba avanzando. Me sentía bien. Había en cartel un partido de baloncesto Northwestern-Michigan. Tenía gente en las dos universidades que me proporcionaba información y me sentía realmente fuerte. Me gustaba el Northwestern.

Bien, no quiero decir que me «gustara» el Northwestern. En realidad era un hincha. Tenía su banderín en la habitación. Me refiero a que me gustaba como apuesta. Esto es lo que eran todos los equipos para mí. Apuestas. Había estado esperando este partido. Lo había seguido. Por ello aposté que el Northwestern ganaría al Michigan State. Había un llenazo. Entré y allí me encontré a Hymie El As. Hymie sabía más de baloncesto que nadie. Nos saludamos. Quedaban diez minutos para el saque de salida.

Le dije que jugaba al Northwestern y le pregunté qué pensaba hacer él. Yo estaba tan seguro de mi información que había jugado lo que yo denominaba un triple juego: había apostado dos mil dólares. Era a lo máximo que llegaban mis fondos. En aquella época, para mí, un simple juego eran doscientos dólares, un doble juego eran quinientos y un triple eran dos mil. Era sólo un crío. Aquél era el límite. Me refiero a la época en que mi capital se reducía a ocho mil.

—¿Cómo? —dijo Hymie, sorprendido— ¿Por qué juegas al Northwestern? ¿No te has enterado de lo de Johnny Green?

—¿Quién? —le pregunté.

—Johnny Green. ¿Qué pasa contigo?

Johnny Green era un jugador negro al que no se había considerado apto durante toda la temporada. De repente, unos días antes del partido, se decidió que jugara. Me había pasado por alto.

—Green va a coger todos los rebotes en el partido —dijo El As, y se me paró el corazón.

Corrí a los teléfonos, pero había sólo dos cabinas y veinticinco personas esperando en cada una. Trataba de deshacerme de alguna de mis apuestas. Librarme de ellas. Equilibrar algo el movimiento. Estaba en la fila esperando para llamar por teléfono cuando oí al locutor y creí que me moría. No podía librarme de ellas.

Volví y me senté. Vi a Green. Tal como dijo El As, controló los dos tableros. En la media parte ya había visto suficiente. El Michigan aniquiló al Northwestern. El As había hecho sus deberes y yo no.

El As sabía, que iba a jugar Green y además sabía qué tipo de jugador era, que era único en el rebote, que era el elemento capaz de vencer al Northwestern. Green fue mejorando hasta convertirse en un profesional de elite.

Había aprendido una lección de campeonato. Descubrí que no era tan listo como pensaba. Había dependido demasiado de la gente. Les había otorgado el poder de que decidieran por mí. Me di cuenta de que si quería dedicar mi vida al juego, compitiendo con los mejores corredores de apuestas, no tenía que escuchar a la gente. Si iba a ganarme la vida haciendo esto, iba a tener que contar sólo conmigo y hacérmelo yo todo por mí mismo.

Así que empecé con el baloncesto y el fútbol universitario. Para estos deportes, me suscribí a todos los periódicos universitarios y me lanzaba a las páginas deportivas cada día. Llamé a los cronistas de las diferentes universidades y me monté todo tipo de historias para conseguir informaciones que no venían en los periódicos.

Al principio, no les decía por qué quería la información, pero muy pronto lo pescaron; entonces encontré algunos chicos listos a los que pagaba regularmente. Cuando ganaba, les pasaba algunos dólares y al cabo de un tiempo tenía una gran red de gente que me mantenía informado sobre los deportes universitarios.

Al hacerme mayor, ya iba a los partidos con un casete. Tenía ojeadores que trabajaban para mí. Mandaba a algunos tipos a observar detalles específicos. Les tenía vigilando únicamente a dos o tres jugadores. Todo lo demás me daba igual; ellos tenían que observar a quien yo les había encargado. Cogía sus notas. Después me iba volando a la siguiente ciudad donde jugaba el equipo y volvía a observarlos. Cotejaba los datos. El resultado final nunca es lo más importante cuando uno quiere recoger dinero en vez de perderlo. Yo sabía si un jugador tenía el tobillo lesionado y jugaba más lento. Sabía cuándo un quarterback estaba enfermo. Sabía si su novia había quedado embarazada o lo había dejado por algún otro. Sabía si fumaba canutos o esnifaba coca. Sabía las lesiones que no figuraban en los periódicos. Las lesiones que los jugadores ocultaban a sus entrenadores.

O sea que, con este tipo de información, no era difícil para mí saber cuándo los corredores de apuestas habían cometido un error en sus pronósticos. Era lógico. Se ocupaban de gran cantidad de deportes y de montones de partidos. Yo me concentraba en unos pocos. Sabía todo lo que se tenía que saber sobre un número limitado de partidos y aprendí una cosa muy importante: aprendí que no se tiene que apostar en cada partido. A veces sólo puedes apostar en uno o dos partidos de catorce o quince. Aprendí que a veces durante todo un fin de semana no había una sola apuesta que valiera la pena. Cuando sucedía aquello, no quería apostar o adoptar una postura seria.

Solía dejarme caer por una tienda de tabaco en Kinzie. George y Sam llevaban el negocio. De cara al público, vendían puros y material de este tipo. Pero en la trastienda había un telégrafo de la Western Union, teléfonos y un tablón de apuestas. En aquella época ellos tenían la información más actualizada. Durante la temporada de béisbol, la relación más definitiva de los lanzadores iniciales llegaba por el telégrafo algo antes del inicio del partido.

George y Sam eran efectivamente grandes corredores de apuestas. Habían venido a Chicago desde Tanytown, Nueva York. Y habían conseguido el visto bueno de los poderes que operaban en el mercado. Estaban completamente a resguardo. Incluso tenían el visto bueno del capitán de la policía local para organizar partidas de póker, algo muy ilegal.

Tenían un bar y servían bebidas y comida gratis. El telégrafo estaba siempre sonando. Era como un teletipo de la bolsa. Era difícil que un apostador pudiera tener máquinas de la Western Union. Estaban pensadas para los periódicos, pero si llenabas una solicitud dirigida a la compañía y conocías el manejo, podías conseguir una. En aquella época era tan estúpido que traté de lograr una para mi casa y fracasé.

George y Sam eran operadores independientes, pero tenían que pagar protección, de todas formas. Todas las casas de juegos de cartas y de corredores de apuestas pagaban en aquella época. Los corredores se cuidaban de los polis y éstos se cuidaban de la organización. Y a veces la organización se cuidaba de los polis. En definitiva, todos acababan cuidándose de todos, y todo el mundo sacaba dinero.

Cuando tenía diecinueve años, conseguí un trabajo como contable en la sección de deportes de Bill Kaplan, Angel-Kaplan. Estaba bien. Estábamos en los teléfonos todo el día comunicando por nuestra línea con los corredores de apuestas y los jugadores. Todos los del país estaban conectados entre sí. Teníamos líneas especiales que nos habían instalado trabajadores jubilados de la compañía de teléfonos. Todos conocíamos cada voz y los nombres codificados, pero después de un tiempo llegabas a conocer el nombre real de todos.

No soy más que un crío y continúo en Chicago, aunque estoy conectado con la mayor oficina de los Estados Unidos de la época, Gil Beckley, en Newport, Kentucky. Gil controlaba toda la ciudad de Newport. Los polis. Los políticos. Toda la maldita ciudad.

Gil era la empresa más importante de Newport. Tenía a treinta contables trabajando para él. Controlaba la mayor oficina de compensación del país. Allí era donde llamaban todos los despachos de corredores de apuestas del país cuando el movimiento en una parte se había hecho demasiado intenso.

Por ejemplo, si tú eras un corredor de apuestas de Dallas, naturalmente ibas a coger más apuestas en Dallas de las que querías, porque no podías tener suficiente gente apostando en otro lugar para cubrir todas las ganancias. Por lo tanto, el corredor de apuestas de Dallas podía reclamar una operación de compensación y los contables de Beckley podían coger lo suficiente de Dallas como para equilibrar su registro. Teniendo en cuenta que Beckley es nacional, puede cubrir las apuestas de Dallas contra sus adversarios aquella semana y todo vuelve a nivelarse de nuevo.

Fuera adonde fuera, Gil era el jefe. En invierno estaba en Miami. Invitaba a veinte o treinta tipos a cenar. «¡Vamos a Joe's Stone Crab! ¡Vamos aquí! ¡Vamos allí!» Siempre iba un séquito con él, y él siempre sacaba la cartera.

Naturalmente, yo sólo trataba con Gil Beckley por teléfono. Estuvimos hablando unos cuantos años y él reconoció que yo era un muchacho prometedor, un chaval al que se le podía pedir lo que fuera. Un buen pronosticador y un jugador. Iba edificando mi pequeña reputación. Y cuanto más hablaba con Beckley, más cuenta me daba de lo que era totalmente sorprendente: si preguntabas a Gil Beckley cuántos hombres formaban un equipo de béisbol, él tenía que consultarlo a otro. Tal como suena.

No podía responderte. Aquello no era cuestión suya. Soy sincero, ¿Mickey Mantle? ¿Quién? Sencillamente, Beckley no lo conocía. No tenía ni puñetera idea. Aunque, después de todo, no tenía que conocerle. Era un corredor de apuestas y un hombre del juego. Él no apostaba. Sólo llevaba el despacho con la cuenta mayor del país. A mí me tenía asombrado.

Pero pronto me di cuenta de que aquello no tenía importancia. Lo único que tiene que hacer el que se dedica a compensar apuestas es asegurar que mantiene las apuestas cubiertas y que recoge su diez por ciento. No tiene que ser un experto en los equipos ni siquiera estar al corriente de los partidos. Yo estaba asombrado, pero resultaba que así sucedía con la mayoría de compensadores y corredores de apuestas. Muchos de los tipos más importantes no apostaban. En Chicago teníamos a Benny El Centella. Benny era el corredor de apuestas más importante de la ciudad. Como tal, reunía millones y millones, y como Gil Beckley, Benny no podía decir a qué jugaba Joe DiMaggio. En serio.

Yo apostaba y conseguía buena información en la época en que mi amigo Sidney, que era un importante contable de Benny, me pidió, como un favor, que llamara a su oficina cuando me enterara de algo sobre un partido, algo que pudiera afectar al resultado, como que había un arreglo o que uno de los jugadores estaba lesionado.

Así pues, un día me enteré de una lesión de la que no se había informado y llamé a mi amigo Sidney, pero no estaba. De todos modos, hablé con Benny, el jefe en persona. Le dije a Benny lo del jugador. Me acuerdo del jugador, Bobby Avila, segundo base del Cleveland Indians. Dije: «Avila, fuera».

Quería alertarlo para que hiciera modificaciones en su línea y no lo atropellaran todos los profesionales, los cuales, puedo asegurarlo, tenían ya la misma información que yo.

Benny escucha la información como si supiera de lo que le estoy hablando, pero cuando acabo me pregunta: «¿Pero no tienen otro segundo base?» Pensé: «¿Otro Bobby Avila? ¿En serio?». No podía creérmelo.

Aquella noche encontré a Sidney y le pregunté si estaba trabajando para un loco. Me dijo que Benny no seguía los partidos, sólo la cuantía. Benny era el corredor de apuestas más importante de Chicago, no porque estuviera al corriente de los jugadores y deportes, sino porque pagaba el lunes. No importaba la cantidad que te debiera pasado el fin de semana, Benny pagaba el lunes. Su contable estaría allí con un sobre y billetes nuevos y flamantes. Y si el dinero se lo debías tú, siempre te daba más tiempo. Así pues, tanto si sabía quién era Bobby Avila como si no, tenía una enorme clientela y se hacía de oro.

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