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Introducción

«¿Por qué se me ha incendiado el coche?»

Frank Rosenthal cuenta:

Acababa de cenar y me había metido en el coche. No recuerdo si puse el motor en marcha, pero todo lo que vi fueron aquellas pequeñas llamas. Apenas subían unos cinco o seis centímetros. Procedían de la salida de aire caliente. No había oído el menor ruido. Tan sólo vi las llamas reflejadas en el parabrisas. Recuerdo que me pregunté: «¿Por qué se me ha incendiado el coche?», y luego las llamas fueron creciendo.

Sin duda se produjo un impacto lo suficientemente fuerte como para arrojarme contra el volante, pues me lastimó las costillas, pero no lo recuerdo. Lo único que se me ocurrió es que tenía algún problema mecánico en el coche.

El pánico no se apoderó de mí. Sabía que tenía que salir del coche. Tenía que alejarme de las llamas. Llamar al garaje. Intenté alcanzar el tirador de la puerta. Por poco me quemo el brazo. Las llamas se alzaban entre el asiento y la puerta. Comprendí que de no salir del coche no volvería a ver a mis hijos. Decidí utilizar la mano derecha para agarrar el tirador y al mismo tiempo empujar la puerta con el hombro. Aquello funcionó.

Me caí al suelo. A mi alrededor todo eran llamas; habían prendido en la ropa que llevaba. Me estaba quemando. Fui dando tumbos por el suelo hasta apagar las llamas.

Dos hombres me ayudaron a incorporarme y me llevaron a unos veinte o treinta metros del coche. Me dijeron que me tumbara pero yo no quería hacerlo. Iba repitiendo que estaba perfectamente. Ellos insistieron en que me echara al suelo, y cuando lo hice, pareció que había explotado la bomba atómica. Vi como mi coche se alzaba del suelo un par de metros, y seguidamente las llamas atravesaron el techo del vehículo, levantándose hasta la altura de un par de pisos.

Entonces comprendí por primera vez que aquello no había sido un accidente. Entonces supe que alguien me había colocado una bomba en el coche.

Antes de que la explosión le destrozara totalmente el coche, delante del restaurante Marte Callender en la avenida East Sahara, el 4 de octubre de 1982, Frank Rosenthal, El Zurdo, había sido una de las personas más poderosas y controvertidas de Las Vegas. Dirigía el complejo de casinos más importante de Nevada. Había adquirido su fama al haber llevado las apuestas deportivas a Las Vegas, un triunfo que le había convertido en un auténtico visionario en los anales de la historia local. Era un jugador de jugadores, el hombre que establecía la ventaja, un perfeccionista que en otra época había asombrado a todo el personal de la cocina del hotel Stardust al insistir que todo bollito de arándanos debía contener como mínimo diez arándanos.

Sin embargo, Frank Rosenthal había pasado la mayor parte de su existencia evitando los problemas. Había empezado como contable y corredor de apuestas para los jugadores y mafiosos de Chicago antes de tener suficiente edad para votar. En efecto, antes de empezar a trabajar dentro de los casinos en 1971, El Zurdo había tenido un solo trabajo legal: como policía militar en Corea entre 1956 y 1958. En 1961, cuando, a los treinta y un años, compareció ante un comité del Congreso de Washington que investigaba la influencia de la delincuencia organizada sobre el juego, recurrió treinta y siete veces a la Quinta Enmienda. Ni siquiera les dijo si era zurdo, a pesar de que, por cierto, dicha particularidad le había proporcionado el mote. Unos años después, se negó a declarar ante la acusación de soborno a un jugador de baloncesto universitario en Carolina del Norte, sin admitir jamás, no obstante, la culpabilidad. En Florida se le prohibió el acceso a las pistas de las carreras de caballos y de galgos por haber supuestamente sobornado a la policía de Miami Beach. Y en 1969, junto a una docena de corredores de apuestas entre los más importantes a nivel nacional, fue procesado por el Departamento de Justicia por un caso de conspiración en el juego y la delincuencia organizada interestatal que se alargó unos cuantos años: hasta que el abogado de El Zurdo consiguió librarlo de la acusación porque John Mitchell, fiscal general a la sazón, no había firmado personalmente las órdenes para realizar escuchas telefónicas, tal como marcaba la ley. El día en que había que firmar las órdenes judiciales, Mitchell estaba en un partido de golf y había dado instrucciones a un ayudante para que falsificara su firma.

Frank Rosenthal llegó a Las Vegas en 1968 por la misma razón que lo habían hecho tantos americanos: librarse del pasado. Las Vegas era una ciudad sin memoria. Era el lugar adonde se acudía en busca de una segunda oportunidad. Era la ciudad americana a la que se llegaba después del divorcio, de la quiebra, incluso después de haber pasado un corto periodo en una cárcel de condado. Constituía el destino final para los que deseaban recorrer media América en busca del perfecto tren de lavado de la moralidad nacional.

Era asimismo la tierra donde uno podía descubrir un buen filón, una especie de Lourdes rebosante de dinero donde los peregrinos no tenían más que colgar sus historias psíquicas y empezar una nueva vida. Era el país de las maravillas —la ciudad americana como una olla de oro—, el único lugar en el país donde un tipo normal podía apuntar hacia el milagro. ¿Grandes probabilidades? Evidentemente; ahora bien, para muchos de los que iban a vivir a Las Vegas y también para muchos de los que acudían allí de visita, las grandes probabilidades de Las Vegas eran mejores que las que se les habían ofrecido en su vida en su lugar de procedencia.

Era un lugar mágico, la capital de neón del mundo. Durante los años setenta, el estigma de su historia mafiosa estaba menguando, y no parecía existir límite en cuanto a su potencial de crecimiento. Bugsy Siegel, al fin y al cabo, ya había muerto en 1947. Y ni siquiera lo mataron en Las Vegas. Le acribillaron a balazos en la ciudad que ahora tiene el código postal 90210: Beverly Hills.

Durante los setenta, Las Vegas experimentó un crecimiento tan inaudito que alcanzó un volumen que escapó al control, incluso a la influencia, de un puñado de hombres de curioso acento y anillos en el dedo meñique. Empezaron a interesarse por ella corporaciones importantes como Sheraton, Hilton y MGM, junto con empresas de inversión de Wall Street y el Drexel Burnham Lambert de Michael Milken; la inversión de tanteo ya había empezado a convertir aquella ciudad situada en el extremo oriental del desierto de Mojave, inhóspito, yermo, azotado por el viento y de suelo salado, en la ciudad con el crecimiento más acelerado de Estados Unidos. Entre 1970 y 1980, en Las Vegas se duplicó el número de visitantes, alcanzando los 11.041.524, y la cantidad de dinero líquido que dejaron éstos aumentó un 273,6%, llegando a los 4.700 millones de dólares. El núcleo de todo el crecimiento fue, evidentemente, el negocio de los casinos; hacia 1993, los visitantes habían dejado 15.100 millones de dólares en la ciudad.

Un casino es un palacio matemático montado a partir del dinero de cada uno de los jugadores. Cada apuesta hecha en un casino ha sido calibrada dentro de una fracción de su vida para sacar el máximo provecho y al mismo tiempo seguir ofreciendo a los jugadores la ilusión de que tienen una oportunidad.

Los casinos implican dinero líquido. Desde las ranuras en las que se introducen cinco centavos hasta las superranuras progresivas de quinientos dólares, el dinero constituye la sangre que da vida a todas las cosas y personas de su interior. Los edificios no son más que una reiteración del dinero. Desde los ruidosos géisers de las monedas que ha de recoger el ganador en una bandejita metálica ahuecada a propósito hasta los timbres, las campanillas y luces que anuncian las ganancias al minuto, el dinero domina la sala. Las técnicas ordinarias de negocios de responsabilidad fiduciaria y la contabilidad de caja se desmoronan bajo las montañas de billetes y monedas que entran a diario en los casinos.

Probablemente no exista en el mundo otro tipo de negocio en que tantas personas entreguen diariamente tantos billetes de banco con más seguridad que en un casino. Los croupiers tienen que dar una palmada bajo el Ojo Electrónico antes de abandonar la mesa para demostrar que no se llevan ninguna ficha. Los delantalitos que llevan sirven para cubrirlos bolsillos, y para impedir que puedan llenárselos. Cuando el croupier cambia un billete de cien dólares en fichas, debe comunicarlo en voz alta al jefe de mesas, a fin de que éste pueda ver cómo lo introduce en la estrecha hendedura con una paleta metálica.

Por muy concurrida que esté una mesa de ruleta o de dados, las fichas han de apilarse uniformemente por colores para facilitar a los supervisores su casi continuo recuento, y los croupiers de blackjack tienen que aprenderá ocultar la carta a quienes pudieran observar de reojo, a fin de que los jugadores que actúan en comandita no sustituyan alguna carta vista y hagan saltar la banca. El supervisor con experiencia en la mesa de los dados jamás aparta la vista de éstos, sobre todo cuando el borracho de turno del extremo de la mesa derrama su copa sobre el fieltro, deja caer las fichas al suelo y se balancea hacia su mujer. Es justamente en estos desconcertantes momentos, como una foto instantánea, cuando se pasan disimuladamente los dados «ful» o con truco. La idea de hacer saltar la banca —por medio de una victoria milagrosa o, como alternativa, siguiendo métodos más fiables para hacer trampas— es la que atrae a todo el mundo a la ciudad. En Las Vegas pegar un palo al casino por las buenas o por las malas se ha ido convirtiendo en una forma de arte.

Sin embargo, es evidente que la gran mayoría de robos en los casinos no tienen nada que ver con las trampas de los jugadores o la corrupción de los croupiers. Casi ninguno de los grandes robos en casinos ha tenido lugar en el interior de sus salones. Los robos más importantes se han producido a puerta cerrada en el sanctasanctórum, la zona del casino más delicada y deliberadamente segura, el lugar donde va a parar finalmente todo el efectivo que va dando tumbos por los centenares de máquinas de juego, las sagradas dependencias de contabilidad del casino.

Se trata de una sala generalmente sin ventanas, con doble cerradura, un lugar de trabajo sin aditamento alguno, con unas sobrias sillas de administrativo, mesas de plástico de color claro y estantes y suelos de acero reforzado para aguantar las toneladas de monedas y los inmensos montones de billetes que hay que contar a diario, un lugar donde se vacían cientos de cajas metálicas con doble cerradura y se clasifican sus billetes de 10, 20 y 100 dólares en fajos de 10.000 dólares, un grosor aproximado de unos dos centímetros, y, en los días de más movimiento, se apilan contra la pared en unas estibas que llegan hasta el pecho de una persona.

En las dependencias donde se cuenta el dinero no hay forasteros que puedan robarlo. El dinero desaparece a pesar de que normalmente haya cámaras conectadas, de que los guardianes cacheen a todos los que entran y salen de allí, de que tengan acceso al lugar un número muy limitado de personas (las leyes estatales prohíben el acceso incluso a los propietarios del casino) y de que cada dólar que se cuenta de cada una de las cajas en cada tumo vaya acompañado por la firma y las iniciales de como mínimo dos o tres contables y supervisores imparciales.

Los que trabajan en las dependencias donde se cuenta el dinero cumplen con su tarea con la mortecina mirada de quien se ha endurecido a partir de la experiencia diaria de verse inmerso en la visión, el olor y el tacto del dinero. A toneladas. A montones. Fajos de billetes y cajas de monedas tan pesados que hay que utilizar grúas hidráulicas para trasladar de un lugar a otro de la sala el volumen de dinero.

Pasa por las dependencias de contabilidad tal fortuna diaria en forma de billetes de banco que casi en lugar de contarse se clasifica con distintas denominaciones y se pesa. Un millón de dólares en billetes de 100 pesa 10 kilos; un millón en billetes de 20, 45 kilos; y un millón en billetes de 5, 195 kilos.

Las monedas se introducen en una báscula electrónica especial fabricada por la Reliance Electric Company —el modelo preferido en la época en que El Zurdo dirigía el Stardust era el 8130— que las ordena y cuenta. Un millón de dólares de las máquinas de monedas de 25 centavos pesa veintiuna toneladas.

El sueño de casi todos los que un día se convierten en propietarios de casino, incluso de los que trabajan en él, consiste en imaginar exactamente cómo apartar la sala de contabilidad de las ganancias. A lo largo de los años, los métodos han pasado desde el propietario que dispone de las llaves de las cajas hasta los empleados que sacan puñados de dinero antes de que se haya contado el efectivo. Existen complicados métodos para falsificar los comprobantes y desequilibrar las balanzas a fin de que pesen únicamente una tercera parte del líquido que entra a la sala de contabilidad. Los sistemas de camuflaje de ganancias de los casinos son tan variados como el ingenio de los que los practican.

En 1974, tan sólo seis años después de su llegada a Las Vegas, Frank Rosenthal había conseguido de la ciudad exactamente lo que había deseado: una nueva vida. Dirigía allí cuatro casinos. Se había casado con una atractiva ex corista llamada Geri McGee y vivían, junto a sus dos hijos, en una casa valorada en un millón de dólares que daba al catorceavo tee del campo de golf Las Vegas Country Club. Tenía piscina y ama de llaves. Guardaba en el armario del dormitorio más de doscientos pantalones de seda, algodón y lino hechos a medida —casi todos en tonos pastel—, confeccionados especialmente para él por sastres venidos ex profeso de Beverly Hills y Chicago. Era el hombre al que uno esperaba ver en el Stardust y su fama como director de casino innovador, que había alcanzado el éxito, pronto se extendió por todo Nevada. Llegó a formar parte de un grupo de elite de empresarios de casino, gestores de fondos de pensiones, banqueros de fondos de inversiones y políticos de Nevada empeñados en transformar Las Vegas, en alejarla de sus raíces vaqueras y gangsteriles para convertirla finalmente en el parque temático de orientación familiar para adultos de 30.000 millones de dólares.

Tenía que funcionar a la perfección.

Pero diez años más tarde, se estaba investigando a Frank Rosenthal como el gángster de los casinos de la ciudad, como presunto cerebro de una operación de defraudación multimillonaria. Se le había denegado una licencia de juego y actuaba de presentador en un programa de debate involuntariamente jocoso de noventa minutos, al que él con toda modestia había bautizado como El Show de Frank Rosenthal. Se sospechaba que trabajaba compinchado con su amigo de la infancia, Anthony Spilotro, Tony El Renacuajo, de quien el FBI afirmaba que era el principal representante de la mafia de Chicago en la ciudad, un asesino a sueldo de quien se sospechaba que había cometido como mínimo una docena de homicidios. En el momento de la explosión del coche de El Zurdo, se acusaba a Spilotro, junto con otros ocho miembros de su banda, de extorsión, de préstamo con usura y de organizar una banda para el robo de una joyería de su propiedad en el Strip. Era asimismo el principal sospechoso del intento de asesinato de El Zurdo, como hombre con un motivo para ello: tenía un asunto amoroso con la esposa de Rosenthal El Zurdo. En realidad tal vez no fuera un asunto amoroso —casi nada de lo que ocurría en Las Vegas tenía relación con el amor—, pero sí era un asunto, un asunto documentado por los agentes del FBI a quienes se había asignado el seguimiento de Spilotro y que finalmente ya era de dominio público.

El hecho de haber llegado a aquel punto en unos cuantos años era algo que no sólo habría obsesionado a El Zurdo sino también a los capos de la mafia que lo habían colocado en la dirección de los casinos. En lugar de tranquilidad, El Zurdo les proporcionó el caos. En lugar de una senda segura hacia la nueva Las Vegas, El Zurdo y su colega Spilotro habían organizado tal alboroto, habían provocado tal investigación policial que los septuagenarios capos de la mafia de Chicago, Kansas y Milwaukee, lejos de jubilarse empollando los limpios huevos de los millones que habían despistado, tuvieron que enfrentarse con una condena a perpetuidad.

No tenía que haber acabado así. Tenía que haber sido tan agradable... Todo estaba en su sitio. Aquello era mejor que una apuesta igualada. Era una jugada que no se podía perder. Y sin embargo, ocho años más tarde, todo saltó por los aires en el aparcamiento de la avenida East Sahara.

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