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Casino » Tercera parte: La retirada » 24

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«No se descarta la posibilidad de asesinato.»

Geri Rosenthal se trasladó a un piso de Beverly Hills. Tal como comentaba El Zurdo:

Circulaba con pájaros de mal agüero. Chorizos, macarras, drogadictos, tíos de bandas de motoristas. Tenía un novio músico que le pegaba unas buenas zurras.

Llevaba una vida bastante dura. Vino a Las Vegas en vacaciones. Aparecía cuando los niños tenían competiciones de natación, cuando celebraban fiestas, las típicas cosas de los hijos. Yo nunca contaba con ella para estos acontecimientos porque jamás sabías qué haría. En una ocasión, la acompañé al aeropuerto para que tomara su avión de vuelta y por el camino se puso a chillar que quería más dinero. Me di cuenta de que iba completamente servida. Tenía que cumplir con los encargos que le habían hecho sus venados colegas. «Sácale más pasta al canalla éste.» Pues claro. Sabía perfectamente para qué la querían. La amenacé con arrojar su equipaje en plena Paradise Road si no se callaba. Me dirigió una mirada asesina y no volvió a abrir la boca.

Otro día, cuando llegó, mi hijo estaba mirando por la ventana y comentó que estaba delgadísima. Cuando entró me di cuenta de ello. Estaba como un fideo. Había perdido muchísimos kilos. No era más que un saco de nervios y pastillas.

Desnutrición. No ingería más que pastillas.

—Fíjate cómo estás quedando —le dije.

Me pasó por delante, subió las escaleras y se metió en la bañera como si siguiera viviendo en la casa. Se comportaba como si continuara siendo Geri Rosenthal.

En cuanto nos hubimos divorciado le ofrecí cien mil dólares para que se cambiara el nombre, y me dijo:

—¿Quieres quedarte conmigo o qué?

Utilizaba el nombre para sacar lo que fuera. «¿No sabe con quién está hablando? ¿Quién es mi marido?» Salidas de este tipo. Se protegía con la fantasía.

Me llamaban de algún bar a la una de la madrugada y ella decía por ejemplo: «Dile a ese mamón que me deje tranquila».

Cierta noche recibo una llamada histérica desde un teléfono público.

—¿No te jode, la paliza que me ha pegado el menda? —dice.

Por aquella época Geri salía con un chaval joven. Cuando coincidía conmigo por teléfono me llamaba «señor Rosenthal».

Yo le había advertido que se comportara.

—Tienes que comprender que sales con la madre de mis hijos —le dije.

—Pues claro, señor Rosenthal —dijo aquel día.

Y de repente Geri me llama desde una cabina. Dice que está sangrando y que el chaval la ha vapuleado. Le pregunto qué puedo hacer por ella y me dice que le llame a él. Que consiga que deje de pegarla. Estará en este número al cabo de una hora aproximadamente.

Anoto el número y me levanto. Me quedo una hora mirando el reloj. Una hora cuesta mucho que pase; luego marco el número y, ¿quién responde? Geri.

—Hola.

—¿Qué coño pasa? ¿Estás majara o qué? —le pregunté—. ¿No quedamos en que el chaval te apaleaba? ¿Qué haces aquí? ¿Por qué has vuelto?

—¡Bah! —dice—. Ya estoy bien.

—Déjame hablar con el gamberro ese —le digo.

—No pasa nada —responde—. Está controlado.

Luego me enteré de que ella tenía un piso, vivían allí, él la había amenazado con dejarla y ella, histérica, había decidido, en plena borrachera, que yo amenazara al muchacho para que no la dejara.

El 6 de noviembre de 1982, a las 4,35 de la madrugada —al cabo de un mes de la bomba en el coche de El Zurdo—, Geri Rosenthal empezó a chillar en la acera de delante del motel Beverly Sunset, situado en el 8775 de Sunset Boulevard, entró tambaleándose al vestíbulo y allí se desplomó.

Uno de los recepcionistas llamó a la policía, pero cuando llegaron con una ambulancia Geri estaba en coma. No se recuperó. Murió tres días después en el Cedar Sinai Hospital. Tenía cuarenta y seis años. El hospital manifestó que los médicos habían encontrado indicios de tranquilizantes, alcohol y otras drogas en su organismo. Tenía un gran cardenal en el muslo y pequeñas magulladuras en las piernas.

Se cebaron en la historia los periódicos de Los Ángeles y Las Vegas, que informaron de que había muerto al parecer de una sobredosis y aprovecharon para remachar el clavo explicando los últimos capítulos de su tempestuoso matrimonio, el lío que tuvo con Spilotro, su apropiación de tres cajas de seguridad que contenían más de un millón de dólares, así como la bomba que se colocó en el coche de El Zurdo. Fue una historia tramada para la prensa sensacionalista y la poli. El capitán Ronald Maus, de la oficina del fiscal del distrito, declaró a Los Angeles Times: «Estamos interesados en ello por las antiguas conexiones de la difunta y la posibilidad de intervención por parte de la delincuencia organizada. El doctor Lawrence Maldonado, quien certificó su defunción, dijo: "No se descarta la posibilidad de asesinato"».

El Zurdo comentó:

Yo me enteré a través de una llamada de Charlotte, la esposa de Bob Martin. Me dijo:

—Frank, tengo malas noticias. Acaba de llamarme mi peletero y me ha dicho que Robin estaba en su establecimiento recogiendo los abrigos de Geri. Robin ha dicho que Geri había fallecido.

Llamé inmediatamente al peletero. Le dije que me llamaba Frank Rosenthal. Sabía con quien estaba hablando y me agradeció el negocio que le había proporcionado durante todos aquellos años.

—Oiga, ¿está aquí Robin Marmor? —le corté.

—Sí, ha venido a recoger los abrigos de Geri. Dice que su madre ha muerto.

El peletero se llamaba Fred no sé cuántos.

—Oye, Fred, no le des ni una puñetera prenda. ¿Me has entendido? —le dije.

—De acuerdo —respondió. Y colgó el teléfono.

Llame al depósito. El cadáver estaba allí. Había muerto.

Hablé con el médico.

Finalmente, dos días después, recibí una llamada de Robin:

—Mamá ha muerto —dice; tal cual—. Mamá ha muerto.

Simulo no estar al corriente. La sonsaco. Está organizando el funeral. Le digo que podemos vernos. Cuando lo hacemos, discutimos sobre dónde hay que enterrar a Geri. Yo quería que fuera en Las Vegas, junto a su madre, que también había muerto. Robin y Len Marmor querían enterrarla en Los Ángeles. Finalmente, Robin organizó el sepelio y el responso.

Hablé con los niños y les conté lo que había sucedido. Ya tenían edad para comprenderlo. Les pregunté si querían asistir al funeral y Steve dijo:

—Yo no, por favor.

—No vamos —dijo Stephanie.

Había división en los rumores: un cincuenta por ciento afirmaba que yo la había matado y el otro cincuenta por ciento que la había matado la mafia. Todos se equivocaban. Yo me gasté unos quince mil dólares en una investigación. Conseguí todos los detalles.

Estoy convencido de que fue una sobredosis.

La mataron ellos. Lo hicieron ellos... los que la rodeaban. Sabían que era una mujer rica. Yo le pasaba una pensión mensual de cinco mil dólares. Tenía todas sus joyas. Pero cuando la policía registró su piso, todo había volado.

Frank Cullotta declaró:

Al principio creyeron que tal vez Geri había sido asesinada porque sabía demasiado sobre la mafia. Pero esto son estupideces.

Lo que sucedió probablemente es que algunos de los colgados con los que se relacionaba imaginaron que Geri podía heredar una fortuna del seguro si de pronto se convertía en viuda. De modo que primero intentaron que El Zurdo saltara por los aires, y al fallar, vieron que podían tener problemas, sobre todo si Geri ataba cabos.

He aquí por qué la mataron. Y sólo a las cuatro semanas de la explosión en el coche de El Zurdo. ¡Vaya coincidencia! ¿Y qué hacía ella pululando por un barrio tan miserable de Hollywood a las cuatro y media de la mañana? No fue así. Estaba en un coche con sus asesinos, sus colegas, los pájaros que habían intentando deshacerse de El Zurdo, los que ahora la atiborraban de pastillas y copas.

No tenían más que parar el coche, arrojarla a la calle y arrancar de nuevo.

Como cuenta Barbara Stokich:

Asesinaron a mi hermana. Alguien le puso una inyección de algo.

Geri se llevó un millón en joyas cuando dejó a Frank. Él tuvo que ponerse en contacto con ella para recuperar su dinero, pero Geri se quedó con las joyas, y todas desaparecieron.

Después de instalarse en Los Ángeles quiso volver con Frank. Echaba de menos el lujo, la protección, la seguridad. Le gustaba llamarle «señor R».

Después de la muerte de Geri, mi padre fue a los lugares donde ella solía comprar. Una de las amigas de Geri le dijo que había estado en manos de un psicólogo durante dos meses y que ya casi estaba bien.

Geri consiguió de El Zurdo cinco mil dólares al mes, además de las tarjetas de crédito y el Mercedes. Pero no le gustaba estar sola. Iba de bares y bebía toda la noche. Cuando Geri volvió, Lenny se había casado, y un negro que conoció le pegó unas palizas atroces. Para sacarle dinero y joyas.

Nos enteramos de que había muerto porque mi esposo, Mel, y yo estábamos de visita en casa de papá y llamó el propietario. Unos amigos suyos habían visto una esquela a nombre de Geraldine McGee Rosenthal y se preguntaron si se trataba de mi hermana. Llamamos a Robin y ella no paró de repetirnos que no había tenido tiempo de hablar con nosotros. Por fin dijo que el funeral se celebraría al cabo de dos días. Mi hermana había estado una semana entre el hospital y el depósito, y nadie nos había dicho nada.

Geri fue enterrada en el Mount Sinai Memorial Park, en el 5950 de Forest Lawn, en una ceremonia privada. El Zurdo y sus dos hijos no asistieron a ella.

«No quise que mis hijos pasaran el mal trago», declaró él.

En enero de 1983, el forense del condado de Los Ángeles afirmó que la muerte había sido accidental, una clara combinación letal de cocaína, Valium y whisky Jack Daniel's.

Unos documentos del archivo del tribunal de testamentarías de Los Ángeles puntualizaban:

La finada murió sin dejar un patrimonio efectivo; sus pertenencias se reducían a numerosas monedas depositadas en la caja de seguridad 107 de la sucursal Maryland Square del First Interstate Bank sita en el 3681 de South Maryland Parkway, Las Vegas. Las monedas fueron valoradas por el tribunal en 15.468 dólares.

Entre las 125 monedas se incluían, entre otras, 4.000 dólares de plata; 1.200 dólares en dólares de plata de 1887; 133 dólares en fichas del casino Stardust; 6.000 dólares en dólares de plata de 1887; 100 dólares en monedas 22 centavos Indian Head, de 25 centavos Liberty, de cinco centavos Shield, y un gran centavo de 1797.

La mitad de las monedas de la caja pasaron a El Zurdo, siguiendo los acuerdos del divorcio, la otra mitad se dividió en tres partes iguales para sus hijos: Robin, Steven y Stephanie. Según documentación judicial, cada uno de los herederos de Geri recibió 2.581 dólares.

Se acercaba el fin para todo el mundo. A la explosión de El Zurdo y a la muerte de Geri le siguieron procesos, condenas y más muertes.

Los innumerables pinchazos telefónicos del Departamento de Justicia dieron como resultado el proceso —y la posterior condena— de los principales jefes del hampa implicados en el desvío de dinero en los hoteles Stardust y Tropicana.

Se cortaron delicados lazos. El 20 de enero de 1983, dispararon contra Allen Dorfman, de sesenta años, causándole la muerte, cuando salía de un restaurante situado en un barrio de las afueras de Chicago. Poco antes habían condenado a Dorfman, junto con Joey Lombardo, Joe Aiuppa, Jackie Cerone, Maishe Rockman y Roy Williams, presidente del Sindicato de Camioneros, por la utilización del fondo de pensiones de dicho sindicato en un intento de soborno al senador Howard Cannon de Nevada con el fin de conseguir una legislación que les fuera favorable. Era aquélla la segunda condena que pesaba sobre Dorfman por delito grave en relación con el fondo de pensiones, y el juez le había garantizado una larga permanencia en la cárcel.

Dorfman acababa de salir del restaurante con Irwin Weiner, un corredor de seguros de sesenta y cinco años, ex fiador, persona que había contratado primeramente a Tony Spilotro años antes como fiador en Chicago. Dorfman había entrado en un videoclub y había escogido la cinta de Absence of Malice para verla aquella noche en su casa. La película cuenta la historia de un hombre a quien la prensa acusa sin fundamento de estar relacionado con la mafia.

Weiner declaró a la policía que oyó que se les acercaban dos hombres por detrás y decían: «¡Esto es un atraco!» y que cuando se agachó oyó unos disparos y no pudo ver bien lo que había sucedido. Los hombres armados se dieron a la fuga. El asesinato nunca se esclareció.

El 13 de marzo de 1983, Nick Civella murió de cáncer de pulmón. Había salido del Centro Médico Penitenciario Federal Springfield, en Missouri, quince días antes para poder «tener una muerte digna».

Joe Agosto fue condenado por un negocio turbio de peloteo de cheques que le había permitido extraer fondos en las mermadas arcas del Tropicana para aumentar el desvío. El 12 de abril de 1983, Agosto decidió convertirse en testigo del gobierno. A raíz de sus testimonios —junto con los cuadernos de notas de DeLuna— se condenó, en algunos casos con duras sentencias, a Carl Civella y Carl DeLuna, a cada uno de los cuales le cayeron treinta años; Carl Thomas, le cayeron quince años, y por su parte, a Frank Balistrieri, trece.

Joe Agosto murió de un ataque al corazón unos meses después. Para la segunda fase del caso Argent —en la que se acusaba a algunos de los mismos inculpados del desvió de cerca de dos millones de Argent— se requirió un testigo de excepción. El gobierno otorgó inmunidad a Allen Glick, quien subió al estrado.

En dicho caso, estuvieron presentes en la sala los capos de Chicago Joe Aiuppa, de setenta y siete años, y Jackie Cerone, de setenta y uno; el jefe subalterno de Cleveland, Milton Maishe Rockman, de setenta y tres años; y el jefe de Milwaukee, Frank Balistrieri, de sesenta y siete años, así como sus hijos abogados, John y Joseph. La condena de éstos habría significado con toda certeza que los capos más ancianos morirían en la cárcel.

Glick subió al estrado y declaró durante cuatro días, precisando con toda suerte de detalles sus entrevistas con Frank Balistrieri y el proceso que siguió su préstamo. Explicó también que se vio obligado a firmar la cesión de más de un 50% de las acciones de la empresa a los hijos de Balistrieri a cambio de 25.000 dólares. Declaró que se vio obligado a promocionar a Frank Rosenthal y haber recibido amenazas de Nick Civella en una oscura habitación de hotel de Kansas City y de Carl DeLuna en el bufete de Oscar Goodman situado en el centro de Las Vegas.

Glick fue un testigo contundente. Se mostró preciso e imperturbable. Irradió una gran honradez. Carl Thomas se había convertido asimismo en testigo del gobierno, con la esperanza de conseguir benevolencia en el cumplimiento de su condena de trece años por el caso Tropicana. Declaró sobre el desvío de dinero y la influencia de la mafia en el Sindicato de Camioneros. Los federales apresaron también a Joe Lonardo, ex segundo de Cleveland, de setenta y siete años, quien declaró haber ejercido la función de mensajero con Rockman y explicó cómo se llevó a cabo la concesión del crédito a Glick y quién sacó provecho de aquél.

Incluso Roy Williams, tras ser sentenciado a cincuenta y cinco años por el caso de soborno a Cannon, decidió cooperar en el proceso de Argent. Lo llevaron en silla de ruedas a la sala, conectado a una botella de oxígeno, y declaró que Nick Civella le había pasado durante siete años mil quinientos dólares en efectivo al mes como compensación por haber votado la concesión del préstamo del fondo de pensiones a Glick.

Durante el juicio, Carl DeLuna se rindió. Se declaró culpable incluso antes de que se dictara sentencia. Ya tenía que enfrentarse a treinta años por el caso Tropicana. ¿Qué más podían hacerle? ¿Condenarle a treinta años más? No veía por qué tenía que permanecer en la sala observando cómo los fiscales mostraban ampliaciones de sus fichas de notas al jurado mientras una serie de dandis de vía estrecha contemplaban con incredulidad la riqueza de detalles que DeLuna había conseguido encajar en las minúsculas fichas.

Frank Balistrieri ya había tenido que enfrentarse a una condena de trece años por un caso diferente. Él también se declaró culpable.

El caso de Tony Spilotro, quien había sido procesado en el caso Argent junto con todos los demás, principalmente a raíz de las llamadas telefónicas a los directivos del Stardust exigiendo puestos de trabajo y obsequios, fue tratado aparte a causa de su afección cardíaca. Médicos autorizados determinaron que Spilotro no utilizaba su salud como estratagema, y se le concedió el tiempo necesario para una operación quirúrgica. Su vista se celebraría más tarde.

Al dictarse los veredictos de culpabilidad no hubo sorpresas, como tampoco las causaron las duras sentencias: Joe Aiuppa, el capo de Chicago de setenta y siete años, y su ayudante Jackie Cerone, de setenta y uno, fueron condenados a veintiocho años de cárcel cada uno. Maishe Rockman, de setenta y tres años, fue condenado a veinticuatro años. Carl DeLuna y Carl Civella fueron condenados a dieciséis años. John y Joseph Balistrieri fueron absueltos de todos los cargos.

Mil novecientos ochenta y tres marcó el cambio decisivo en la historia de Las Vegas. Los casos Tropicana y Argent se fueron encarrilando a través de vistas previas a los juicios, procesos y finalmente la aplicación de condenas. Se liquidó el último crédito concedido por el fondo de pensiones del Sindicato de camioneros. La hipoteca del Golden Nugget fue adquirida por Steve Wynn y liquidada con bonos basura. El implacable poder de la mafia —por lo que se refería al control económico de los casinos— había terminado.

En 1983, las máquinas tragaperras pasaron a ser la principal fuente de ingresos de los casinos, superando todas las demás formas de juego. Las Vegas, que había empezado su andadura como ciudad de destacados jugadores, se convirtió en una meca para los americanos en busca de apuestas de poca monta y bufetes libres por 2,95 dólares.

En 1983, la Comisión del Juego de Nevada canceló la licencia del Stardust por razón de otra investigación sobre el desvío del dinero y colocó a uno de sus propios supervisores en el antiguo despacho de El Zurdo para dirigir el Stardust. Los funcionarios estatales tuvieron poder para despedir o jubilar anticipadamente a muchos de los empleados que habían participado en los distintos desvíos de dinero que se habían llevado a cabo durante años.

Y en 1983 Rosenthal El Zurdo se trasladó con su familia a California.

El propio Zurdo declara:

Por un lado jugaba a la Bolsa y por el otro seguía con los pronósticos, estrictamente como jugador. Pero los niños... Stephanie, en concreto, se había convertido en una nadadora de primera clase. Ya había destacado en Las Vegas y posteriormente participó y venció en gran número de competiciones.

A fin de echarte una mano en sus objetivos —estaba ya preparada para las pruebas de calificación olímpica—, me trasladé a Laguna Niguel para que pudiera entrenar y competir con los de Mission Viejo Nadadores, uno de los equipos de elite del país.

La mansión de los Rosenthal estaba situada en Laguna Woods, en Laguna Niguel, una zona residencial a medio camino entre Los Ángeles y San Diego. Formaba parte de un conjunto de diecinueve casas encajadas en las exuberantes colinas costeras, con vistas panorámicas sobre el mar, el Crown Valley y El Niguel Country Club. El sistema de seguridad de la mansión de los Rosenthal disponía de una serie de monitores de televisión de circuito cerrado controlada por un panel que ocupaba toda una pared del garaje.

Durante casi todo el año 1983, la vida de El Zurdo giró alrededor de las extraordinarias proezas de sus hijos en el campo de la natación.

Rosenthal comentaba:

No puede existir orgullo mayor que el de ver un titular sobre un hijo tuyo que dice: ROSENTHAL SE HACE CON OTRAS DOS MEDALLAS DE ORO. Sigue guardando los recortes.

Stephanie era una fuera de serie. Una maravillosa atleta. Y su nivel de tolerancia en cuanto al dolor... Soy incapaz de describirlo... No podría decir hasta que punto sufría. Yo la observaba mientras entrenaba. Yo mismo la acompañaba a sus sesiones de mañana y tarde. Y eran a las cuatro y media de la madrugada y a las tres y media de la tarde. Realmente me encantaba aquello. Me pasaba el rato mirando entrenar a mi hija. Veía como se le hinchaban las venas, como se le enrojecían los ojos, y ella entrenaba con agua nieve, lluvia y frío. Yo sentía una especie de temor reverencial ante el sacrificio a que estaba dispuesta para alcanzar su meta. La verdad es que sentía un profundo respeto por ella.

Porque independientemente del talento que uno tenga, hace falta resistencia, fuerza, aguante. Para eso, para ganar. Y Stephanie deseaba el jodido triunfo. A esa chica no la vence nadie. Ella jamás lo permitiría.

Y no es orgullo de papá. Quien habla es el pronosticador. Era la mejor. Adondequiera que fuera, arrasaba. Claro que sí.

Y estoy hablando de bandas, medallas, trofeos. Y a Steven, por desgracia, le tocó formar parte de aquello. Yo mismo no comprendía hasta que punto pudo arraigarse el resentimiento. No eran más que niños. Él tenía sólo trece años y ella diez. El niño se sintió muy dolido porque yo abrazaba a Stephanie, le ponía la mano en la cabeza, le daba un beso, un apretón de manos. Tenía que animarla.

Y su hermano estaba en la misma competición y acababa en la calle. ¿Y qué iba a hacer yo? Pues bien, a veces le decía: «¡Eh, Steve, muy bien! Tienes que entrenar más a fondo». Pero Steven estaba resentido con nosotros. Y con ello me refiero a mí y a Stephanie.

Steve era un experto nadador. A nivel técnico, más que Stephanie. Es la pura verdad. Los entrenadores de todo el país, su propio entrenador, decía a menudo: «Frank, si consigues que el chaval se lance, nadie será capaz de alcanzarlo.

El muchacho es mejor que Stephanie».

Pero le faltaba voluntad para saltar a la palestra y sufrir. Entrenarse. Nadar mil quinientos metros al día. Correr. Hacer ejercicios en pista. Levantar pesas. No estaba dispuesto a pagar aquel precio. Por consiguiente, cuando llegaba a una competición, no estaba preparado. Y lo apartaban de un codazo.

Claro que no todo el mundo sirve para lo mismo. Yo no lo respetaba menos por ello. Creo que tenía que haberlo dejado. Haberse convertido en un nadador que practica por afición.

Stephanie, sin embargo, iba a por el oro. Aquellos fueron los mejores años de mi vida. Le dije a ella y a unos cuantos amigos íntimos que si se clasificaba para los Juegos Olímpicos del 84 y conseguía una medalla consideraría que mi jodida vida había sido completa.

Y me importaba un rábano que me la pegaran un minuto después. No desearía la vuelta atrás. Lo decía con toda sinceridad. En otras palabras, pongámoslo de esta forma: «Stephanie, es todo lo que deseo. Quiero verlo con mis ojos».

Le dije:

—Fue un milagro que pudiera salir del coche el día de la bomba. Consigue que yo vea que ganas la medalla de oro, Stef, y después estoy dispuesto a despedirme de todo.

Ella me entendió. Pero era joven. Era sólo eso, una niña. Había estado entrenando desde los seis años. Pues bien, nos fuimos a Austin, Texas, donde empezaban las pruebas olímpicas. Se clasificó en tres pruebas, pero durante el período de entrenamiento que precedió a lo de Austin, yo la estuve observando. Ya se sabe, soy un pronosticados Estoy acostumbrado a observar.

Y me imagino que tenía dos opciones, poco o nada, y lo poco estaba fuera de la ciudad. Los entrenadores me dijeron:

—No la desanimes, Frank. Vas a echarlo todo a perder. Ve con cuidado, Frank.

Pero yo, mientras la acompañaba a casa después de un entreno le decía:

—Tienes que entrenar más duro, Stef.

Y ella respondía:

—No sabes lo que dices, papá.

En fin, lo supe antes de ir a Austin. La prueba principal. Los cien metros braza de espalda. Mi sobrino Mark Mendelson quería venir desde Chicago pero yo le dije que no subiera al avión hasta que llegara a la final. Estuvo en O'Hare esperando comprobar si Stef se clasificaba por la mañana para la final de la tarde. Tenía que acabar entre las ocho primeras. En aquella prueba iban a participar ciento y pico de personas. Las ocho primeras pasaban a la final; las dos primeras, a los Juegos Olímpicos.

De forma que él esperó en el aeropuerto y me hizo llegar un mensaje preguntando si tomaba el vuelo o no. En el fondo, yo sabía que no tenía la menor posibilidad. Vino a mi encuentro tres cuartos de hora antes de la prueba. Dijo que el entrenador le había comentado que estaba en plena forma. Yo respondí para mis adentros: «Que le den por culo a tu entrenador, por bocazas».

Estaba jugando con ella. Estaba echando un farol. Tal vez ella conseguiría un milagro. La verdad es que en deporte no hay milagros. Es uno contra uno.

Recuerdo el tiempo que hizo. Dos segundos y medio menos de la marca que había conseguido seis meses antes, cuando se clasificó. Bajó la cabeza. Bajé la cabeza. Luego corrí hacia el teléfono y dejé un mensaje para mi sobrino, que esperaba en el aeropuerto.

—Mark Mendelson, vuelve a casa —dije.

El Zurdo también volvió a casa. La casa de Laguna Niguel, que le había costado 365.000 dólares tenía una fuente de aguas termales en la entrada, un mirador y una consola de madera exótica en el dormitorio. Pero cuando Rosenthal decidió empapelar, descubrió que era imposible pues las paredes no eran rectas, defecto que hizo también imposible la instalación de puertas con apertura electrónica, ventanas y contraventanas nuevas. Él mismo comentó por aquellos días:

La casa se tambalea, se derrumba y se hunde. Hay una inmensa grieta en el muro del fondo, incluso el encargado de los cristales ha tenido problemas porque el edificio no es sólido. Me he puesto en contacto con el contratista para comprobar si reúne los requisitos legales.

El Zurdo los llevó ante el tribunal.

Dijo que no le quedaba más remedio, pues los constructores «ya ni siquiera respondían a mis llamadas telefónicas».

De no haber estado Mike Kinz en el elevado asiento de su tractor, jamás habría reparado en el pedazo de tierra yermo. Kinz había arrendado un campo de maíz de un par de hectáreas en Enos, Indiana, a unos setenta y cinco kilómetros al sureste de Chicago; el maíz tenía una altura de unos diez centímetros y en unos quince días habría crecido lo suficiente como para cubrir el campo y disimular las huellas sobre el suelo que daban la impresión de que se había arrastrado algo desde la carretera hasta aquel espacio yermo, es decir, en un recorrido de unos treinta metros.

Kinz sospechó que algún cazador furtivo habría enterrado los restos del cadáver de un ciervo en el campo tras descuartizarlo y llevarse sus partes comestibles. Otras veces había sucedido. Así pues, llamó a Dave Hudson, biólogo y conservador de la fauna y guarda de caza.

Hudson estuvo media hora escarbando en la mullida y arenosa tierra hasta topar con material firme. Observó el agujero de metro y medio y en él vio un pedazo de piel blanca.

«Aparté un poco la arena —explicó Hudson—, y vi que había ropa interior.»

En una fosa de un par de metros habían arrojado dos cadáveres, uno encima del otro. No llevaban más que calzoncillos. Tenían el rostro tan desfigurado que el laboratorio del FBI no pudo examinar las huellas dactilares, cuatro días más tarde, pudieron identificarse los cadáveres como el de Anthony Spilotro, de cuarenta y ocho años, y el de su hermano Michael, de cuarenta y uno.

Anne, la esposa de Michael había denunciado la desaparición de éstos nueve días antes, y corrían rumores de que los Spilotro, quienes tenían que presentarse a juicio en unas semanas, habían desaparecido por decisión propia. Spilotro había conseguido permiso del tribunal para pasar ocho días en Chicago en visita familiar y para que su hermano dentista le arreglara la boca.

A Spilotro le esperaban unos días de gran actividad. Iban a juzgarle por el desvío de dinero del Stardust. Tendría que presentarse de nuevo a la sala por el caso del agujero en la pared; la primera vista había acabado en juicio nulo por desacuerdo del jurado a causa de un intento de soborno a uno de los miembros. Le preparaban asimismo otro juicio por violación de los derechos civiles de un testigo del gobierno al que se sospechaba que había asesinado. Su hermano Michael estaba a la espera de un juicio en Chicago pues una investigación encubierta sobre extorsiones demostró los vínculos entre el hampa y los clubs de alterne de los barrios situados al oeste de Chicago.

La consideración de Tony Spilotro en el seno de la mafia de Chicago había disminuido mucho en los últimos años. Como afirma Frank Cullotta: «Tony había llenado un montón de negativos». Y las escuchas a Spilotro acusando a algunos de sus socios, en concreto a Joe Ferriola —que se reproducían en la sala—, servían de poca ayuda. La noche del 14 de junio, cuando Michael y Tony salieron de la casa de aquél, en uno de los barrios periféricos de Chicago, Michael dijo a su esposa Anne: «Si no hemos vuelto a las nueve, es que las cosas se han complicado mucho».

La fosa se encontraba a unos seis kilómetros de una casa de campo propiedad de Joseph J. Aiuppa, ex capo de la mafia de Chicago, quien se encontraba a la sazón en la cárcel cumpliendo condena por desvío de dinero en los casinos de Las Vegas.

Edward D. Hegarty, agente del FBI de Chicago encargado del caso, afirmó:

No estaba previsto que se encontraran los cadáveres, pero quien los asesinó no tuvo en cuenta que el granjero podía esparcir herbicida por el campo.

Los hermanos murieron a causa de «unas contundentes heridas que se les infligieron en el cuello y la cabeza», según el doctor John Pless, jefe de medicina forense de la Universidad de Indiana, quien llevó a cabo las autopsias. Los dos habían sido golpeados duramente, pero no se observaron fracturas ni huesos rotos. Se supuso que los golpes se los habían propinado a pocos metros de la fosa. Cerca de allí se encontraron sus ropas. La fosa había sido excavada a una profundidad que impidiera el afloramiento de los cadáveres al arar los campos durante la siguiente primavera.

Tal como afirmó el ex agente del FBI Bill Roemer antiguo perseguidor de Spilotro:

Los asesinos tenían que actuar movidos por un terrible rencor. Normalmente, se encuentran un agujero, dos o máximo tres limpios en la nuca, procedentes por lo general de un veintidós. Es algo rápido y el individuo no sufre. A ésos los apalearon hasta matarlos. Los torturaron.

Hoy en día, los del sombrero de fieltro que levantaron la ciudad se han esfumado. Los jugadores sin alias ni maletas repletas de dinero en efectivo se resisten a aparecer por el nuevo Las Vegas por temor a que un universitario de veinticinco años del ramo de hostelería que trabaja en la sección de crédito de los casinos los entregue al fisco.

Las Vegas se ha convertido en un parque temático para adultos, como un lugar al que los padres pueden ir acompañados de sus hijos y pasárselo bien también ellos. Mientras los críos juegan a piratas de cartón piedra en el casino de la Isla del Tesoro o bien a torneos con los caballeros en el Excalibur, mamá y papá van metiendo el dinero de la hipoteca y de la futura matrícula universitaria de la prole en las ranuras de las máquinas.

El aire acogedor de la habitación 147 del hotel Flamingo, que utilizó Bugsy Siegel e incluso la primera de El Zurdo, la 900 del Stardust, han sido sustituidas por la 5.008 del MGM Grand o las series del 3 000 al 4.000 de los hoteles que dan al Strip, en forma de pirámides, castillos y naves espaciales. Un volcán hace su erupción cada treinta minutos en el Mirage. Justo al lado, en el Strip, aparece un barco pirata en un lago artificial seis veces al día y derrota a la Armaba británica.

Hace tan sólo veinte años, los croupiers sabían tu nombre. La copa que tomabas, a lo que jugabas, cómo jugabas. Te ibas directo a las mesas y te registraban automáticamente. Un botones conocido te llevaba el equipaje arriba, deshacía las maletas y dejaba en tu habitación las botellas de tu marca preferida y unos recipientes con fruta fresca y cubitos de hielo. La habitación te esperaba en lugar de ser tú quien tuviera que esperarla.

Hoy en día, registrarte en un hotel de Las Vegas es casi como recoger la tarjeta de embarque de un avión. Incluso se aplica la lista de espera a las suites reservadas a los jugadores destacados mientras los ordenadores comprueban el crédito de sus American Express para confirmar que la persona sea realidad la que dice ser.

El fondo de pensiones del Sindicato de Camioneros ha sido sustituido por los bonos basura como fuente básica de financiación del casino; ahora bien, por altos que sean los intereses de los bonos basura, nunca llegarán a las cantidades marcadas por la mafia. Los ejecutivos de casino que solicitan un préstamo ya no tienen que citarse con sus agentes financieros en oscuras habitaciones de hotel en Kansas City a las tres de la madrugada y que alguien les diga que les va a arrancar los ojos.

Tony y Geri están muertos y El Zurdo se marchó. Éste actualmente vive en una casa junto a un campo de golf en una zona residencial cercada en Boca Raton. Juega un poco, vigila sus inversiones y ayuda a su sobrino en la gestión de una sala de fiestas. A veces se sienta en un pequeño recinto elevado de dicha sala y apunta su bolígrafo linterna hacia el camarero que él considera que no recoge las mesas con suficiente rapidez. Durante años albergó la esperanza de volver a Las Vegas, pero en 1987 pasó a la lista negra y se le prohibió volverá ponerlos pies en un casino; unos años de lucha contra tal decisión no sirvieron para nada.

Ya lo dijo Frank Cullotta:

Todo tenía que ir como una seda. Cada cosa estaba en su lugar. Teníamos el Paraíso en la Tierra pero lo mandamos todo al infierno.

Sería la última vez que se entregaría algo tan valioso a los hijos de la calle.

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