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Casino » Segunda parte: Aceptar la apuesta » 14

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«Si se niega la licencia a todo el mundo que tiene algo en su pasado, seguramente habrá que acabar con el cincuenta por ciento de la gente de esta ciudad.»

Según recuerda Dick Odessky, ex director de relaciones públicas del Stardust:

Después de que me despidieran del Stardust, conseguí un empleo de periodista en el

Valley Times, y utilizaba mis columnas para volver locos

El Zurdo y a Glick.

No ganaba mucho dinero, pero me divertía un montón. Ahí estaba aquella empresa de cien millones de dólares, una de las mayores de Las Vegas, rodeada de polémica.

A finales de 1975, después de un año en funcionamiento, se interrogaba al presidente del Departamento sobre su relación con los dos asesinatos de la mafia y sobre si contaba con la influencia de ésta para obtener créditos del Sindicato de Camioneros, y el tipo que había contratado para llevar los casinos tenía tanto miedo de no pasar el examen para conseguir la licencia que se ocultaba tras cualquier tipo de empleo mientras seguía moviendo todos los hilos desde atrás.

Seguía teniendo muchos amigos en la empresa, y había muchas filtraciones. Un día recibí una llamada de una mujer que decía que Rosenthal se dirigió a las mesas, señaló a todos los que estaban allí y los despidió.

Ella me había proporcionado anteriormente buenas informaciones sobre Argent y Frank, pero no había podido comprobar nada. En ese momento tenía algo que sí podía comprobar, y cuando lo hice, descubrí que era verdad.

El Zurdo había hecho justo lo que la mujer decía que había hecho. No tenía sentido. Era suficiente para que el Departamento de Control le denegara la licencia. Pero parecía que a él no le preocupaba. Así es como se sentía de fuerte y seguro en su posición.

No obstante, había algunos tipos del Departamento de Control que trabajaban en el caso. De hecho, dos de ellos pasaron por allí y querían saber cuál era mi relación con Frank. Yo les respondí que no tenía ninguna. Me habían despedido.

—¿Y cuándo trabajaba para usted? —me preguntaron.

Les dije que él no había trabajado nunca para mí. Era absurdo.

Después, me enseñaron unas tarjetas que identificaban a Rosenthal como ayudante del director de relaciones públicas. Como yo me encargaba de las relaciones públicas, dieron por sentado que él había trabajado para mí. En cambio, él había ordenado imprimir las tarjetas, pensando que con aquello lo tenía todo solucionado.

Los agentes siguieron con su informe, pero, como es típico, no sacaron nada.

Otro día, se me informó de que dos agentes del Departamento de Control estaban interrogando a Bobby Stella en el Stardust; éste les detuvo y les dijo que deberían hablar con Rosenthal. Les llevó arriba a hablar con

El Zurdo.

La historia que me llegó fue que los agentes entraron en el despacho de Rosenthal, empezaron a formularle preguntas y

El Zurdo les hizo callarse.

Le pidió a su secretaria que marcara un número de teléfono y, tras hablar unos minutos, le pasó el auricular a uno de los agentes.

—El comisario Hannifin quiere hablar con usted —dijo Frank, pasándole el teléfono.

Los agentes quedaron perplejos. Phil Hannifin era su jefe. Era uno de los miembros más estrictos del Departamento de Control. No permitía que sus agentes lo llamaran después del horario laboral, independientemente de lo urgente que éstos pudieran considerar que era que se pusieran en contacto con él; y ahí estaba el hombre que veían como el jugador más importante sin licencia de la ciudad llamando a Hannifin a casa.

Hannifin estaba al teléfono y empezó a gritar a los agentes. Les recordó que había una orden en el Departamento de Control que no permitía a ningún agente entrar en el Stardust sin que él lo autorizara personalmente.

Hannifin echó la bronca a los agentes y éstos se pusieron tan furiosos que hicieron correr el rumor de que la relación personal entre él y

El Zurdo permitía a este último trabajar sin licencia.

Yo consideré que el rumor era lo suficientemente grave como para exigir una explicación a Hannifin. Negó que hubiera sucedido algo así. Nunca echaba la bronca a sus agentes, dijo, y evidentemente nunca delante de Frank Rosenthal en su propio despacho. Tuve que creerle.

Aunque Hannifin negaba la historia que contaban los descontentos agentes, los rumores sobre la estrecha relación entre Rosenthal y Hannifin tenían, de hecho, su base. Se conocía la admiración de Hannifin por la pericia en el juego de El Zurdo.

Fue idea de Hannifin autorizar a los casinos para que dispusieran de apuestas deportivas, e incluyó a Rosenthal en la campaña; con el tiempo, Hannifin se convirtió en su admirador. Según Hannifin:

Entonces no se podían llevar apuestas de carreras y deportes en un casino. Normalmente estaban fuera y tenían muchos problemas. No se llevaba ningún tipo de registro y el estado nunca tenía un recuento total. Había dos o tres grupos de apuestas. Tenías un tipo con una pizarra, un teléfono y un contrato de alquiler, y al primer indicio de problemas, desaparecía. Siempre pensé que funcionaría mejor si metíamos las apuestas deportivas dentro de los casinos ya que así podríamos regularlas. Seguramente,

El Zurdo era el que sabía más de apuestas deportivas de Las Vegas, y le pregunté si colaboraría explicando a la asamblea legislativa del estado las ventajas de que el Departamento de Control del Juego autorizara las apuestas deportivas. Le encantó la idea. Viajó a Carson City unas seis veces y prestó declaración. Estuvo estupendo. Le gustaba subir al estrado y dominaba el tema. Se puso de pie y vendió el sistema.

Según Rosenthal, El Zurdo:

Hannifin tramaba algo con el tema de meter las apuestas deportivas en los casinos. En 1968, cuando llegué aquí, sólo había dos o tres sitios en Las Vegas donde se pudieran realizar apuestas deportivas. Pero estaba a punto de estallar una revolución. La televisión empezaba a cubrir los deportes, y cada año después de la primera Superbowl en 1967, se cuadruplicaba el interés por apostar en deportes.

Antes de eso, no había partido de fútbol americano los lunes por la noche. La mayoría de garitos de apuestas deportivas se dedicaban a las carreras de caballos y parecían más bien establos y no lo que son ahora. Eran unos sitios muy desagradables. Antros llenos de serrín. La mayoría tenían aquellas viejas pizarras. No había comodidades.

Cuanto obtuvimos el visto bueno, yo sabía exactamente lo que había que hacer. Me había pasado la vida en aquellos garitos y sabía lo que les hacía falta. No se pueden contar las horas que pasé con el tema del diseño, horas y horas para elegir los asientos adecuados, el espacio, la altura, los tablones, las pantallas de televisión. Quería que parecieran teatros.

Pero trabajaba con gente que no sabía de qué les hablaba. Nunca había habido una sala de deportes como ésa.

Eran unos tres mil metros cuadrados con cabida para seiscientas personas, además de doscientas cincuenta butacas iluminadas individualmente con sus propias mesas y reguladores de intensidad para los jugadores asiduos.

Colocamos una barra que medía casi cuatrocientos metros de madera labrada, un espejo y el sistema de proyección de luz más grande del mundo. Teníamos una pantalla de televisión de quince metros cuadrados, y puesto que los que se dedicaban a los caballos eran los que apostaban más fuerte, disponíamos de tableros de registro para cinco carreras distintas que ocupaban cincuenta metros cuadrados. Era el sistema más grande y caro que existía. Y lo teníamos todo. Quinielas, dobles, gemelas, triples y triples gemelas, además de las apuestas normales.

Yo estaba en una situación magnífica. Las apuestas deportivas empezaron a reportar dinero a los casinos y, por lo tanto, al estado. En algunos círculos, era mi época dorada. Tenía una buena racha.

Phil Hannifin le estaba sinceramente agradecido a Rosenthal por su ayuda. Le comentó que votaría en su favor para que le concedieran la licencia. Y le dio un buen consejo:

Mantén una línea discreta. Una posición discreta. Tendrás más oportunidades de obtener la licencia si te mantienes en un segundo plano.

Pero en junio de 1975, en el Business Week

apareció un artículo sobre Allen Glick que supuso un paso decisivo hacia su destrucción. Se citaba que El Zurdo

había dicho: «Glick es el punto final económico, pero la táctica sale de mi despacho».

Nadie podía creerlo. El Departamento de Control del Juego había intentado durante meses pillar a El Zurdo

dirigiendo el Stardust, y él había insistido repetidamente en que sólo era el ayudante ejecutivo, o el responsable de relaciones públicas, o el encargado de la cuestión de comida y bebida. Siempre que aparecía un detective, Rosenthal se esfumaba del casino. Y ahí estaban las pruebas, más claro el agua: Rosenthal preparaba la táctica. Si lo hacía, las consecuencias estaban claras: tenía que solicitar una licencia de juego. Evidentemente, El Zurdo

adujo que se habían tergiversado sus palabras. Nadie le creyó. «La cuestión real es si tiene que poseer licencia», dijo Robert Broadbent del Departamento de Control del Juego y Licencias del condado de Clark. «Y en caso de que no deba tenerla, ¿por qué no? Y si no tiene licencia, y no se le puede conceder, ¿debería estar ahí?.»

Allen Glick me pidió que inspeccionara el Hacienda. Quería que hiciera una evaluación completa. Lo hice y el informe que le presenté era muy negativo. Se incurría en hechos delictivos y había mala gestión. El incumplimiento de las normas del Departamento de Juego era evidente.

El Zurdo decidió que había que deshacerse del ejecutivo del Hacienda.

El Zurdo no sabía nada de la amistad del ejecutivo con Pete Echeverría, el director de la Comisión del Juego.

Como afirma El Zurdo:

Debería haberlo sabido, pero lo desconocía. Cuando despidieron al tipo, le dijo a todo el mundo que Pete Echeverría se encargaría de Frank Rosenthal de manera adecuada y rápida. Me enteré de la amenaza después de los hechos. No le di importancia.

Pete Echeverría era un abogado de cincuenta años que se enorgullecía de «no haber lanzado nunca los dados, jugado una mano a la veintiuna, ni puesto un dólar en la ruleta» en toda su vida, pero sabía que «el juego era una parte esencial de la economía de nuestro estado y se tenía que llevar como un negocio verdaderamente claro y honrado».

Ex senador del estado que había trabajado en el Departamento de Planificación estatal, Echeverría había crecido en Ely, Nevada, se había licenciado en la Universidad de Nevada y en la Facultad de derecho de Stanford, y durante veinticinco años había ejercido como abogado especializado en temas inmobiliarios cuando, en octubre de 1973, el gobernador Mike O'Callaghan le eligió para el cargo superior en temas de juego.

Según Rosenthal:

Sabía que Echeverría iba a ser mi verdugo, y localicé a Phil Hannifin. Nos encontramos en la cafetería del Stardust. Le pregunté qué posibilidades tenía de obtener una licencia de juego como empleado clave. Le hablé de mi pasado, de todo. Si se trataba de algo imposible, le dije que yo no tenía problema en retirarme. Adoptaría otra posición. Le dije: «Te hablo como amigo». Añadí que sentía un gran respeto por él. ¿Puedo presentarme ante el Departamento de Control y que se me haga justicia teniendo en cuenta mi pasado?

Era todo lo que quería saber: si podía contar con un empujoncito Hannifin era un tipo duro y me dijo, mirándome fijamente a los ojos:

—Te diré una cosa. Votaré en tu favor con la conciencia tranquila.

Tenía delante un regalo de Navidad. La licencia clave me permitiría estar en la cima de la empresa de manera oficial. Tendría la posibilidad de aprovechar las opciones de acciones. Todo.

Hannifin me proporcionó una posibilidad de éxito al cincuenta por ciento. Echeverría había estado presionando a Hannifin y al Departamento de Control para que me presentara a solicitar la licencia.

Si tenía una oportunidad, tenía que ir a por ello. La ocasión era demasiado maravillosa. Argent contrató una empresa de detectives privados —todos ex agentes del FBI— y recibieron cien mil dólares para que descubrieran todo lo posible sobre mí. Yo deseaba saber todo lo que los detectives del Departamento de Control sabían por si tenían la intención de hundirme.

Los chicos del FBI hicieron un trabajo increíble. Eran tipos duros. No hubieran aceptado la misión si yo no les hubiera dado mi aprobación de que si encontraban algo grave contra mí, podían presentarlo a las autoridades.

Empecé a sentirme bastante bien. Incluso el Departamento de Justicia finalmente había llegado a desestimar los cargos de la Rose Bowl contra nosotros, y se remontaban a 1971. Fui a ver a Glick y le dije que iba a solicitar una licencia para un empleo clave.

Pero un par de semanas antes de la vista, Hannifin dejo de pasar por allí. No tenía noticias suyas. No conseguía localizarle por teléfono. Le llamaba dos veces a la semana y nunca estaba. Una noche, hablé con su esposa. Me dijo que él me llamaría, pero no lo hizo. Tenía la sensación de que me iban a traicionar.

Las vistas del Departamento de Control se llevaban a cabo en Carson City, lo cual era habitual e incómodo. Teníamos que desplazarnos hasta allí en avión con dos o tres Lears para poder llevar a mis abogados y a la mayor parte de mis testigos, que vivían y trabajaban en Las Vegas.

Las vistas se realizaron en una sala enorme. Me acuerdo de contemplar a Linda Rogers, la secretaria de Oscar Goodman, empujando un carrito con montones de informes míos y demás material.

Las vistas duraron dos días en la segunda planta del edificio estatal de Carson City. El Zurdo

fue interrogado a fondo: sobre Eli El Zumos,

sobre su presunto soborno al jugador de fútbol americano de Carolina del Norte, sobre su relación con Tony Spilotro. «El Zurdo

respondió las preguntas del Departamento con todo detalle —dijo Don Diglio, un periodista del Las Vegas Review Journal—,

a veces con demasiada profusión de detalles.»

Según Diglio, cuando El Zurdo

respondía las preguntas, se ponía tan nervioso que no podía parar de seguir dando más explicaciones y justificaciones. Cuando le preguntaron por su relación con Spilotro, por ejemplo, El Zurdo

inició un monólogo plagado de divagaciones: dijo que conocía a Spilotro desde su nacimiento, que sus padres se conocían, pero que desde que se habían instalado en Las Vegas no habían tenido nada que ver ni a nivel social ni profesional.

Según declaró El Zurdo:

Admito que con toda la publicidad negativa y las acusaciones contra Tony... y manifiesto que no estoy de acuerdo con ello. He leído que el señor Spilotro estaba aquí para vigilarme, controlarme, y otras cosas. Admito que me estaba introduciendo en una zona delicada de juego, y me familiaricé con el Departamento de Control, la Comisión, y el negocio como una rama punta.

Pero también me di cuenta de mi derecho o del derecho de mi familia, del hecho de que estaba casado y de que era afortunado de tener dos hijos sanos, de que era mejor ser consciente de ello.

Lo intenté desde el primer día en que entré en el Stardust. Pienso en mis antecedentes, pienso que la autoridad —y ahí, según Diglio, Rosenthal miró intencionadamente a Hannifin— estaría de acuerdo en que mi historial señala que soy casi perfecto o que estoy cerca de la perfección.

Creo que Tony era consciente de ello. Tony vino a Nevada por su cuenta. Tenía el derecho de elegir vivir con su familia donde deseara. Yo respeto ese derecho. Creo que él respeta el mío.

Tony evitó a Frank Rosenthal y yo evité a Tony, hasta el punto de que no recuerdo que Tony Spilotro haya entrado en ningún establecimiento Argent. No puedo recordarlo. Si me preguntan: «Frank, ¿tenías algún plan o llegaste a algún acuerdo con Tony para no encontraros?», la respuesta es un no rotundo. Creo que había respeto, y yo valoro ese respeto.

Rosenthal se defendió durante cinco horas; el total de las vistas duró dos días. Allen Glick también declaró, y afirmó que no conocía los detalles del pasado de Rosenthal cuando lo contrató. Pero, dijo, estaba satisfecho con el trabajo de Rosenthal y volvería a tomar la misma decisión. «Si se niega la licencia a todo el mundo que tiene algo en su pasado —dijo Glick a la Comisión—, seguramente habrá que tachar al cincuenta por ciento de la gente de esta ciudad.»

«Durante el segundo día de interrogatorio —dijo Jeff Silver, el asesor jefe del Departamento de Control—, quedó patente que El Zurdo

no tenía suficientes respuestas para las preguntas que se le formulaban. Le pregunté a uno de los miembros del Departamento, Jack Straton, que si iban a denegar la licencia al pobre tipo de todos modos, ¿por qué lo sometían a todas esas preguntas? Detuvimos las vistas.»

El 15 de enero de 1976, tras dos días de vistas, el Departamento de Control presentó su recomendación de denegar la licencia a El Zurdo.

Según El Zurdo:

Cuando los otros dos miembros del Departamento votaron para denegarme la licencia, Hannifin se negó a que el voto fuera público. Pero después de que los otros dos miembros acabaran sus discursos y pidieran que el voto fuera unánime, él se mostró de acuerdo.

Después de la vista, Hannifin vino y me alargó la mano. «Me gustaría disculparme ante ti y tu familia —dijo—, pero hice lo que debía.»

Yo sabía que Hannifin se sentía mal. Él sabía que yo había pasado un mal trago; ahora bien él, no era más que un maestro de escuela y funcionario de libertades condicionales de profesión, y el gobernador lo tenía en un puño.

Una semana después, mis abogados y yo volvimos a Carson City para apelar la decisión del Departamento, pero estaba claro que Echeverría nos iba a vapulear. En cuanto mis abogados iniciaron la presentación de su alegato, se le podía ver a él levantar el brazo de manera ostentosa, mirar el reloj y bostezar. No había mucho que apelar. El comité respaldó por unanimidad al Departamento de Control.

Deberían haberme concedido la licencia. Hannifin tenía mi expediente, todo el expediente, y no había nada en él que me pudiera impedir la obtención de la licencia para un empleo clave. Había individuos en la ciudad que poseían licencia que jamás lo hubieras dicho. Pero eso no era asunto mío. No podía señalar a los demás. Tenía que convencerles de que yo reunía las condiciones.

Ahora bien, entre tanto, llevaba cuatro casinos. Nadie más tenía cuatro casinos. Nadie en toda la ciudad tenía una responsabilidad como la mía en las salas. Si la comida no funcionaba en el Stardust o pasaba algo en el Fremont, yo tenía que estar allí. Contaba con gente cualificada para que me llamara a cualquier hora. En muchas ocasiones me tenía que levantar y volver a uno de los casinos a las tres de la madrugada.

Recuerdo que había oído varias veces que el cocinero del Stardust encargado de preparar la comida al momento servía algo horrible. Las quejas llegaron a mi despacho. Decían que los huevos revueltos no estaban hechos. Los sacaba crudos independientemente de lo que pidieran las camareras o los clientes.

Un día me levanté a las cuatro de la madrugada y fui al restaurante. Me senté, pedí unos huevos revueltos y le advertí a la camarera que quedaba despedida si le decía al cocinero que era yo quien los pedía. Cuando me los trajo, estaban crudos. Me levanté, entré en la cocina y lo despedí en el acto. Chico, por esto voy a tener problemas con el sindicato. Pero no podía soportar la incompetencia. Yo era muy estricto. Estúpido. Creo que se debía a tantos años de trabajar con los pronósticos. Tantos años recopilando información dieciocho horas al día, estudiando detenidamente veinte kilos de papel al día, en contacto con fuentes de todo el país. Es un negocio algo obsesivo, y ahora veo que apliqué las mismas costumbres laborales en un ambiente de más relación social.

La negativa del comité a concederle la licencia tenía que ser el final de Rosenthal, El Zurdo,

en el Stardust. El Zurdo

salía del juego. Ya no podía simular más cargos como director de relaciones públicas o encargado de restauración y cafetería. Le dieron cuarenta y ocho horas para vaciar el despacho. Y así lo hizo. El 29 de enero de 1976, El Zurdo

dejó su despacho recién decorado en el Stardust y se fue a casa. Al día siguiente, los detectives del Departamento de Control descubrieron que su contrato de diez años de 2,5 millones de dólares seguía vigente.

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