Casablanca

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16. Los sospechosos habituales » Paul Henreid

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Uno de los principales factores del éxito de Casablanca es el excelente grupo de intérpretes secundarios reunido por Hal B. Wallis para la ocasión, un conjunto actoral que tenía una textura, unas dosis de talento, como raras veces se ha visto en pantalla. Julius Epstein, que sabía el valor de una frase sencilla, lo resumió así: «Era un reparto maravilloso».

PAUL HENREID

Con su elegancia de eterno perdedor, Paul Henreid fascinó a las mujeres americanas de la época con su aura romántica y extraño acento continental. Ellas veían en él al prototipo del amante europeo, galante, aristocrático y elegante, cualidades que él, por supuesto, poseía. De personalidad inquietante, discreto y refinado, su ocasión de oro fue La extraña pasajera, donde instruía a una solterona Bette Davis en los goces del amor, y el título que le elevó a los alteres no puede ser más mítico, Casablanca. Dentro de la convencionalidad de la pantalla, Henreid arranca lágrimas, aún hoy, cuando en pleno café de Rick dirige una orquesta de guardarropía que entona “La Marsellesa”. Aunque su interpretación era impecable, fue el único actor del trío protagonista a quien la película no benefició decisivamente en su carrera. Y todo porque Hollywood no supo qué hacer con ese exótico ejemplar cuya distinción le permitía servir a la Resistencia sin que una mota de polvo le estropeara el traje.

Nacido en Trieste (Italia), el 10 de enero de 1908, Paul Georg Julius von Henreid se consideró siempre miembro de la antigua aristocracia austríaca, y sus recuerdos eran de una mansión familiar en Checoslovaquia. Los orígenes de su padre, el barón Carl von Hernfeid, un banquero vienes que cultivaba orquídeas, criaba purasangres y era amigo del emperador, son vagos, pero es probable que tuviera al menos algunos antepasados judíos, lo que explicaría que abandonase Europa, así como su aborrecimiento por el nazismo.

Henreid comenzó a formarse como actor en el teatro vienes, bajo la batuta de Otto Preminger y Max Reinhardt, y en 1935, después de darse a conocer en el teatro y cine austríaco, se trasladó a Londres. Allí prosiguió su doble actividad con el nombre de Paul von Henreid, causando sensación como secundario en una serie de películas dignas de mención, entre ellas, Adiós Mr Chips (1939) y Night Train to Munich (1940). En 1940 se trasladó a Hollywood y seis años después asumió la nacionalidad norteamericana y su definitivo nombre artístico.

En los primeros tiempos de su etapa en la Warner Brothers, Henreid se hizo valer en los círculos críticos y adquirió el reconocimiento popular con el papel de honorable marido de Bette Davis en La extraña pasajera (1942), un improbable melodrama ennoblecido por el buen hacer de la época, el magnetismo de la estrella y la presencia de este sobrio actor, de cabello ondulado y expresión pensativa, que conseguía convencernos de que podía vivir con su mujer malvada y paralítica, enamorarse de Miss Davis y no hacerle nunca el amor, seguir viéndola toda la vida y acabar por confiarle la educación de su hija. Una improvisación del actor —encender dos cigarrillos a la vez, y luego darle, uno a su pareja— acabó convirtiéndose en el símbolo del amor de la pareja a lo largo de toda la película (aquel cine no precisaba de escenas de sexo para crear un clima de pasión), y contribuyó a consagrar a Henreid como el galán europeo por antonomasia: aristocrático, galante, refinadamente encantador.

Su personaje más memorable es una variación de este tipo. En la piel de Victor Laszlo, el héroe de la resistencia de Casablanca (1942), Henreid se convierte en el típico refugiado político que vive su momento de gloria cuando anima a un grupo de ciudadanos franceses, desmoralizados por la ocupación nazi, a cantar emotivamente a coro “La Marsellesa”. Aunque no puede competir con el encanto romántico de Rick, Laszlo, con sus elevados ideales, su probada entrega a su causa, su valor, y el firme amor que siente por Ilsa, se convierte en el foco de la resistencia a la opresión nazi y anima a aquellos que viven entregados a una egocéntrica desidia a sacrificarse con espíritu altruista.

Después de Casablanca, casi todos sus trabajos carecen de interés. Solía encarnar a insustanciales galanes románticos, generalmente refugiados o apátridas, pero luego nos sorprendió a todos especializándose en superproducciones de aventuras de escasa enjundia. Puede destacarse, si acaso, The Spanish Main (1945), un melodrama de piratas en el que dio vida al gallardo aventurero que rescata a Maureen O’Hara de las garras del perverso Walter Slezak. Tampoco careció de mérito su interpretación en Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1962), donde era, como no, el agente de la Resistencia cuya esposa tiene un amante que está a favor de la neutralidad.

En los años cincuenta y sesenta se encargó de ampliar su carrera dirigiendo algunas películas de ambiente melodramático, como For Men Only (1952), A Woman’s Devotion (1956), Girls on the Loose (1958), Dead Ringer y Blues for Lover (1966). También realizó innumerables episodios de series de televisión (Alfred Hitchcock presenta, por ejemplo). Su hija Monica Henreid, fruto de su matrimonio con Elizabeth Camilla Julia Gluck (1936), es actriz de cine. En 1984 publicó su autobiografía, “Ladies Man”. Falleció el 29 de marzo de 1992.

CLAUDE RAINS

Además de ser uno de los mejores intérpretes de la historia del cine, Claude Rains vivió una de las carreras más exitosas del glorioso grupo de secundarios del Hollywood dorado. Privado del físico necesario para ejercer de galán, Rains puso su refinamiento, su sutileza y su ácido humor al servicio de un abanico de personajes extremadamente variado. Pero también se hizo merecedor de una distinción muy rara entre los característicos: un nivel de popularidad que de vez en cuando le permitía hacerse con algún papel protagonista. Su capacidad para romper el molde secundario le colocó en una posición excepcional para su época: un actor de carácter que también era una estrella. Y cuando no era así, siempre encabezaba el elenco de secundarios.

Hijo del actor y director de cine Frederick William Rains, William Claude Rains nació en Londres (Gran Bretaña), el 10 de noviembre de 1889. Debutó en el teatro como cantante en “Sweet Nell of Old Drury” (1900) y doce años después, en 1912, pisó por primera vez los escenarios norteamericanos. De 1915 a 1919 combatió en el regimiento de los London Scottish, con el grado de capitán. Después de la guerra volvió al teatro, destacando su etapa en el Theatre Guild (1928-1933).

Es sorprendente que el cine tardase tanto en descubrirle. Pero lo cierto es que cuando Claude inició de veras su carrera cinematográfica ya andaba por la cuarentena y estaba consagrado en las tablas de Londres y Nueva York. Como recordaba el director Vincent Sherman, «su voz era excepcional; profunda, rica y resonante con una madura dignidad» y su forma de actuar expresaba su «marca personal de humor e ironía, con miradas y gestos pícaros». De hecho, estas eran cualidades que solo se hicieron evidentes para la audiencia una década después.

Con la llegada del sonido, cuando los estudios de cine estaban contratando a todas los talentos del teatro, Rains fue ignorado. Por supuesto, él era un actor de figura achaparrada, escasa apostura y estaba alcanzando la mediana edad, pero aun así, es difícil entender este abandono tratándose de un intérprete tan inteligente y con una presencia tan rotunda en pantalla.

Afortunadamente, Hollywood acabó reparando en su extraordinaria dicción, y le asignó el papel protagonista de El hombre invisible (The Invisible Man, 1933). Aunque se pasaba casi todo el rato envuelto en un lío de vendas (su rostro sólo aparece fugazmente, tras recuperar la visibilidad después de la muerte del personaje) o lanzando invectivas a los miembros del reparto tal que un ser incorpóreo, la fuerza de su voz le propulsó hacia el éxito hollywoodiense.

Después de Crime Without Passion (1934), en la que dio vida a un hombre al que un desengaño amoroso sitúa al borde de la locura, Rains encarnó personajes parecidos: su aire reservado e irónico podía interpretarse como una máscara que ocultaría a la perfección un posible proceso de degeneración mental. La Universal intentó incluso convertirle en un nuevo Karloff en The Man Who Reclaimed His Head (1934) y The Mystery of Edwin Drood (1935).

La calidad de sus películas mejoró después de que firmara con la Warner Brothers en 1936. En este estudio fue donde se reveló un actor de versatilidad extraordinaria, a quien tanto le daba adaptar su desenvuelta sofisticación a la heroicidad como a la villanía, una habilidad de que la Warner sacó frecuente partido durante los años en que lo mantuvo empleado. Así, en 1938 pasó directamente de la figura del abominable rey Juan de Robin de los bosques (1938) al entrañable padre de una prole femenina en Four Daughters (1938).

Pero la simpatía y la maldad no eran en su caso mutuamente excluyentes: su habilidad para seguir siendo encantador en medio de la villanía quedó expuesta ejemplarmente en Caballero sin espada (1939) y Casablanca (1942). En el filme de Frank Capra, Rains demostró su habilidad para interpretar personajes que son encantadores —y a veces positivos— pese a sus actos. En este caso se trataba de un senador corrupto que conserva un resto de decencia, papel que le proporcionó su primera candidatura al Oscar como mejor actor de reparto. Y en la piel del capitán Renault, el sardónico capitán de policía francés que colabora con los alemanes en Casablanca, logró concitar nuestra simpatía a lo largo de toda la película, consiguiendo que su decisión de ingresar con Bogart en la resistencia no sorprendiese a nadie.

En la hitchcockiana Encadenados (1946), Rains ofreció una de sus mejores interpretaciones en el papel de un simpatizante nazi, un hombre cuyo obsesivo amor por la agente americana Ingrid Bergman le convierte en una figura patética y compleja. Tan maravillosa fue su actuación que nos puso un inexplicable nudo en la garganta en la escena en que sus amigos reclaman su presencia para enviarle al cadalso.

Claude también dio la réplica en varias ocasiones a una Bette Davis instalada en pleno reinado hollywoodiense. En La extraña pasajera (1942), una de las clásicas “películas de mujeres” de los años cuarenta, el actor dio vida al sensato y comprensivo psiquiatra de Davis, y su interpretación en el papel de su sufrido y enamorado marido en Mr. Skeffington (1944) le valió otra nominación al Oscar. La electrizante presencia de Davis combinada con el preciso aplomo de Rains dio una química particular a sus películas juntos.

En sus últimos años se nos apareció tan característico como en sus primeros tiempos: vean, si no, su deliciosa interpretación en la piel de un diplomático, cejas perpetuamente arqueadas, en Lawrence de Arabia. Y hasta el final de su carrera demostró ser un profesional consumado y un actor de habilidad excepcional, capaz además de entremezclar su ajetreada trayectoria con la cifra nada despreciable de cinco matrimonios. Cuatro veces candidato al Oscar (Caballero sin espada, Casablanca, Mr. Skeffington y Encadenados), nunca lo ganó. Falleció el 30 de mayo de 1967 después de sufrir una hemorragia intestinal. A Rains no le gustaba verse a sí mismo en pantalla y casi nunca iba al cine. Se ha dicho que nunca llegó a ver Casablanca.

CONRAD VEIDT

Su imponente altura, su rostro adusto y sus pómulos prominentes prestaron un servicio impagable al extraño, perverso y malsano mundo expresionista que marcó el cine alemán de los años veinte. Loco o torturado, Conrad Veidt vertió esa mirada desencajada y ese virtuosismo técnico que tan rentables le resultaron a lo largo de toda su carrera sobre gran parte de los personajes demoniacos o simbólicos que ocuparon los encuadres desquiciados del revolucionario género. Luego, su expresión altanera y su boca cruel también supieron adaptarse a la figura del nazi despiadado entendida por Hollywood.

Nacido en Potsdam (Alemania), el 22 de enero de 1893, Conrad —como muchas de las principales estrellas de glorioso cine alemán prenazi— recibió sus primeras lecciones prácticas y teóricas en arte dramático de la mano de Max Reinhardt, y se subió a los escenarios de Berlín a los veinte años, en el Deutsches Theater de Reinhardt, en vísperas de la I Guerra Mundial. La alemania de Weimar, decadente y neurótica, era el ambiente perfecto para el joven Veidt.

Su cuerpo demacrado, coronado por unos ojos salvajes y enfebrecidos, se revelaba como el contrapunto romántico a las interpretaciones de Emil Jannings. Era un héroe torturado extraído de las páginas de Edgar Allan Poe, conducido a la destrucción por el poder demoníaco del conocimiento secreto. Por eso no sorprende que fuese un magnífico “Fausto”.

El director Richard Oswald comenzó empleándole en la pantalla como víctima penitente de una vida consagrada al vicio en una serie de películas sobre sexo y moral que el Gobierno alemán apoyaba oficialmente como medio para frenar la expansión de las enfermedades venéreas. Por esta época, el actor también nos regaló una serie de caracterizaciones de figuras históricas o literarias: Fréderic Chopin en Nocturno der Liebe (1918), Lucifer en Satanás (1919), Lord Nelson en Lady Hamilton (1921), César Borgia en Lucrecia Borgia (1922)…

Sus rasgos cincelados y movimientos de bailarín le convertían en el hombre ideal para encarnar personajes siniestros o simbólicos. Ya había encarnado al Button Moulder en una versión fílmica de Peer Gynt (1918) y había sido la Muerte en Unheimliche Geschichten (1918), y también Phileas Fogg en la versión alemana de “La vuelta al mundo en 80 días” (Die Reise um die Erde in 80 Tage, 1919), antes de ofrecer una interpretación de gran belleza mímica y coreográfica en la piel de Cesare, el asesino sonámbulo de El gabinete del Doctor Caligari (1920), cinta dirigida por Robert Wiene pero destinada en un principio al emergente talento de Fritz Lang. Rodada con el más modesto de los presupuestos de posguerra, esta película, con sus decorados expresionistas y su inquietud por el tema de la locura, fue objeto de reconocimiento internacional antes de que el propio pueblo alemán le prestara la atención merecida.

Convertido en una de las figuras más siniestras del cine alemán, Conrad Veidt encarnó a Iván el terrible en Waxworks (1924) y al pianista cojo que consigue un doloroso transplante de mano en la primera versión de Las manos de Orlac (1924). El papel faustiano de El estudiante de Praga (1926) asentó su reputación internacional, encabezando una oferta de la Universal.

Famoso ya por su truculencia fuera de Alemania, Conrad emigró a Hollywood en 1927. Trabajó durante un par de años en los melodramas de una Universal falta de Lon Chaney y regresó a Alemania con la llegada del sonido. En estos años se lució especialmente en el papel del conde Metternich en El congreso se divierte (1931) y en el papel titular de Rasputin (1932).

Cuando Hitler llegó al poder, Veidt huyó a Inglaterra junto a su esposa judía y acabó obteniendo la nacionalidad británica. Armado de su nueva personalidad cinematográfica, la del alemán siniestro, el actor apareció en algunos de los mejores melodramas británicos de los años treinta: Rome Express (1932), El judío errante (1933), Yo he sido espía (1933), The Passing of the Third Floor Back (1935), La mujer enigma (1937)… Sin embargo, el proceso fue accidentado. En 1934, el actor visitó Alemania para rodar Wilhelm Tell y los nazis le impidieron el regreso a su país de adopción. Se decían inquietos por su salud, pero la verdadera razón era que su siguiente película, Jew Süss, versaba sobre un judío encomiable. Por fortuna, la cosa no pasó a mayores. Su estudio, la Gaumont British, envió a sus médicos al rescate y los nazis prefirieron evitar un conflicto diplomático.

De regreso a la islas siguió siendo, de un modo u otro, el extranjero de pasaporte o corazón: austríaco en Rusia en El jugador de ajedrez (1938), alemán en las islas Hébridas en El espía negro (1939)… pero su filmografía británica no iba a tardar en cerrarse bruscamente. En 1940 viajó a América para terminar de filmar El ladrón de Bagdad, en la que interpretaba al Gran Visir, y se quedó en Hollywood para dar vida durante tres años a una serie de nazis autoritarios, entre ellos el mayor Strasser de Casablanca. Fue su penúltimo trabajo. Al cabo de unos meses caía muerto de un ataque al corazón mientras jugaba al golf. Tenía cincuenta años.

SYDNEY CREENSTREET

La alegre “monstruosidad” cinematográfica de Sydney Greenstreet no se reveló al mundo hasta su sexuagésimo primer año de vida, el año en que el actor debutó en el cine con el papel de Kasper Gutman en El halcón maltés. La década que dedicó a la ruindad cinematográfica (1941-1949) contrasta marcadamente con sus cuarenta años de experiencia teatral en Inglaterra y Estados Unidos, que fueron construyendo la enorme presencia que luego exhibiría el actor en las películas de la Warner.

Sus 130 kilos de peso llenaban todo el cuadro, muchas veces a través de contrapicados que acentuaban su amedrentadora aura. Tan listos como corruptos, tan endomingados como sibaritas, los villanos encarnados por Greenstreet se burlaban de sus víctimas con carcajadas guturales que parecían distanciarle de las fechorías que andaba maquinando. Demostraba sin recato el regocijo que le causaba jugar al gato y al ratón y la satisfacción que extraía de la avariciosa amoralidad que caracterizaba su propia personalidad. Como su único interés era el lucro económico, mantenía en todo momento una escrupulosa objetividad que le permitía apreciar los méritos de sus adversarios (Sam Spade en El halcón maltés y Rick en Casablanca, por ejemplo) y reconocer, cuando llegaba el caso, que se la habían dado con queso.

Una distorsión física como la que prestaba este actor a sus personajes tiene la virtud de hacer que el espectador se sienta más cómodo con su propia imperfección física, y puede provocar repulsión o mover a risa. El mejor Sydney provocaba ambas reacciones al mismo tiempo. Pero, cuidado, sus villanos nunca eran bufones, eran siempre siniestros, pese al irónico humor que el actor extraía de los diálogos asignados.

Con su maldad refinada y ambigua, su dicción impecable y su mirada viciosa, Greenstreet se metió en el bolsillo al público de los años cuarenta y se convirtió en uno de los grandes villanos de todos los tiempos. Su especialidad eran los hombres misteriosos, las mentes criminales, pero lo que le sentaba especialmente bien era trabajar con Peter Lorre. La singular pareja, definida en más de una ocasión como una especie de “Laurel y Hardy en el infierno”, compartió cartel en Casablanca, The Mask of Dimitrios, The Veredict y Three Strangers, y en todas las ocasiones, los dos villanos se dedicaron a jugársela el uno al otro, para regocijo del espectador.

Es cierto que fue uno de los malvados más memorables del cine pero, al mismo tiempo, ¡qué soberbio actor! Tardó mucho tiempo en demostrarlo, pero cuando le dieron la oportunidad de hacerlo, la mayoría de sus interpretaciones resultaron inolvidables. En Hollywood desarrolló una carrera discreta pero notable por su calidad y su fidelidad al cine negro, género al que escapó en contadas ocasiones.

Sydney había nacido en una pequeña ciudad inglesa, Sandwich (Gran Bretaña), el 27 de diciembre de 1879, Y era uno de los ocho hijos de un comerciante en pieles. A los dieciocho años se fue a Ceilán con la esperanza de hacer fortuna como plantador de té, pero la suerte no le sonrió y, tras infructuosos intentos, decidió volver sobre sus pasos. De vuelta a Inglaterra dirigió una empresa cervecera y probó suerte en otros empleos hasta que, para olvidar un poco la rutina, empezó a acudir a una academia de arte dramático. Dicen las crónicas que debutó en los escenarios londinenses en 1902. Dos años más tarde salió de gira por Estados Unidos, debutó en Broadway con “Everyman” y desde entonces no paró de trabajar en los teatros de Nueva York y de provincias. Hizo de todo, desde Shakespeare hasta comedias musicales, y se pasó casi toda la década de los treinta con los Lunt, la famosa pareja de actores teatrales.

El versátil y sesentón Greenstreet, con cuarenta años de experiencia teatral a sus espaldas, estuvo despreciando a Hollywood hasta que el director John Huston le abordó —y convenció— en su camerino de Broadway para que interpretase al villano gordo y locuaz de El halcón maltés (1941). Estaba tan nervioso antes de su primera secuencia que le pidió a Mary Astor que le cogiera la mano y le dijera «No me voy a comportar como un imbécil».

Su amenazadora corpulencia, su risa gutural, entrecortada y maligna, su florido comportamiento eduardiano, su divertida ironía estaban muy cerca del original de Hammett y su asociación con Peter Lorre fue uno de los golpes de suerte mayores de los repartos hollywoodienses: un pesado Lear, hombre de club, bailaba asistido por un tonto perfumado en gardenia. El resto ya es historia. Sydney realizó una interpretación magistral, encandiló a los espectadores, dejó atónitos a los críticos y se llevó una nominación al Oscar. Y ese fue sólo el comienzo.

Durante los siguientes ocho años paseó su oronda e imponente humanidad por una veintena de películas de la Warner Bros. En Murieron con las botas puestas (1941), el mítico western de Raoul Walsh, interpretó al general Winfield Scott, el hombre que envía a Errol Flynn a su desafortunada carrera; su educado espía, el Dr. Lorenz, en Across the Pacific (1942) fue una pequeña obra maestra de crueldad autoinfringida; representó la cara aceptable de la corrupción en Casablanca (1942); formó un equipo memorable con Lorre en The Mask of Dimitrios (1944) y The Veredict (1946), y personificó a un ególatra hombre de negocios en The Hucksters (1947).

Greenstreet buscó vanamente una oportunidad para exhibir en sus películas la variedad de registros que ya había utilizado en el teatro, donde había tenido ocasión de encarnar personajes clásicos y contemporáneos de toda índole (entre ellos, y con gran éxito, muchos payasos shakespearianos), de recorrer el país norteamericano con los Lunt y el Theatre Guild y hasta de interpretar un papel importante en el musical de Jerome Kern “Robería”, en Broadway.

Entre las escasas incursiones que se le concedieron en el género de la comedia, sólo Christmas in Connecticut (1945), donde aparece en el papel de un editor de revistas obsesionado con las cifras de difusión, le permitió exhibir su talento para la picardía. También encarnó al novelista Thackeray (Predilección [1943]), a un interrogador celestial (Entre dos mundos [1944]) y un detective (The Velvet Touch [1948]), pero la fama de Sydney Greenstreet descansa sobre su galería de desesperados maquinadores, que le convirtieron en uno de los mejores villanos de la historia del cine.

El final de su carrera vino provocado por el que había sido su principal rasgo distintivo en la pantalla, su tremenda obesidad, característica que agravó otros problemas de salud que le obligaron a retirarse antes de lo que la Warner hubiera querido. Cuatro años después de abandonar el cine, el 18 de enero de 1954, la diabetes y el riñón acabaron con él. Tenía setenta y cinco años.

PETER LORRE

Una de las mayores ventajas del studio system era la posibilidad de ofrecer a los actores una ocupación fija y una serie de papeles cuidadosamente elaborados que les daban una base de seguridad con que ir diseñando sus carreras a lo largo de un gran número de años. De esta oportunidad se beneficiaron especialmente los actores de carácter y de reparto, que dieron a conocer sus rostros y su talento al gran público de una forma que hoy día ya no sería posible. De este grupo, Peter Lorre fue uno de los que alcanzaron mayor grado de éxito. Era un hombrecillo peculiar, con aspecto casi de nomo, cara de luna, ojos saltones y dientes separados, y en Hollywood no ha habido un secundario superior a él.

Achaparrado, bajo, fornido, de cara redonda y apariencia tan lastimosa como terrorífica, era como un esquizofrénico de manual: unos ojos líquidos y lacrimosos que podían salirse de sus órbitas repentinamente, azuzados por una ira asesina o un terror irrefrenable; una voz, un suave susurro centroeuropeo, que adquiría sin previo aviso un timbre furiosamente agudo de frustración y odio; el pitillo colgando de unos labios contraídos; esa manera de andar, como si merodeara acorralado, impulsado por la intolerable inquietud de su alma.

Otis Ferguson le describió de esta manera: «Infantil, bello, insondablemente malvado, siempre insinuando cosas que más vale no saber».

Durante casi treinta años, Peter Lorre fue uno de los villanos más memorables de la gran pantalla. Administraba su maldad en susurros, con ilocalizable acento europeo, y aparecía en escena silenciosamente, exhibiendo una sonrisa engañosamente cordial. Pero tampoco era una expresión muy amigable: la mirada era triste. Era un hombre que se había resignado a la tontería humana y que se aferraba a su quisquilloso perfeccionismo como si de un amuleto se tratara. Alguna vez nos dio ocasión de verle hacer de héroe u hombre bueno, pero bajo esa apariencia no acababa de ganarse nuestro aprecio. No sabía dar interés a la bondad. Se ha dicho que Hollywood le encasilló, pero lo más probable es que los verdaderos responsables de su encasillamiento fueron su escasa estatura y su compleja personalidad.

Pocos intérpretes habrán tenido ocasión de entrar en el oficio con un filme tan intenso como M, el vampiro de Dusseldorf. Fue la primera interpretación de Lorre en el cine (a excepción de un par de papelitos no confirmados) y también una de las mejores. Pero al mismo tiempo le atrapó. Hollywood, después de ver la película, esperó la llegada del actor, le pegó una “M” imborrable en la espalda y le encadenó al personaje de psicópata de por vida.

El mismo Lorre, que ansiaba ampliar sus registros, aseguraba que a él lo que le iba era la comedia, y desde luego los papeles con los que más nos ha hecho disfrutar son aquéllos en los que encontraba el equilibrio justo entre lo cómico y lo siniestro. Encarnando al quejumbroso Joel Cairo de El halcón maltés, con su cabello crespo, sus polainas y sus tarjetas de visitas con perfume de gardenia, fue miembro de una memorable banda de villanos (también compuesta por Greenstreet, Mary Astor y Elisha Cook) y reveló al asesino que había debajo del petimetre.

Los dos papeles que hizo para Hitchcock se inspiraban en la misma clase de ambigüedad caprichosa: el benévolo nihilista de El hombre que sabía demasiado, de hablar bajito y tan buena mano con los niños; y ese “Mexicano Sin Pelo” de El agente secreto, extravagantemente vestido, vanidoso y temperamental, propenso a dejarse llevar por la furia más irracional y repentina. Lorre sabía hacer la transición, pasar de jovial a escalofriante, con la mayor sutilidad: una contracción en el cuero cabelludo, un espasmo que le contorsiona momentáneamente la boca, y su rostro tímido y vulnerable se convierte en una máscara inhumana.

Pero fueron sus películas hollywoodienses las que dieron más fama a su tono mimoso, a su excepcional habilidad para combinar el humor con lo siniestro, a su condición de víctima de la vida, la que surge de sus rincones más siniestros, la que se ve una y otra vez agarrada por las solapas por su compañero de fatigas, Sydney Greenstreet, con quien formó una pareja muy popular, como unos Laurel y Hardy impíos. Trabajaban bien juntos, jugando eficazmente con el contraste entre la gran educación de Greenstreet y los nervios y movimientos de ardilla de Lorre, incluso en el caso de The Mask of Dimitrios, en que Lorre era el héroe y el otro el villano.

La serie de Mr. Moto también le permitió escapar un poco de tanta maldad, aunque no eran más que productos rutinarios para completar los programas, que sólo se salvaban por el adaptable ingenio de Lorre. Aparte de esto, su carrera se basó en roles de psicópata, espía y sádico, aunque él sabía aportar su individualidad a los personajes más tópicos, transformándolos —en palabras de David Thomson— «en figuras poseedoras de una bondad delicada y perturbada, que se ven arrastradas a una malicia frenética».

En privado, Lorre tenía fama de hombre encantador, dulce e inteligente. En sus últimos años, acosado por problemas de mala salud y sobrepeso, y afectado por el inmerecido fracaso de su única incursión en la dirección, Der Verlorene, se paseó con resignada tristeza por varias películas espantosas. Según escribió John Dyer, fue «víctima de su temprana fama… de un acento, forma y expresión tan únicos y difícilmente explotables que los productores no sabían cómo reorientar su actitud respecto a él. Su jugueteo con la locura era demasiado obvio. Su cordura era demasiado peligrosa».

Laszlo Lowenstein, nacido en Rosenberg (Hungría), el 26 de junio de 1904, se trasladó con su familia a Viena, donde estudió arte dramático. A los diecisiete años entró en una compañía teatral y, salvo una corta temporada en la que trabajó como empleado de banco, fue actor el resto de su vida. En su primera época actuó en cafés y ofreció espectáculos y recitales en solitario. De ahí pasó a interpretar papeles pequeños en el teatro alemán y a trabajar con Bertolt Brecht. En total fueron siete años trabajando como actor en teatros de Suiza, Austria y Alemania y en escenas de un par de películas alemanas (no confirmadas). De su paso por las tablas cabe mencionar su intervención en “Society”, de Galsworthy, en Zurich, y “Die Pionere von Ingolstadt”, en el teatro Volksbühne de Berlín (1928).

M, el vampiro de Dusseldorf (1931) de Fritz Lang, basada en la trayectoria del asesino en serie Peter Kurten, fue su debut oficial en la pantalla. Con su triste, siniestra y patética expresión, sus ojos saltones saliéndose de sus órbitas de puro miedo, Lorre impregnó al personaje de una autenticidad casi clínica. Es difícil olvidarle, rastrero, patético, grotesco, con una reveladora “M” (de murderer, asesino) escrita aún con tiza en la espalda, lanzando su angustioso alegato ante un jurado formado por criminales que le observan con cara de pocos amigos: «¡Quiero escapar… escapar de mí mismo!… Pero es imposible. No puedo. No puedo escapar… ¿Quién sabe lo que es ser como yo? Verse obligado a hacer lo que yo hago…» En la piel de aquel patético infanticida, Lorre ofreció una interpretación absolutamente hipnotizante, una obra de arte mímica y de la sugerencia —sólo tenía doce líneas de diálogo—, tan inolvidable que convirtió a su responsable, si no en una gran estrella, sí en una figura conocida en todo el mundo.

Lorre siguió trabajando en el cine alemán, pero con el comienzo del régimen nazi, el actor se negó a seguir bajo el techo de la UFA, pese a que Goebbels, olvidando su condición de judío, le pidió que siguiera. Exiliado en París, empezó a recibir ofertas de productores de Hollywood interesados en que hiciera nuevas versiones de M, pero aún no le apetecía cruzar el charco. De la capital gala, donde rodó De haut en has (1934), de G. W. Pabst, se trasladó a Londres para tomar parte en una película memorable de Hitchcock: El hombre que sabía demasiado(1934). Luego repetiría con el maestro en El agente secreto (1936).

Su estancia en Gran Bretaña le sirvió también a Lorre para aprender inglés (ya hablaba varios idiomas con fluidez), y en 1935 se fue a Hollywood. En su primera película americana tuvo ocasión de hacer un papel estupendo: el médico loco de Las manos de Orlac. En este remake del filme expresionista del mismo título, el actor húngaro fue un villano para connoisseurs que le valió para entrar en la meca del cine como un terremoto. Además fue un anticipo de lo que estaba por venir. Inclinándose hacia adelante en la oscuridad del palco de un teatro, dividido en línea recta en luz y sombra, con su cara de luna y su cráneo calvo como una bola de billar sobresaliendo de un cuello de pieles, Lorre observaba con depravado deseo el espectáculo que suponía ver a Frances Drake torturada sobre una rueda. Aunque es uno de sus mejores filmes, luego se vio que supuso su caída en la autoparodia, en la que usaba (como dijo el “New York Times” de un título posterior) «sus trucos, pero no su talento».

Con Crimen y castigo (1935), de Von Sternberg, no se apaciguó un ápice, y en 1936 firmó para la Century-Fox. Casi inmediatamente fue elegido para encarnar a Mr. Moto en Think Fast, Mr Moto (1937), el primero de una serie de ocho títulos del divertido detective japonés, en la que destaca especialmente el episodio titulado Thank You Mr. Moto. Luego, siguió asumiendo papeles protagonistas y secundarios, generalmente de extranjero peligrosamente silencioso, y tuvo intervenciones inolvidables en varias peliculitas de relleno que hoy se pueden calificar de pequeñas joyas (véase, por ejemplo, el corto The Stranger on the Third Floor).

El genio de Lorre se debía a lo incongruente y lo grotesco; sus ojos alternativamente suplicando o reventando de desenfrenado terror. Pequeño, rechoncho y prisionero de su temprana fama, fue encasillado por Hollywood, pero mantenía su cautivadora presencia en la pantalla, paseándose convincentemente por el filo en grandes películas como Strange Cargo (1940) o creando intriga, con excéntricas interpretaciones en filmes de serie B como The Face Behind the Mask(1941).

Entre sus mejores trabajos se cuentan los films noirs que hizo en la Warner, que tanto éxito tuvieron en los años cuarenta. Uno de ellos, El halcón maltés (1941), le sirvió para rendir por primera vez al público americano con un Joel Cairo quejicoso y zalamero (por muchas veces que lo veamos nunca deja de sorprendernos el hecho de que esté compinchado con Sydney Greenstreet).

En los años de guerra capitalizó su facilidad para la neurosis, interpretando un surtido de refugiados, espías y nazis sádicos, particularmente en Casablanca (1942), Backgroud to Danger (1943) y The Cross of Lorraine (1943). La Warner también le metió en títulos tan espléndidos como The Mask of Dimitrios (1944), Three Strangers (1946) o The Veredict (1946), contraponiendo siempre su menuda figura con el generoso perímetro de Greenstreet. Por esta época, Lorre ya era el actor más imitado y caricaturizado del medio cinematográfico. Poco a poco, el intérprete fue dándose más y más a la autoparodia siniestra (Arsénico por compasión, un “Dr. Einstein” aterrorizado por dos encantadoras ancianitas).

En 1951, Lorre escribió, dirigió y protagonizó un filme alemán bastante notable sobre la mentalidad nazi, Der Verlorene, en el que introdujo un estilo tributario del cine expresionista germano de principios de los años veinte. Por desgracia, su proyecto fracasó estrepitosamente. La década de los cincuenta no le sentó nada bien. Se hinchó y parecía fatigado, y en sus películas parecía estar pensando en otra cosa. Fue una época de papeles grandes, pequeños e incluso muy pequeños. También se le pudo ver en numerosas colaboraciones especiales en la televisión, como en Casino Royale (1954), versión de la novela de Ian Fleming ofrecida en directo, y un famoso episodio de Alfred Hitchcock presenta junto a Steve McQueen.

Desgraciadamente, Lorre terminó sus días confinado a la serie B, al cine de terror y a las películas de Jerry Lewis. Por lo menos, en El gran circo (1959) estuvo memorable, y reveló su talento para la comedia, usado con maestría para parodiarse a sí mismo en las tres películas que compartió con Vincent Price —Historias de terror (1962), El cuervo (1963) y La comedia de los terrores (1963)—, en las que estuvo divertidísimo. El personaje del hombre-cuervo le valió el cariño de una nueva generación de aficionados.

En 1959, mientras rodaba en España, se puso gravemente enfermo a causa de la hipertensión. Murió cinco años después, el 23 de marzo de 1964, de una crisis cardíaca. Acababa de terminar el rodaje de Jerry Calamidad con Jerry Lewis y el próximo 13 de abril tenía previsto empezar a trabajar en Bikini Beach para la AIP. Irónicamente, el día de su muerte, su esposa Anna Marie Brenning, de la que estaba separado, tenía que acudir a los tribunales para obtener la sentencia de divorcio por incomparecencia de la otra parte, pero la vista se había aplazado hasta el 6 de abril. Sus otras dos mujeres fueron Cecilia Lovovsky (1934) y Kaaren Verne (1945-1952).

S. Z. SAKALL

Durante años, los productores hollywoodienses no tuvieron que romperse la cabeza para encontrar a un actor que les hiciera de tío húngaro propenso a ahogarse en un vaso de agua, a pasarse la mano por la frente o a traicionar su blando corazón bajo una fachada de canoso cascarrabias. Tenían a S. Z. Sakall, un maestro de la ampulosidad humorística. Con su importante volumen físico, sus gafas, sus cabellos canos y sus colgantes quijadas, este centroeuropeo se convirtió en un actor de carácter extremadamente popular y amado por el público norteamericano. Su encantador acento y sus frecuentes estallidos, que terminaban con una retahíla de «yoy, yoy, yoy, yoy» acompañada de bofetadas en sus rollizas mejillas, le valieron el apodo de “Cuddles” (“Arrechuchones”).

Sakall representa un tipo de actor que prácticamente desapareció con el sistema de estudios, un característico al que los productores recurrían una y otra vez para dar al público un rostro entrañable y familiar que pudieran reconocer. Aunque no sólo trabajó en comedias (ver Casablanca o San Antonio), sus intervenciones siempre eran esencialmente humorísticas. Escuchando sus consejos, emitidos en su precario inglés, los protagonistas de la película y los espectadores se convencían de que todo iba a marchar «como la lana», una de las expresiones favoritas del actor.

Hijo de un escultor, Eugene Gero Szakall nació en Budapest (Hungría), el 2 de febrero de 1884. Empezó componiendo canciones y escribiendo gags, pero enseguida se pasó a la interpretación. Tras su paso por los escenarios y el cine de su país se trasladó a Berlín con su segunda esposa. Allí se hizo muy popular en los cabarets y los circuitos de clubs nocturnos con un número en el que él masacraba horriblemente el idioma alemán. Pero no todo era actuación. Eugene tenía serios problemas a la hora de aprender nuevos idiomas.

Los primeros musicales y comedias sonoras rodados en Alemania le hicieron muy popular, pero cuando los nazis llegaron al poder en enero de 1933, y se ocuparon de todos los aspectos del negocio del entretenimiento, Szakall, que era judío, volvió a su Budapest nativo. Allí encontró trabajo como cómico, pero prácticamente se le cerraron todas las puertas en la industria cinematográfica magiar. Alemania era un gran mercado para las películas húngaras y todas las películas extranjeras con judíos en ellas fueron prohibidas en el país teutón. Szakall permaneció en Budapest durante tres años más, pero en ese tiempo sólo encontró trabajo en tres películas. En 1935, consiguió trabajo en Viena y se trasladó allí. Después de un tiempo, volvió a su ciudad natal y se volvió a ganar la vida como cómico de cabaret y clubs nocturnos.

El 3 de mayo de 1939, el gobierno anunció que todos los judíos húngaros tenían que abandonar el país en el espacio de cinco días. Esta medida se aplicaba a Szakall. Afortunadamente, un pariente, productor de Hollywood, Joe Pasternak, contactó con él y le instó a ir a Estados Unidos, donde pensaba que le podría conseguir trabajo. Szakall aceptó y cruzó el Atlántico esa primavera. Pasternak tenía razón. El público americano se enamoró de este alegre y obeso húngaro que hablaba un inglés terrible, dueño de unos mofletes regordetes que podía sacudir a petición.

Tras contratarle en 1942, la Warner sólo le sacó del género cómico para emplearle como alivio humorístico, tal que el Carl de Casablanca. También le metió en casi todos los musicales producidos en la casa entre finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta. Aunque no sabía cantar ni bailar, era una ayuda muy necesaria y muy bien recibida para Doris Day. En la distancia podemos decir que muchos de los aburridos musicales en los que participó se salvan sólo por su presencia en ellos. Armado de su gesto identificativo —abofetearse las mejillas en momentos de apuro—, Sakall solía hacer de tío benévolo o de jefe buenazo, generalmente ocupándose de la función cómica o como presencia venerable, sabia y compasiva.

Conocido como Szóke Szakall antes de su aterrizaje en Hollywood, luego se hizo llamar S. Z. Sakall hasta que Jack Warner tuvo la idea de añadirle el “Cuddles”… con la oposición del intérprete. El rebautizado actor tuvo la oportunidad de tomarse la revancha en 1953 a través del subtítulo de su autobiografía: “Mi vida bajo el emperador Francisco José, Adolf Hitler y los Warner Brothers”. Cuando abandonó el estudio en 1951, se relajó y rodó un par de películas más para la Metro-Goldwyn-Mayer. Murió de un infarto el 12 de febrero de 1955.

MARCEL DALIO

Bajito, moreno, pulcro e incisivo actor francés que apareció con distinción en películas de diversas nacionalidades. Nunca fue una estrella, ni siquiera en su Francia natal, sino un respetado artesano que aportaba una enérgica vida a todos sus papeles, por pequeños que fuesen, y creaba instantáneamente personajes identificables. Sus mejores personajes eran los de confidente, de hombre débil, de traidor, a los que incorporó con gran solidez y eficiencia, apoyado en ese rostro huidizo que el espectador siempre tiene presente, aunque ignore su nombre.

Israel Moshe Blauschild nació en París (Francia), en el barrio judío, el 17 de julio de 1900, de padres inmigrantes rumanos. Estudió para actor en el Conservatorio y en 1920, después de algunos años en la guerra, en la que se enroló con apenas dieciséis años, empezó a trabajar en revistas y clubs nocturnos. Debutó en el cine en 1932, en un corto, Les Quatre Jambes, y se dio a conocer con el papel del chivato Arbi en Pépé le Moko (1937), de Julien Duvivier. El éxito le llegó con La maison du Maltais (1938), de P. Chenal, donde su físico estereotipado le fue de gran ayuda para realizar una interpretación ambigua, caracterizada por los comportamientos que una mentalidad xenófoba atribuía a un personaje de villano oriental. Pero sería Jean Renoir quien marcaría el apogeo de su carrera con dos películas míticas: en La gran ilusión (1937) fue el “pequeño judío” que se evadía con Jean Gabin y en La regla del juego (1939), que a la postre sería el único protagonista de su filmografía, el marqués de Chesnaye.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial y un retrato suyo en los carteles de un filme en el que aparecía como “el judío típico” le obligaron a huir de Europa. Se refugió en Estados Unidos, donde interpretó numerosos papeles secundarios en títulos variados (El expreso de Shanghai, Tener y no tener, Casablanca…), generalmente como francés simpático. Después de la guerra, reanudó su actividad en el cine y teatro europeo, aunque conservó siempre sus lazos con el cine de Hollywood. También trabajó en televisen: fue el capitán Renault en la serie homónima de televisión, emitida entre 1955 y 1956. Desde los años sesenta vivió la mayor parte del tiempo en París. En 1976 escribió sus memorias y en 1978 rodó su última película. Murió el 20 de noviembre de 1983.

CURT BOIS

El cine muy raramente le ofreció papeles dignos de su inmenso prestigio teatral a este pequeño y elegante actor de nariz ganchuda. Nacido el 5 de abril de 1901 en Berlín (Alemania), Curt Bois fue una gran figura del teatro, las variedades y el cabaret de su Berlín natal en los años veinte. También grabó un gran número de canciones y actuó y dirigió en películas.

La ascensión del nazismo hizo que Bois y su primera esposa, la actriz Hedi Ury, viajaran por Austria, Checoslovaquia, Francia e Inglaterra, para finalizar en Hollywood, donde hizo una gran variedad de cameos cómicos o cínicos: nobles extranjeros, profesores de baile, diseñadores de moda, pianistas mundanos o incluso (en Casablanca) un carterista. Su exilio norteamericano le permitió también emprender una carrera teatral en Broadway.

Curt regresó a Alemania a principios de los años cincuenta, donde recuperó gradualmente su antiguo prestigio. En 1952 trabajó con el grupo Berliner Ensemble, en 1959 con el Schiller-Theater de Berlín Oeste y en 1961 con el Burgtheater de Viena. A estas alturas ya había cruzado el Telón de Acero, instalándose en Alemania Oriental (allí residió desde 1954). Por este cambio de residencia se le retiró la nacionalidad estadounidense. Murió el 25 de diciembre de 1991.

DOOLEY WILSON

La carrera cinematográfica de Arthur “Dooley” Wilson estuvo compuesta en su mayoría por pequeños papeles secundarios, pero hubo un personaje que le convirtió en inolvidable inspirador de nostalgia cinematográfica: el del cantante y pianista que complace a regañadientes una petición de Ingrid Bergman en Casablanca: «Tócala, Sam. Toca… “El tiempo pasará”». Según parece, no sabía tocar una sola nota y sus intepretaciones al piano fueron ejecutadas por otro.

Wilson nació en Tyler, Texas (Estados Unidos), el 3 de abril de 1894, y entró en el mundo del espectáculo en 1901, a la edad de siete años, después de la muerte de su padre. Buen cantante de minstrel, actuó en espectáculos ambulantes y en reuniones religiosas desde los doce años, más tarde trabajó en variedades y en teatro de repertorio, y en los años veinte fue el líder de un conjunto que actuaba en locales de París y Londres con él como vocalista y batería. Sus viajes le llevaron a Chicago, en 1908, donde entró en la Pekín Stock Company, una compañía teatral de actores negros, y empezó a hacer repertorio. Fue aquí cuando se ganó su sobrenombre, al ponerse maquillaje blanco y fingir ser un irlandés mientras cantaba la canción Mr. Dooley. La escasez de piezas teatrales sobre el mundo negro les obligaba a disfrazarse continuamente de blancos. Durante su estancia en Chicago también aprendió a tocar la batería.

En los años veinte creó una banda musical, los Red Devils, con la que emprendió una gira triunfal por Europa, una parte del mundo donde el jazz hacía furor y no había leyes segregacionistas. En Casablanca tocaron en un acto de homenaje al héroe de la Primera Guerra Mundial T. E. Lawrence. A finales de aquella década, la nostalgia impulsó a Wilson a volver a Estados Unidos, concretamente a Nueva York, donde se ganó el sustento trabajando como músico en el circuito de los locales nocturnos de Harlem mientras intentaba introducirse en el gremio de la interpretación. Allí trabajó, entre otras, en las producciones montadas por Orson Welles y John Houseman en el Federal Theatre Project. Pero el mercado no abundaba en buenos papeles para los actores de color, y Wilson tardó casi una década en lograrlo.

Su oportunidad llegó a finales de los años treinta, cuando se le dio ocasión de colaborar en la gira de “Of Mice and Men”. En ese momento oyó hablar de un musical negro que se estaba preparando en Nueva York. Se presentó a las pruebas aspirando tan sólo a una intervención menor, pero obtuvo el papel protagonista de “Cabin in the Sky”. Aunque la versión cinematográfica se la arrebató Eddie “Rochester” Anderson, conocido gracias a sus intervenciones en “The Jack Benny Show”, el montaje teatral fue su pasaporte a Hollywood.

En 1942, Dooley firmó un contrato en la Paramount, pero sólo le ofrecían papeles del tipo del mozo de estación en cintas como Mi rubia favorita y Night in New Orleans. Estaba a punto de tirar la toalla, y la Paramount dispuesta a no renovar su contrato, cuando oyó hablar del casting de Casablanca. La fortuna le sonrió. En mayo de 1942, Warner Bros, alquiló a Wilson a la Paramount durante siete semanas a razón de 500 dólares semanales para interpretar a Sam en Casablanca. Murió el 30 de mayo de 1953.

LEONID KINSKEY

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