Casablanca

Casablanca


Introducción

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Introducción

SIEMPRE NOS QUEDARÁ CASABLANCA

 

 

Antes un icono que una obra de arte, Casablanca es, posiblemente, la película más famosa de la historia del cine. Su popularidad es tan grande que ha sobrepasado los límites de la leyenda para convertirse en un símbolo universal del séptimo arte. Y su actualidad es tan absoluta que desconcierta. Este monumento de celuloide, ajeno al paso del tiempo y al efecto corrosivo de las modas es, junto a Lo que el viento se llevó —su equivalente en Technicolor—, el filme más comentado de todos los tiempos.

Libros, entrevistas, artículos, memorias, ensayos y tesis doctorales forman un completo arsenal destinado a desentrañar el misterio de la perennidad de este mito inagotable. Sociólogos, psicólogos, freudianos, feministas y otros altos pensadores han analizado la película y han llegado a conclusiones fascinantes. Howard Koch, por ejemplo, definió el filme como una «iglesia política» y a sus fieles se les llama “casablanquistas”.

Se conocen paso a paso los avatares de su realización, las anécdotas de su caótico rodaje, las estrategias comerciales del estudio y se sabe que el secreto de su éxito radica en una serie de maravillosas casualidades, pero también en la milagrosa conjunción de una docena de admirables artistas en estado de gracia, que lograron componer un equipo creador de perfección tal vez igualada, pero nunca superada.

Casablanca es casi con total seguridad —para asombro de aquellos implicados en sus producción— la película de la historia del cine que más se disfruta viendo una y otra vez. En cada ocasión, alguna joya de su catálogo de diálogos ingeniosos e irónicos te golpea como si fuese nueva. Todo en ella roza la genialidad, cuando no la toca a fondo.

Dada su turbulenta historia, Casablanca fue sumamente afortunada a todos los niveles. El productor Hal Wallis estaba molesto porque Michele Morgan quería 55.000$ por protagonizar la película. Wallis podía (y lo logró) conseguir que David O. Selznick le prestase a Ingrid Bergman por 25.000$. Pero una elección que parece inevitable en 1992 sólo está clara con la perspectiva del tiempo. Tanto la joven actriz sueca como la joven actriz francesa habían tenido éxito con sus primeras películas americanas. Casablanca hubiese sido el segundo film de Michelle en Hollywood, después de Joan of París. Ingrid había rodado después de Intermezzo tres películas mediocres. Casablanca convirtió a Bergman en una estrella. Habría hecho lo mismo por Morgan, cuya carrera en Hollywood finalizó después de tres filmes.

El compositor Max Steiner odiaba “As Time Goes By” y persuadió a Wallis para que le permitiese reemplazarla por una canción de amor de composición propia. Pero, por una feliz coincidencia, Miss Bergman ya se había cortado el pelo para su papel en Por quien doblan las campanas y no pudo volver a rodar las escenas necesarias. Casablanca también tuvo la suerte de ser rodada a comienzos de la guerra, antes de que las pantallas empezasen a llenarse de mensajes patrióticos. Triunfó además la película porque los guionistas Julius y Philip Epstein y Howard Koch llevaban escenas reescritas al set todos los días o, a pesar de ello, porque Ingrid Bergman estaba confundida sobre lo que debía sentir por Paul Henreid y Humphrey Bogart, o a pesar de su confusión.

En los años siguientes, Bergman se molestaba cuando la gente le decía que les había encantado su interpretación en Casablanca. «Estaba sorprendida y un poco irritada por toda la atención que se prestaba a esa película», comentó su hija mayor, Pia Lindstrom. «Su actitud se debía, en gran parte, a que ella era terriblemente seria a la hora de construir un personaje. Por eso le molestaba que algo que parecía hecho al azar resultase ser la película favorita de todo el mundo».

La respuesta de Bogart al éxito de Casablanca fue más típicamente sardónica. Disfrutaba contándole a Lauren Bacall como Charles Einfeld, el jefe de publicidad del estudio, había tenido la increíble revelación de que él poseía sex appeal: «No hice nada en Casablanca que no hubiese hecho antes en veinte películas, y de repente descubren que soy sexy. Cada vez que Ingrid Bergman mira a un hombre, él tiene sex appeal».

Casi todos cuantos intervinieron en la producción de Casablanca se atribuyen de un modo u otro su paternidad. Pero su origen fue, en realidad, bastante prosaico. La película empezó su andadura como una obra teatral, “Everybody’s Comes to Rick’s”, de Murray Burnett y Joan Alison. Burnett sacó la idea de un viaje a Europa en 1938, cuando reparó en los refugiados que huían del nazismo y observó la colorida multitud que se reunía en un local nocturno del sur de Francia (probablemente la inspiración para el Café de Rick). En el primero de muchos giros del destino, la pieza llegó a Warner Bros, el 8 de diciembre de 1941, el día después de Pearl Harbor. Cuando los Estados Unidos declararon la guerra, los estudios se apresuraron a hacer películas patrióticas. Cuatro días después, Stephen Karnot, un lector de Warner Bros., envío a Hal Wallis, director de producción del estudio, un informe sobre “Everybody’s Comes to Rick’s”, con una sinopsis, recomendando que se llevara a cabo su adaptación cinematográfica.

El avispado productor vio en el proyecto grandes posibilidades comerciales y, aunque no todos sus consejeros estaban de acuerdo, se puso manos a la obra. Semana y media más tarde, Wallis, decidió hacer el film, cambiando el título para evocar el exótico romanticismo del hit del estudio Argel, y lo anunció como un trato cerrado antes de que los contratos se hubiesen firmado (Burnett y Alison recibieron una cifra récord de 20.000 dólares por los derechos de una obra que nunca se había representado).

El baile de directores comenzó con William Wyler, quizás el más prestigioso director de la época, y terminó con Michael Curtiz, un cineasta todo terreno famoso por su habilidad para destrozar la lengua de Shakespeare con un estilo similar al de Tarzán y por haber convertido a Errol Flynn en un audaz espadachín.

El realizador húngaro nunca gozó del fervor de la crítica y su trabajo pasó siempre desapercibido, pero basta con asomarse a su filmografía para comprender que se trataba de uno de los grandes. Curtiz dirigió 88 películas para la Warner, la mitad de ellas entre 1930 y 1939 —un record no igualado en Hollywood—, cultivó todos los géneros, cimentó la popularidad de Bette Davis y ayudó a James Cagney y a Joan Crawford a conseguir el Oscar.

El casting de actores inspiró toda suerte de leyendas. La mayoría son sólo eso, leyendas. Se dijo que en el original estaban Ronald Reagan, Ann Sheridan y Dennis Morgan. Otros paquetes de actores incluían a George Raft, Herbert Marshall y Michele Morgan. Y Lena Horne o Ella Fitzerald podrían haber canturreado “As Time Goes By” en lugar de Dooley Wilson. Realmente asombroso.

Contrariamente al mito y a algunos curiosos bulos publicitarios, Humphrey Bogart siempre fue la elección de Wallis para el papel de Rick, y los hermanos guionistas Julius y Philip Epstein fueron contratados para escribirlo a su medida. Cuando los Epstein se fueron a trabajar en la serie de documentales Why We Fight de Frank Capra, aún tenían Casablanca a medio hacer, así que Howard Koch se incorporó al proyecto hasta la vuelta de los hermanos.

La historia de amor y autosacrificio que es el alma de la película fue una aportación de los Epstein. Como también lo fue el inteligente y cínico humor que dota de una extraordinaria vida a los personajes secundarios. Sin acreditar, Casey Robinson (guionista de varios éxitos, incluyendo Lo extraña pasajera) reescribió las secuencias del flashback de París que revelan el romance de Rick e Ilsa Lund y su separación. Pero la trama de Casablanca es un thriller político, y fue Koch (cuyo liberalismo literario le llevó después a ser incluido en la “Lista Negra”) quien desarrolló ese aspecto. Él abordó las preocupaciones de Bogart sobre el pasado de Rick, desarrollando el enigmático, idealista y finalmente heroico personaje que Bogie personificó con un estilo inmortal.

Ilsa fue otro problema. Originalmente era una cazafortunas americana que rompía el matrimonio de Rick pero le abandonaba por el más rico Victor, del cual era amante, no esposa. Los censores habrían montado en cólera, y el estudio quería que el público se pusiese de su parte, de ahí el concepto de una vulnerable europea devota de su marido. La bella de Argel Hedy Lamarr no estaba disponible, así que Wallis negoció con David O. Selznick para contratar a Ingrid Bergman. Con el guión aún incompleto, la actriz sueca se encontró con que no sabía con qué hombre acabaría. Es uno de esos milagrosos accidentes que Bogie e Ingrid, aunque él se comportaba de forma distante con ella fuera de las cámaras, estén sublimes juntos en la pantalla.

Paul Henreid no estaba muy emocionado con lo que él veía como la ridiculez de interpretar a un líder de la resistencia checa que escapa de un campo de concentración para acabar en Marruecos, elegantemente vestido, discutiendo de modo sofisticado con los oficiales nazis. Sin embargo, se mordió la legua y lo hizo a cambio de una posición prominente en los créditos y la ayuda de la Warner con su visado. Conrad Veidt, un enemigo declarado del nazismo que había escapado por los pelos de Alemania, lejos de lamentarse por quedar encasillado como el mayor Heinrich Strasser, estableció en su contrato que exclusivamente interpretaría a villanos, firmemente decidido a que haciendo papeles de nazi ayudaría a los esfuerzos bélicos.

El resto del elenco de secundarios fue otra historia. La Warner disponía de una amplia nómina de actores centro-europeos emigrados a Hollywood y no encontró ninguna dificultad para completar un excelente reparto que reunía intérpretes de todas las nacionalidades —nunca se había oído hablar inglés con tanta variedad de acentos—. Así, Claude Rains, norteamericano pero educado en Inglaterra, se convirtió en el corrupto pero leal capitán de policía Louis Renault; el gran actor inglés Sidney Greenstreet en el orondo Ferrari y el sinuoso Peter Lorre, uno de los secundarios más extraordinarios de Hollywood, en Ugarte. Y por último, pero no en último lugar, un rollizo, jovial y desconocido cantante llamado Dooley Wilson se encargó de inmortalizar al pianista más famoso del cine, Sam, un papel destinado en principio a dos rutilantes estrellas del jazz, Lena Horner y Ella Fitzgerald. Como el actor no tenía ni la más remota idea de tocar el piano, hubo que enseñarle de la noche a la mañana cómo aparentarlo.

Las orgullosas aseveraciones de la Warner de que gente de treinta y cuatro nacionalidades colaboró en la película pueden ser una exageración, pero de todos modos no hay un mejor ejemplo que Casablanca en el crisol de Hollywood. El film creó un mundo en miniatura, en el cual los deseos, pecados e impulsos básicos universales, para bien y para mal, están envueltos en glamour, suspense y estilo.

Decía uno de sus guionistas, Howard Koch, que Casablanca había sido «concebida en pecado y parida con dolor». Una afirmación nada exagerada. Al fin y al cabo, en mayo de 1942, fecha del comienzo del rodaje, la película tenía un título y poco más. Curtiz se encontró con un reparto extraordinario y unos decorados magníficos —todo el filme se rodó en interiores—, pero el guión era poco más que un espejismo en el desierto; es decir, tenía los actores pero no los personajes.

Casablanca fue cobrando forma sobre la marcha. Todos los días se escribían nuevas escenas y nuevos diálogos. Los actores no sabían a qué atenerse y mientras Bogart se enfurecía y se encerraba en su camerino, Bergman no cesaba de preguntar a quien tenía que mirar con ojos de enamorada. Una situación que habría bastado para poner la camisa de fuerza a más de un director, pero no al húngaro Michael Curtiz, un profesional sólido como una roca y con la suficiente experiencia como para hacerse entender en su dialecto tarzaniano: «Yo decir que la plano este ser mierda plano. Tú, bastardo fotero, repetir. Y tú callar, Bogart; tú no tener idea actuar; tú, aficionado», dicen que dijo.

Posteriormente se supo que Aeneas McKenzie y Wally Kline escribieron el primer esbozo en clave de comedia, que los hermanos Epstein desarrollaron gran parte de la trama —y, sobre todo, los diálogos—, que Howard Koch reforzó ampliamente los aspectos melodramáticos y políticos, y que Casey Robinson —ausente en los créditos— desarrolló la hasta entonces casi inexistente relación romántica entre los protagonistas. También se supo que el autor de la banda sonora, el gran Max Steiner, pensó que podría escribir algo mejor que la canción “As Time Goes by”.

Esta extensa nómina de cerebros metiendo mano en la producción dice mucho sobre el ambiente de improvisación que reinó en el rodaje, pero también sobre el sistema de trabajo de la Warner. La productora tenía entonces una plantilla de unos setenta y cinco guionistas, atados con largos contratos de cinco y siete años, que trabajaban en equipo, muchas veces reescribiendo o puliendo los trabajos de otros y contribuyendo a una producción desenfrenada de películas.

El problemático clímax, escrito y reescrito mil veces, fue rodado a mediados de julio. En ese último día a principios de agosto, Bergman y Henreid pasaron 40 minutos en French St, haciendo tomas sin sonido. Curtiz les filmó desde el punto de vista de Bogart, que a esas alturas ya estaba en Newport a bordo de su barco. El resto del día, Curtiz llenó la calle con 79 extras y filmó a los refugiados huyendo de la policía en las primeras escenas de la cinta.

Los otros actores se habían dispersado. Humphrey había vuelto a un matrimonio hostil. Durante el rodaje de Casablanca, su alcohólica esposa, Mayo Methot, le había acusado de tener una aventura con Ingrid Bergman. Mayo siempre merodeaba por los sets de las películas de Bogie, inventándose relaciones que no existían. Sus celos alimentaron la hosquedad del actor, que pasó la mayor parte de su tiempo solo en su camerino.

Claude Rains había vuelto a su granja en Pennsylvania; Conrad Veidt al campo de golf más cercano; Dooley Wilson a una pequeña casa de estuco blanco en Hollywood; Peter Lorre y Sydney Greenstreet a un mes de vacaciones antes de empezar otro melodrama de espías para la Warner, Background to Danger. Tres semanas después, Curtiz rodaría una nueva escena, un oficial de policía anunciando el asesinato de dos correos alemanes, para añadir algo de drama a los primeros momentos de la película. Y Bogart grabaría una última frase, escrita por el propio Wallis. En realidad, escribió dos frases alternativas: «Louis, debería haber sabido que mezclarías tu patriotismo con un pequeño hurto», y «Louis, creo que este es el principio de una hermosa amistad»“. Wallis tachó la primera frase, mucho más cínica, y envió la segunda a Curtiz. Cuando Bogart la grabó, no podía imaginar que las palabras que estaba recitando se convertirían en una de las frases más famosas de la historia del cine o que, gracias a Casablanca, reemplazaría a Errol Flynn como la estrella más taquillera de la Warner.

Nadie en Warner podía imaginar que Casablanca, un producto de su tiempo y lugar, definida por los sentimientos de la guerra por la cual y durante la cual fue hecha, seguiría siendo tan importante para el público sesenta años más tarde. En 1942, la única razón por la que las películas duraban un mes en los cines era porque la guerra hacía imposible distribuir una película cada semana. En 1934, Warner había lanzado 69 películas. En 1942, cuando la escasez de actores, materiales y técnicos empezaba a dejarse sentir, Casablanca fue una de las solo 33 películas de Warner que llegaron a las salas.

El estudio pensaba distribuir la película en la primavera de 1943, pero mientras Max Steiner ponía la música y Owens Marks realizaba el montaje, la guerra se encargó de proporcionar a la cinta un golpe de efecto decisivo. El 8 de noviembre de 1942 las tropas norteamericanas desembarcaron en el norte de África y la ciudad de Casablanca era mencionada en los titulares. Hal Willis, que se las sabía todas, decidió adelantar el estreno para aprovechar la coincidencia. Mejor promoción publicitaria imposible. La película se estrenó el 26 de noviembre, día de Acción de Gracias, en el Hollywood Theatre de Nueva York.

Salvo por la maniobra de su estreno, Casablanca era una película de 1943. No se estrenó en ninguna otra ciudad hasta el 23 de enero, y compitió en los Premios de la Academia de 1943. El público recibió el filme con entusiasmo, la crítica no tanto y la Academia, presidida en aquellos tiempos por Bette Davis, sorprendió a propios y extraños al premiar con tres estatuillas —mejor película, director y guión— las excelencias de un mito que acababa de nacer.

De cómo fue posible que el fruto final de una película forjada a base de audacias, improvisaciones y remiendos, alcanzara su feliz apariencia es la incógnita que permanece sin resolver y que ha desafiado al tiempo. Sólo hay una explicación posible: Casablanca es un milagro. O cómo si no podría calificarse esta historia protagonizada por una decena de emigrantes que se amaron y pelearon durante mes y medio en un decorado de cartón piedra, sin saber qué diablos estaban haciendo allí, salvo improvisar sobre la marcha un guión que nadie sabía a dónde conducía. Lo dicho: un milagro.

En 1982, Casablanca fue objeto de una curiosa anécdota. Un periodista con gran sentido del humor, Chuck Ross, copió a máquina el guión de Casablanca, lo tituló “Everybody Comes to Rick’s”, rebautizó a Sam con el nombre de Dooley y lo envió a 217 agentes literarios norteamericanos. El resultado, que daría pie a un excelente artículo publicado ese mismo año en “American Film”, produce escalofríos: de los 85 agentes que leyeron el texto y acusaron recibo (la mayoría lo devolvió sin leer), sólo 33 reconocieron el guión original; 38 lo rechazaron directamente; ocho pensaron que se parecía muchísimo a Casablanca; tres pensaron que se podía vender y una le sugirió que lo convirtiera en novela. Según Chuck Ross, no es que Hollywood ya no sepa hacer películas como las de antes, es que la mayoría de los profesionales que trabajan en la Meca del Cine no reconocerían un éxito ni aunque entrara volando por la ventana.

Desde el día de su estreno, Casablanca ha sido la PELÍCULA, así, con mayúsculas. Película que se puede ver una y mil veces sin que el disfrute disminuya, una obra ciertamente modélica, pletórica de matices y de rica ambigüedad, que armoniza perfectamente una turbulenta historia de amor con angustiosas intrigas, personajes heroicos y malignos. De hecho, el espesor de la mitificación ha llegado tan lejos que no hay crítico o historiador que destruya su leyenda. Casablanca es más que una película, es un sueño compartido por millones de cinéfilos que apelan a la nostalgia por un mundo condenado a desaparecer, lleno de romanticismo, un café donde la sociedad se aglomeraba en su huida del fascismo, una generación civilizada, urbanizada, vestida con trajes blancos y con sombreros para el sol, desesperadamente apegada a valores que no serían apreciados por mucho más tiempo.

Pero decir Casablanca es evocar también la imagen de uno de los símbolos universales del séptimo arte, Humphrey Bogart, cuya celebridad es tanta que parece bordear los mismísimos límites de la leyenda. Bogie bordó en Casablanca su interpretación más imperecedera, aquélla por la que siempre será recordado y que impondría el arquetipo bogartiano: su sombrero, su gabardina, su cigarrillo, su voz firme e insinuante y su peculiar forma de mirar a las mujeres con ojos gélidos. Con su smoking blanco y un discreto bisoñé compuso un personaje inolvidable, Rick, un hombre desengañado que protege su maltratado corazón con una coraza de cinismo, que luchó por una causa perdida, soñó con un mundo mejor y se desgarró el corazón con un gran amor, una herida que vuelve a sangrar cuando un pianista negro arranca a su piano las notas de “As Times Goes By”.

Rick, fumador empedernido, bebedor, arrogante, es el clásico americano de Hemingway que sabe moverse por un mundo corrupto. «¿Cuál es tu nacionalidad?», le pregunta el alemán Strasser, y él contesta, «Soy un borracho» Su código personal: «Mi garganta sobresale por encima de la de todos». Su perdición: «De todos los garitos en todas las ciudades del mundo, ha tenido que entrar en el mío». Ella es Ilsa Lund, la mujer que amó años antes en París bajo la sombra de la ocupación alemana, y cuya reaparición reabre todas las heridas y agujeros que cuidadosamente había cosido de neutralidad e indiferencia. Ahora ella está con Victor Laszlo, un héroe legendario de la Resistencia francesa. Los restantes asiduos del café americano de Rick, la mayoría con acento extranjero, disipan sus energías en discusiones sobre los Balcanes, delitos menores y, en el caso del autosatisfecho policía de Vichy, Renault, en algunos improbables dictados lascivos.

De la misma manera que ningún personaje como el de Rick ha esculpido la leyenda de Bogart, lo mismo podría decirse de Ilsa con respecto a Ingrid Bergman. La bella actriz sueca dio vida a una heroína poco convencional. En aquella época, las protagonistas de los melodramas cinematográficos luchaban por su hogar y defendían su matrimonio, pero Ilsa, que confundía los latidos de su corazón con cañonazos, no dudaba en romper las reglas establecidas, anteponiendo el amor al deber y abandonando a su héroe de guerra para recuperar la felicidad. Aunque lo cierto es que, en sus primeros planos, la cara de Ingrid refleja emociones confundidas. Y bueno, si que debía estar confusa, teniendo en cuenta que ningún miembro del rodaje supo hasta el último día quién tomaría el avión. La actriz sueca interpretó toda la película sin saber como terminaría, y este imponderable provoca el efecto soterrado de que todas sus escenas sean más emotivamente convincentes; ella no podría inclinarse en la dirección en que el viento soplara, porque simplemente no sabía cuál era.

Casablanca convirtió a Bergman en una estrella de primera magnitud y constituyó su último peldaño antes del Oscar. Su forma de amar con la mirada, mil veces imitada y nunca superada, su porte elegante y su belleza transparente deslumbró a los espectadores en los años cuarenta, a sus hijos en los sesenta y a sus nietos en los ochenta.

Y qué decir del magnífico plantel de actores secundarios, salvo que están soberbios, perfectos de registro, dominadores de su oficio. Al servicio del conjunto, pero cada uno con un momento estelar sabiamente introducido, todos los intérpretes hacen composiciones admirables. Resulta imposible afirmar quién está mejor, si Claude Rains, tan elegante como siempre en su irónica y genial desvergüenza, si Paul Henreid, cuya distinción le permitía servir a la resistencia sin que una mota de polvo ultrajase su inmaculado traje, o los siempre extraodinarios Sidney Greenstreet y S. Z. Sakall. Por no hablar de Peter Lorre, que trabajó seis días en su pequeño papel, recitó menos de cuatrocientas palabras y estuvo, como siempre, memorable. Un lujo de reparto para un lujo de película.

Pero nada habría sido igual en Casablanca sin Michael Curtiz, un artesano extraordinariamente hábil que logró imponerse en varios géneros, eficaz como pocos y con una virtud muy apreciada por los productores: no trabajaba para vivir, vivía para trabajar. Su dirección es magistral, perfecta, un modelo de economía y precisión narrativa que potencia al máximo el trabajo de unos actores que son dobles perfectos de sus personajes. Hay que agradecerle que, en el desorden que presidía la filmación, controlase tan bien en su mente todas las piezas del rompecabezas que era la trama, manejando a la vez infinidad de personajes e intrigas secundarias, sin perder nunca el hilo de la acción principal y creando una atmósfera sugestiva al mismo tiempo. Y todo ello sin volverse loco.

Capítulo aparte merece la partitura musical, realmente magnífica, obra del más famoso compositor cinematográfico de su tiempo, el vienes Max Steiner. Es la suya una banda sonora memorable, pura atmósfera, que casi se ve, que uno podría cortar con un cuchillo. Steiner adaptó toda la partitura a las necesidades de la historia, de manera que las notas musicales se convirtieran en el complemento adecuado a la expresividad de las imágenes.

El músico vienes utilizó melodías tan conocidas como “La Marsellesa”, el himno nacional francés, y algunos pasajes exóticos destinados a centrar la acción de la película en el Marruecos francés. Pero Casablanca será recordada, sobre todo, por la famosa canción de Herman Hupfeld, “As Times Goes By”, el tema de amor entre Rick e Ilsa que aparece en los momentos culminantes del filme. Lo curioso del caso, es que en 1931 Frances Williams cantaba esta misma canción en la obra “Everybody’s Welcome” y entonces pasó totalmente desapercibida.

Resulta curioso que una película rodada en las circunstancias anteriormente citadas aparezca ante nuestros ojos como un prodigio de coherencia y armonía. Pero lo cierto es que todos sus elementos funcionan con la precisión del mecanismo de un reloj, desde la impagable labor de Michael Curtiz, un director que conocía hasta el último secreto de la cámara y sabía manejar a los actores con mano maestra —incluso cuando éstos desconocían cómo tenían que actuar—, hasta unos intérpretes excepcionales, pasando por los guionistas, capaces de narrar en tono trepidante una historia pausada y, claro está, por las notas de una melodía inolvidable.

Poco importa que haya muchas preguntas sin respuesta, pues su ambigüedad —su indeterminación— es parte de su atractivo. ¿Se acostaron Rick e Ilsa cuando ella le visita en el apartamento? ¿Por qué a Rick no se le permite volver a América? Y como Umberto Ecco pregunta, ¿por qué Laszlo, un famoso héroe de la Resistencia, pide tres bebidas diferentes en el café de Rick?

Casablanca, que pudo ser un mal folletín, un tibio panfleto propagandístico, una inverosímil trama de espionaje, resulta una maravillosa historia de amor, una película de aventuras en la que, a fuerza de ocurrir cosas, parece que no pasa nada. Un canto a la libertad y muchas cosas más. Todas buenas, por supuesto. Todo ello gracias a esa “magia” que a veces, sólo a veces, se da en el cine, por la cual el encuentro de una serie de elementos da como resultado una obra maestra a partir de algo que no estaba destinado a serlo. Son las paradojas del cine, Pero así se ha venido escribiendo la historia de Hollywood.

Todos los lectores deben recordar esto: no confíen en nadie que no ame Casablanca. No importa que los profesores de los talleres de guiones lo utilicen como un modelo de estructura y narrativa, o que ganara tres premios de la Academia. La cuestión fundamental es que todo en su mágica y melodramática combinación de sentimientos patrióticos, refugiados desesperados y amantes predestinados funciona maravillosamente, siempre, todas las veces.

Casablanca atrapa a los espectadores de todo tipo y condición por su incurable romanticismo, por su capacidad para identificarle con códigos y valores que probablemente nunca existieron excepto en la idealizaciones de una fábrica de sueños, por sus maravillosos diálogos llenos de frases memorables, por la emoción que siente al escuchar “La Marsellesa”, por la misteriosa magia con la que convierte en frágiles y vulnerables seres humanos a una galería de figurines de cartón-piedra que parecen extraídos de la portada de un magazine de la época, por todo eso… y por mucho más.

Casablanca es amada universalmente porque presenta el más admirable e inspirador mito de América en su romántico idealismo: la redentora renuncia de Rick a Ilsa por un bien mayor, y su marcha para unirse a la lucha. La primera vez que la ves es sólo el principio de una hermosa amistad. Porque, a partir de ese momento, Casablanca será siempre el refugio de quienes creen que el Amor (con mayúscula) es el mejor de los males y el dolor el resultado de la pasión, de quienes necesitan refugiarse en la magia del cine para olvidar durante unos momentos las miserias de la vida cotidiana y soñar con las grandes historias que nunca vivirán.

Tal vez no sea la mejor película de la historia del cine, tal vez Humphrey Bogart no sea el mejor actor del mundo, tal vez Ingrid Bergman realizó mejores interpretaciones a lo largo de su carrera, pero lo cierto es que cincuenta años después el público sigue respondiendo a su llamada, recitando de memoria sus diálogos y tatareando “As Times Goes By”. Tal vez sólo sea una película irrepetible. Tal vez.

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