Carter

Carter


Sábado

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—Doreen dice que podría quedarse con los padres de algunas amigas suyas. Más o menos de manera indefinida. ¿Las conoces?

Aspiró el humo.

—Tiene una amiga llamada Yvonne. Supongo que es ella.

—¿Sabes a qué se dedican sus padres?

—El padre es revisor de autobús. Viven en Wilton Estate.

—¿Crees que dice la verdad? ¿Que se puede quedar a vivir con ellos todo el tiempo que quiera?

—No veo por qué no. Siempre merienda en su casa y muchas veces se queda a pasar la noche.

—O sea, que crees que estaría bien con ellos.

—La cuidarían. Son así.

—Porque le he dicho que podía venirse conmigo si quería.

—¿Y qué te ha contestado?

—No gran cosa.

Echó otro trago.

—¿Cómo la has visto, en general? —dijo Margaret.

—No tan mal como podría estar. Creo que es un poco más dura que la mayoría.

Margaret no contestó.

—¿Seguirás viéndola? —dije.

—Supongo que sí.

Eché un trago.

—¿Cómo te sientes después de todo lo que ha pasado? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—Supongo que ha sido un golpe —dije.

—Sí —dijo.

—Sobre todo teniendo en cuenta la clase de persona que era Frank.

Aspiró el humo y asintió.

—¿Sabes si había algo que le preocupara? Ya sabes, si estaba inquieto o deprimido por algo.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, ya sabes, una preocupación tan grande que tuviera que salir y ahogarla en alcohol para enfrentarse a ella. O para olvidarla.

Negó con la cabeza.

—¿Nada? —dije—. ¿Nada de nada?

—¿Por qué tendría que haber algo?

—Porque es muy curioso que la cosa ocurriera como ocurrió.

—De una manera u otra, tanto da —dijo Margaret—. Al final, es lo mismo. A Frank le da totalmente igual, ¿no te parece?

—Para mí no es lo mismo.

Hubo un silencio, que quizá otros habrían pasado por alto, antes de que dijera:

—¿Qué quieres decir?

Cambié de rumbo.

—Y a ti, ¿qué te parecía Frank?

—A mí me caía bien —dijo.

—¿Y ya está? ¿Era solo uno más?

—Más agradable que la mayoría.

—Pero uno más, ¿no?

—Sí.

—¿Aunque fuera más agradable que la mayoría?

—Sí.

No comenté su respuesta.

—No puedo evitar ser como soy —dijo Margaret.

—¿Por qué lo veías de manera tan habitual?

—Solo una vez por semana.

—Yo calificaría eso de habitual.

—Bueno, era un cambio. Era un caballero. Eso me gustaba.

—Siempre y cuando fuera una vez por semana.

—Mira, yo soy como soy, ¿vale? Tú eres de otra manera. Somos lo que somos, nos guste o no.

—Y siendo lo que eres, ¿disfrutabas pasando la Gran Noche de la semana con un tipo como Frank?

—Yo le gustaba. Y eso es diferente.

—¿Por qué?

—Por qué, ¿qué?

—¿Por qué le gustabas?

Unos puntitos rojos asomaron a sus mejillas.

—No lo sé —dijo.

—¿Estás segura de que «gustar» es la palabra correcta?

No contestó.

—Supongo que sabes que con su mujer nunca llegó a hacer nada —dije—. Un tipo como Frank nunca admitiría ante sí mismo que eso le preocupaba. Fingiría que no le importaba. Pero si alguien como tú se le entregaba fácilmente, a lo mejor podía engañarse y acabar creyendo que le gustabas por lo que eras y no por lo que le dabas.

No contestó.

—Y eso le haría ser igual que todos los demás, ¿no?

—Sí —dijo con los labios apretados—. Sí, supongo que tienes razón. Pero si se había convencido a sí mismo, entonces quizá no le resultaba tan difícil convencerme a mí. Y al final eso es lo mismo que he dicho yo, ¿no?

Miré en dirección a la barra. Con y Peter charlaban y bebían, y de vez en cuando se volvían para ver lo que yo hacía.

—De todos modos —dijo Margaret—. ¿Qué es esto? ¿Una maldita serie policíaca? ¿Por qué estás tan cabreado?

—Mira —dije—, te lo volveré a preguntar: ¿sabes si algo, lo que fuera, tenía preocupado a Frank? ¿Si estaba metido en algún lío? ¿Si tenía miedo de alguien?

—¿De qué estás hablando?

—Vamos, Margaret. ¿De verdad crees que Frank se puso ciego de

whisky y cayó por un precipicio?

—¿Qué quieres decir? Eso fue lo que pasó.

—Si lo hizo, fue por una razón. Y me gustaría conocerla.

—¿Quieres decir que a lo mejor lo hizo a propósito?

Dije que sí. Quería ver su reacción si pensaba que había sido un suicidio. Se lo pensó mucho antes de decir nada.

—Esto no te gustará —dijo—. Pero es lo único que se me ocurre.

—Cuéntamelo.

—El viernes por la noche, el viernes antes del domingo que murió, ocurrió algo. Frank me había estado pidiendo que dejara a Dave, mi marido. Quería que me fuera a vivir con él. Que pidiera el divorcio. Aun cuando lo hubiera querido, no lo habría conseguido. Dave nos habría matado a los dos. Pero Frank siempre insistía. Ese viernes por la noche me lo repitió. Le contesté que no por enésima vez y se puso desagradable. Montó una escena y me fui del

pub. Frank me siguió por la calle. Le dije que me dejara en paz, pero continuó siguiéndome. Me siguió hasta casa. Había tomado unas cuantas copas. Entré, pero él no se marchó. Montó un cirio en medio de la calle durante media hora antes de largarse. Dave no estaba en casa en aquel momento, pero al día siguiente se enteró de todo. Tenemos unos vecinos muy simpáticos. Me dio una buena paliza y, a su debido tiempo, me preguntó quién era el tipo. Bueno, no se lo iba a decir porque entonces habría matado a Frank, y no quería implicar a Doreen. Así que le dije: «Mira, si te prometo quedarme en casa y no mirar a ningún otro tipo, ¿dejarás las cosas como están?». Nunca le había dicho nada parecido, así que se quedó tan sorprendido que me dijo que sí. Así que el domingo por la mañana me fui a ver a Frank y le dije que ya no nos veríamos más. Doreen no estaba en casa. Frank se puso como loco. Hizo de todo. Se arrastró, me amenazó, dijo que haría cualquier cosa. Cuando vio que todo aquello no servía de nada, dijo que si no me iba con él, se mataría. Dijo que hablaba en serio. Naturalmente, no le creí. Pensé que lo decía por decir. Pero después de lo que ocurrió el domingo… Quiero decir que, hablara o no en serio, parece que ese fue el motivo por el que se puso a beber.

No dije nada.

—No te lo iba a contar —añadió—. Me daba miedo lo que pudieras hacer. Pero supongo que tienes derecho a saberlo.

Me acabé mi copa.

Desde luego, lo que acababa de contarme era muy interesante. Porque si Frank hubiera querido que Margaret dejara a su marido, se lo habría preguntado una sola vez, y si ella hubiera dicho que no, jamás lo habría vuelto a mencionar. Y por lo mismo, si ella hubiera ido a su casa a decirle que habían terminado, él tampoco habría discutido. La habría dejado hacer lo que quisiese, fueran cuales fueran sus sentimientos. A Frank no le gustaba que la gente viera en su interior.

Así, suponiendo que la idea que yo me había formado de mi hermano fuera cierta, lo que acababa de contarme no lo era. No era más que una sarta de mentiras. Y si acababa de contar una sarta de mentiras, era por una buena razón. Probablemente la razón que yo estaba buscando. Pero no iba a descubrirla sentado en The Cecil en compañía de Con McCarty, Peter el Holandés y media docena de camareros de público. Así que le dije:

—Así que fue eso. Yo estaba en lo cierto.

No dijo nada.

—No me hace muy feliz, Margaret, pero es mejor que me lo hayas contado. Es algo que tenía que saber.

Terminó su copa.

—Deja que te invite a otra —dije.

—Gracias —contestó.

Me puse en pie. Con y Peter levantaron el culo de los taburetes en cuanto yo me moví, pero volvieron a pegarlo cuando comprobaron que me acercaba a la barra.

—¿Algún progreso? —dijo Con.

Sonreí.

—¿Qué? ¿Placer o negocios?

—Eso tendrás que decidirlo tú —dije.

Pedí dos

whiskies grandes y los llevé a la mesa. Margaret ya había encendido otro cigarrillo.

—Bueno —dije—, no tienes de qué preocuparte. No voy a hacerte nada. Lo que ocurrió era inevitable. Las cosas pasan como pasan. Y nada de lo que haga podrá cambiarlas.

No dijo nada.

—Brindemos por ello —añadí.

Levantó su copa.

—No —dije—. Tengo una idea mejor: brindemos por Frank.

Su copa permaneció en el mismo sitio en el que había estado antes de que yo hablara: a pocos centímetros de sus labios.

—Por Frank —dije—. Donde quiera que esté.

—Por Frank —dijo Margaret.

Bebimos.

Dejé el vaso sobre la mesa y miré en dirección a Con y Peter. Con estaba pidiendo otra copa.

—Ahora tendrás que excusarnos, Margaret —dije—. Tengo que discutir un asunto.

Apuró su copa y se puso en pie.

—Bueno —dijo—. Supongo que no te volveré a ver.

—Supongo que no.

Apartó la mirada.

—Gracias de nuevo por ocuparte del funeral —dije.

Volvió la cabeza y me miró. Me quedé estupefacto al ver las lágrimas que rodaban detrás de sus gafas oscuras. Siguió mirándome unos segundos, hasta que se dio media vuelta y salió del

pub.

Me pregunté qué había provocado aquellas lágrimas, pero no tenía tiempo de pensar en ello, con Con y Peter vigilándome como halcones.

Me acerqué a ellos otra vez.

—Debían de ser negocios —dijo Con al observar que Margaret se había ido—. ¿Quieres tomar una, Jack?

Asentí.

Con me pidió una copa. Giró sobre el taburete para alcanzármela. Estaba en una posición muy incómoda. Peter estaba apurando su copa. Así que le di un puñetazo en los riñones a Con y un revés en la tripa a Peter, me di la vuelta y eché a correr todo lo deprisa que pude por el pasillo que quedaba entre la barra y las mesas. Cuando llegué al final de la hilera, derribé un par de mesas por si Con y Peter ya me pisaban los talones. Cuando no eres más que el Número Dos, deberías esforzarte un poco más. Me escabullí por el lavabo de caballeros y abrí la puerta que llevaba al aparcamiento. Comencé a bajar corriendo el tramo de escaleras.

El problema fue que en lo alto de las escaleras había un tipo que me puso la zancadilla.

No toqué ni un peldaño. Procuré aterrizar bien y comencé a rodar para amortiguar el impacto, pero no me sirvió de gran cosa, porque al pie de las escaleras había otro hombre que comenzó a darme patadas antes incluso de tocar el suelo. Conseguí agarrarle el tobillo y hacerlo girar, pero no antes de que me soltara unas cuantas patadas bien dadas en las costillas y las lumbares. Pero mientras se recuperaba, el hombre que estaba en lo alto de las escaleras había llegado ya al asfalto, y el proceso comenzó de nuevo. Volví a colocarme boca arriba y le di una doble patada en la entrepierna. Se puso verde y comenzó a vomitar. Ya me estaba poniendo en pie cuando Con y Peter bajaron las escaleras echando humo. Con había sacado su cuchillo. Su sonrisa era más ancha que en ningún otro momento del día. El primer tipo que había tumbado ya estaba de pie otra vez. El otro esbirro local se arrastraba sobre el vientre intentando olvidar que estaba vivo.

Eché a correr antes incluso de ponerme en pie. No es que albergara muchas esperanzas de dejarlos atrás después del delicado trabajo de pies que me habían hecho pero, dadas las circunstancias, era lo único que podía hacer.

—Esto sí que no te lo esperabas, ¿verdad, Jack? —gritó Con mientras me perseguía por el aparcamiento.

Seguí corriendo, pero estaban cada vez más cerca, y sabía que ni siquiera se estaban esforzando.

Entonces reparé en un Triumph TR4 que aceleraba hacia mí desde la otra salida del aparcamiento. Me tenía justo entre sus dos faros.

Joder, me dije, esos cabrones lo tenían todo previsto.

Dejé de correr. El coche estaba cada vez más cerca, y también los muchachos. Tensé el cuerpo, preparado para saltar a un lado, igual que el portero de fútbol sopesa por dónde le van a lanzar un penalti.

Pero antes de que me diera tiempo a saltar, el coche me esquivó y se dirigió hacia los muchachos, que comenzaron a frenar su carrera. El conductor pegó un volantazo y el coche se abalanzó de costado sobre ellos, que comenzaron a saltar en todas direcciones. Los pantalones de sarga de Peter sumaron unas cuantas manchas más. El cuchillo de Con salió volando por los aires, brillando contra el cielo gris y húmedo. Más allá del cuchillo, vi a un grupo de camareros en camisa blanca observando la escena sentados sobre los peldaños del aparcamiento.

El coche dio un volantazo en dirección contraria y vino hacia mí. El conductor pisó el freno. El coche derrapó hasta quedar a mi lado. El conductor se estiró detrás del volante y la puerta se abrió de golpe. El conductor era una chica.

Me metí en el coche y recordé de qué la conocía. El Casino. La chica de la risita. La que estaba borracha.

Todavía lo estaba.

El coche avanzó con una sacudida. Miré hacia atrás. Con y los demás corrían en dirección opuesta, hacia el Jaguar.

Salimos del aparcamiento. La chica no dejaba de sonreír, pero tenía los ojos empañados y apagados.

La verdad es que después de lo ocurrido no sabía qué decir, así que esperé a que fuera ella quien hablara. No conseguiría estarse callada mucho tiempo.

Recorrimos unas cuantas calles en zigzag. No se veía el Jaguar rojo por ninguna parte.

Saqué mis cigarrillos. Estaban completamente doblados. Me puse uno en la boca y lo encendí.

—¿No sabías que tenías un hada madrina? —dijo.

—No —dije—. No lo sabía.

—Un hada madrina solo para ti. ¿No eres un hombre afortunado?

—Sí, lo soy.

Derrapamos por otra esquina.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—Al castillo del hada madrina, naturalmente.

—Ah.

—A ver al Rey Demonio.

—¿Kinnear?

Se echó a reír.

—Si te dijera que sí, saltarías del coche, ¿no?

—No estoy seguro.

Comenzó a aminorar la velocidad.

—¿Cómo sabías dónde encontrarme?

—El Rey Demonio quería hablar contigo, así que telefoneó a unos cuantos sitios y resultó que estabas en uno de ellos. Con un gesto de la mano me mandó venir a buscarte. Me disponía a aparcar la calabaza, pero me has ahorrado la molestia. Has tenido suerte de que encontrara un atasco al venir.

—He tenido suerte de que estés borracha. De lo contrario, no habrías sido capaz de conducir así.

—Malo —dijo.

—Debe de estar muy seguro de que quiero verlo, si te ha enviado.

—Oh, ya lo creo. Me dijo que te repitiera unas palabras que te harían ir a verlo. Como un hechizo mágico.

—¿Y qué tenías que decirme?

—Ya casi hemos llegado. Tendrás que esperar. Eso por malo.

El coche se detuvo. Salimos. Estaba lo bastante borracha como para dejarse las llaves en el salpicadero, y conocer ese detalle podía resultarme útil.

Nos hallábamos en mitad de una docena de bloques de viviendas de protección oficial. Eran más grises que el propio día. Atravesamos un trecho de hierba húmeda y descolorida y, después de pasar por debajo de uno de los bloques, giramos a la izquierda. Había ascensor, uno de esos de aluminio que siempre huelen a meado. Entramos. Apretó el «4» en el panel. Se metió las manos en los bolsillos de su abrigo corto de piel artificial, apoyó la espalda contra la pared del ascensor y se me quedó mirando. La puerta se cerró y el ascensor comenzó a moverse. Arrojé el cigarrillo al suelo; el hedor no mejoraba el sabor. La chica seguía mirando.

El ascensor se detuvo y se abrieron las puertas.

Salimos y recorrimos una galería. Se detuvo, sacó una llave del bolsillo, la metió en la cerradura y abrió la puerta. Entré.

Permanecí en el pequeño vestíbulo y esperé a que ella cerrara la puerta. Cuando la hubo cerrado, pasó junto a mí y abrió otra. Se me quedó mirando. Crucé la puerta.

No era una habitación grande, pero estaba muy bien decorada. Mesitas bajas, divanes, cojines de colores, paredes blancas, un poco de pino natural, algún cuadro grande y moderno, y un toque de cobre. Bonito.

Cliff Brumby estaba sentado en los divanes bajos. Llevaba el bonito abrigo de la noche anterior. Debajo, un jersey de cuello vuelto y seda blanca y un cárdigan de un rojo intenso. Estaba sentado con un brazo echado sobre el respaldo del diván. El otro brazo lo tenía colocado de manera elegante sobre la parte inferior del estómago, sus dedos sujetaban un cigarrillo recién encendido.

—Hola, Jack —dijo.

Me lo quedé mirando.

—Como si estuvieras en tu casa. Solo que no como ayer por la noche, ¿eh?

Me senté y no dije nada. La chica se acercó a un mueble bar abierto y me observó mientras sacaba tres vasos con una mano y una botella de

whisky con la otra. A continuación, lo dejó todo sobre la mesa baja que quedaba entre Cliff y yo y salió de la habitación. Volvió con una jarra de agua, se acercó a mi lado de la mesa, se inclinó y sirvió las bebidas. Mientras servía se balanceó, permitiéndome ver hasta el nombre del fabricante. Cliff vio que yo la miraba.

—Glenda —dijo—, le estás poniendo a Jack el coño en la cara.

Todavía inclinada, Glenda volvió la cabeza para mirarme.

—No veo que se queje —dijo.

—Ya lo ha visto antes —dijo Brumby—. Ponte a este lado.

Glenda se irguió, rodeó la mesa y se dejó caer en el diván, al lado de Brumby. Se desabrochó el abrigo y colocó los pies sobre la mesa, dejando una pierna doblada y la otra completamente extendida. Me estaba ofreciendo otra panorámica. Brumby le lanzó una larga mirada. Al final, Glenda quitó los pies de la mesa, aunque tal como estaba sentada, tampoco hubo mucha diferencia. Y tampoco hubo mucha diferencia porque pasé casi todo el tiempo observando la cara de Brumby.

—Bueno —dijo Brumby—, te preguntarás para qué te he hecho venir.

No dije nada.

—Ayer por la noche, cuando te marchaste, me dije que quería hacerte unas cuantas preguntas. Porque no acabaste de explicarme por qué querías verme a las dos y media de la mañana.

Encendí un cigarrillo.

—Fue muy interesante lo que me dijiste. Que tenías un hermano y todo eso. Sobre todo la parte en la que ibas por ahí preguntando por la posibilidad de que se lo hubieran cargado.

Se inclinó hacia delante y cogió un vaso.

—Me puse a pensar: ¿no sería estupendo que el tipo que está buscando fuera el mismo al que me quiero quitar de encima? ¿No sería interesante que tú y yo tuviéramos un interés común en deshacernos de cierto caballero?

—¿Cómo quién? —dije.

Brumby echó un trago. Se creía que me tenía pillado.

—Supongo que sabes a qué me dedico —dijo.

No contesté.

—Tragaperras. Salones de juego. Supongo que incluso sabes cuántos tengo y en cuántos paseos marítimos.

Aspiré.

—Es un buen negocio. Se mantiene solo. La gente mete dinero en las máquinas, y yo lo saco. Casi nunca hay que ir por las malas. De vez en cuando hay que convencer de manera amistosa a algún propietario de que me ceda su propiedad.

—Conozco el negocio —dije.

—Créeme —dijo—, es un negocio que me hace muy feliz. La verdad es que nunca he querido diversificarme en otra cosa. Ya es bastante complicado hacer que este funcione, y la vida es demasiado corta. Tengo lo que quiero, y lo agradezco. Comencé vendiendo chatarra por la calle en una carretilla en mil novecientos cuarenta y cuatro, cuando tenía dieciséis años. No he olvidado de dónde vengo.

Echó un trago.

—Pero aunque soy feliz, ningún negocio mantiene su

statu quo. Tienes que expandirte. Si no, ya te puedes retirar. Por lo que se refiere a los salones de juego, ya hay demasiados, sin salir de una zona determinada. Y eso es algo que no quiero hacer. Por más de una razón. ¿Y qué nos queda? ¿Los

pubs? Las fábricas de cerveza tienen sus propios acuerdos. ¿Los clubs? Algunos tienen propietario, pero otros no. Los conservadores, los laboristas, los trabajadores. Así que, de manera muy legítima, envío a mis comerciales por ahí. Naturalmente, muchos de esos lugares ya tienen tragaperras. Pero las mías son mejores: dan premios más a menudo, aunque de menor cuantía. A los clientes les gusta, y también a la dirección. Para mis comerciales, es como vender agua helada en el Sáhara. Son unos vendedores entusiastas. Uno de ellos se vuelve demasiado entusiasta. Vende algunas máquinas en un lugar que ya tiene. Muy bien. Pero el gerente de ese local es muy tonto. No les dice a ciertas personas lo que ha hecho. A ciertas personas con intereses en el club. Surgen algunos problemas. El resultado final es que tengo que tragar mierda y dejar de introducir mis máquinas en los clubs. Eso es malo, pero tengo que tragar, pues no soy lo bastante grande. Por lo que a mí se refiere, ya está bien. Pero al parecer no para los otros. La gente a la que he ofendido empieza a comentar que no estaría mal que todas las máquinas de Cliff Brumby y todas las tiendas de Cliff Brumby les pertenecieran a ellos. Y en cuanto las hayan conseguido, muchos de los otros locales que tiene junto al mar también serán para ellos. Me entero de todo esto por un pajarito al que le pago para que se entere de estas cosas.

La chica dirigió una sonrisa anodina hacia el vaso vacío.

—Así que estoy muy preocupado. Si se proponen hacerlo, lo harán, y no hay nada más que hablar. Tendré suerte si me dejan quedarme con mi carretilla. No puedo luchar contra ellos. No tengo esa clase de organización. Pero sí puedo liquidarlos antes de que ellos me liquiden a mí. El problema es que si lo intento y no sale bien, y saben que lo he intentado, estoy muerto, ¿no es así, Jack?

Expulsé el humo.

Cliff bajó el brazo y levantó un maletín. Lo puso sobre la mesa y lo abrió. Sacó dos fajos de billetes muy nuevos.

—Mil libras —dijo—. Son tuyas. Junto con un nombre que te voy a dar.

—¿Qué nombre? —dije.

—Paice.

Me lo quedé mirando.

—Lo hizo Paice —dijo—. Y Kinnear dio el visto bueno.

—¿Por qué?

—No lo sé. Todo lo que sé es lo que me han contado.

La chica se sirvió otra copa.

—Tengo entendido que el pasado sábado por la noche hubo un poco de follón por El Casino —dijo—. Hubo algunos que se cagaron en los pantalones. Sobre todo Eric. Se mencionó el nombre de tu hermano. Eric salió con algunos de sus matones. Luego volvió y tu hermano ya estaba muerto.

—¿Por qué? —dije.

Brumby se encogió de hombros.

—Te he dicho todo lo que sé —contestó.

Me lo quedé mirando.

—Sí, ya —dije—, pero no es suficiente, ¿no te parece, Cliff?

Me puse en pie. Brumby me miró.

—Hazme un favor —dije—. ¿De verdad crees que voy a ir a ver a Eric o a Kinnear y cargármelos solo porque tú lo digas? Debes estar bromeando.

Brumby seguía mirándome.

—Te diré lo que creo que averiguaste después de husmear ayer por la noche; averiguaste que alguien había mencionado tu nombre con la esperanza de que te liquidara, y entonces se te ocurrió que a lo mejor era buena idea conseguir que hiciera lo mismo con ellos. Vamos, Cliff. ¿Te crees que estoy chalado?

—Te equivocas, Jack.

—Claro, si tú lo dices.

—Jack…

—Ciao, Cliff.

Salí de la habitación. La chica no dejó de mirarme. O mejor dicho, ninguno de los dos dejó de mirarme.

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