Carter

Carter


Sábado

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Me puse en pie, la agarré por las muñecas, la levanté bruscamente de la cama y la solté. Cayó al suelo de cara y soltó un grito. Uno de sus pies quedó atrapado en el cubrecama, y lo arrancó de la cama y comenzó a arrastrarlo por el suelo, retorciéndolo a su alrededor. Con la caída se había partido el labio superior, y cuando se dio cuenta intentó llevarse las manos a la cara, pero el cubrecama la tenía inmovilizada, y en su ebriedad solo conseguía apretarlo más.

Cogí el cubrecama, puse en pie a Glenda de un tirón y le di un puñetazo justo debajo de las costillas. Dejó de gritar porque ahora no podía gritar e intentar respirar al mismo tiempo. Puso los ojos en blanco mientras le costaba comprender lo que estaba sucediendo. Así que la saqué a rastras del dormitorio y la llevé al cuarto de baño. La empujé para que entrara, la cogí por la nuca y le metí la cabeza dentro del agua de la bañera, pero como tenía los brazos inmovilizados a los lados, el cuerpo se le proyectaba hacia delante y acabó entrando casi entera en el agua. Una oleada de agua salpicó el lateral y las paredes, me entró en uno de los zapatos y me mojó una pernera del pantalón. Me incliné hacia la bañera y la levanté por los brazos. El cubrecama cayó y cubrió la superficie del agua que quedaba en la bañera. Glenda se golpeó con la rodilla en el borde de la bañera cuando la saqué, y abrió la boca dolorida, pero no gritó. En cuanto tuvo los pies en el suelo, le di la vuelta y la senté en el borde de la bañera, sujetándole las muñecas con una mano y dejando mi otra mano libre.

—Muy bien —dije—. Y ahora hablemos de la película.

La cabeza le quedó colgando como un péndulo. Los ojos no conseguían concentrarse en nada. Le di una bofetada.

—La chica —dije—. Háblame de la chica.

—¿La chica?

—La chica de la película. ¿Quién la encontró?

—No lo sé.

Le di otra bofetada.

—¿Fue Albert?

—No lo sé. No lo sé.

—¿Sabes quién es?

—No. Era nueva.

—¿Quién la encontró?

—No lo sé.

—Es una de las películas de Kinnear, ¿no?

Asintió.

—¿Quién la planeó? ¿Eric?

—Sí.

—Entonces fue él quien la encontró. ¿No?

No contestó.

La agarré del cuello, le di la vuelta y volví a meterle la cabeza bajo el agua. La tuve allí casi un minuto mientras ella se retorcía, y cuando volvió a levantarla tenía el cubrecama enredado en la cabeza.

—¿Quién trajo a la chica?

Abrió la boca y la cerró como si fuera un pez agonizante. El agua le caía de las fosas nasales y diluía la mancha de sangre que tenía debajo de la nariz.

—Eric. Generalmente es Eric.

—¿Y quién mató a Frank?

—¿Frank?

—Frank. Mi hermano.

—No lo sé.

—¿Fue porque se enteró de todo?

—No sé de qué me hablas.

—Eres una zorra mentirosa.

—No lo soy. De verdad.

—¿Qué sabe Cliff?

—No lo sé.

—¿Qué dijeron cuando me fui ayer por la noche?

—Nada. Estaba mintiendo.

Levanté la mano.

—De verdad. Estaba mintiendo. Cuando te fuiste, dejaron de jugar a las cartas, Eric salió detrás de ti y luego regresó, y acto seguido los demás se fueron y Eric y Cyril entraron en la oficina de este. Eso fue todo lo que ocurrió.

Me la quedé mirando.

—¿Cliff tirando el dinero? No sabes una mierda.

Abrió la boca para contestar, pero le solté un revés que la derribó del lateral de la bañera. Se quedó en el suelo, en medio de un charco de agua, temblando.

Bajé la tapa del retrete, me senté y encendí un cigarrillo.

—¿Así que no sabes quién era la chica?

Negó con la cabeza.

—¿Estás segura?

—Eric la llamaba Doreen. Eso es todo lo que sé.

—¿Y no mencionó su apellido?

—No.

—¿Quieres saber cuál es?

Me miró.

—Es Carter.

La observé mientras asimilaba esa información.

—Se cargaron a su padre el domingo pasado.

Comenzó a alejarse lentamente de mí, pero no podía ir muy lejos.

—Mi hermano, Frank. Como si no lo supieras.

Se había incorporado apoyándose en la bañera, y se apretaba contra el falso mármol.

—Y tú no sabes nada.

Negó con la cabeza. Dejó de hacerlo cuando vio que sacaba del bolsillo el cuchillo de Con.

—Todo lo que quiero es que me digas dos cosas. Quién mató a Frank. Ya sabes, los nombres de todos. Y por qué. Pero con detalle. Qué hizo cada uno. Si me lo dices, te dejaré la cara tal como está.

Se quedó sin habla unos minutos. Esperé.

—Dios —dijo—. Escucha. Yo no lo sé. Créeme. Ayer por la noche, cuando llegaste a El Casino, fue la primera vez que escuché el apellido Carter, y esa es la verdad. Solo sabía que la chica se llamaba Doreen. Y en ningún momento oí a nadie mencionar a tu hermano. Joder, te lo diría. De verdad que sí.

—¿Y Cliff? ¿Qué te dijo?

—Nada. Todo lo que sé es lo que él te contó. A mí no me cuenta gran cosa.

Al cabo de unos momentos guardé el cuchillo. Se puso en pie y arrojé el cigarrillo a la bañera.

—Levántate —dije.

No se movió. Abrí la puerta del cuarto de baño, me agaché, la puse en pie y la saqué a empujones.

—Entra en el dormitorio —dije.

Entró en el dormitorio medio cayéndose, se volvió y me miró. El cuadrado de luz que se proyectaba sobre la pared blanca estaba vacío, pero aún parpadeaba. Pasé junto a ella y abrí un cajón del tocador.

—Vístete.

—¿Que me vista?

—Nos vamos.

—¿Adonde?

—Vamos a ver si Albert sabe algo más que tú.

—¿Y por qué… por qué quieres que venga?

—No seas estúpida, joder.

Se lo pensó un momento.

—Mira —dijo—. Puedes confiar en mí. No le contaré nada. Solo…

—Cállate y vístete antes de que lo compruebe de otra manera.

Comenzó a quitarse la ropa interior mojada.

—Además —dije—, quiero que estés allí cuando hable con Albert.

Se volvió hacia mí.

—Solo por si acaso no has dicho la verdad, ¿sabes?

El atardecer era de un gris sólido. La amplia extensión desierta que rodeaba la casa de Albert apenas tenía un color: un reflejo del cielo uniforme. Más allá de la casa, los destellos candentes de las plantas siderúrgicas eran de un color pastel detrás de la neblina.

El TR4 avanzaba a tumbos por el suelo empapado. Junto a mí, Glenda apretaba la tirita que se había puesto en el labio para que no se le cayera.

Esta vez fui directamente a la parte de atrás. Se veía luz en la ventana de la cocina, la única en medio de la oscuridad de la casa.

Cuando puse el freno de mano, Albert apareció en la ventana. Abrí la puerta del coche y Albert se esfumó, subiéndose los tirantes a los hombros. De un tirón, saqué las llaves del coche y corrí hacia la casa. No tuve que decirle a Glenda lo que tenía que hacer. Se quedó donde estaba.

Abrí la puerta de la cocina, pero Albert ya no estaba. Solo quedaba Eddie Waring comentando el partido de

rugby entre Hull Kingston Rovers y St. Helens, y sus hinchas haciendo mucho ruido en el rincón.

Abrí la puerta interior de un tirón. La noche anterior Lucille había salido por ella, pero ahora solo estaba la vieja haciendo la cama. La habitación apestaba a ácido fénico. La vieja se quedó inmóvil y cerré de un portazo.

Había otra puerta y la abrí. Al otro lado había un pasillo oscuro con las paredes cubiertas de papel pintado vinílico, y al final se veía la puerta principal, que estaba abierta. Corrí por el pasillo y salí al gris del atardecer. No se veía a Albert por ninguna parte.

Corrí siguiendo la parte delantera de la casa y doblé la esquina, pero seguía sin verlo, así que continúe y doblé otra esquina, y ya volvía a estar de nuevo en la parte de atrás. Ahí estaba Albert. Frustrado en su huida. Había corrido en dirección al coche, pero Glenda le gritaba y yo tenía las llaves. Albert empezó a soltar palabrotas y Glenda gritó al verme, y Albert volvió la cabeza y también me vio, y entonces echó a correr en dirección opuesta a la casa, hacia las plantas siderúrgicas.

Me acerqué al coche. Glenda intentó salir, pero llegué a tiempo para impedírselo. Me metí en el lado del conductor, la inmovilicé en el asiento y le solté un par de reveses que le cruzaron la cara. A continuación metí la llave, puse el motor en marcha y comencé a perseguir a Albert sin acelerar demasiado.

Cuando Albert oyó que arrancaba el motor, volvió la cabeza e intentó correr más deprisa, pero no podía. Ya había alcanzado su máxima velocidad. No tardé mucho en alcanzarlo. Aminoré la velocidad hasta igualar la suya y le dejé continuar. Ahora sus zancadas eran más largas, y cada vez que volvía la cabeza para ver qué distancia me llevaba daba un traspiés, y por la manera en que corría deduje que le costaba muchísimo respirar.

Asomé la cabeza por la ventanilla.

—¿Qué pasa, Albert? ¿No me digas que los bronquios te dan guerra?

Siguió avanzando a trompicones.

—Sigue, Albert —grité—. No dejes que te coja.

Albert se encontraba casi al final del descampado. El terreno formaba un abrupto descenso hasta llegar al borde de las plantas siderúrgicas. Apreté el acelerador y adelanté a Albert.

Él viró a la derecha, y yo también. Me mantenía a su lado, entre él y el barranco.

—Cuando quieras, Albert. Ya has tenido suficiente.

Albert se paró en seco, y antes de que yo pudiera detener el coche, cruzó corriendo por detrás y comenzó a deslizarse por la pendiente. Solté una palabrota, di un frenazo y arranqué las llaves del tablero de mandos. Salí y eché a correr hacia el borde. Albert ya estaba a medio camino. Al final de la pendiente había un tramo de vía estrecha de ferrocarril que formaba una curva hacia las siderúrgicas. La vía discurría paralela al borde de otra pendiente más corta, pero Albert no corría hacia esa otra pendiente, porque ahí era donde vertían el residuo fundido, y acababan de dejar la carga. Siguiendo la vía, una locomotora que arrastraba algunas tolvas vacías se perdía en el gris. Lo mejor que podía hacer Albert era seguir hasta la planta siderúrgica, donde había gente, y cuando llegó al fondo de la pendiente eso fue lo que hizo, pero no le sirvió de nada porque yo descendí la pendiente en diagonal, y antes de que él hubiera recorrido veinte metros, ya solo me llevaba tres.

No dejó de correr. Sabía que no le serviría de nada. Pero seguía corriendo. Hasta que se cayó, claro. E incluso cuando se cayó no dejó de avanzar, intentando arrastrarse hasta conseguir ponerse en pie. Pero tampoco le sirvió de nada porque ya lo había alcanzado, y lo puse en pie a rastras, lo empujé contra una tolva invertida que había a un lado de la vía. Lo sujeté por la tráquea y le di unos cuantos puñetazos en la cara.

Pero no le pegué demasiado. Todavía no. Quería que antes me contara lo que sabía.

—Cuéntamelo todo, Albert —dije—. Cuéntame lo de Doreen. Cuéntame lo de Frank.

No podía hablar. Le faltaba aire, y el que le quedaba le subía y bajaba por los bronquios con un sonido áspero, como un rallador de queso. Así que le solté la tráquea, me aparte de él, saqué un cigarrillo y lo encendí. Albert dobló el cuerpo y se agarró las rodillas. Respiraba agitadamente, y una bilis pálida le caía de la boca. Poco a poco, su respiración se hizo más pausada, la bilis menguó y dejó de apretarse las rodillas. Se enderezó y se apoyó contra la tolva.

—Por amor de Dios, dame un cigarrillo —dijo.

Le di un cigarrillo. Incluso se lo encendí. Pareció sentirse mejor. Ni siquiera tosió.

Le dejé dar un par de caladas antes de decir:

—Y ahora cuéntamelo o te mato.

—Ya lo sé —dijo dando otra calada—. Ya lo sé.

Esperé.

—No sabía quién era Doreen —dijo—. No sabía que era hija de Frank. Para mí no era más que otra tía.

—Fue Eric quien la llevó a rodar la película, ¿no?

—Sí, fue Eric quien la descubrió.

—¿Cómo?

—No lo sé. Tiene sus métodos.

—¿Cuándo te enteraste de quién era?

—Hará unas dos semanas.

—¿Cómo?

Dio otra calada.

—Mira —dijo—. Quiero que sepas una cosa. Yo no tuve nada que ver con eso.

—¿Con qué, Albert?

—Con lo de Frank. Con lo que le hicieron.

—Dejemos eso para luego, Albert. Ya llegaremos.

Dio otra calada.

—Escucha…

—¿Cómo averiguaste quién era la chica, Albert?

Expulsó el humo hacia el aire húmedo.

—Alguien vino a visitarme.

—¿Quién?

—Un tipo llamado Brumby.

—¿Brumby?

—Sí. Dijo que había visto la película. Quería saber dónde encontrar a la chica. Para ciertas actividades privadas, supongo. Le dije que eso era imposible. Dijo que si no encontraba a la chica, el jefe de policía conseguiría un montón de publicidad cerrando cierto burdel de la periferia de la ciudad. Así que lo averigüé. No podía acudir a Eric. Él y Kinnear me habrían echado a patadas si me hubiera presentado.

—¿Y cómo lo averiguaste?

—Lo averigüé, eso es todo lo que importa.

—¿Y se lo dijiste a Brumby?

—Exacto.

—Y poco después, mataron a Frank.

No contestó.

—¿Por qué?

Seguía sin contestar.

—¿Quieres morir, Albert?

Dio otra calada.

—Verás, fue el domingo por la tarde. Estaba viendo el fútbol por televisión y aparece Eric. Con Frank y otros dos tipos. Frank se queda fuera. Eric me dice que lleve a Lucille y a los críos a la otra habitación, pero somos nosotros los que tenemos que irnos, porque si saco a las niñas de delante de la tele…

—Albert —dije.

—Sí, bueno. Así que Eric me dice que Frank está que trina. No sé cómo, pero ha visto la película. Va a ir a hablar con la policía. Así que imagino que le van a dar una tunda para que se lo piense dos veces. Pero Eric dice que no. Que Frank no es de esos. Le puedes romper los brazos, las piernas o coserlo a puñaladas, lo que quieras, pero seguirá yendo a por nosotros. ¿Y ahora?, digo. Eric me dice lo que van a hacer. Aquí no, le digo. Me dice que no sea tan idiota. Van a hacer que parezca un accidente. ¿Tengo algo de beber? Le digo que sí, y me dice que coja una botella, y mientras tanto los chicos traen a Frank. Lo sujetan mientras Eric le va echando

whisky por la garganta.

—¿Y tú qué hiciste, Albert?

—Nada.

Me callo.

—¿Qué podía hacer? Dime. ¿Qué podía hacer? Ya conoces a Eric.

—¿Qué ocurrió después?

—Metieron a Frank en el coche que había fuera. Se lo llevaron. Eso es todo.

—¿Eric sabía que Frank era mi hermano?

—Sí.

—¿Cómo lo sabía?

—Se lo dije mientras le hacía tragar el

whisky a Frank.

—¿Por qué?

—Para que parara.

—¿Ah sí?

—De verdad.

—¿Y qué dijo Eric?

—Dijo: «Pues muy bien», y siguió obligándole a tragar.

Arrojé mi cigarrillo.

—¿Eso es todo?

Asintió.

—¿No hay nada más que contar, Albert?

Albert apretó la espalda contra la tolva.

—Jack, por amor de Dios…

—No seas marica, Albert. Sabías que lo iba a hacer.

—Sí, pero escucha. Joder, yo no lo maté. No fui yo.

Saqué el cuchillo de Con del bolsillo.

—Ya sé que no fuiste tú.

—Bueno, pues…

—No importa, Albert.

Avancé hacia él. Cayó de rodillas, se agarró a mis pantalones y comenzó a llorar. Me acordé de la película, y me acordé de cómo Doreen se había puesto de rodillas delante de él. Recordé la bola de billar como si fuera ayer, y me acordé de los ojos oscuros de Albert llenos de desprecio hacia Frank mientras este estaba tumbado en el suelo, y recordé también la repugnancia que me provocó Frank en ese momento y mi admiración por Albert. Y pensé en lo que había sentido Frank mientras lo obligaban a tragar el

whisky, sabiendo lo que le iban a hacer. Agarré a Albert por el pelo, tiré de él hasta levantarlo y lo apreté contra la tolva.

—Jack…

Le hundí el cuchillo. Se lo clavé justo debajo de las costillas y empujé hacia arriba. En su vida Albert había abierto tanto los ojos y la boca. Dejé el cuchillo donde estaba durante unos segundos, lo saqué lentamente y lo volví a clavar. Albert comenzó a resbalar por el lateral de la tolva en silencio. Saqué el cuchillo por última vez, me aparté un poco, y lo contemplé mientras moría.

Luego, cuando estuvo muerto, lo arrastré por la vía estrecha y por el borde de la pendiente hasta donde vertían los desperdicios fundidos. Todavía relucía el naranja de la última carga. Solté los brazos de Albert, me agaché y lo hice rodar por el borde, pero no llegó hasta donde vertían el residuo fundido, así que tuve que bajar un poco, levantarlo y medio arrojarlo hacia el vertedero. El calor era tan insoportable que no tuve tiempo de ver lo que ocurrió cuando su cuerpo llegó a la superficie. Pero oí lo que el calor hizo con sus cuerdas vocales.

Cuando llegué a lo alto de la pendiente, no me volví. Sabía que ya no quedaría nada que ver.

Trepé por la otra pendiente y regresé al coche. Glenda ya no estaba. Tampoco esperaba encontrarla. Pero no podía haber ido muy lejos. No lo bastante para telefonear a Brumby. Aunque estaba bastante seguro de que ella desconocía las intenciones de Cliff. De otro modo, no me habría enseñado la película, por muy borracha que estuviera.

Me metí en el coche y volví a la casa. No se veía a Glenda por los alrededores de la casa ni entre esta y la calle. Debía de haber echado a correr como un demonio.

Pero no me arriesgué.

Paré el coche y entré en la casa. La cocina estaba vacía. En el rincón, la tele daba los resultados de la jornada de fútbol. Miré en dirección hacia donde antes había visto a la vieja. Tampoco estaba. La cama estaba igual de medio hecha que cuando la había interrumpido.

Entré en el pasillo. Delante de mí, la puerta principal seguía abierta. Me paré a escuchar. Silencio absoluto. Eché a andar otra vez y me detuve al llegar a la puerta. Recorrí con la mirada el descampado, hasta la calle. Nada. Di media vuelta y cerré la puerta.

Detrás había una silla de comedor de respaldo recto, y encima un teléfono.

Me cagué en todo.

Corrí por el pasillo, crucé la cocina y abrí la puerta que daba a la calle.

Algo se movió.

Era la puerta del retrete exterior. Se movió un dedo. Podía haber sido el viento.

Cerré la puerta de la cocina y me dirigí al coche, y cuando estaba en el punto más cercano al retrete, corrí hacia él y abrí la puerta de golpe.

La vieja se apretaba en un rincón contra las tuberías. Abría y cerraba la boca como un gorrioncillo a la hora de comer, pero no emitía ningún sonido. Se cubrió la cabeza con las manos y arrastró las zapatillas que le calzaban los pies por el suelo húmedo. La agarré de un brazo y la saqué de un tirón.

—Muy bien, abuela —dije—. ¿Quién va a venir?

No se atrevía a mirarme.

—¡He preguntado que quién va a venir, abuela!

No iba a contestar. La aparté de un empujón. Tenía que alcanzar a Glenda antes de que esta llegara hasta Brumby. Me alejé de la vieja para dirigirme al TR4, pero el sonido de un coche que se acercaba a la casa me detuvo. El coche se acercaba deprisa. Yo me encontraba exactamente a medio camino entre el TR4 y la casa. Decidí qué camino tomar cuando un Austin Cambridge negro apareció dando tumbos por la esquina en dirección al espacio situado entre el TR4 y yo. Corrí hacia la puerta de la cocina. La vieja volvió corriendo al retrete. Ambos cerramos de un portazo.

El coche se detuvo.

Dentro del coche iban Eric, en ropa de paisano, Con, Peter, dos tipos y una chica. La chica era Glenda. Iba sentada delante, sobre las rodillas de Con. Debía de haberla recogido mientras corría por la calle. Eric iba al volante. No se abrió ninguna puerta.

Me asomé a la ventana y los observé. Con le dijo algo a Eric y este casi se mata poniendo la marcha atrás y maniobrando hasta colocar el coche en la parte de atrás del retrete.

Sonreí. Casi me había olvidado de la pistola de Con. Casi.

Tampoco es que quisiera usarla. Los bloques de viviendas estaban demasiado cerca. Si se oía más de un disparo, las calles se llenarían de mujeres cubiertas con delantal acompañadas de policías, y eso interferiría con lo que quería hacer.

Así que saqué la pistola del bolsillo, levanté la ventana de la cocina y asomé la cabeza para ver mejor la esquina del lavabo exterior. Todos seguían sentados en el coche. Eric le gritaba a Con, y este parecía muy cansado, y los demás estaban sentados como si fueran maniquíes.

Agité la pistola y todos volvieron la vista al frente.

—Estoy aquí, Eric —dije—. ¿Qué ocurre?

Apunté con cuidado a la cara de Eric. Todos hicieron lo que pensaba que harían. Se abrieron las portezuelas. Glenda saltó de las rodillas de Con. Eric y los dos tipos se dirigieron a la parte posterior del retrete. Con y Peter se quedaron del otro lado del coche, agachados detrás de las puertas abiertas. Peter sacó su pistolón. La voz de Eric tembló histérica detrás del retrete.

—Nada de pistolas —gritó—. Cyril ha dicho que nada de pistolas, cabronazo.

Seguro que lo ha dicho, pensé. Si utilizas pistolas, la brigada anticrimen no se deja sobornar tan fácilmente.

Pero el problema fue que, mientras Eric gritaba, se abrió la puerta del retrete y la vieja salió pitando. No tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo, pero había decidido que no pensaba quedarse allí ni un segundo más. La puerta quedaba entre ella y Peter, por lo que este no pudo ver quién era, aunque eso no le impidió disparar dos veces contra la puerta.

—¡Criiiisto! —chilló Eric.

La vieja dio media vuelta. Las balas habían impactado contra la puerta, y la vieja forcejeó con el pasador hasta que por fin consiguió rodearlo con los dedos y tirar de la puerta hasta cerrarla.

—¿Qué pretendes? ¿Que nos detengan a todos? —gritó Eric.

—Que te jodan —dijo Peter.

Apuntó hacia la ventana, apoyando el brazo en la ventanilla de la puerta con el cristal bajado que tenía delante, pero Con, que estaba delante de la portezuela, extendió el brazo, cogió la pistola de Peter por el cañón y se la quitó. Peter se asomó a través de la ventanilla de la puerta abierta e intentó recuperar la pistola.

—Devuélveme la puta pistola, Con —dijo—. Ya estoy hasta los huevos de ese cabrón.

—Déjalo, Peter. Gerald quiere verlo primero.

Me pregunté por qué. Lo dijo como si hubiera algo que yo debería saber.

Peter dejó de intentar recuperar la pistola, sacó el cuerpo de la ventanilla y regresó a su lado de la puerta. Se sentó en el suelo del coche, extendió las piernas delante de él y soltó un par de tacos para sí.

Uno de los tipos que estaban detrás del retrete le dijo a Eric:

—No sabía que habría tiros.

Eric no contestó.

—Lo digo en serio —dijo el tipo.

Eric le contestó que se callara la puta boca.

Hubo un silencio.

—Bueno —grité—, ¿vais a entrar? ¿O mareamos la perdiz todo el día?

Hubo otro silencio. Hasta que la voz de Eric salió de detrás del retrete llena de rabia y rencor.

—Estás acabado, Jack. Lo sabes, ¿no? Me he encargado de que estés acabado.

—No estoy acabado hasta que no esté muerto, Eric. Y eso no ocurrirá hasta que no lo estés tú.

Eric soltó una carcajada.

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