Carter

Carter


Jueves

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Doblé a la izquierda y subí por High Street. Pasé por delante del Oxford Cinema, Eastoes Remnants y la tienda de golosinas Walton’s. Cuando éramos niños, la entrada de Walton’s era donde solíamos quedarnos a ver pasar el mundo. Era la mejor entrada de High Street. Lo bastante grande para acomodar a doce chavales, y en invierno era la que tenía menos corrientes de aire. Pecker Wood, Arthur Coleman, Piggy Jacklin, Nezzer Eyres, Ted Rose, Alan Stamp. Todos solíamos encontrarnos allí antes de ir al cine, y si no teníamos dinero para el cine simplemente nos quedábamos allí hasta que llegaba la hora de volver a casa. Jack Coleman, Howard Shepherdson, Dave Patchett. Me pregunté qué habría sido de todos ellos.

Y naturalmente, Frank. Pero en su caso, sí sabía lo que había sido de él.

Y eso era algo que pretendía aclarar.

Ahora me encontraba en Jackson Street. En la esquina que antes ocupaba Comestibles Rowson estaba la misma tienda con la misma fachada años treinta, pero la habían pintado de amarillo (la carpintería, el marco del escaparate), y el letrero, en lugar de «Comestibles Rowson», ahora decía «Hurdy Gurdy» con una rotulación como si anunciara el circo de Barnum y Bailey, y detrás del cristal, en lugar de botellas de Dandelion & Burdock[3] sobre papel crepé de un amarillo descolorido, y en lugar de carteles de cigarrillos Player’s Airmen y de refrescos Vimto, ahora se veían ropas de sarasa, uniformes militares y posters de grupos. La tienda limitaba con una hilera de casas tipo chalet con ventanas en saliente que bajaba por un lado de Jackson Street y subía por el otro. Al final de la calle, a bastante distancia, había una reja de hierro, y al otro lado, un descampado cubierto de hierba amarillo-marronosa que conducía hasta el sumidero, una acequia estrecha y encharcada que Frank, yo y los demás cruzábamos para hacer lo que queríamos sin que nos viesen desde los chalets. Al menos eso era lo que yo hacía, y algunos de los demás, pero cuando Valerie Marshbanks nos enseñó las bragas a todos y comenzó a cobrarnos un penique por hacernos una paja entre los matojos (de uno en uno, con Christine Hall, a la que le gustaba mirar), Frank dejó de aparecer por allí, aunque sabía lo que ocurría, y cuando yo llegaba a casa me lo encontraba leyendo sus tebeos, y no me decía nada, simplemente me hacía sentir mal de cojones, y muchas veces se quedaba así tanto tiempo que mamá decía que dejara de poner aquella maldita cara o se fuera la cama, y entonces él cogía su tebeo y se iba arriba sin mirarme. Y cuando yo subía, él ya había apagado la luz, y yo sabía que estaba despierto, y tener que meterme en la cama a oscuras escuchándolo pensar era aún peor. Me pasaba horas sin poder dormir porque él estaba despierto, y yo me quedaba despierto porque apenas me atrevía a respirar sabiendo que él estaba pensando en mí.

Recorrí Jackson Street. Vi que al final de la verja todavía quedaba algo de descampado, pero la acequia había desaparecido. La habían rellenado y construido un pequeño taller de ingeniería ligera. Era de ladrillo amarillo y quedaba bajo la farola, y en su interior se oía un torno que hacía horas extras.

Llegué al número 48. Naturalmente, las cortinas estaban echadas, pero en el vestíbulo había una luz que iluminaba los cristales esmerilados y el seto de ligustro que quedaba a un metro de las ventanas en saliente.

Abrí la puerta principal.

Habían cambiado el papel pintado por uno más moderno, con trampas para langosta y redes de pescador y yates de un solo palo encallados, todo ello en marrones claros y verdes pálidos. Él había instalado una barandilla de aglomerado y la había pintado, y había colgado unos cuadros que iban subiendo por debajo de la altura del pasamanos. Había una moqueta carmesí en el vestíbulo y cubriendo las escaleras, y las lámparas eran de tres tulipas, de algún material imitación latón.

Entré en el

office.

A cada lado de la campana de la chimenea había construido unos módulos en machihembrado. A un lado se veía el televisor, perfectamente escondido, y unos pequeños compartimentos abiertos en los que había fotos enmarcadas, adornos de cristal y cuencos de fruta. Uno de los compartimentos contenía periódicos, el TV Times y el Radio Times, perfectamente encajados. El módulo del otro lado era para sus libros.

Había hileras del Reader’s Digest, del Wide World, de Argosy, Real Male, Guns Illustrated, Practical Handyman, del Canadian Star Weekly y del National Geography. Todos estaban en los estantes inferiores. Encima se encontraban los libros de bolsillo. Luke Short, Max Brand, J. T. Edson y Louis L’Amour. Russell Braddon, W. B. Thomas y Guy Gibson. Victor Canning, Alistair Maclean, Ewart Brookes e Ian Fleming. Bill Bowes, Stanley Matthews y Bobby Charlton. Y también Barbara Tuchman, Winston Churchill, el general Patton y Audie Murphy. Y encima de todo esto estaban sus discos. La banda de los Coldstream Guards, Eric Coates, Stan Kenton, Ray Anthony, Mel Tormé, Frankie Laine, Ted Heath, This is Hancock, Vaughan Williams.

Sus zapatillas estaban sobre los azulejos que había delante de la chimenea. Una butaca giratoria de cuero negro formaba un ángulo para quedar de cara al televisor.

La chimenea estaba apagada.

Miré en dirección a la cocina. Estaba perfecta. La encimera que rodeaba el fregadero era de formica rojo cereza, y la habían limpiado. No había basura en el cubo de la basura. En el suelo, el cuenco para la comida del perro estaba vacío.

Volví al

office y abrí la puerta adyacente, que conducía a la habitación principal. Sobre la repisa de la chimenea había una pequeña lámpara de pantalla carmesí. La encendí.

No había muchas flores. Mi corona, un montón de flores de parte de Margaret, y otra corona de parte de Doreen.

La cabeza del ataúd estaba justo en el centro de la ventana en saliente y el féretro dividía la habitación por la mitad. Junto al ataúd, y de cara a este, había una silla de comedor. Me acerqué hasta donde estaba la silla y miré hacia el interior del féretro. Hacía mucho que no lo veía. La muerte no parecía haberlo cambiado mucho; la cara simplemente reensamblaba las partículas del recuerdo. Y como siempre ocurre cuando ves a un muerto al que has conocido en vida, resultaba imposible imaginar que el cadáver tuviera nada que ver con su anterior ocupante. Tenía ese aspecto de porcelana. Me dije que si le daba unos golpecitos en la frente con los nudillos sonaría como una campanilla.

—Bueno, Frank —dije—. Bueno, bueno.

Me quedé allí un momento y después me senté en la silla de comedor.

Dije unas palabras, aunque no sé lo que dije, e incliné la cabeza sobre el borde del féretro durante unos minutos, y luego me erguí, me desabroché el abrigo y saqué los cigarrillos. Encendí uno y expulsé el humo lentamente al tiempo que contemplaba lo que quedaba de Frank.

Mientras lo miraba, me costaba asumir que lo había conocido. Nada de lo que recordaba de él en mi imaginación parecía real. Eran como fragmentos de una película. E incluso cuando me veía en esos

flashbacks, como suele ocurrir, me veía desde fuera, yo tampoco parecía real, ni los escenarios ni los colores ni la manera en que las nubes recorrían el cielo mientras hacíamos cualquier cosa debajo de ellas.

Saqué la petaca y eché un trago. Me volví hacia Frank. Me quedé allí un minuto, mirándolo, y después volví a enroscar el tapón y entré de nuevo en el

office, cerrando la puerta detrás de mí.

Fui hacia el vestíbulo y subí las escaleras. Abrí la primera puerta del descansillo. Era la habitación de Doreen. Antes había sido la mía y la de Frank. El papel pintado estaba decorado con guitarras, notas musicales y micrófonos. Había fotos de los Beatles, los Moody Blues, los Tremeloes y Dave Dee, Dozy, Beaky, Mick y Titch; desplegables de revistas musicales pegadas con celo en las paredes. Había discos y un tocadiscos en un armarito situado junto a la cama individual, que estaba hecha para que pareciera un diván y arrumbada contra la pared. Había una cómoda de madera blanca delante de la cama, y, al lado, una barra y una cortina en el rincón hacían las veces de armario. Había un cajón de la cómoda abierto, del que asomaba una media. Entré en el dormitorio de Frank. Antes era el que ocupaban papá y mamá. Había una cama de antes de la guerra, una cómoda de antes de la guerra y un armario de antes de la guerra, y en el suelo un linóleo con dibujos. Todo estaba muy limpio. Sobre la repisa de la chimenea había una fotografía enmarcada de Frank y yo cuando éramos niños, vestidos con nuestros mejores trajes, delante del local del Ejército de Salvación. No es que nosotros hubiéramos formado parte, pero los domingos por la mañana solíamos ir y cantar porque era un cambio y nos lo pasábamos bien.

Me senté en la cama de Frank, que me recibió con un crujido y se combó. El linóleo era verde y frío. Tiré la colilla al suelo y la pisé. Me quedé allí un buen rato y luego bajé, cogí la bolsa y la subí arriba.

Comencé a prepararme para meterme en la cama, y de repente me acordé de algo. Miré a mi alrededor y me pregunté si la habría conservado. ¿Por qué iba a conservarla? Y por la misma razón, ¿por qué iba a tirarla? Me acerqué al armario y abrí la puerta solo por si acaso.

La culata brillaba por debajo de las ropas colgadas de Frank. Me acuclillé y cogí la escopeta justo por encima del gatillo. El cañón golpeó contra el fondo del armario. Un sonido hueco que resonó frío sobre el linóleo. Saqué la escopeta del guardarropa. Donde había estado la culata, metida debajo de un par de zapatos, había una caja de cartuchos. También los saqué. Llevé la escopeta y la caja a la cama y volví a sentarme.

Miré la escopeta. Joder, habíamos sudado para poder comprarla. Casi dos años, juntando nuestro dinero. Ni cine, ni fútbol, ni petardos. Habíamos hecho un pacto: si uno de los dos lo rompía, el otro se quedaría todo el dinero y se lo gastaría en lo que quisiera. Sabía que Frank nunca rompería el pacto. Pero no estaba tan seguro de mí. Ni él tampoco. De todos modos, conseguí mantenerlo.

Y cuando finalmente la compramos, seguimos sudando. Temíamos que nuestro padre llegara a encontrarla. La habría partido en dos y nos habría obligado a mirar. Solíamos guardarla cerca de casa de Nezzer Eyres y cogerla los domingos cuando queríamos. Pero en cuanto la llevábamos encima, no nos sentíamos a salvo hasta que no nos habíamos alejado, pedaleando en nuestras bicis, al menos media docena de calles de Jackson Street.

Nos turnábamos para llevarla. Cuando me tocaba a mí, siempre me parecía que el tiempo pasaba más deprisa que cuando le tocaba a Frank. Íbamos a todas partes con ella. Back Hill, Sanderson’s Flat, Fallow Fields. Pero el mejor sitio era la orilla del río. Era un trayecto de doce kilómetros en bici, pero valía la pena. El río era ancho, hasta tres kilómetros en algunas zonas, y las riberas siempre estaban desiertas. Nos gustaba más en invierno, cuando el viento soplaba en el estuario bajo el ancho cielo gris, mientras nosotros, bien abrigados, caminábamos a grandes zancadas contra el viento, acompañados de nuestra escopeta, y disparando a la nada.

Esos fueron los mejores momentos de mi infancia. Solos Frank y yo en el río. Pero eso fue antes de que él comenzara a odiarme a muerte.

Tampoco es que, antes de marcharme de la ciudad, yo rebosara de amor fraternal hacia él.

Joder, siempre ponía tan mala cara por todo. Y siempre se ponía de parte de nuestro padre, aunque casi nunca dijera nada. Simplemente me lo hacía saber por la manera en que me miraba. Quizá por eso lo odiaba a veces; me daba cuenta de que cuando me juzgaba siempre creía tener razón. Bueno, y la verdad es que la tenía. ¿Y qué, joder? Tampoco tenía ninguna necesidad de ser así. Yo siempre fui el mismo, antes y después de que él me odiara. Lo único que pasó fue que comenzó a enterarse de algunas cosas. Y él no veía las cosas igual que yo, y para mí eso era todo. Cuanto menos dijera de mí, y cuanto menos me lo dijera, mejor. No se daba cuenta de que las broncas que tenía con nuestro padre se debían sobre todo a la actitud que Frank tenía conmigo.

Pero todo eso era historia pasada. Más muerta que Frank. Ahora ya no tenía remedio. Pero había algunas cosas que sí podría aclarar. Aunque solo fuera por la historia que habíamos compartido.

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