Carter

Carter


Viernes

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—En fin —dijo Eddie.

Volvió a estrecharme la mano, dio media vuelta y comenzó a cruzar la calle en diagonal, hacia la esquina, con las manos en los bolsillos y el abrigo desabrochado, ondeando tras él en la brisa.

Me volví hacia Keith.

—Vamos —dije.

Recorrimos la calle en dirección opuesta a la que había seguido Eddie.

La esquina de Jackson Street y Park Street, la calle que conducía de vuelta a High Street, estaba a unos veinte metros de la verja del fondo. Keith, de manera automática, comenzó a doblar la esquina, pero cuando vio que yo seguía hasta el final de la calle se detuvo y comenzó a seguirme.

Me quedé junto a la verja y contemplé los restos de la hierba donde solía estar la acequia. Un par de trabajadores del taller de ingeniería entraron con un paquete en el edificio. El torno seguía zumbando.

Keith estaba detrás de mí.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Nada —dije—. Solo estaba echando un vistazo.

De camino a The Cecil hice una llamada telefónica. Keith esperó fuera de la cabina, apoyado contra la pared de correos.

Cuando me contestó la voz de Audrey, dijo:

—Hola, Audrey Fletcher al habla.

Eso significaba que Gerald estaba en casa.

—Ya te volveré a llamar —dije—. Dile a Gerald que se han equivocado de número.

—Lo siento, creo que se equivoca de número.

—Tienes unas tetas preciosas.

—No se preocupe —dijo, y colgué el teléfono. Entramos en The Cecil.

Lo recordaba perfectamente, teniendo en cuenta que a lo mejor hacía doce años que no entraba.

De chaval, cuando comencé a frecuentar los

pubs, decían que más te valía mantenerte apartado de The Cecil, que era un sitio duro al que más valía no acercarse, sobre todo los sábados. El peor

pub de la ciudad. En una ocasión, alguien dijo que deberían poner un cartel que lo anunciara como «Hasta las diez se canta; hasta las once, bronca». Así que comencé a ir en cuanto me dejaron acercarme a la barra. Una de mis primeras veces allí, un viernes, todo había ido bien, nadie parecía buscar camorra, y me fui a echar una meada, y cuando volví habían despejado un espacio bastante grande delante de la barra, habían apartado todas las mesas, todo el mundo estaba de pie, algunos encima de una mesa o una silla, con su vaso en la mano, en medio de un gran silencio. En el espacio que habían despejado había ocho tipos de cara a la barra, todos con una botella o un vaso roto en la mano, y de pie sobre la barra estaban los camareros, una docena, plantándoles cara, todos con un palo o un bate de béisbol en la mano, preparados para la jarana.

La barra principal era de las más grandes que he visto nunca. Entras por unas puertas dobles que dan a High Street, y lo primero que ves son las mesas, centenares de mesas redondas, dispuestas en hileras y cruzando la sala en diagonal, y que se pierden sin que veas el final. Más allá de las mesas, parece que a centenares de metros, se encuentra el escenario, una tarima alargada de poca altura sobre la que hay una batería, un piano y un órgano Hammond con todos los accesorios. Siguiendo la pared, a mano izquierda desde la entrada, está la barra. Hay ocho surtidores de cerveza. La barra llega justo hasta el escenario. Tan larga es.

Entre las mesas y la entrada hay una franja de moqueta de unos tres metros y medio de ancho. Se extiende desde el extremo superior de la sala hasta los taburetes de la barra que hay debajo de las ventanas. Delante de esos taburetes hay más mesas, solo una hilera, cinco a cada lado de la puerta, siguiendo la moqueta desde la barra hasta la pared de la derecha. Es en esas mesas donde te sientas a cenar, de manera que la masa principal de mesas permanece limpia y lustrosa para la noche, cuando llegan los cantantes, los cómicos, las

strippers y las peleas.

Keith y yo cruzamos la moqueta hasta la barra. Había tres camareros de servicio. En aquel momento éramos los únicos clientes.

Se acercó el camarero más próximo. Miró a Keith y asintió.

—Hola, Keith —dijo.

—Qué hay —dijo Keith.

Saqué la cartera.

—Diga, señor —replicó el camarero.

—¿Qué quieres, Keith? —dije.

—Una pinta de bitter, por favor —contestó.

—Dos pintas y dos

whiskies grandes —dije—. Bell’s, si tiene.

—Muy bien, señor —dijo el camarero, y se dirigió hacia el surtidor más cercano.

—Muchísimas gracias —dijo Keith.

—¿Sabe dónde has estado? —dije, señalando al barman.

—Sí.

—¿Cómo es que él no ha venido?

—Solo lleva aquí una semana. Habrá coincidido con Frank dos veces.

—¿Y los demás?

Keith se encogió de hombros.

—No sé. Un par dijeron que intentarían ir al funeral. Pero entre que trabajan o es su tiempo libre, ya sabe.

Se le veía un poco avergonzado.

—Así que Frank no era muy popular —dije.

—Yo no diría tanto. Era más bien reservado. Ya sabe.

—¿Qué hacía, maldita sea? ¿Trabajaba demasiado para su gusto?

Keith volvió a encogerse de hombros, frunció el entrecejo y sus mejillas se sonrojaron un poco.

El camarero se acercó con las bebidas.

—¿Quiere el

whisky solo, señor? —preguntó.

—Con ginger ale —dije—. ¿Cuánto es?

—Quince con cinco, señor.

—¿Quiere tomar una con nosotros?

—Muy amable por su parte, señor. Tomaré una Mackeson, si no le importa.

Nos cobró las bebidas y las llevamos a una mesa cerca de la puerta. Me bebí el

whisky y di un sorbo de cerveza. Keith me dio un cigarrillo y lo encendimos. Al otro lado del cristal ahumado el tráfico zumbaba por High Street. De vez en cuando, el viento hacía temblar las puertas dobles.

—Keith —dije—, ¿Frank y tú erais muy amigos?

Se rascó entre las fosas nasales y el labio superior.

—Bueno, como ya le he dicho, trabajábamos juntos. Lo conocí hace doce meses. Desde que entré a trabajar aquí.

—Sí, lo sé. ¿Pero hasta qué punto lo conocías?

Frunció la frente.

—Bueno, solíamos charlar cuando no había clientes, de fútbol y del estado de las cosas en el mundo. Ya sabe, cosas así.

—¿Alguna vez volviste a casa con él?

—Oh no. Eso era en horas de trabajo.

—¿Nunca fuiste de copas con él ni nada parecido?

—No. Nada de eso. Una vez me topé con él en The Crown y tomamos un par de copas, pero solo fue casualidad.

—¿Había alguien con él?

—Su novia, Margaret.

—¿Alguna vez te habló de ella?

—No.

—¿Y cómo sabes quién es?

Me miró de soslayo, con aire interrogante.

—Bueno, es bastante conocida. Por los

pubs, y tal.

Di una calada.

—Yo diría que era una puta —dije—. ¿Y tú?

Me dirigió la misma mirada de antes.

—Bueno, no sé.

—Va, dilo —contesté.

—Bueno, vale, yo también lo diría.

—Y todo el mundo sabía que era una puta, ¿verdad?

—Supongo.

—Lo sabes —dije—. Y Frank, ¿lo sabía?

Echó un trago.

—No lo sé.

—Y si no lo sabía, ¿te molestaste en decírselo?

—Bueno, esas cosas no se pueden decir, ¿no cree? De todos modos, él debía saberlo. Tampoco es que ella disimulara mucho.

—Vale —dije—. Vale.

Eché un largo trago de cerveza.

—¿Frank te habló alguna vez de su mujer?

—No.

—¿Sabes que estuvo casado?

—Bueno, me lo imaginaba. Por la cría, más que nada.

—Entonces, ¿conocías a Doreen?

—Hoy ha sido la primera vez que la he visto.

—¿Frank te habló de ella?

—Sí.

—¿Qué te dijo?

—Bueno, ya sabe, me contó que procuraba que estuviera contenta. Que le había hecho un dormitorio nuevo. Que había empapelado el vestíbulo porque ella lo quería más alegre. Cosas así. Le gustaba hablar de ella.

—Ella era todo lo que tenía —dije.

Keith dio un largo trago de cerveza, sin dejar de mirarme.

—¿Me dejas que te cuente una cosa? —pregunté.

Keith no dijo nada.

—La mujer de Frank era una de esas mujeres que ves haciendo la compra, con su cesta, su pañuelo en la cabeza, sus gafas y su pitillo siempre entre los labios. Más fea que un pecado. Ya tenía ese mismo aspecto antes de casarse. Daba la impresión de haberse dejado hacer una vez con Frank, en la noche de bodas, y que luego, si él quería más, ya podía esperar sentado. Recuerdo que siempre llevaba gafas, y eso que solo las necesitaba para leer. Pero Frank se casó con ella.

Keith no dejaba de mirarme.

—¿Y sabes qué ocurrió? Unos morenitos se mudaron a la casa que había calle abajo. Unos paquistaníes. Un día, en el trabajo, Frank se cortó la mano con un cristal y tuvieron que llevarlo al hospital para que le dieran unos puntos. Luego se fue a casa. Solo que ella no estaba. Frank salió a ver si la veía por la calle, pero ni rastro. Estaba a punto de entrar cuando la vio salir de casa de los paquis. Al principio no lo entendió, hasta que ella lo vio y echó a correr calle abajo. De repente, él lo entendió todo. La atrapó, la llevó a casa a rastras y le dio una paliza de muerte. Unos días más tarde los paquis se fueron, a Leeds o no sé dónde. Y ella se fue con ellos. En aquella época Doreen tenía siete años.

—Demonios —dijo Keith—. No me extraña que nunca la mencionara.

—¿Sabes lo que hizo ella? ¿Después?

—¿Qué? —dijo Keith.

—Unos días después de marcharse, le mandó una carta a Frank. La recibió el día del funeral de nuestro padre. Yo estaba presente. En la carta le dedicaba a Frank todos los insultos de la cartilla. Acababa diciendo que Doreen no era hija suya. Que yo era el padre. Lo decía porque sabía lo mucho que Frank pensaba en Doreen.

—Joder —dijo Keith.

—Frank me enseñó la carta —dije—. Estaba muy sereno. Se quedó delante de mí mientras la leía, y luego dijo: «Jack, no quiero volver a verte en esta casa». Hacía un día que había recibido la carta. Había tenido tiempo de hacer cualquier cosa. Emborracharse, ir a por mí, lo que fuera. Pero se contuvo. Simplemente me dijo que no quería relacionarse nunca más conmigo y eso fue todo.

—O sea, ¿que la creyó?

Asentí.

—¿No era cierto, de todos modos?

—No lo sé.

Keith se me quedó mirando.

—Lo que quiero decir es que me tiré a Muriel, por muy fea que fuera, poco antes de que se casaran. Yo solo tenía veintidós años. Doreen nació solo ocho meses después de que se casaran. O sea, que no puedo saberlo. Hoy la he visto por primera vez en ocho años. Y antes era una niña.

Keith miró su cerveza. Recordé cómo había ocurrido. Yo volvía a casa del

pub y me topé con Muriel y dos de sus colegas. Llevaban un pedo de campeonato. Habían estado en la despedida de soltera de Muriel. Cuando me topé con ellas no decían más que chorradas. Obscenidades, palabrotas, se metían conmigo. No hay nadie más guarro que una tía trompa. Una de ellas vivía cerca, y dijo que por qué no íbamos todos a su casa a tomar una taza de té. Yo dije que muy bien. Tampoco estaba sobrio, y quería probar suerte con una de las tías. Cuando llegamos, la tía sacó más bebida y la conversación se volvió aún más guarra. Aquello me puso muy caliente. Yo estaba sentado en una butaca, y Muriel en otra delante de mí, y las otras dos tías en el sofá. Muriel se había sentado de cualquier manera, y yo le veía las piernas hasta arriba del todo. Tampoco es que yo disimulara. Había llegado ya demasiado lejos. Una de las tías le hizo una broma al respecto a Muriel, y esta se inclinó hacia delante y levantó la falda de la otra pájara y dijo algo como «Ahora todos podemos ver lo que tienes, también». La otra tía le hizo lo mismo a Muriel, y entonces las dos empezaron a jugar a levantar la falda de la otra hasta la cintura. No dejaban de mirarme, y todo el tiempo estuvieron chillando y riendo. Estaban tan borrachas que ni siquiera se esforzaban en no hacer ruido. La tercera tía se les unió, y entre las dos inmovilizaron a Muriel en el sofá y le arrancaron las bragas. Una de las dos tías se puso a bailar por la habitación ondeándolas mientras Muriel intentaba recuperarlas. Al final la tercera tía se me quedó mirando y dijo a las demás algo como que por qué era yo el único que solo miraba, por qué era el único que se divertía. Vamos a ver lo que él tiene, dijeron. Las otras dos me saltaron encima y comenzaron a desabrocharme la bragueta. Muriel se acercó tambaleándose y se unió a ellas. La verdad es que yo no opuse mucha resistencia. De todos modos, en ese momento alguien llamó la puerta y la tía que vivía allí se fue a ver quién era. Yo me abroché la bragueta por si acaso, pensando que a lo mejor eran los maromos de las tías, que volvían a casa. Pero era un vecino que se había quejado del ruido. La tía y el vecino comenzaron a tener una bronca en las escaleras. Mientras tanto, la tercera tía comenzó a sentir náuseas y se fue al cuarto de baño, con lo que Muriel y yo nos quedamos a solas. Ella se acercó, se sentó en el brazo de la butaca y comenzó desabrocharme la bragueta otra vez, procurando que yo viera todo lo suyo. La puerta se cerró de un portazo, pero la tía no volvió porque la tercera había comenzado a vomitar por la moqueta de las escaleras.

Todo acabó en cinco minutos. Nos echamos sobre la moqueta y en cuanto se la metí, me corrí. Y en cuanto me corrí, comencé a sentirme fatal. Me entraron ganas de gritar y golpear el suelo con los puños y vomitar, pero todo lo que hizo Muriel fue ponerme verde porque todo había acabado muy pronto. Recuerdo que me levanté de encima de ella y comencé a insultarla a pleno pulmón. Habían vuelto a llamar a la puerta, y la tía que vivía allí entró para ver qué estaba haciendo. Al final me fui a toda pastilla, y en la puerta me crucé con el hijo de puta que se quejaba tanto.

Sabía que sería incapaz de mirar a la cara a Frank, sobre todo a una semana de la boda. En aquella época yo vivía en casa de Albert porque nuestro padre no me dejaba entrar en casa. Ni Frank ni mi padre sabían dónde estaba yo en aquella época, así que me resultó fácil no presentarme el día de la boda. Después de eso, solo vi a Muriel una vez más. La noche que casi maté a nuestro padre. Frank y ella vivían en Jackson Street, y cuando la vi no me pude creer que aquello hubiera ocurrido. Nunca había sido ninguna belleza, pero verla allí con los rulos, el cigarrillo en la boca y sin maquillaje me hizo creer que lo había soñado todo. Pero no.

Cuando me enteré de que Frank había tenido una hija, ni se me pasó por la cabeza que pudiera ser mía. A lo mejor había borrado de mi cerebro todo lo ocurrido aquella noche, hasta el punto de no permitir que una idea como esa se me pasara por la cabeza. Ni siquiera cuando Frank me enseñó la carta en el funeral de nuestro padre lo admití en mi fuero interno. Nunca lo admití. Ni siquiera ahora. Doreen era hija de Frank. Lo que había ocurrido entre Muriel y yo había sido real. Pero Doreen era hija de Frank. Tenía que ser hija de Frank. No le podía quitar eso.

De todos modos, lo que siempre me he preguntado es si Frank creyó a Muriel. Podía creer que Muriel y yo habíamos estado juntos. Sabía que los dos éramos capaces de eso. Pero si creía o no que Doreen podía no ser hija suya, eso es otro cantar. No creo que se permitiera creerlo. Así era Frank. Expulsaba de su vida todo aquello que no le gustara. Como a mí.

—Así que, como estaba diciendo —le dije a Keith—, la única vez que Frank tuvo una buena razón para matarme a mí o a Muriel, o volverse loco de una manera u otra, hizo acopio de valor y me preguntó si no me importaría salir de la habitación. Si realmente se lanzó en coche por un precipicio, lo que le llevó a ello fue peor incluso que averiguar que Muriel y yo habíamos estado juntos.

—Y lo de Doreen —dijo Keith.

No hice ningún comentario a las palabras de Keith.

—Pero dudo que lo hiciera a propósito —añadí.

—Y yo —dijo Keith—. Como ha dicho, Frank no era de esos.

—Y además… Frank no habría cogido un ciego de

whisky en lugar de presentarse a trabajar, ¿verdad?

—La verdad es que no —dijo Keith.

Apagué el cigarrillo.

—Keith —dije—, ¿qué sabes de lo que ocurre por aquí?

—¿A qué se refiere?

—A lo que se cuece. Entre los peces gordos. Los que mandan.

—Supongo que no sé nada.

—¿Pero sabes quiénes son esos peces gordos?

—Supongo que sí.

—¿Has conocido a alguno?

—No.

—¿Sabes cómo se llaman?

—Bueno, sé que hay un tipo llamado Thorpe.

—¿Y a qué se dedica?

—Hace préstamos por las siderúrgicas. Tiene un par de tipos que se encargan de los cobros. A veces vienen por aquí.

—Y es un pez gordo, ¿no?

Keith no dijo nada. Yo sonreí.

—¿Sabes quién es tu jefe?

—El señor Gardner.

—¿Y qué categoría tiene?

—Es el gerente.

—¿Y para quién trabaja?

—Bueno, aquí no fabricamos nuestra propia cerveza, por lo que él trabaja para la empresa propietaria.

—¿Cotel Limited?

—Exacto.

—Poseen moteles y hoteles además de uno o dos

pubs, ¿verdad?

—Exacto.

—¿Y quién es el propietario de Cotel Limited?

—No lo sé.

—No —dije—, y no lo sabrás nunca. Solo que es uno de los peces gordos. ¿Sabes para quién trabaja Thorpe?

—No.

—Es el propietario de Cotel Limited. ¿Sabes quién dirige la Agencia de Apuestas Greenley?

Keith no contestó.

—Exacto —dije—. ¿Y has oído hablar de Transportes Wold?

Asintió.

—La dirige un tipo llamado Marsh, ¿no?

Keith asintió otra vez.

—Bueno, pues no. Adivina quién es el jefe. ¿Y quién es el propietario de las casas de paquis de Jackson Street, Voltaire Road y Linden Street? ¿Y de las casas de juego y los burdeles, y de Salchichas y Empanadas Caseras Graves Ltd.?

El cigarrillo de Keith estaba apurado hasta el filtro. Lo apagó y sacó otro de la cajetilla.

—¿Recuerdas que hace un par de años cosieron a puñaladas a cinco paquistaníes aquí fuera? ¿En la acera?

—Todavía no trabajaba aquí, pero algo he oído.

—En los periódicos dijeron que eran unos dieciocho paquistaníes que se habían peleado entre ellos.

—Exacto.

—Bueno, pues lo que ocurrió fue que algunos de nuestros amigos de color montaron una casa de putas barata en Clarendon Street. La novedad atrajo a muchos clientes. A demasiados. Decidieron abrir otro local. Eso fue justo antes de la fiesta en la acera. Todo el mundo pensó que era exactamente lo que parecía: demasiada cerveza. Pero lo que ocurrió fue que se enfrentaron media docena de paquistaníes de la casa de putas contra media docena de paquistaníes que residían en diversas viviendas de Jackson Street, Voltaire Road y Linden Street. Y esas viviendas eran propiedad de cierta persona. Y recibieron la ayuda de media docena de caballeros de origen estrictamente británico. Mucha gente lo vio, pero no hubo testigos. La policía solo arrestó a los que fueron hospitalizados. Por una u otra razón, quedaron satisfechos con los que pillaron. De todos modos, ya te imaginas que después de eso nadie más se molestó en abrir ningún negocio que les hiciera la competencia.

Keith me estaba mirando, preguntándose cómo sabía todo aquello.

—Salió todo en los periódicos. Supuse que eso era más o menos lo que había ocurrido, así que telefoneé a Frank. Solo para comprobar que estaba bien, de una manera u otra. Frank ya se había hecho una idea de que aquí había gato encerrado, pero no decía nada. Frank no se involucraría en nada de esto ni por todo el té de China. Siempre jugaba sobre seguro. Pero lo sabía. Siempre supo lo que estaba pasando.

Miré a Keith.

—Ya ves, la única manera de que Frank pudiera meterse en algún lío era que hubiera oído algo y se lo hubiera contado a otra persona. Pero él no haría algo así, ¿verdad?

—Yo diría que no —dijo Keith.

—Recapitulando: no era la clase de persona que se emborracha y, de manera accidental, se despeña en coche por un precipicio. Tampoco era de los que lo hacen a propósito. Y tampoco era de los que se meten en líos con la gente que corta el bacalao. ¿Adonde nos lleva eso?

Se abrieron las puertas y entraron tres trabajadores de la siderurgia con la mochila al hombro. Se les veía limpios, lo que significaba que venían para una sesión matinal antes del turno de dos a diez.

—No sé. ¿Adonde? —dijo Keith.

—Solo hay una manera de que Frank se mezclara en algo: que viera algo que no tenía que haber visto. Si eso fue lo que ocurrió, lo que vio debió de ser bastante comprometedor. ¿No te parece?

—Sí. Pero…

—Pero ¿qué?

—Bueno, lo que está diciendo es que a Frank… a Frank lo liquidaron. Sin la menor duda.

—Así es.

—Pero ¿cómo puede estar tan seguro?

—Porque lo sé.

—Sí, pero ¿cómo?

—Por la clase de negocio al que me dedico.

Me lo quedé mirando mientras asimilaba esa información.

—Por eso estoy seguro, amigo —dije—. Por eso estoy tan seguro. —Apuré mi vaso—. ¿Tomamos otra?

Cuando Keith regresó de la barra, había tenido tiempo de pensar en todo lo que le había dicho, y esa había sido la idea. Yo también había tenido tiempo para pensar. Había llegado el momento de saber si había acertado con mis cábalas o no.

Colocó los vasos sobre la mesa.

—Salud —dije.

—Salud —contestó.

Apuré el

whisky de un trago.

—Y si esto es lo que creo, Keith —dije—, ¿qué crees que debería hacer? ¿Acudir a la policía?

Sonreí al decirlo. Él no contestó.

Dejé de sonreír.

—Quiero que hagas algo por mí —dije.

Seguía sin decir nada.

—Quiero que tengas los ojos y los oídos abiertos. Quiero estar al corriente de todo lo que oigas en el bar. Quiero saber quién dice qué. Cuando se hable de negocios, de Frank, de mí, de lo que sea. Y, sobre todo, quiero saber si alguien pregunta dónde me alojo. En cuanto oigas que alguien lo pregunta, te pones el abrigo, sales del

pub, te dejas caer por el número 17 de Holden Street, y me lo cuentas. Te daré dinero suficiente para ir tirando hasta que consigas otro trabajo.

—Sí, pero…

—Pero ¿qué?

—Es un poco arriesgado, ¿no? ¿Y si se enteran de que he ido al funeral y le he conocido?

—Oh, se enterarán —dije—. Puedes contar con ello.

—Bueno, pues ahí lo tiene. Si me chivo de ellos a usted, también me estoy jugando el cuello, ¿no?

—No —mentí—, claro que no. Es a mí a quien quieren. A ti te dejarán en paz. Si te hacen algo, se meterían en un lío demasiado gordo.

—Bueno…

—Y de todos modos, yo vendré por aquí, así que no tienen por qué saber dónde vivo. Para mí es importante saber quién se interesa por mí. Probablemente ni siquiera tengas que ir adonde me alojo. Solo tienes que pasarme la información cuando venga.

—Bueno, supongo que podré hacerlo. Si usted viene por aquí, no tienen por qué saber lo que nos traemos entre manos, ¿verdad?

—Claro que no —dije—. Claro que no.

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