Carter

Carter


Viernes

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—La mujer de Gerald todavía tiene las marcas, sabes. Aunque debo admitir que quedaron en zonas muy discretas.

—Y Jack sabe cuáles son —dijo Jock, y a continuación, por la mirada que le lancé, deseó no haberlo dicho.

—Fue ella —dijo Eric, señalando la chica que estaba en el suelo—. Fue ella la que quiso hacerlo. Lo único que me dijeron fue que la cogiera y la asustara, que pusiera un poco nervioso a Gerald. Fue ella la que quiso hacerlo.

—Claro, Eric. Y supongamos que es la verdad. Tú no pudiste impedírselo, ¿no?

—No —dijo él—, no. No pude. Wes el Azadón estaba allí. Él la azuzó. Yo no pude hacer nada. De verdad.

—Antes hemos tenido una charla con Wes —dije—. Ha dicho que fuisteis vosotros dos.

—Pregúntale a la mujer de Gerald, entonces. Pregúntale. Ella te lo dirá.

—Audrey —dije.

Audrey entró en la oficina. La cara de Eric se volvió color helado de nata.

—¿Cuál es la verdad, Audrey?

Audrey miró a la chica que estaba en el suelo, que en aquel momento intentaba arrastrarse hacia el espacio que quedaba debajo del escritorio de Jimmy.

—Ella —dijo Audrey—. La quiero a ella.

—Sí, ya lo sé —dije—. Sé lo que quieres. Pero ¿cuál es la verdad? Dímelo. Después de todo, si Gerald supiera que estas aquí…

—La quiero a ella —dijo Audrey—. Él puede mirar. A no ser que quiera ocupar su lugar.

Todos miramos a Eric. Él no movió un pelo.

—Adelante —dije.

Audrey se sentó en el borde del escritorio de Jimmy y sacó un cigarrillo. Jock y Ted levantaron a la chica del suelo y con destreza y velocidad le quitaron la ropa, colocaron el cinturón de su vestido sobre el escritorio de Jimmy y la ataron a la silla de este.

—Eric —dijo la chica—. Por favor.

Eric no se había movido de su sitio desde que entramos. Después lo dejamos salir, y desde entonces nadie volvió a verlo por la ciudad. El aspecto que tenía cuando lo soltamos invitaba a pensar que debía de haberse tomado unas vacaciones bastante largas.

Y así era como había acabado. Enfundado en un uniforme de chófer en mi ciudad natal. Comportándose conmigo con toda naturalidad. Sin miedo. Era evidente que trabajaba para alguien. Por eso yo no lo asustaba. Él jugaba en casa, y yo era el equipo visitante. Si él sabía algo, si había tenido algo que ver con el asunto, y yo esperaba que sí, se lo tomaba con calma; no le importaba, tenía gente que lo apoyaba. Podía permitirse no temblar. Podía permitirse tomar una copa conmigo. Eric, me dije, ojalá puedas ayudarme. De verdad.

—Bueno, Eric —dije—. El mundo es un pañuelo, ¿verdad?

Asintió.

—Y también es curioso. Aquí estoy yo, que trabajo en Londres y visito mi ciudad natal, y tú, que ya no vives en tu ciudad natal y trabajas en la mía.

—Sí, curioso.

—¿Y para quién trabajas, Eric?

Me dirigió una mirada de soslayo, sonrió y soltó un bufido, como dando a entender que yo había perdido la chaveta.

Yo también sonreí.

—Soy legal —dijo—. Mírame. Totalmente respetable.

—Vamos —dije—. ¿Quién es? Solo pueden ser tres personas.

Siguió sonriendo mientras daba un sorbo de cerveza y comenzó a negar con la cabeza.

—¿Rayner?

La misma sonrisa.

—¿Brumby?

El mismo gesto con la cabeza.

—¿Kinnear?

Una sonrisa más amplia que antes. Me miró. Le devolví la sonrisa.

—¿Por qué te importa?

—¿A mí? No me importa, Eric. Es solo curiosidad.

—La curiosidad no siempre es sana.

Me reí y le puse una mano en la pierna.

—Así que te va bien, Eric —dije—. La vida te sonríe.

—No está mal.

—¿Buenas perspectivas de ascenso?

Volvió a sonreír.

Le apreté la pierna y sonreí aún más.

—Muy bien, Eric —dije—. Muy bien.

Eché un trago.

—¿Cuándo fue el funeral? —preguntó.

—Hoy —contesté.

—Vaya —dijo en un tono amable, como si no lo supiera. Si había venido por la razón que yo creía, lo sabía perfectamente. Incluso sabía de qué color eran los tirantes que yo había llevado.

—Entonces te irás pronto de la ciudad —dijo.

—Sí, pronto. El domingo o el lunes. Tengo que arreglar algunas cosas. Asuntillos, ya sabes. Pero no me iré más tarde del lunes.

—Ah —dijo Eric.

Mientras hablábamos, la banda había subido al escenario. Había un batería viejo y gordo enfundado en un deslucido esmoquin, un tipo al bajo eléctrico, y al órgano, con todos sus mágicos accesorios, se sentaba un calvo de cara reluciente, con un jersey azul y un pañuelo verde al cuello. Se pusieron a tocar «I’m a Tiger».

Me puse en pie.

—Voy al lavabo —dije—. Vuelvo en un momento.

Eric asintió.

Me abrí paso entre las ruidosas mesas y entré en los servicios. Me quedé en la antecámara para concederle un minuto a Eric, y a continuación abrí la puerta que quedaba a mi izquierda y que conducía al aparcamiento.

Llovía otra vez a cántaros. El neón azul brillaba en los charcos. Eric estaba junto a un Rolls Royce y miraba en dirección al

pub. Esperó unos segundos, se metió en el coche y lo puso en marcha. Esperé hasta que cruzó la calzada que desembocaba en la calle principal. Me agaché, salí del

pub y corrí siguiendo una hilera de coches hasta donde estaba el mío. Mientras tanto, Eric había doblado a la izquierda y se alejaba siguiendo High Street hacia el extremo norte de la ciudad.

Arranqué el coche y salí disparado hacia la otra salida del aparcamiento, en dirección opuesta a la que había tomado Eric. La salida daba a Allenby Street. Discurría exactamente en paralelo a High Street. Doblé a la derecha y cogí Allenby Street.

Pasé tres cruces sin mirar. No tenía tiempo. Antes de volver a doblar a la derecha el velocímetro marcaba noventa. Delante de mí, a cincuenta metros, estaba otra vez High Street, cruzando el final de la calle. Llegué al semáforo. Estaba en ámbar. Me detuve. El tráfico de High Street comenzó a circular delante de mí.

Uno de los últimos coches en cruzar fue el Rolls.

El semáforo cambió. Doblé la esquina con un volantazo. Eric iba tres coches por delante de mí. Ya estaba bien. Que siguiera así.

Estaba muy interesado en saber dónde iba Eric. Si se había presentado en The Cecil para sondearme, entonces probablemente iba a contarle a alguien lo que había averiguado, y tenía ganas de saber quién era. Y probablemente también le habían dicho que se dejara ver, que me hiciera comprender que sabían que yo estaba en la ciudad y que tomarían medidas si les obligaba, y si ese era el caso, igual tenía que ir a contárselo a alguien. Naturalmente, toparse conmigo de aquel modo podía haber sido un accidente, pero incluso en ese caso él ya sabía que yo estaba en la ciudad. Todos los peces gordos lo sabían. E incluso los peces gordos que nada tenían que ver con la muerte de Frank tendrían una idea bastante aproximada de quién fue el responsable. Y aparte de todo eso, sería muy interesante saber para quién trabajaba Eric. Eric no me apreciaba mucho, pero el que lo tenía contratado me apreciaría aún menos, aunque solo fuera porque yo era un forastero jugando en campo ajeno. Con Frank o sin él, se sentirían más felices si me despedían en la estación de tren.

En lo alto de la colina, donde High Street se convierte oficialmente en City Road, Eric dobló a la izquierda. Ahí la carretera volvía a empinarse y serpenteaba a través del barrio de casas ajardinadas donde vivían los ricos de la ciudad. Casas discretas con mullidos céspedes, refinados arbustos y modernas casas georgianas.

Volvió a doblar a la izquierda, hacia una carretera más estrecha que desaparecía entre masas de follaje. En el desvío un cartel indicaba el casino. Pasé de largo la entrada para darle tiempo, y a continuación di media vuelta, regresé y giré a la derecha. Apenas había sitio para que se cruzaran dos coches. Luego los árboles dejaban paso a un aparcamiento de gravilla y a un montón de coches. Más allá del aparcamiento estaba El Casino. Parecía el plan alternativo a una nueva versión de la estación de Euston. Blanco, bajo y feo. Con mucho cristal. La segunda planta, de una sola pieza, formaba un ático. Mucha iluminación de sodio. Mucho ladrillo falso estilo chalet. Probablemente la peor cerveza en más de cien kilómetros a la redonda.

El Rolls estaba aparcado en un sitio reservado.

Aparqué el coche y me dirigí a la entrada acristalada. Había un portero con una librea a lo Tom Arnold. Pasé de largo y entré en el enorme vestíbulo. Solo había dos gorilas. Uno a cada punta, como si fueran sujetalibros. Los dos se fijaron en mí, pero me permitieron llegar hasta el mostrador de recepción. El hombre que había tras el mostrador parecía haberse graduado en la carrera del Bingo. En sus días de juventud a lo mejor había cantado baladas en alguna sala de baile de provincias.

—Buenas noches, señor —dijo, cabeceando su tupé—. ¿Es usted socio?

—No lo sé —contesté.

Me incliné sobre el mostrador utilizando un solo brazo, con el puño cerrado. Abrí la mano y mantuve los dedos suspendidos para que pudiera ver el dinero. De alguna manera consiguió llevar la mirada hasta los gorilas sin apartar los ojos de mi cara. Se lo estaba planteando seriamente. Decidió arriesgarse.

Cogió el dinero, y mientras lo cogía, una pequeña tarjeta rosa ocupó su lugar sobre el mostrador.

—Sí —dijo lo bastante alto para que lo oyeran los gorilas—, muy bien, señor. Invitado del señor Jackson. Ya ha firmado para que pueda pasar y le espera dentro. ¿Le importaría firmar también a usted, por favor?

Firmé con mi nombre auténtico y recogí la tarjeta rosa. Me alejé del mostrador y bajé las escaleras hacia la puerta que conducía a la primera sala de juego. Le enseñé la tarjeta a un tercer gorila situado junto a la puerta, que me miró como si no me tuviera mucho aprecio.

Mientras cruzaba la entrada, uno de los dos gorilas que hacían de sujetalibros comenzó a acercarse al mostrador de recepción.

Dentro de la sala de juegos, la decoración era pura película inglesa de serie B, solo que con mejor iluminación.

La clientela se consideraba muy selecta. Eran granjeros, propietarios de garajes, dueños de cadenas de cafés, contratistas electricistas, constructores, propietarios de canteras; la nueva pequeña nobleza. Y de vez en cuando, aunque nunca con ellos, sus espantosos retoños. Chavales que conducían un Sprite descapotable con un acento no del todo logrado, aunque se acercaban a él diez veces más que sus padres, con sus botas de ante, sus americanas de pata de gallo y sus novias de colegio de élite que vivían en una casa apareada e intentaban imitar el acento, y los sábados se permitían un poco de pastel de pescado después de las medias pintas de cerveza de barril en el Old Black Swan, con la esperanza de que el pastel de pescado acelerara los sueños del Rover para él y el Mini para ella y el

bungalow moderno, una casa estilo granja, no lejos de la autopista a Leeds para ir de compras los viernes.

Miré a mi alrededor y vi a las esposas de la nueva pequeña nobleza. No había ni una que no fuera demasiado arreglada. No había ni una que no parecía estar enferma del estómago de celos de algo o de alguien. No habían tenido nada cuando eran más jóvenes; después de la guerra poco a poco habían llegado a tener de todo, y el cambio había sido tan sorprendente que no podían dejar de querer cosas, nunca estaban satisfechas. Eran la clase de personas que me hacían comprender que yo tenía razón.

Pero mientras todos esos pensamientos me hacían sentir tal como siempre me siento, me fijé en que el gorila que se había acercado al mostrador de recepción había entrado en la sala y ahora intentaba descubrir dónde estaba yo, así que me coloqué detrás de una columna cuadrada blanca y reluciente (era uno de esos lugares) y lo observé desde detrás de un fino enrejado de hierro forjado (también era uno de esos lugares). Ponía mala cara porque naturalmente no podía verme, de manera que cuadró un poco más la chaqueta sobre sus hombros —lo que para él era equivalente a tener un nudo en la garganta— y buscó un lugar donde hubiera alguien a quien pudiera explicar lo que ocurría. Había una de esas puertas que llevan a alguna parte, y él entró por ella. Con paso cansino crucé la sala y abrí la puerta. Delante de mí apareció un tramo de escaleras espléndidamente alfombradas. A ambos lados descubrí unas puertas como la que acababa de cerrar a mi espalda. Oí voces en el piso de arriba. Subí las escaleras, doblé a la derecha y me encontré ocho peldaños más. Más allá de esos ocho peldaños había un breve descansillo y la puerta abierta. Desde mi posición en la curva podía ver la espalda del esmoquin del gorila.

—Bueno, debe de estar en algún lugar de abajo, supongo —estaba diciendo el gorila.

—Eres un maldito idiota —le contestó otra voz desde la habitación.

El bueno de Eric.

—Vaya, no lo sabía —dijo el gorila.

—No —dijo una voz distinta, afilada a base de dos millones de cigarrillos—, y no creo que nunca lo sepas.

El gorila seguía manteniendo la puerta abierta.

—¿Y bien? —dijo la segunda voz—. ¿No sería mejor que fueras a ver qué hace?

El gorila volvió a la vida de un sobresalto, que no fue ni la mitad del que experimentó al darse la vuelta y verme mirándolo a los ojos desde unos quince centímetros de distancia. Tampoco es que gritara, pero el ondulado de su pelo se fue a la porra. Le lancé un beso y entré en el ático pasando junto a él.

Era todo cristal, y más allá se veía la noche negra y de neón. La moqueta cubría toda la superficie de la habitación y llegaba hasta el cristal. Parecía haber muchas mesitas bajas y alfombritas blancas. El truco de la habitación era que pensaras que con todo ese cristal podrías ver lo que ocurría desde fuera a cualquier hora del día o de noche. Pero habían sido muy inteligentes, graciosos e ingeniosos, y casi toda la habitación estaba construida a metro y medio por debajo del nivel del suelo. De manera que tenías una habitación con una galería de metro ochenta que rodeaba por completo la enorme área que albergaba todos esos mullidos sofás de cuero y esas mullidas butacas de cuero y lámparas suecas y una ruleta engastada en una preciosa mesa de palisandro antigua, un bar pequeño y muy bien surtido, una mesa muy bonita y espaciosa que por una razón u otra estaba cubierta con un paño verde. Habían tenido la feliz idea de decorar ese tapete verde; habían dispuesto pequeños grupos de naipes con dorsos de dibujos geométricos para que quedaran adyacentes a unos montoncitos de dinero no tan bien ordenados pero bastante más ostentosos. En torno a la mesa, sentados, había algunos hombres. Había otro de pie detrás de una de las sillas ocupadas. Todos levantaron la mirada hacia mí, al igual que las tres chicas sentadas en poses diversas en los mullidos sofás de cuero y las mullidas butacas de cuero.

Fui hasta el extremo de la galería y me apoyé sobre una barandilla acolchada. El hombre con la voz de dos millones de cigarrillos enarcó las cejas de manera lenta e irascible y dijo:

—Ya ves cómo están las cosas hoy en día, Jack. Menudo material humano. —Percibí el bochorno del gorila detrás de mí—. Cómo vas a poder dirigir un negocio con esta gente.

Aspiró y espiró.

—Me entran ganas de llorar. De verdad. A veces creo que voy a retirarme. Lo dejaré todo y me largaré a Ibiza o a cualquier otro lugar, y que todos ellos se busquen a otro que les dé trabajo. Si uno no fuera tan filantrópico, todos estos estarían en la oficina de empleo haciendo cola detrás de los negros. —Aspira, espira y hace un gesto con la mano—. ¿Lo entiendes, Jack? ¿Ocurre lo mismo en Londres? Supongo que sí. Todo va de mal en peor. Excepto para la gente como tú y Eric. Pero vosotros sois como yo. Los malos tiempos nos han endurecido. No como estos maricas. Volverse duro es practicar cincuenta tacadas en serie al snooker y leer a Hank Janson[4]. A veces me gustaría tener una máquina del tiempo. Los mandaría al pasado, que me vieran a mí a su edad. Y luego los dejaría allí y les diría que se pusieran en contacto conmigo cuando llegaran a mil novecientos setenta y me contaran cómo les había ido. De todos modos, no lo sabría nunca. Nunca llegarían.

El gorila todavía emitía oleadas de calor como si fuera una calefacción central de aceite.

—Lárgate, Ray —dijo el hombre—, y dale el finiquito a Hughie. Le das su dinero, menos lo que le ha dado Jack, y esta vez cierra la puerta cuando salgas. —La puerta se cerró tras él.

El hombre miró a Eric, que me estaba mirando a mí. El hombre sonrió y también me miró a mí.

—No te preocupes, Eric —dijo—. Nadie es perfecto. Deberías haber cogido el autobús.

Cyril Kinnear era un hombre muy muy gordo. A los gordos les gustaba colocarse junto a esa clase de gordos. No tenía pelo, y llevaba un bigote de puntas hacia arriba que en aquella cara parecía medir un palmo por cada lado. En cierto modo, era una cara muy agradable, la cara de un granjero rico o de un exoficial del ejército de la India que ahora se dedicaba al negocio de los coches usados, aunque el principal problema era que tenía ojos de hurón. Tenía las pupilas negras, de un tercio de centímetro de diámetro, rodeadas de un blanco del color de las varitas de pescado.

Solo medía uno sesenta.

—Hola, señor Kinnear —dije.

—Bueno, no te quedes ahí plantado —dijo—. Únete a nosotros. —Soltó una carcajada—. «Únete a nosotros, únete a nosotros, somos los soldados del Señor» —cantó—. Joy, ponle una copa a Jack. ¿Qué quieres, Jack, un

whisky? Ponle un

whisky a Jack.

Bajé las escaleras de cedro.

De los demás hombres que rodeaban la mesa, uno era delgado y elegante, con unas distinguidas motas grises en su tupé a prueba de túnel de viento. Otro tenía pinta de pescador, parecía que tuviera que enfundarse unas botas de agua encima de los pantalones de su esmoquin. Y el tercero era como una ratita, con una carita de rata permanentemente asustada.

—Siéntate, Jack —dijo Kinnear.

Me senté en un sofá, junto a la más guapa de las chicas. Era una rubia de pelo largo, más delgada que gorda, con una cara que diez años atrás la hubiera hecho entrar en el mundo de las modelos (me refiero a las de publicidad) o quizá le hubiera conseguido un papel en el cine junto a Norman Wisdom, pero aunque todavía hubiera podido alcanzar esas metas en mil novecientos setenta, su aspecto me indicaba que tampoco tenía mucho interés. Le sonrió a su copa cuando me senté; a continuación, me sonrió a mí y volvió a sonreírle a su copa.

La chica que se llamaba Joy me trajo mi copa. Era clavada a las chicas que fotografiaba Harrison Marks[5].

—Gracias —dije—. Salud, señor Kinnear.

—Salud, Jack —dijo—. Te deseo lo mejor. —Kinnear y yo bebimos. Los demás seguían mirando.

—Espero no haber interrumpido nada —dije.

—Claro que no, Jack —dijo Kinnear—. Espero no haberte dado esa impresión por esas palabras que he tenido con Ray. Es solo que le pago para que sepa lo que ocurre. Supongo que lo entiendes.

—Gerald y Les me pidieron que le visitara y le diera recuerdos de su parte —dije—. Ya que, de todos modos, tenía que venir a la ciudad.

—Muy amables —dijo Kinnear—. Buenos chicos. ¿Cómo están? ¿Cómo va el negocio?

—Bastante bien.

—Claro que sí. Claro que sí.

Silencio.

—Eric me dijo que había muerto tu hermano.

—Sí —contesté.

—¿Sabes que ignoraba que trabajaba para mí? Nunca me enteré de que tu hermano trabajaba para mí.

—Curioso —dije.

—De haberlo sabido, le habría conseguido algo mejor.

—Ya.

—Qué manera tan absurda de morir —dijo Kinnear—. Un accidente de coche… Joy, Joy, sírvele otra copa a Jack. No, dale la maldita botella, será mejor. A un hombre como Jack no le puedes ofrecer una copa en vasitos de mear.

Me dieron la botella. La chica que estaba sentada junto a mí miraba el cuello de la botella mientras yo la mantenía vertical, y se reía. Estaba borracha.

El hombre que tenía aires de pescador dijo:

—¿Vamos a jugar a las cartas o vamos a seguir hablando de los viejos tiempos?

Kinnear desplazó el peso en su silla y miró boquiabierto al hombre.

—Harry —dijo—. Harry. Claro que vamos a jugar. Claro… Jack, lo siento, no quiero ser grosero, pero estos caballeros han traído un montón de dinero… pero no te vayas, espera un poco. A lo mejor te gustaría jugar una mano. ¿Un par de rondas? ¿Para despejar la cabeza? ¿No os importa, amigos? Cuantos más seamos, más reiremos, ¿no? Eric, tráele una silla a Jack, ¿te importa?

—No, ahora no quiero jugar, gracias, señor Kinnear —dije—. Tengo que irme pronto.

—Bueno, como te apetezca. Ponte cómodo mientras continuamos.

—Gracias —dije.

El hombre del pelo medio gris comenzó a repartir. Los ojos de Kinnear eran negros como el regaliz. Eric me miraba como si fuera a escupirme. Me relajé en el sofá y miré a Kinnear. Aquello no le gustaba. No me miró ni una vez, pero yo lo sabía, y él sabía que yo lo sabía. No le gustaba nada lo que estaba pasando, desde mi manera de presentarme hasta mi manera de sentarme, pero se veía obligado a tratarme como a un viejo amigo, no porque quisiera salvar la cara delante de sus colegas, sino porque yo sabía que estaba cabreado. Era imposible que no lo estuviera. Pero si estaba cabreado porque un tipo de Londres había hecho quedar a su chófer como un bobo, y a sus chicos como aún más bobos, o si estaba cabreado por otras razones, eso no lo sabía.

La chica que estaba sentada a mi lado dijo:

—Conoces a Les Fletcher, ¿verdad?

—Trabajo para él.

—¿Ah sí?

—Sí.

Puso una sonrisa de «oh, qué inteligente, oh, qué astuto, pero oh, todo esto es un rollo». Me pareció muy simplona, y también muy borracha. Creí que la conversación había terminado hasta que volvió a hablar.

—Yo también lo conozco —dijo.

—¿Ah sí?

—Sí.

—No me digas —repliqué—, ¿de verdad?

—Sí —dijo—. Lo conocí el año pasado.

—Cuenta —dije con una voz fascinada.

—Sí. Cuando vino por negocios.

—¿En serio?

—Sí. Vino a ver al señor Kinnear.

—No.

—Sí. Salimos juntos.

—¿Ah sí?

—Sí, mientras estaba aquí.

—¿Mientras estaba aquí?

—Estuvo aquí cuatro días. Más o menos.

Negué con la cabeza como si casi no me pudiera creer lo que me acababa de decir. Volvió a mirar su vaso.

—Abro —dijo el hombre con aires de pescador—. Dame dos.

Pelo Gris le dio dos cartas. La Rata fue el siguiente. Se quedó mirando su mano durante unas veinticuatro horas y dijo:

—Yo quiero cuatro.

—Tres ahora, una después —dijo Pelo Gris mientras repartía.

Pelo Gris cogió tres. Kinnear se acarició el bigote.

—Mmm, no sé —dijo—. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Va, creo que me quedaré como estoy.

Cara de Rata levantó la mirada bruscamente y Pelo Gris esbozó una sonrisa.

—Maldito farolero cabrón —dijo El Pescador.

—Tendrás que pagar para averiguarlo —dijo Kinnear—. ¿No es cierto, Jack?

—Exacto —dije—. Si se lo puede permitir.

—Creía haberle oído decir que se iría pronto —dijo El Pescador.

—Pronto —dije—. En cuanto haya perdido su dinero, para lo que no falta mucho.

El Pescador me miró durante unos momentos.

—Un listo, ¿no?

—Según con quién me compare —dije, devolviéndole la mirada.

El Pescador estaba a punto de contestar cuando habló Kinnear.

—Harry —dijo—, no me gusta insistir, pero ¿podrías decirnos cuánto vale tu mano?

El Pescador apartó la mirada de mí y empujó un billete de diez hacia el centro de la mesa. Estaba a punto de volver a mirarme cuando Cara de Rata llamó su atención golpeando la baraja contra la mesa.

—Dios todopoderoso —dijo El Pescador—. Otra vez, no.

Cara de Rata jugueteó con sus cartas.

—Bueno… —dijo.

—Cada maldita vez —dijo El Pescador—. Cada maldita vez golpea la baraja. Solo va si tiene más de

full. ¿Por qué demonios le has pedido que jugara, Cyril?

—Harry —dijo Kinnear—, juegue como juegue, desde luego no pierde tanto como tú.

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