Carnaval

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CAPITULO XI

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CAPITULO XI

EL “ORIENT PALACE”

El Orient Palace se alzaba semejante a un acantilado, en medio de las tiendas de tejidos de Piccadilly. En las suaves penumbras estivales, circundado de luz dorada y difusa, poseía cierta mágica alegría, como si hubiera captado algo de la fantástica iluminación de un país de hadas; resultaba atrayente para el paseante solitario y meditabundo y ofrecía al ocioso transeúnte londinense el señuelo de los frutos perfumados de satinada piel y los pajarillos cantores del jardín donde Camaralzaman perdió a Badoura. En el otoño, bañado en el esplendor de los rosados atardeceres, el teatro parecía expresar la melancolía de la estación, y cuando la lluvia batía momentáneamente el pavimento de las calles y la niebla transformaba la ciudad, cuando Londres era, al fin, el verdadero Londres vasto y grisáceo, entonces el Orient Palace tomaba el aspecto irreal de un palacio de Exposición, construido para duraciones efímeras y como éste era un pieza de arquitectura exótica, que evocaba un ambiente falso, igual que produce la vista de un batintin indio en un vestíbulo de un suburbio londinense.

Sin embargo, cincuenta años habían transcurrido desde la última reforma del teatro y todavía se mantenía en pie conservando la huella de dos generaciones, que le habían prestado cierta nota de solemne permanencia, como la de un mausoleo —el mausoleo de los placeres de moda a mediados de la época victoriana— que se traslucía en el carácter de sus representaciones y en su decorado, recargado con exceso.

El Orient Palace no había marchado a compás de los tiempos para alzarse de su insignificancia. Los viejos nunca dijeron que recordaban al Orient “en sus buenos tiempos”, porque no tuvieron, tampoco ocasión de olvidarlos.;En lo esencial, el teatro era lo que siempre había sido. Las bailarinas fueron desapareciendo y las bellezas arrugándose, pero sus sombras parecían vagar por el interior sombrío del Orient. Acaso muchas de aquellas ninfas de maravillosos pies se habrían convertido en voluminosas patronas de pensiones, o aquellas danzarinas semejantes a cisnes usarían medias ortopédicas. ¿ Qué importaba? Otras vinieron a sustituirlas, así como se suceden las olas del mar.

Las beldades envejecidas se burlaban al mirar desfilar las frágiles damiselas que ocuparan sus lugares, y respiraban el aire enrarecido por el humo con el placer de recordar anteriores placeres dignos de ser gozados. De vez en cuando, gustaban de pasar una noche de disipación sentimental, lo que no era malgastar el tiempo, ya que venían al Orient Palace, y el teatro, inmutable, testificaba la realidad de su pasada juventud; si no lograba rejuvenecerlas, por lo menos estimulaba sus sentidos, así como un pañuelo perfumado que sobrevive a la desaparición de su propietario.

El Orient Palace tenía a orgullo no competir con ningún otro teatro de variedades, basándose para ello en programas cosmopolitas. Con las pretensiones de una casa comercial de añoso historial declinaba el anunciar sus mercancías por medio de llamativos carteles y se congratulaba de su inhabilidad para atraer nuevos clientes. El auditorio estaba compuesto, en su mayor parte, por extranjeros, quienes parecían quedar satisfechos de la “ecuyere” [15], de la “haute école” [16], de los asombrosos conjuntos de prestidigitadores y hasta de las mediocridades continentales, por el gusto de oír hablar sus idiomas nativos; no protestaban nunca de los tediosos “alambristas” y aburridos ‘‘adivinadores del pensamiento”; después de todo, había que efectuar cambios de decorados; pero los bailables eran los números más interesantes y para muchos de los habituales del Orient bastábales la gran afluencia de cortesanas yendo y viniendo por el teatro, y, sin embargo, ellas eran capaces de atemorizar a cualquier cínico.

Bajo la luz de las estrellas, las cortesanas de Piccadilly parecían menos atroces. La noche prestaba su magia suave a aquellas ajadas bellezas, dando a los oropeles y a los pintados rostros ilusiones de realidad. El resplandor lunar iluminaba dulcemente las mejillas hundidas y los ojos mortecinos volvían a tener brillo de juventud. Las cortesanas de Piccadilly iban y venían como tigresas melancólicas que lucen el blasón de los aterciopelados lomos y su furtivo y majestuoso esplendor, mientras acechan la presa que van a devorar; pero dentro del Orient su falsa belleza animal salía muy malparada. Era harto superficial para aguantar grandes pruebas. Al entrar en el teatro, brillantemente iluminado, acaso pudiera aun decirse que eran tigres, pero tigres esqueléticos paseando aburridos entre los barrotes de un jaulón. Todas se parecían. Todas llevaban un sombrero demasiado grande. Todas tenían el mismo aspecto bestial, y las mejillas sin vida. Eran como máquinas automáticas de lujuria, a las que únicamente podía ponerse en movimiento con unas monedas.

A la luz de las estrellas, aquellas mujeres tenían un pictórico romanticismo; sobre la alfombrada sala del Orient aparecían duras, despiadadas y viles; sus ojos eran monedas; sus manos bolsos hambrientos. Las seguían los viejos como perrillos falderos. Provincianos sudorosos las contemplaban con expresión bovina y el perfume del Frangipani, del Patchouli, del Opoponax y del Trèfle Incarnat no llegaba a ahogar el fuerte olor a establo que despedían. Los estruendosos sonidos de la orquesta parecía truenos y bramidos; en las butacas se retrepaba el público más distinguido $ la balconada era ocupada por extranjeros parloteando sus diferentes idiomas; la claque interrumpía sus conversaciones para prodigar aplausos alquilados; percibíanse taponazos, salpicaduras de soda, murmullos lujuriosos, risas de borrachos yt mientras tanto, en el escenario, Jenny Pearl bailaba.

Iba pasando la noche. De las húmedas calles llegaban continuamente más mujeres. Irrumpían en el guardarropa, peleándose a causa de sus míseras conquistas, entre palabrotas, luchas y arañazos. Aquella pequeña estancia tenía una puerta, cerrada por fortuna, que conducía al vestuario donde Jenny cambiaba de traje cinco a seis veces cada noche; pero los horribles juramentos, los detallados comentarios sobre cada vil escarceo, el detestable chalaneo de carne humana, todo lo oían con claridad las veinte chicas del conjunto.

El cuarto número 45 era alargado y bajo de techo, con las paredes encaladas. Tenía una ventana, rara vez abierta. Carecía de luz eléctrica y los mecheros de gas daban una luz tan débil que todas las coristas se maquillaban siempre con exceso, temerosas de no hacer buen efecto en el escenario. Una larga y tosca mesa que ocupaba todo el centro de la habitación, servía de tocador a las muchachas, sentadas en bancos de pino, sin respaldo. En una esquina había un gran armario ropero, y junto al sitio de Jenny una burda pila con agua corriente. El cuarto siempre estaba oscuro y caldeado. Para llegar a él desde el escenario había que subir ochenta escalones de piedra, y las chicas hacían presurosas este recorrido una media docena de veces durante cada representación. Les ayudaba a vestirse y les zurcía y cosía los trajes y vestidos una irlandesa, rubicunda, vieja y a todas luces más sucia que el cuarto que debiera cuidar; dos ventiladores removían continuamente el aire cargado tratando en vano de dar una sensación de frescura. Es de suponer que los inspectores sanitarios del Ayuntamiento londinense nunca llevaron sus investigaciones hasta el cuarto número 45, lo que tiende a demostrar que se ha exagerado mucho sobre las molestias que causa su entrometimiento fisgón.

La mitad de los cuartos de vestirse estaban a un lado del escenario y la otra mitad, enfrente. Los más próximos al escenario eran menos desagradables. El arquitecto evidentemente creía en el efecto beneficioso de las primeras impresiones. Cualquiera que se aventurara a entrar en una de aquellas conejeras sin haber sido avisado de antemano acerca de su naturaleza, quedaría atónito ante la increíble profusión de cuartucos y pasadizos inesperados que salían de todas partes hacia lugares misteriosos. Algunos de los primeros parecían haber estado deshabitados durante largos años. Uno de ellos encerraba un piano, dos daguerrotipos y un montón de vestidos destrozados por la humedad y la polilla. Bien podía habérsele tomado por el in pace a que fuera condenada alguna bailarina en el pasado como castigo por un paso equivocado sobre el escenario, y mantenido como monumento dedicado a la desesperación de los ambiciosos.

El Oriertt agostaba la juventud. El cuerpo de baile esclavizaba como votos monásticos. Cuando una muchacha entraba a formar parte de él, renunciaba al mundo. Llegaba lozana, fresca la cara rosada, rebosante de esperanzas el corazón y adivinando la sonrisa que la Farpa le dedicaba. En pocos años, la atmósfera del lugar, el trabajo agotador y la falta de sueño, le habían robado los colores. En la cantina que había debajo del escenario hallaba fácil y barato consuelo. Y año tras año continuaba bailando en la segunda fila del conjunto, aunque ya jamás volvería a danzar con alegría y gusto.

Guando Jenny ingresó en el Orient, pensó que lo hacía para poco tiempo. Así lo dijo a sus compañeras; y éstas se rieron. No sabía que pronto el teatro se convertiría para ella en una inveterada costumbre; no sabía aun lo tranquilizador que es contar con un empleo fijo. Pero ni siquiera el Orient pudo domeñar a Jenny. No era ella, como otras, hija y nieta de bailarina ni había heredado una tradición de disciplinada obediencia. Nunca llegó a ser una títere manejada por cuerdecillas e hilos desde arriba, vistiéndose y cambiándose de trajes apresuradamente, sin esperanzas, sin nunca oír más que órdenes impersonales dadas a todo el conjunto. Renunció a su ambición acaso, pero jamás a su personalidad. A poco de llegar, el Maitré de Ballet la llamó a su tabuco y la pellizcó juguetón en un brazo; Jenny le cruzó la cara sin más contemplaciones, le amenazó con quejarse al empresario y le envolvió en una mirada de tan cáustico desprecio que la presunción del cuitado sufrió un grave golpe. Sin embargo, probó fortuna con ella de nuevo pasado algún tiempo. Entonces Jenny fue a quejarse a la mujer del conquistador, una francesa gorda, agria y amarilla, tras lo cual no volvió a molestarla. Y como el pobre hombre era un artista, no guardó rencor a la tarasca, sino que la conservó en su puesto de primera fila.

No hay que suponer que las ochenta o noventa chicas del conjunto eran desgraciadas. Antes al contrario, eran felices y todo lo bien tratadas que permitían los egoístas intereses de la Sociedad Anónima propietaria del teatro. El empresario las llamaba “hijas mías” y estaba convencido sinceramente de tratarlas como tales. La verdad es que las trataba como si fuesen muñecas. Y a las que pasaban de los treinta, con la indulgencia sentimental que dedicamos a las muñecas rotas. Tal vez el nutrido grupo de hombres que esperaban todas las noches al final del patio largo y angosto que conducía desde Jermyn Street a la entrada del escenario del Orient, contribuyera a hacer perdurar la estúpida e infundada tradición, aun hoy acreditada, de que era aquel lugar propicio para encontrar fáciles aventuras amorosas. Todas las noches, a eso de las once y media, el heterogéneo grupo de hombres aguardaba la salida gradual de las chicas del Orient. Tal grupo de hombres había permanecido allí de guardia seis noches a la semana durante más de cincuenta años. Sus componentes, y los atuendos de éstos, eran distintos, pero el grupo en sí, como unidad, jamás cambió.

Variaron en lo superficial. En un tiempo, llevaban los hombres impresionantes patillas, anchos sombreros y capas de amplio vuelo; luego se redujo aquella exuberancia capilar, y se vieron en el patio los holgados pantalones de 1870. En cuanto a ellas, cruzaron el patio con medias rayadas, miriñaques grotescos y moños historiados; y más tarde con ajustadas faldas plisadas, con mangas de jamón y bustos retadores, y con las mangas pegadas a la piel de 1880, que diez años más tarde verían las estrellas de Londres de amplitud más generosa. Hoy salían a la calle más graciosas, menos historiadas, igual de seductoras, en parejas, riendo, o de una en una, arrebujándose en capas y abrigos, para protegerse contra la repentina y fresca caricia de la noche. Allí se quedaban unos momentos, formando en el patio graciosos grupos como de figuritas de porcelana. Hablaban en tonos bajos y melodiosos, como gente que discurre por una pradera florida al atardecer. Para el observador de imaginación resultaban deliciosas. Las miraba con gusto y cariño, como lo hiciera al ver arribar a puerto unas barquillas pescadoras al caer la tarde. Todas las noches bailaban y sonreían y se adornaban en honor del mundo. Los ensayos eran tan duros que más de una vez cayó una al suelo exhausta. Ninguna tenía dinero, pero casi todas tenían marido e hijos en una casita escondida en un barrio apartado y populoso. Muchas, naturalmente, sin tales sujeciones, podían aceptar libremente la escolta brindada por los componentes del grupo de hombres que esperaban a la salida. Consideraban éstos a las chicas del conjunto fáciles presas, pero en realidad eran huidizas como antílopes que advierten la proximidad del emboscado cazador. No buscaban patrocinadores masculinos y se reían de ellos y de sus modales y de su condescendencia. Quizá desearan oír sus aplausos a través de las candilejas, pero bajo la luz de la luna no necesitaban ni ansiaban sus favores. Tenían ese respeto de sí mismas que da el arte, aunque éste a veces suponga parejas humillaciones. Eran hijas de Apolo.

Todo esto resultaba incomprensible para aquellos conquistadores desprovistos de imaginación y las chicas se reían de sus afectados modales y su conversación insípida, despreciando su vanidosa seguridad, rechazando sus ofrecimientos y apartándolos de su camino, como apartarían las ramas de un bosque que les estorbaran el paso.

Algunas, entre ellas Irene y Jenny, observaban momentáneamente el grupo y luego, con calma, seleccionaban un compañero para media hora de charla en un café; pero, alrededor de las doce, Jenny se despedía apresuradamente, sin dejar siquiera tras ella el zapatito de cristal de Cenicienta que consolase a su optimista admirador; en dirección a su casa marcharía en la imperial del autobús, contemplando, en invierno, cómo el resplandor de la luna era barrido por las ramas de los árboles, desnudas de hojas, y en verano, cómo aquélla pendía sobre las múltiples chimeneas, semejante a un globo de oro.

La juventud ofrecía a Jenny innumerables y alegres aventuras y el inocente compañerismo de ella e Irene para burlar a sus galanes motivaba grandes risas en los camerinos, sobre todo cuando la primera relataba alguna de sus divertidas chanzas. La narración de sus conquistas era larga, invariablemente. La mayoría de las víctimas quedaban en el anónimo o veladas bajo el misterio de un rasgo personal característico; así, pues, hablaban muchas veces de un tal William Mandarina, quien al encontrarlas por primera vez era portador de un cartucho con naranjas; también había un Bill Pelos y Bill Chaquetón, William Granos, Johnny Cejáis y
William Abrigo-de-pieles. Todos ellos les servían de compañeros incidentales, con los que bromeaban un rato, en el coche, mientras aceptaban bombones y cigarrillos. Ellos persistían, sin embargo, esperando ser vencedores en aquel escarceo. Jenny los dominaba con sus ojos burlones, cautivadores, con sus coqueteos que ocultaban escarnio y se mofaba de ellos igual que Hera burló al apasionado Titán.

En invierno, los bailes de disfraces del Covent Garden dieron a Jenny algunas de las horas más relices de su vida. Los martes, cada quince días, se enviaban invitaciones a la puerta del escenario del Orient y Jenny casi siempre lograba obtener una. La primera vez fue vestida de niña, ataviada con muselina y un sombrerito blanco completamente infantil; llevaba zapatos blancos, calcetines y una profusión de lazos de seda color rosa. Cuando los porteros la vieron llegar, casi rehusaron admitirla, tomándola, al pronto, por una verdadera niña y les resultó difícil creer que realmente fuese una mujer; consultaban apurados entre sí, en tanto que los ojos brillantes y rasgados de Jenny contemplaban burlonamente aquellos personajes enfundados en imponentes libreas. Se convencieron, al fin, y ella gozó inmensamente. Algunos sufrieron también la misma equivocación de los porteros e intentaron echarla del teatro; corrieron tras ella, escaleras arriba y alrededor del vestíbulo y luego volvieron a correr escaleras abajo y a través del restaurante, dentro y fuera de media docena de palcos, entre risas, charlas y gritos. Después Jenny bailó casi todas las piezas, ganando el segundo premio. Tres viejos intentaron persuadirla que se fuera con ellos; siete jóvenes juraron que jamás habían visto una niña más encantadora. A los tres primeros, Jenny contestó con fingida inocencia:

—Pero soy una niña buena... Yo no hago esas cosas...

Y ellos, entonces, le indicaron que era demasiado joven, en efecto, para venir a un baile del Covent Garden. Y luego —con muy buenas intenciones— se ofrecieron a acompañarla hasta su casa.

Jenny estuvo más conforme la admiración de los siete jóvenes.

—Soy encantadora, ¿no es verdad? ¡Oh, si tú supieras! ¡Soy un verdadero sueño de amor!

Y como un sueño era fugaz. Adoraba el ser libre y se felicitaba de no enamorarse. No deseaba sino gozar lo más posible y lo lograba. Luego, a las seis y media de una fría mañana de noviembre llegó a la calle Hagworth acompañada de cinco chicas más, con los trajes ajados; subió de puntillas las escaleras, se desnudó como pudo y, al despertar, encontró en cada muñeca un lazo de cinta color rosa, manchado y arrugado.

Volvió más veces y tuvo muchas aventuras. En una ocasión se encontró con la bella esposa del propietario de un bar en Surrey y regresó con ella, después de tomar el desayuno, a aquel barrio donde la señora Argles era objeto de admiración y críticas entre todo el vecindario, a causa de su provocativa figura y su llamativo modo de vestir. Irene las acompañó también y las dos chicas fueron a dormir a una habitación de blancos cortinajes; por la tarde pasearon en coche y luego quedaron un buen rato en la hogareña salita del bar, viendo aproximarse el anochecer entre los árboles cubiertos de neblina. Por fin, decidieron telegrafiar al teatro comunicando que estaban indispuestas y al día siguiente volvieron a pasear en carruaje por los senderos de Surrey, riendo y charlando todo el camino. Después de comer, Jenny regresó a la calle Hagworth, donde fue reprendida severamente por su madre, que la acusó de llevar una vida irregular y libertina, insistiendo en saber dónde había estado y cómo se atrevía a presentarse en casa vistiendo las ropas de otra mujer; le ordenó también que de allí en adelante regresara inmediatamente tan pronto saliera del teatro; le prohibió un centenar de cosas y como única respuesta obtuvo un gran portazo, antes de haber tenido tiempo de terminar sus mandatos.

A esto sucedieron días de locura y noches de mayor bullicio aún. Había veces que pasaba horas enteras en el Jardín Zoológico con William Abrigo-de-pieles, que resultó ser profesor de un colegio, y, por tal motivo, una verdadera fuente de información acerca del reino animal; daba explicaciones tan detalladas que, en alguna ocasión, vio su sombrero en peligro dentro de la empalizada de las jirafas o percibía cierta aversión de algún otro animal exótico hacia sus guantes. El buen hombre, sin embargo, hubiera perdido con gustó más guantes y sombreros con tal de verse libre, por un rato, de la escuela de Margate, donde enseñaba latín a hijos de familias distinguidas. Se creía un Don Juan e imaginativamente se veía, muchas veces, ataviado como tal, de raso negro con franjas purpúreas. Para los demás resultaba un profesor de edad madura, un tanto ingenuo, y para las chicas, según opinión de Jenny, “una juerga”.

El coronel Walpole fue, acaso, el primero que hizo variar a Jenny su manera de pensar respecto a los hombres. Desde su butaca de primera fila había percibido aquella muchacha encantadora y le envió una notita a la puerta del escenario; luego la llevó a cenar, obsequiándola con champaña; cuando comprendió que era una buena chica su interés por ella pareció acrecentarse y la invitó a tomar el té en su piso, cuyas ventanas se abrían sobre las soleadas copas de los árboles de Green Park; le regaló también algunos lindos vestidos y sombreros, lo que hizo a las demás chicas cuchichear y reírse a espaldas de Jenny y acrecentó los recelos de Florence.

—¿Qué me importa? —decía Jenny—. No es nada malo.

El coronel Walpole la llevó también a dar largos paseos en automóvil; la hizo tomar salmón con mayonesa en Weybridge, pollo con mayonesa en Cobhan, salmón con mayonesa en Henley y langosta al gratín en Brighton; se conducía con ella de un modo paternal y a Jenny le gustaba. Era un hombre de apariencia fría y tranquila y tenía una voz muy bien timbrada. Cualquiera que fuese su verdadera intención hacia la muchacha se comportaba siempre correctamente y ella sintió tristeza cuando se fue al Tibet en una expedición.

—Mi amigo el príncipe ha marchado —dijo a las otras chicas—. Pero nada de risas —añadió-o me vais a oír.

Tenía entonces Jenny diecinueve años. La marca del Orient Palace aún no era visible en ella. Las rosas de sus mejillas palidecían un poco, pero los dieciocho meses en el rancio teatro habían sido compensados por las diversiones exteriores. Parecía que la alegría de vivir no iba a tener fin para ella y esto la hacía ser, en el fondo, más joven que nunca. Su madre continuaba preocupándose incesantemente por aquella hija; pero ésta sabía defenderse muy bien; verdad que cometía algunas equivocaciones, mas eran motivadas por falta de experiencia y no por tontería. Jenny conocía a los hombres perfectamente y el cinismo que formaba parte de su carácter la impedía ser fácil presa de los asaltos masculinos; no ambicionaba más que diversiones y en su opinión el amor no las proporcionaba; la vista de dos amantes le causaba siempre fifia impresión deprimente y aborrecía la permanente emotividad que sugerían.

Tanto a Jenny como a Irene les placía elegir un par entre el grupo de hombres que esperaban, a la salida del escenario, como pueden escogerse dos caballos de carreras. A la noche siguiente, aquel par era completamente olvidado y renovado por otro que fuese tan divertido como el anterior, Jenny manifestaba aún intenciones de no permanecer mucho tiempo en el Orient Palace y cuando le preguntaban acerca de sus estudios de baile se reía.

—¿Para qué trabajar? No se consigue nada. Yo hubiera podido bailar bien, pero ahora... Bueno; ahora puedo también, sólo que no quiero, ¿para qué?

Y si alguien le recordaba que debía pensar en su carrera artística, añadía:

—Tú no conoces el Orient. Juraría que allí nadie tiene interés en que las chicas progresen. Si descuellas en un número, en el siguiente te pasan a tercera fila.

Una mañana Jenny se miró al espejo.

—May —dijo—. Creo que cuando llegue a vieja me tirare al río. Te lo digo de veras. Me asusta la idea de tener treinta años.

—No seas tonta —replicó May—. ¿Cómo se te ocurre pensar en eso si sólo tienes diecinueve?

—Ya lo sé; pero llegaré a los treinta. Esto lo dijo alguien anoche. Supongo que yo estaba algo trompa, porque me desperté pensando en ello. ¡Treinta años! ¡Qué barbaridad!... Pero, ¿qué importa? Acaso no llegue a los treinta.

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