Carnaval

Carnaval


CAPITULO XXII

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CAPITULO XXII

LA ESTATUA INCOMPLETA

Al enterarse Maurice del paso decisivo que Jenny había dado, preguntó por qué no lo había dado mayor aceptando su protección.

—Porque no he querido. Todavía no. No puedo explicar por qué, pero no. ¡Oh! Maurice, no me preguntes más.

—No se trata de los tuyos. Ya que es evidente que no te ha importado herir sus sentimientos en otro sentido.

—Ir a vivir con Irene no es lo mismo que vivir contigo.

—No es preciso que vivas abiertamente conmigo. Nadie te dice que lo hagas, pero...

—Es inútil que sigas —le interrumpió ella—. Ya te he dicho que algún día lo haré.

—Algún día —suspiró él.

Febrero fue hermoso aquel año y llegó con barruntos de primavera. Maurice se sentía afín con el impulso de la estación y se encontró poseído de la ambición de crear una obra de arte. Propuso que Jenny fuera todos los días al estudio para posar para la estatua de “La bailarina cansada”,

—Estoy convencido de que mi verdadera vocación es la escultura —declaró—. Puedo escribir y tocar, pero ninguna de las dos cosas las hago mejor que muchas otras personas. Tratándose de la escultura ya es otra cosa. Para empezar, no hay mucha competencia. Es el arte menos generalizado, aunque en otro sentido sea el más universal. Es un arte que parece haberse perdido. Sin embargo, según todas las reglas de la historia soda!, es el arte en que más debiera trabajar nuestro actual momento evolutivo. Encesta era de ruido y agitación, la espléndida quietud del arte escultórico debiera incitar a toda mente creadora. Yo siento el impulso plástico, pero hasta este momento me he contentado con desperdiciarlo en fragmentos y pedazos de cabezas, brazos y manos. Tengo que terminar algo: hacer algo.

Jenny consintió en posar, mirándole a través de las espirales azuladas del humo de los cigarrillos. Encontraba un deleite sensual en verlo feliz y en oír su charla excitada.

—Ahora voy a modelarte, Jenny-proseguía él, paseándose arriba y abajo en medio de una serie de resoluciones y propósitos—. Se me ponen los pelos de punta de emoción. Poseerte en barro virgen, amasar con mis propias manos tu delicada figura, ver cómo va tomando forma bajo mi impulso creador. ¡Es tremendo! ¿Qué es una oda después de esto? Podría derramar mi corazón en todas las formas métricas imaginables, pero nunca daría nada al mundo fuera de mí mismo. Pero si hago de ti una estatua esplendorosa, te doy a ti, a ti, para que por siempre jamás los hombres te miren, te amen y te deseen. Esto sí que es arte objetivo. ¡ Vaya! Pobres poetas anticuados, con sus palabras! ¿Dónde están? No se puede hincar las uñas en una palabra. ¡ Las Nereidas del museo Británico! ¿Te acuerdas de las Nereidas, preciosa?

Jenny le miró sin recordar.

—Sí, naturalmente que te acuerdas. Dijiste que te gustaban mucho. Debes acordarte de ellas, tan ligeras y vaporosas que más parecían nubes o vilanos que sólidos pedazos de mármol.

—Si venimos a eso —dijo Jenny—, me parece que todas las estatuas que vimos iban muy ligeras y vaporosa®,

Maurice interrumpió sus paseos por la habitación y se sentó para discutir los detalles de su concepción.

—Me gustaría que fueras vestida como Colombina, y, sin embargo, no sé; es cosa muy vista.

—Podría ponerme mi vestido de ensayo.

—¿Cómo es?

—¿Tengo dos o tres. Pero el más bonito es el gris de tarlatana.

—¿ Cómo?

—Bueno, una especie de muselina muy tiesa. Con una falda de baile, pero no hay que llevar mallas.

—No oí lo que habías dicho. Ya sé, tarlatana. Un material rizado muy bonito. Me parece que irá bien. ¿No importará que se arrugue?

—De ningún modo.

—Porque ya ves, quiero que estés echada sobre un montón de alfombras y cojines, como si hubieses estado bailando mucho y te hubieras quedado dormida al quedar agotada.

Y así, en la época de las celidonias y campanillas blancas, Jenny estuvo yendo a diario al estudio, y después de comer juntos en»deliciosa intimidad, bajaba a cambiarse de vestido, mientras Maurice disponía la tarima de los modelos.

La falda de tarlatana gris perla, esponjosa y flotante, sentaba bien a la euritmia de la figura de Jenny. Llevaba medias de seda gris bordadas en rosa vivo, una blusa de crespón color niebla, y en la cabeza una redecilla de terciopelo rosa. Una o dos veces se quedó completamente dormida entre las alfombras, pero por lo general permanecía como en un sueño, dándose cuenta tan sólo de los arrebatos de entusiasmo y comentarios apasionados de Maurice.

—Es algo extraordinario —empezó él a decir cierto día—, pero mientras estoy sentado aquí, modelando tu cuerpo, tú misma te conviertes para mí cada vez más en algo espiritual. Tengo una rara idea que me bulle constantemente en el cerebro de que eres realmente tú la que tengo entre mis manos. Supongo que será la continua concentración en un mismo objeto la que quita a todo lo demás sus verdaderas proporciones. De una cosa, sin embargo, me hago realmente cargo, y es de que cada día te haces más necesaria en mi vida. De veras; cuando no estás aquí, el estudio me parece un infierno. Tú lo enriqueces con tu presencia; parece que le infundes tu personalidad. Resulta tan romántico estar tú y yo solos, aquí, por encima de los tejados de las casas; más solos que si estuviéramos en una playa en invierno. Quisiera poder explicarte la deliciosa satisfacción que siento todo el tiempo.

—Querido —murmuró ella soñolienta.

—Eres algo dormilona, ¿tío?

—Un poquito.

En aquel momento llamaron a la puerta, y Ronnie Walker miró hacia adentro.

—Hola Ronnie —elijo Maurice con un tono de desagrado en su voz.

—Oye, muchacho, ¿me considerarías un entrometido si sacara algunos apuntes de Jenny?

El disgusto de Maurice por la interrupción se disipó un tanto, por la satisfacción del sentimiento de propiedad.

—De ningún modo. Cuando quieras, ¿por qué no ahora?

Ronnie se sentó allí, trazando bocetos de Jenny con líneas suaves, indefinidas como su propio carácter. Al cabo de un rato se retiró silenciosamente con su libro de apuntes bajo el brazo. Al día siguiente volvió con dos acuarelas, una de las cuales representaba una habitación en la penumbra del crepúsculo matutino, y a Jenny, profundamente dormida, delante de un espejo de plata, envuelta en una capa de raso azul pálido. La otra figuraba un dormitorio en penumbra, con celosías débilmente iluminadas por la luz de la mañana, mientras que por una rendija, reluciente de partículas iluminadas, un rayo de sol hacía resaltar vivamente el carmín de sus labios.

El pintor enseñó sus cuadros a Maurice.

—¡Oh!, Ronnie —dijo este último—. Me distraes de mi trabajo.

—Amigo mío, lo siento infinito —dijo Ronnie excusándose, y sin esperar se apresuró a marcharse del estudio.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Jenny, que se había despertado con esta breve conversación.

—Quisiera que no vinieran a interrumpirme cuando estoy trabajando —gruñó Maurice—. Es una falta de consideración. Uno no desea ver unas malditas pinturas cuando está trabajando en otro terreno.

—¿ De quién eran?

—Tuyas, naturalmente.

—¿Por qué no me las ha enseñado?

—Supongo que porque yo me he echado encima de él-como una fiera.

—Y ¿por qué?

No puedes comprender cómo molesta tener que mirar la forma en que otra persona ha tratado el asunto que uno tiene entre manos.

—Ya podías haberle dejado que me los enseñara.

—Parece que te interesa más el trabajo de Ronnie que el mío.

—Bueno, nunca me has dejado ver lo que has hecho.

No está acabado aún.

—Si te lo propones, llegarás a ser insoportable. —Mira, Jenny, por favor, no empieces a criticarme. No puedo tolerarlo. No he podido nunca. Últimamente he notado qué tienes tendencia a ello.

—¡ Oh ¡, no.

—Pues me causas esa impresión.

Jenny se levantó y deslizando sus manos sobre la tarlatana hasta hacer desaparecer las arrugas se trasladó lentamente al lado de Maurice.

—Bésame, grandísimo tonto, y no digas más majaderías, porque me hacen desgraciada.

Maurice no podía desdeñarla cuando, inclinada hada él, cerraba sus manos frescas bajo su barbilla y con tiernos besos trataba de borrar dé su frente las arrugas de malhumor.

—Tus brujerías me desarman.

—¿ Y él no estará nunca más de malhumor?

—No puede. ¡Ay! Mi encanto es demasiado encantador.

—Si supieras lo que representa para Jenny Pearl pasar por una majadera.

—Eso es amor —explicó Maurice.

¿ De veras? Es posible.

Al cabo de algunos meses, un día Maurice se dio cuenta de repente de que, aproximándose el verano ya no se podría perder tiempo. Volvió a reanudar su trabajo en la escultura con una fiebre de actividad. Abril empezó y la estatua aún parecía más de una bruja que de una linda muchacha. En e! estudio, lleno de tulipanes color de rosa, la estatua progresaba rápidamente. Por fin, una mañana, el mes de abril arrojó todos sus disfraces y se puso a bailar como un hada.

—Acabaré el modelo hoy —anunció Maurice.

El sol estuvo asomando y ocultándose toda la tarde. Un momento, las ventanas chorreaban el agua de un chaparrón; al siguiente las gotas de agua lanzaban destellos brillantes a la luz del sol.

—¡ Se acabó! —exclamó el artista, y arrastró a Jenny para mirar y admirar.

—Muy bonito —declaró ella—. Ahora que no se me parece mucho. No importa, la posición lo es todo en la vida —agregó contemplando su forma durmiente.

—No se te parece —replicó Maurice lentamente—. Tienes razón; no se te parece. ¡En absoluto! ¡Maldito arte! —gritó, y, cogiendo el modelo lo arrojó con estrépito a la chimenea.

—¿Estás loco? ¿Por qué se te ha ocurrido hacer eso?

—Tienes razón. No eres tú. ¡Oh!, ¿por qué lo intenté? Ronnie pudo hacerlo con una maldita caja de pinturas. ¿Por qué no puedo hacerlo yo? Yo conozco mejor que Ronnie. Yo te amo; yo adoro cada uno de los músculos y venas de tu cuerpo; sueño noche y día con el perfil de tu nariz. ¿Por qué no puedo reproducirte en piedra, mientras que Ronnie ha podido revelar al mundo tu boca con dos manchas de carmín? ¡Qué llena de engaños ésta la vida! Aquí estoy yo, ardiendo de ambición por crear una obra maestra. Me he enamorado de una obra maestra: tengo todas las oportunidades, una inspiración llameante y no sale nada de ella. Nada, absolutamente nada, Pero algo tiene que salir. ¿Lo oyes, Jenny? Nada podrá detenerme ya. Si no puedo poseer tu imagen debo poseerte a ti misma.

Durante esta perorata, una tormenta de granizo golpeaba las ventanas. Pero cuando Maurice la estrechó contra su corazón en un prolongado silencio la tormenta había pasado, y el sol entraba a raudales en la habitación tibia y apacible. En el antepecho de la ventana un gorrión solitario piaba a intervalos regulares, y en la calle, los niños hacían rodar sus aros, que caían con frecuencia.

—Jenny, Jenny —argüía Maurice, aflojando la presión de su abrazo—. No juegues más con el amor. Piensa qué equivocación, qué pérfida equivocación es dejar transcurrir una parte tan grande de nuestro tiempo. No me vuelvas loco de impaciencia, chiquilla. ¿No puedes comprender qué barbaridad estás cometiendo con tu vida?

—Quiero esperar a los veintiún años —dijo ella.

Esta fecha no representaba para ella absolutamente nada, pero Maurice aceptándola como un compromiso formal de entrega de sí misma solamente pudo protestar contra su falta de razón.

—¡Cielos! ¿Para qué? Eres, de verdad, la criatura más asombrosa. ¡Los veintiún años! ¿Por qué no los cincuenta y uno? Y, sobre todo, ¿por qué no ahora?

—No puedo. Ahora no, que acabo de salir de casa. No me lo pidas, Maurice. Si me quisieras como dices esperarías completamente tranquilo un poco más.

—Pero, ¿acaso no quieres tú lo mismo que yo?

—Unas veces, sí; otras veces, no. A veces pienso que quiero, a veces pienso que no quiero nada con ningún hombre.

—No me quieres.

—Sí te quiero. Vaya que sí te quiero. Sólo que odio a los hombres en general. Siempre los he odiado. No puedo explicar más que lo que te he dicho. Si no puedes entender, dejémoslo en paz.

Es porque no entiendes a las mujeres.

—¡No entiendo a las mujeres! —repitió él sorprendido por esta afirmación—. Naturalmente que entiendo tu punto de vista, pero creo que es estúpido, irracional y peligroso... Sí, peligroso.

—No nos entiendes —insistió Jenny.

—Querida niña, os entiendo demasiado bien. Conozco vuestros temperamentos estúpidamente indecisos, vuestra incapacidad de hacer frente a las situaciones, vuestra inclinación al sentimentalismo, vuestra afición a llegar a medio camino y retroceder.

—No sigas paseándote arriba y abajo. Me da ganas de reír. Si me río, te enfadarás.

—¡Reír! Es asunto de risa para ti. Para mí es algo tan serio, tan sagrado, que la risa no puede existir.

Jenny estuvo pensando un momento.

—Me parece —empezó a decir— que yo me reiría a pesar de todo. Como sigas paseando... me voy a reír. Lo sé.

Al llegar a este punto, en la planta baja se oyó el doble aldabonazo de un chico de telégrafos. Fue demasiado lejano para sacudir los nervios de Jenny y Maurice, pero aun así, constituía de sobra un recordatorio de otra vida exterior.

—¿Será para mí? —se preguntó Maurice.

—Vete a ver.

—Esperemos un momento. La señora Wadman puede abrir la puerta.

De nuevo, en la planta baja se oyó la llamada del mundo exterior.

—¡ Maldita sea la señora Wadman! ¡ Bien podía no salir a sus asuntos durante el día!

— ¿Por qué no bajas, Maurice? Si no le abren se marchará en seguida.

Otra vez, con golpes muy secos, el heraldo pidió entrada para los acontecimientos y emociones independientes de su amor, y Maurice bajó de mala gana para abrirle.

Sola en medio de un tumulto de deseos sentidos y reprimidos, Jenny sintió ganas de echarse sobre las alfombras y romper a llorar. La situación, durante un instante, favoreció la causa de las lágrimas, cuando pensó en las muchas horas transcurridas sobre aquella tarima adormecida y dichosa. Y hada atrás y hacia adelante, en ridículo movimiento, percibía siempre la imagen de su amado, pareciéndole la situación muy alborotada, pero sin motivo. Su comprensión resulta despiadadamente lúcida, cuando, acosada por las escenas pasionales, acudía a su mente para formar un nido. Tal vez era el fatalismo de su inteligencia no cultivada el que le hacía comprender mejor lo fútil de los conflictos emocionales. Tal vez fuese lo que se llama “sentido del humor”, que, en cierto modo, siempre implica falta de imaginación.

Maurice regresó, y le alargó el telegrama.

Tío Stephen muerto repentinamente en Sevilla, regresa inmediatamente, debes partir a buscar a tía Ella. Por favor, hijo. Mamá.

—¿Te quiere, no es verdad?

Maurice la miró intrigado.

—Quiero decir tu madre.

—¿Por qué?

—No lo sé. Me parece que te ha escrito con mucho cariño, eso es todo. Sin embargo, preferiría que no tuvieras que ir.

—Sí, y a España sobre todo. Es el tío de quien te he hablado. Heredo dos mil libras. Tengo que ir.

—Preferiría que no te fueras —repitió ella condolida—. Precisamente ahora que el tiempo está mejorando. Pero, naturalmente, tendrás que ir —agregó.

Jenny se arrancó esa autorización con un esfuerzo enorme, pero Maurice pareció aceptarla muy fácilmente. De repente le acometió una idea:

—Jenny, estas dos mil libras son la clave de la situación.

—¿Qué?

—Naturalmente que puedo —dijo él para sí mismo—. Puedo traspasarte esa cantidad. Puedo dejarte atendida, sea lo que fuere lo que a mí me ocurra. Ahora ya no hay ninguna razón para que no consientas.

—No veo que estas dos mil libras constituyan ninguna diferencia. ¿Por quién me has tomado?

—No te estoy comprando, nena. No soy tan imbécil como para suponer que pudiera hacerlo.

—No, no podrías. No hay hombre que pueda comprarme.

—Tanto mejor —dijo él—. Lo que quiero decir es que ahora ya no tengo escrúpulos propios que vencer. Esto es exacto. Ya sé que si algo me sucediera tú quedarías bien. ¡Jenny, dime que sí!

—Ya te he dicho que algún día lo haré. No insistas. Además, vas a marcharte. Tienes muchas otras cosas en que pensar, aparte de tu Jenny.'Pero vuelve pronto, Maurice, ¡ te quiero tanto!

—¡ Me quieres! —dijo él burlonamente—.; Me quieres! ¡ Historias! Una mujer que no tiene bastante decisión para confiarse a su amante, ¡ y habla de amor! Ese amor tuyo no quiere decir nada. Es una pura fantasía. El amor no ha ensanchado tus horizontes. El amor no ha dado a tu vida ningún gran impulso. Mírame a mí, enteramente poseído por mi amor hacia ti. ¡ Eso es pasión!

—No creo que sea mucho más, verdaderamente —dijo Jenny.

—Eres* como todas las muchachas. Exactamente igual que todas las demás. ¡Señor! ¡Y yo que creía que eras distinta! Creía que no serías tan ciega que separaras el amor de la pasión.

—No lo hago. Te quiero de veras. Te necesito —murmuró ella—. Tanto como tú me necesitas a mí, pero no ahora. ¡ Oh!, Maurice, quisiera que lo comprendieras.

.-Bueno, pues no lo entiendo —dijo él con frialdad—. Mira, ya te has peleado con tu madre. Tienes un obstáculo fuera del camino.

—Eso no es cierto. Mi madre vive todavía.

—Ya hace bastante tiempo que me conoces para saber que no voy a hacerte una charranada. No tienes que preocuparte de la cuestión dinero, y... me quieres, o pretendes quererme. Pues bien, ¿por qué, entonces, no puedes ser razonable?

—Ya llegará un momento, Maurice, y creo que llegará pronto, en que yo te diga “sí” por mi propio impulso. Y nada de lo que tú digas o hagan antes podrá hacerme decir “sí” ahora.

—Y, entretanto, ¿he de agotarme preguntando?

—No —murmuró ella, sonrojándose ante tal revelación de sí misma—. No, yo diré “Maurice”, y entonces lo sabrás.

—¿Y he de marcharme a España con la única esperanza de “un día, un día”?

—No, allá tendrás otras cosas en que pensar.

—Qué gracia me haces con tus pretendidas diversiones para mi imaginación. Pero, en serio, ¿será que “sí” cuando yo vuelva, por ejemplo, dentro de quince días?

—No, todavía no. Tendrá que pasar algún tiempo. ¡Oh!, no me pidas más. Eres cruel.

De repente, Maurice pareció abandonar la persecución.

—No te veré por algún tiempo —dijo.

—No importa —contestó Jenny para consolarle—. Piensa lo hermoso que será cuando volvamos a vernos.

—Adiós —dijo Maurice secamente.

—¡Oh!, qué modo más raro de decir adiós.

—Bueno; tengo que hacer la maleta y coger el
tren de las seis y media para Claybridge. Te escribiré.

—No te molestes —dijo ella, helada por sus modales.

—No seas idiota, tengo que escribirte. Adiós, Jenny.

Parecía que él le ofrecía el abrazo más por hábito que por deseo.

—He de mudarme primero —dijo ella, no haciendo ningún movimiento para encerrarse en sus brazos.

A ambos les pareció que habían pasado miles de emociones: él, con la bata de escultor de su pretendida profesión; ella, con su falda de tarlatana.

—Es como un cuento de Maupassant —dijo Maurice.

—¿Sí? Siempre con tus comparaciones. ¡ Soy enteramente una idiota!

—Efectivamente —dijo Maurice con intención. A Jenny le pareció, por primera vez, que la estaba criticando.

—Gracias —dijo, mientras salía del estudio encogiéndose de hombros y mordiéndose los labios, fría y hostil.

Su cólera era demasiado honda para no permitirle arreglarse el pelo meticulosamente. Ni se equivocó en un solo corchete al abrocharse su falda de diario. No tardó Maurice en llamar a la puerta, pero no le fue posible contestarle.

—Jenny —dijo—, he venido a decirte que soy un cerdo.

Todavía siguió sin contestar, pero cuando estuvo completamente lista, abrió la puerta de par en par, y dijo con voz monótona:

—Déjame pasar.

Sus ojos, que denotaban rencor, habían perdido por completo su brillo y parecían de lapiz— lázuli. Era imposible ver sus labios.

—No te marches así, Jenny. No volveremos a vernos en quince días o más. No nos separemos enfadados.

—Déjame pasar.

El se apartó a un lado, humillado por su firmeza, y Jenny, con los ojos bajos, fijos, abotonándose los guantes, pasó delante de él con aire displicente.

—¡Jenny! —clamó desesperado por encima de la baranda de la escalera—. ¡Jenny! No te vayas así. No lo hagas, nena. No puedo soportarlo.

Y echó a correr para cogerla del brazo.

—Dame un beso de despedida y hagamos las paces. ¡Haz el favor, Jenny, Jenny! Hazlo, ¡por favor! No puedo soportar la vista de tu traje de ensayo tirado así por el suelo.

Esta vez la emoción pudo más y Jenny se echó a llorar.

—¡ Oh, Maurice! —dijo llorando—. ¿ Por qué eres tan cruel conmigo? Me aborrezco a mí misma por lo mucho que te quiero, pero no puedo remediarlo. Nada me importa sino tú. Te adoro de veras, Maurice.

En el pasillo, lleno de polvo, hicieron las paces.

—Ahora tengo los ojos hinchados —dijo ella quejándose con mimo.

—No te importe. Vuelve a entrar mientras recojo algunas cosas y ven a despedirme a la estación. ¿ Quieres?

Ella asintió, y, enlazados, volvieron a entrar en el estudio.

—Todo es culpa de esa condenada estatua —explicó él—. Estaba furioso conmigo mismo y me desahogué contigo. No importa, La volveré a empezar cuando esté de vuelta. Mira, guardaremos la tarlatana en el cajón de donde saco mis cosas, ¿ verdad?

Al poco rato estaban dentro de un coche, camino de la estación.

—Siempre se arreglan nuestras peleas dentro de los coches de alquiler —observó Maurice.

—No sé por que nos peleamos. Yo odio las disputas.

—No lo haremos más.

Mientras el caballo subía por el atronador recinto de la estación, haciendo un último esfuerzo, se despidieron en un beso muy largo...

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