Carnaval

Carnaval


CAPITULO XXVIII

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CAPITULO XXVIII

VÍSPERAS DE SANTA CATALINA

La noche de la cena en el Trocadero fue la primera de otras muchas parecidas, pasadas en compañía de Irene y los dos hermanos. Aun despreciando a Jack Danby, encontraba Jenny en él al mismo tiempo propiedades calmantes y analgésicas. Cuando estaba junto a Maurice, cada minuto estaba como amenazado por su propio espectro, cada momento era dulce y a la par acérrimo, preñado de inquietud, porque cada instante era definitivo. Danby, por el contrarío, tenía sobre ella el efecto estupefaciente de una droga tomada con ansia, que luego se recuerda con náusea, hasta que el hábito de ella adquirido exige una nueva dosis. Descubrió Jenny que cuando no estaba con él le echaba de menos, intranquila, deseosa de sentarse a su lado, y es que al no estar enamorada de él, no podía suscitar su ausencia pensamientos placenteros. Nada significaba para ella de no estar físicamente al alcance de su mano. Danby no era para ella sino una mala costumbre; dadas ciertas condiciones y la oportunidad podría llegar a ser un vicio.

Los métodos evolutivos de la Naturaleza, para asegurar la perpetuación de la especie humana, ha conservado a la mujer unos cuantos miles de años más atrasada, más próxima al bruto, que el hombre. No es otra la razón por la que resultan inexplicables para casi todos los hombres las reacciones y sentimientos femeninos. Han inventado los hombres el mito de la mujer exigente únicamente para halagarse ellos mismos con las victorias alcanzadas sobre sus rivales en amorosas lides. Y cuando una mujer no ajusta su conducta a las preconcebidas ilusiones del hombre, entonces éste la tilda de ser misterioso y extraordinario. Acostumbran a decir los hombres que ciertos tipos masculinos degenerados, o de delicada especialización amorosa, si se prefiere, tienen para las mujeres un atractivo irrazonable. Y es que no comprenden que cuando una mujer no encuentra a un hombre capaz de estimular su imaginación, muy a menudo comienza a buscar uno grato a sus sentidos.

Maurice nunca fue amante que encajara adecuadamente en el soñado ideal de una doncella romancesca. Pero no estando la sensibilidad de Jenny embotada por tales deformaciones espirituales, cuando Maurice se cruzó en su camino, pudo amarle de manera sana y sin prejuicios. Hízole soberano de su destino, pues juzgóle digno y capaz de ello, por satisfacer plenamente su imaginación; lo malo fue que habiendo logrado él convertir a Jenny en mujer, dejó al marcharse que un libertino recogiese el fruto de la simiente que él plantara.

Jack Danby tenía la astucia y la paciencia del mujeriego profesional. Nunca provocó en Jenny alarmada desconfianza con proposiciones sospechosas o con caricias inoportunas. Su técnica amatoria era la del cazador a la espera, siempre vigilantes los ojos. No desperdiciaba ninguna ocasión de interpretar la vida de tal manera que siempre salía malparada la virtud; era de consecuente, de inquebrantable sensualidad. Tanto él como su hermano, vástagos de una sirvienta y un viejo verde, debían cu prosperidad económica a la feliz herencia de una biblioteca de libros escabrosos. También debían a tal colección de obras su corrupción, la cual, por una misteriosa paradoja de la terapéutica anímica, podía, en ciertas ocasiones, ser sedante remedio para una mujer que buscara paz y hubiera experimentado la inutilidad de los anestésicos usuales para borrar un recuerdo.

Un sábado por la noche, a principios de enero, Arthur propuso que fuesen las dos chicas el domingo a merendar y pasar la tarde en su pisito. Miro Irene a Jenny y ésta dijo que sí con la cabeza.

Los jardines Greycoat están entre los almacenes del Ejército y la Armada y Vincent Square. Las ventanas traseras daban sobre los patios donde jugaban los alumnos de un anticuado establecimiento escolar y filantrópico. El tejado del colegio, más bajo que el de los adyacentes edificios, era como una inesperada sima en el ondulado mar de techumbres que se veía desde la ventana del estudio de Grosvenor Road.

Cuando Jenny e Irene llegaron a los jardines, ya había caído sobre la ciudad la oscuridad salpicada de barro del mes de enero, pero por algún motivo aún no habían encendido la luz en el portal de la casa donde Danby tenía su piso. Tenía un aspecto cavernoso y frío. Repelía el aspecto de la escalera de piedra y el aire pareció poblarse de rumores huecos y ominosos. A través del cristal esmerilado de una de las puertas, en uno de los descansillos, se traslucía una luz acuosa, de helado fulgor, la cual parecía sumar tristeza a la oscuridad del resto de las puertas. Los hermanos Damby vivían en el ático y hubo Irene de echar mano de todos sus no escasos recursos suasorios para convencer a Jenny de que acabase la ascensión. Llegaron, al fin, a su destino. Llamaron a un impertinente timbre eléctrico, que resonó estrepitoso, y al punto se hallaron cruzando un pequeño recibimiento a través de una atmósfera empañada por abundante humo de tabaco egipcio. El cuartito de estar tenía un aire acogedor, empapeladas las paredes con un papel granate oscuro; en el hogar brillaba amable el fuego y los hondos v opulentos sillones estaban bien provistos de almohadones de pluma. Sin embargo, la atmósfera estaba cargada, como de efluvios de adormidera, sofocante, y poco tiempo tardó Jenny en descorrer los pesados cortinones de terciopelo rojo y abrir la ventana a la cruda noche invernal.

—¡Qué atrocidad! Entrar en este cuarto es como tirarse de cabeza a un estanque de vino de Málaga. ¡Vaya cabeza que se me va a poner! —dijo.

—¿No queréis dejar vuestras cosas en mi cuarto? —preguntó Jack.

—Bueno..., vamos, Irene.

Las dos chicas fueron tras el amo de la casa a su alcoba; tenía ésta cortinas rosa desvaído, generosamente adornadas de galón dorado.

—¡ Qué tío! ¡Vaya cuarto! —dijo Jenny.

—¿Te gusta? —preguntó el dueño.

—¡Un rato!

Pasó la tarde sin que fructificaran las latentes posibilidades. Estuvieron las chicas mirando libros y cuadros, de acuerdo con el ceremonial impuesto anónimamente por Dios sabe quién para primeras visitas de aquella índole; bebieron unas copitas de Chartreuse verde después de cenar —ellas mismas pusieron la mesa— y fumaron innumerables cigarrillos egipcios durante la velada de largos silencios, solamente rotos por el derrumbarse de los carbones del hogar y algún grito aislado que ascendía como un inesperado cohete hasta ellos desde los tugurios del barrio pobre cercano, perforando la húmeda tranquilidad de la noche dominical.

Cuando ya Jenny tenía un pie sobre el estribo del taxi que había de llevarlas a casa, Jack le apretó una mano y le dijo:

—¿ Volverás?

—Claro que sí.

Tras esta visita Jenny e Irene tomaron por costumbre pasar las tardes en el pisito de los jardines de Greycoat. Le gustaban a la primera sentir la proximidad de Jack, los inesperados apretones de manos y ni siquiera la ofendió cierto beso ardiente y súbito que Jack la diera un día en la nuca según miraba ella una carpeta de grabados de Lancret que tenía apoyada sobre la mesa.

Arthur Danby volvió a París antes que su hermano, y Jenny comenzó a ir al piso sola. Jack continuaba procurando no levantar la caza con inoportunas impaciencias y nunca dio a entender que quizá existían en este mundo puntos de vista distintos de los de Jenny. Parecía satisfecho y contento de ver cómo la muchacha gozaba del lujo y de las pretenciosas comodidades de su piso.

Un domingo por la tarde, a mediados de febrero —la víspera de Santa Valentina, para ser exactos [26]— cuando vuelan y juegan en los parques de Londres millares de alegres copos de nieve, Jenny fue a despedirse de Jack. Este partía al día siguiente para reunirse en París con su hermano/ Antes de salir de la casa de Stacpole Terrace, con* vino con Irene que ésta iría a recogerla i casa de Jack y que las dos volverían luego juntas. No es fácil saber qué le hizo insistir varias veces, recomendando a Irene que no dejase de ir.

—¡Pero mujer, no te pongas pesada! Te digo que iré.

—Bueno, bueno. Es que no quiero volver sola en domingo por la noche. Ya sabes que los domingos me atacan los nervios.

Pasó la tarde hundida en un sillón, dormitando, según costumbre; después de merendar se quedó contemplando el fuego mientras Jack, sentado en la alfombra, acariciaba insistentemente la blanca y fina mano que pendía desmayada por encima del brazo del butacón.

Al llegar la noche comenzó a llover, y tan cerca estaban del tejado que oían los ruidosos eructos de los canalones. Ni el uno ni el otro se movieron para encender la luz o avivar el fuego. Danby hasta se negó tres o cuatro cigarrillos para no interrumpir la corriente magnética de sensualidad. Centímetro a centímetro fue acercándose a Jenny, deslizándose poquito a poco, sin ruido, por la alfombra. Al fin, estuvo lo bastante cerca para besar cuidadosamente el desnudo antebrazo y luego, uno a uno, los cinco dedos de la mano. Jenny, reclinada cómodamente, ni siquiera notaba su presencia en el cuarto, aunque si sintió un placer inconsciente y remoto producido por los besos, que la hizo alejarse de él aún mas por los recónditos y secretos caminos de sus recuerdos, donde brillaban los rescoldos de reprimidos deseos como los del fuego que fijamente contemplaba. ¡Qué necia había sido —pensaba— por no haber tenido el valor de decidirse! Antes o después..., con uno o con otro... ¡ Qué remedio quedaba! Pero Maurice era un cualquier cosa y ¿no habría sido indigno consagrarle aquel último sacrificio? ¿ No se habría cansado de ella, así sometiéndola a una humillación mil veces peor? A Maurice le bastaban los» juguetes. No tenía sentido, era ridículo sacrificar toda la vida a un hombre. En octubre cumpliría veintidós años... ¡Cómo volaba el tiempo! Así vagaba cogitabunda su mente por un laberinto de pensamiento, mientras Jack le administraba el narcótico de sus besos. Por fin, retiró el brazo, notando una ligera sensación de hambre.

—¿Qué hora es? —dijo bostezando.

—Ya han dado las nueve.

—¡ Qué barbaridad! ¡ Y sin cenar aún!

—¿ Vamos a esperar a Irene?

—Para cenar, no. Con la hora que es. Verás la que le voy a armar.

Jack se levantó del suelo y encendió la luz. Jenny estaba atizando el fuego con vigor.

—Mira, tengo pate de foie-gras —le dijo.

—¡ Qué asco!

—¿No te gusta?

—No lo sé; no le he probado nunca.

—Pues hazlo ahora.

—¡ Quita, quita! ¡ Si parece mantequilla podrida! ¡ Para el gato!

Arreció la lluvia según avanzaba la noche. Irene continuaba sin llegar. Cuando dieron las once, Jenny dijo que ya no esperaba más.

—Iré a buscarte un taxi —dijo Jack.

—No, no; no me dejes aquí sola.

— ¿ Por qué no te quedas aquí esta noche?; —dijo Jack en un susurro caliente.

Jenny apretó la cara contra el cristal de la ventana, negro como de pulido azabache. Retumbó hada Westminster en la lejanía el bordón de un trueno.

—Quédate conmigo —suplicó Jack—. Hace una noche mala para salir; buena para quererse.

—¡ Qué más da! —murmuró Jenny—. No tengo que pensar en nadie más que en mí...

—¿Qué dices?

—Nada.

—¿ Pero te quedas?

Y Jenny asintió con la cabeza.

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