Carnaval

Carnaval


CAPITULO VII

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El hecho ocurrió porque la señora Raeburn se vio obligada a ir a cuidar a sus pálidos sobrinos durante la ausencia de la madre, correspondiendo a análogos favores recibidos anteriormente. Iba su hermana a pasar una quincena en casa de un cuñado que había sido elegido hacía poco para ocupar un cargo en el Ayuntamiento de un pueblecito del condado de Suffolk. Así, pues, con algún temor por parte de su esposa, el señor Raeburn quedó de jefe supremo de la casa número 17 de la calle de Hagworth.

Un buen día el señor Vergoe bajó a pedir a su patrón permiso para llevar a Jenny, Alfie y Edith a la pantomima de Aladino, que se representaba en el Gran Teatro. Charles no vio nada malo en ello y se pusieron en marcha. Por lo visto, la señorita Llilli Vergoe había sido libertada temprano del puesto que ocupaba en la segunda fila de chicas de conjunto del Orient Palace, con el fin de completar^ un cuarteto de bailarinas acrobáticas, que trabajaban en la pantomima. Por este motivo el abuelo se sintió obligado a presenciar, por lo menos, una representación, aunque se sentía como un cadáver que pudiera asistir a su funeral.

Hacía una noche espléndida cuando salieron para el teatro. Formaban un grupo locuaz y saltarín, de sonrosadas mejillas.

Él señor Vergoe iba en medio. Llevaba arrollada a la garganta una bufanda, casi tan ancha como una cortina. Jenny iba de su mano, Edith saltando por el borde interior de la acera y Alfie, a quien había sido confiada la gran responsabilidad de guardar las entradas, iba por el borde exterior, y de vez en cuando, a causa de la excitación, le resbalaba un pie y daba en el helado suelo. Se apresuraron por la ancha y elevada acera, camino del teatro. Pasaron sin prestar atención a los iluminados escaparates de las espléndidas tiendas, todavía alegrados con los adornos de Navidad. Se apresuraron más y más, hasta que divisaron en la acera opuesta la enorme fachada del teatro. Entonces se reunieron todos, con el fin de echar a correr y atravesar aquella vía tan concurrida. Andrajosos muchachos se acercaron a ellos pretendiendo venderles viejos programas. Hombres de mala traza se ofrecieron a conducirlos, atajando, a la entrada general.

—No, gracias —les dijo el señor Vergoe orgullosamente—, tenemos entradas para el primer piso.

Ante esto» los hombres les miraban con respeto y se alejaban inmediatamente del unido grupo que formaban Edith, Alfie, Jenny y el señor Vergoe.

Gruesas mujeres, cargadas con cestos conteniendo naranjas de enorme tamaño, ofrecían éstas, tres a la vez, pero el señor Vergoe rechazó el comprar algunas, ya que las naranjas no estarían bien vistas en el primer piso. En el vestíbulo, Alfie tuyo necesidad de mostrar las entradas. Transcurrió un terrible momento de ansiedad mientras las buscaba afanosamente un bolsillo tras otro, tan colorado como el rojo del terciopelo que los rodeaba. ¿Se habrían perdido las entradas? Edith y

Jenny le lanzaban miradas airadas. No, allí estaban, por fin, las entradas; fila A, números yt 8, 9 y 10. “Suban, por favor”-díjoles un imponente empleado, vestido de negro y oro—. “Por aquí, hagan el favor” —dijo un acomodador de rizado cabello—. Los pequeños pisaban la gruesa alfombra, con silencio de terror. Se abrió una inmensa puerta de cristal

y se hallaron en el salón del Gran Teatro» situado en el barrio de Islington, y en la primera fila para más dicha. Dejaron sus abrigos y sombreros y cada uno se acomodó en su respectiva butaca,.tan elegantes y cómodas. Acodándose en el aterciopelado antepecho del palco podían apreciar lo que realmente parecía la población entera de Londres.

Todavía no habían entrado los músicos que componían la orquesta. En general y en la galería, la gente hablaba y reía; había niños que lloraban y madres que se afanaban por tranquilizarlos. En la localidad general, parecía estar todo el mundo comiendo naranjas^ buñuelos, caramelos. Alfie dejó caer su programa, que voló hacia abajo, y Jenny apenas pudo contener su llanto, porque pensó que tal vez por eso les iban a echar del teatro. Todo aquel público se hallaba allí para divertirse. La alegría invadía la atmósfera como una gran sacudida eléctrica.

¿Qué otra cosa podía haber en el mundo más magnífica que aquel enorme telón pintado con tan lindo paisaje en el que figuraban seres tan graciosamente ataviados? ¿Qué cosa más emocionante que ver entrar a los músicos, uno por uno, demostrando tan sorprendente dominio de sí mismos?

La orquesta estaba afinando y el director hizo su aparición. Transcurrió un momento de profundo silencio y excitación, en cuanto este caballero sostuvo en lo alto la batuta y echó una mirada a los componentes de la orquesta. Luego, todos los instrumentos a la vez, violines, tambores, flautas, trompetas, también el ronco contrabajo, el violonchello y los clarinetes; el sonoro fagot, las complicadas trompas francesas, los trombones y el triángulo y aquel instrumento (acaso el preferido de todos), los estupendos timbales, dieron principio a la obertura de la pantomima de Navidad en aquel Gran Teatro de Islington.

¿Sería posible soportar la emoción causada por esta magnífica y entusiástica obertura? ¿No resultaría esto demasiado enervante para los sensibles caracteres de toda aquella gente menuda allí reunida? ¿Podrían resistir esta obertura que anunciaba la belleza y alegría de lo que sucedería luego? ¿No caería Jenny abajo de cabeza? Y Alfie, ¿no rompería el asiento dando saltos en el aire? ¿No sería posible que Ediths reventase a causa de la ansiedad que experimentaba de hacer varias cosas a la vez? Deseaba ésta corregir a Jenny y simultáneamente comer caramelos y ver más ampliamente una misteriosa figura que miraba con insistencia a través de un agujerito cuadrado que había en un rincón del proscenio.

Cesó por un momento la orquesta. Había sonado un timbre, con fuertes vibraciones, anticipo de grandes acontecimientos. Se encendieron luces verdes, luego rojas y reinó un silencio sepulcral en todo el teatro. ¿Sucedía algo?

—Van a subir el telón —^explicó el señor Vergoe.

Muy despacio, aquel maravilloso paisaje de personajes tan graciosos fue desapareciendo por el techo.

—¡ Oh! —exclamó Jenny.

—¡Chist!— murmuró Edith.

—¡ Ahí va! —dijo Alfie.

Comenzó a oírse una melodía fantástica y sobrenatural. Diablos rojos y diablos verdes danzaban con sus correspondientes tridentes. La caldera enorme burbujeaba y humeaba. Se oía el furioso estrépito de los timbales y una figura saltó de la caldera al escenario, lanzando un ruidoso “¡ah!, ¡ah!” Hazañas malignas estaban en proyecto y un diálogo desesperado entre el Bien y el Mal estaba teniendo lugar.

Esta escena cambió, dando lugar a otra, que representaba una plaza en China. Había cómicos policías y también cómicas lavanderas. Apareció la princesa Balroubadour en un palanquín mucho más hermoso que aquel que adornaba la lámpara del salón de la calle Hagworth número 17 Aladinó estaba allí, además, espléndidamente ataviado. Formaba parte de esta ¡escena también la extremadamente cómica viuda Twankey. Y el Emperador, con voz de contrabajo y largos bigotes, que le llegaban hasta el suelo y servían para hacer reír, ya que innumerables cómicos tropezaban con ellos y los pisaban. Resultaría imposible describir cada escena de esta pantomima. Semejaba todo en conjunto la existencia vista en una piedra preciosa, tan deslumbrante era todo y de tan variado colorido. La caverna era verdaderamente maravillosa.

El camino que iba de la tierra a las nubes y que conducía al Palacio Encantado era sorprendente. Figuraban en la escena doradas mesas colmadas de las más variadas frutas, de enorme tamaño» que surgían en montones del mismo suelo. También figuraba en ella el astuto y malvado Abanazar. Había canciones y bailes, muchas exhibiciones de oropel, mucho sonido de campanillas, innumerables procesiones, risas, linternas y sombrillas pintadas con fantásticos dibujos. También había puertas mágicas y varias escenas graciosísimas que representaban escenas de playa, en la que el agua era de verdad. El genio de la lámpara apareció también ligero y silencioso. El otro genio, el del anillo, era ágil y flexible; corría por el borde del puente que estaba en el escenario, bajando después por una columna dorada, entre estruendosos aplausos. Para Jenny el punto culminante de la excitación llegó quizá con la aparición de su querida Llilli, vestida primeramente de oro y azul, luego de blanco, después de negro y finalmente con un traje que necesariamente tenía que haber robado sus colores al arco iris, tan maravillosos tonos de color deslumbrantes y radiantes despedían aquellos pliegues de seda:

Cuán gloriosamente dorado parecía el cabello de Lillie, cuán esplendorosamente roja la boca, y cómo brillaban sus ojos. Ahora se sostenía en una pierna, ahora en la otra, luego daba una voltereta quedando boca abajo, ejecutando después un sin número de piruetas, saltando sobre la cabeza de una muchacha y quedando debajo de otra. Recibió estruendosos aplausos, que parecían encantarla. Jenny le hacía tantas señas, agitando el brazo tan frenéticamente, que Alfie y Edit simultáneamente se vieron obligados a reprimir tan exageradas e inconvenientes demostraciones de su alegría. A esto siguió una escena que verdaderamente sobrepasó en esplendor toda la belleza anteriormente representada. En esta nueva maravilla aparecían enormes ramos de gigantescas rosas, que se transformaban luego en hadas. Aparecían también nubes de encajes, pájaros de preciosos colores, rocas doradas, joyas y árboles plateados, panoramas de océanos mágicos y montañas cubiertas de nieve.

De repente, las luces se tornaron color carmesí y de algún sitio salió un alegre grito de: “Aquí estoy yo.” Resultó ser la exclamación de Joey, mientras que el Payaso, Arlequín y Pierrot galopaban locamente jugando a la rueda. Jenny lanzó disimuladamente una mirada al rostro del señor Vergoe y pudo ver que sus ojos estaban llenos de lágrimas.

Descendió en seguida el telón, en preparación para la Arlequinada, que no tardó en aparecer. Se veían tiendas, chicos traviesos y los policías invariablemente burlados; distraídas niñeras y pretenciosos soldados; en fin, todo lo característico de una calle vulgar, representado en sentido humorístico. Sorprendentes resultaron las hazañas realizadas por el payaso y sorprendentes también eran las transformaciones y sustituciones de Arlequín. Lo que Jenny admiraba más, sin embargo, eran las apariciones de Colombina, que semejaba una pluma color de rosa. Bailaba entre las candilejas y dentro y fuera de las supuestas tiendas. ¡Óh! Ser una Colombina —pensó Jenny—; bailar vestida de plata y rosa por la calle Hagworth; ser el Manco de mil miradas; ser admirada y aplaudida por todos. ¡Oh, qué dicha!

Pero la pantomima llegó a su fin, concluyó con un diluvio de “crackers lanzados al azar por el payaso, y para colmo de todas las dichas, Jenny logró coger uno.

—Tiraremos de él entre tú y yo —murmuró al oído del señor Vergoe, cogiéndole la mano con ferviente cariño infantil.

Pero la pantomima había terminado y volvieron a la calle Hagworth, En dirección al hogar fueron, pues, los corazones de los niños rebosantes de gozo. Estaban excitados, charlaron y rieron incesantemente; se interrumpían unos a otros imitando y—, repitiendo las cosas que acaban de presenciar.

El señor Vergoe, mientras tanto, estaba sumido en un laberinto de viejos recuerdos. ¡ Qué oscura y qué silenciosa parecía la calle Hagworth cuando llegaron a ella! Pero era muy divertido apartar a un lado a Ruby y atravesar el pasillo todo a lo largo, dando saltos mortales, hasta llegar a la cocina. Encontraron allí al padre y resultaba muy agradable también rodearle y contarle todo cuanto habían visto aquella noche; explicarle cada fulgor y cada detalle, mientras que él y el señor Vergoe sorbían cada uno un vaso de whisky caliente, con una rajita de limón. También era una broma hacer caer a Ruby, dejándole desconcertada. Era formidable eso de coger el atizador y correr tras ella por toda la cocina.

Al fin, llegó la hora de acostarse en aquel día inolvidable. Edith y Jenny yacían despiertas y descubrieron en las sombras vacilantes del techo muchas semejanzas con las escenas de la arlequinada. Edith se durmió por fin, pero el insomnio de Jenny persistió y en su corazón germinó una gran resolución. Respiraba agitadamente a causa de una nueva ambición. Ella sería una artista; bailaría para que todo el mundo la viese. Lo haría...» sí que lo haría. Tenía que hacerlo. ¡Qué gran mundo era aquel mundo maravilloso del escenario! Era una existencia de color y perfumes, de movimiento y de admiración.

Al día siguiente el linoleum de la casa pareció a Jenny más frío y descolorido que de costumbre. Alfie se sentía en un estado de ánimo muy desalentador, pues se había enamorado locamente de la señorita Leticia Lighbody, que había desempeñado el papel de Pekoe, el amigo y confidente de Aladino. En fin, durante toda la semana siguiente persistió en la calle Hagworth una sensación de hastío y aburrimiento. Luego regresó la señora Raeburn de Burnsbury y Jenny le hizo constar su deseo de dedicarse al teatro.

Florence estaba furiosa con su esposo por haber permitido aquella ida a la pantomima. El señor Vergoe intentó cargar con toda la culpa, pero Florence estaba resuelta a que lo peor de la tempestad cayese sobre Charles. A Jenny le ordenó abandonara la idea de realizar sus sueños y ambiciones. Llegó también el día de reanudar los estudios y la presunta bailarina se comportó terriblemente en el colegio. Era objeto de desesperación para las profesoras y en casa se sentaba al lado del fuego, completamente amodorrada. Comenzó, además, a adelgazar y su madre empezó a dudar de lo acertado de su decisión, de que Jenny no siguiera la carrera del arte. Pensó si, acaso, después de todo, no sería preferible dejarla cumplir su voluntad y se fue a la habitación del señor Vergoe a consultar con él.

—Haría usted muy mal —le aseguró éste— si pone obstáculos en el camino de Jenny. Además, ¡ tiene ella disposición para el baile, tiene verdadero talento.

Vacilaba la señora Raeburn todavía, no tenía ganas de rendirse. Se horrorizaba de pensar que acaso era la iniciación a los senderos de las tentaciones. No sabía qué hacer la pobre madre, estaba desesperada y mientras tanto Jenny continuó malhumorada, estaba cada vez mas insoportable, más inquieta, más desfallecida y adelgazaba visiblemente.

—¿Y adonde tendría que ir a aprender esas danzas? —preguntó con desesperación al señor Vergoe.

—A la Academia de Madame Aldavini —dijo el viejo payaso—. Allí es donde aprendió mi nieta.

Después de todo era una profesión —pensó Florence para sí—. ¿Para qué otra cosa tenía Jenny aptitudes? ¿El servicio doméstico? De ninguna manera podía la madre imaginarla ataviada con el gorro y delantal propios de una doncella. Bueno, y entonces, ¿ por qué no las tablas'? Discutió el asunto con su hermana Mabel, que quedó horrorizada.

—¡Una corista! ¿Estás loca, Florence? ¡Madre mía, qué desgracia! ¿Qué diría Bill? ¿Una artista? No sé cómo no te decides a echarla a la calle: ya desde luego.

La señora Raeburn siguió indecisa.

—Si alguna hija tuya se dedica al teatro —continuó la hermana— no podré permitir que vaya jamás a tomar el té con mis hijos. Eso es todo.

—De todos modos no creo que Jenny considere el tomar el té con tus hijos como una juerga.

—Eres muy testaruda, Florence; siempre te he considerado una hermana sumamente terca, sana o enferma, con razón o sin ella, no admites consejos de nadie. Por ser así te casaste con Charles,

Precisamente esta oposición de la señora Purkiss fue lo que inclinó a su hermana a acceder a los deseos de Jenny. Solamente faltaba un poco más de intervención familiar para que Jenny fuese llevada a la Academia de Madame Aldavini sin demora.

Casualmente esta intervención tuvo lugar dos o tres días después de la visita de Mabel en que se recibió una carta de la señorita Horner. Esta carta procedente de Clapton, escrita con caracteres vacilantes, en papel de luto, muy fino y crujiente, decía así:

“Villa-Carmina, 20 febrero.

Querida Flor ene e:

Mi sobrina Mabel me escribe diciéndome que vas a permitir que tu hija Jenny se haga bailarina. Esta noticia ha sido un gran golpe para mí. No debes olvidar que ella es nieta de Frederick Horner, farmacéutico. Esto te hará comprender que no es posible que la lances a una vida de vicio, pinturas y afeites. Dios vela por la seguridad de sus ovejas. Esta idea del baile es una trampa colocada por Satanás en el camino de la vida. Debes leer más —a Biblia, mi querida sobrina; en ella verás, desde luego, que algunas niñas bailaron ante el Arca de la Alianza para regocijo del Señor, pero eso no significa que tu hija deba bailar por el oro y el vicio, cuando podía estar cantando dulces himnos de salvación y tomando parte en la santa> alegría de los hijos de Israel. Si tú hubieses permitido hace mucho tiempo que nosotros la adoptásemos, este deseo jamás hubiera nacido en ella. En esta casa no tiene acceso el demonio. Serás la causa de mi muerte, sobrina, con tus impías intenciones. Estoy ya muy vieja y me siento muy cerca del Señor. Este pecado mortal no debe tener lugar.

Tu cariñosa tía,

Alice Horner.”

P, D.-Actualmente estoy en cama, pero cuando el tiempo sea más benigno iré otra vez a visitarte, mi querida sobrina, para advertirte de nuevo.-A. H.

—Qué suerte que esté en la cama —comentó la señora Raeburn al terminar de leer la carta de su tía.

—¿Qué significa todo eso de que Jenny va a tomar lecciones de baile? —preguntó aquélla noche Charles.

—¡ Y qué te importa a ti nada de eso, quisiera saber? —contestó la esposa.

—Bueno, después de todo, soy su padre, ¿ no es verdad?

—Y muy ejemplar para la niña. Supongo que alguien tendrá que velar por ti cuando yo me muera.

—Yo creo que irá primero el viejo estorbo. Todo este año me he sentido bastante mal.

—Pues no me había enterado.

—Anoche, sin ir más lejos, me dolía un dedo atrozmente.

—Enséñamelo.

—Cuidado —y el señor Raeburn mostró el dedo para que la esposa lo examinara.

—No veo nada.

—Pero vaya, si te estaba enseñando otro dedo.

—Evidentemente ha tenido que dolerte de una manera atroz.

—Bueno, pero es que ahora está mejor.

—Basta ya de ti y de tus dedos. ¿Por qué no ha de ser Jenny bailarina? —insistió Florence.

—No vayas entonces pregonándolo por todo el vecindario y no me culpes a mí después si algo malo le sucede.

—Mira, Charles, cuando yo me casé contigo es porque no tenía entre manos otra ocupación más interesante» ¿verdad?

Charles meneó la cabeza con sarcástico asombro.

—Sí —continuó la esposa—. Puedes menear esa cabeza que tienes yacía por cierto, pero yo no voy a permitir que mi Jenny se case con cualquiera. Ella estará en posición de poder decir: “no, muchas gracias”, a muchísimos jóvenes que la pretendan. Y si no puedo vigilarla cuando esté en el teatro, tampoco podré vigilarla en otro sitio.

—Bueno, sea lo que sea, yo lo considero una necedad y cuidado después no echarme a mí la culpa de haberla persuadido de semejante idea. ¿A qué teatro va?

—Estás tonto, tiene que aprender primeramente.

—¿Aprender qué?

—Aprender a bailar en una Academia.

—Aprender a bailar. Estáis todos locos. Si tiene que aprender a bailar no veo por qué se ha de escoger ésa, entre tantas otras profesiones.

—Tú tuviste que aprender para ensamblador ¿ no?

—Claro que sí; pero eso no tiene nada en absoluto que ver con el bailar. Todo el mundo sabe bailar; desde luego, unos mejor que otros; pero eso de aprender..., bueno, es que a las mujeres se les mete cada cosa en la cabeza que parece increíble.

—¿ Has terminado?, porque tengo que atender d lavad© de la ropa; vete a discutir todo eso a la taberna, seguramente allí hallarás quien te escuche con más paciencia.

Jenny estaba en la cama cuando su madre le participó la noticia de que iba a ser alumna de Madame Aldavini.

— ¿No te alegras? —preguntó al ver que la hija no hacía ninguna observación.

—Sí, está bien —dijo Jenny un poco fríamente.

—¡ Qué hija más rara eres ¡

—¿Iré mañana?

—Veremos,

Al salir de la habitación la señora Raeburn pensó en lo extraño que era el carácter de Jenny, y habiendo ya decidido el futuro de ésta, comenzó a atormentarse acerca de May que empezaba a mostrar síntomas de debilidad en la columna vertebral. Así, la pobre madre, pasó la mitad de la noche pensando en los hijos.

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