Carnaval

Carnaval


CAPITULO XVI

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Pasaron fugazmente dos semanas entre diarios encuentros y besos, aun frescos y sorprendentes, como esas florecillas tempranas de primavera que pocos pueden resistir la tentación de arrancar. Nadie había que interrumpiera su intimidad. Irene seguía mala y el resto del mundo aún ignoraba hasta la existencia del idilio. Sin embargo, a pesar de todas estas oportunidades para llegar a un acuerdo completo, las relaciones de Jenny y Maurice aún estaban por definir en su., esencia. Su vida, durante aquellas primeras semanas de adoración mutua tuvo la exquisita y efímera belleza de las flores de un día. Poseía la elusiva alegría que mueve a los cínifes a bailar durante unos escasos días de sol por encima de las ondas refulgentes de un regato. Vivieron como en un sueño, en el que pensar en una cosa es verla lograda. Fue como el inicio de un poema horaciano, cuyas primeras estrofas, la presciencia de que la felicidad es transitoria, aún no ha teñido de melancolía.

Todo se conjuraba para ofrecerles una ilusión de bonanza permanente. Aquel octubre fue apacible y dorado. Tal universal tranquilidad conservó en los amantes la ilusión de permanencia del buen tiempo que suele dar un otoño templado y amable, cuando las hojas caen una a una en infrecuentes intervalos y nada sugiere que el año está en declive, que el invierno nos acecha. Astutas, las horas avanzaban solapadamente, pretendiendo que no se movían. Auroras lechosas se desvanecían diariamente en un cielo de palidísimo azul para luego trocarse en tardes de oro batido. El día salía al encuentro de su noche con delicada gracia á través del puente de madreperla de cada atardecer; Ni siquiera la noche suscitaba en Jenny y Maurice invernales pensamientos, y cuando subía por el cielo la luna redonda y aleonada, flotando ingrávida por encima de los tejados negros, luna vetusta manchada de herrumbre, llena de calamidades, los amantes la miraban gozosos; y en su gozo se contentaban con dejar correr el tiempo sin lanzarse a aventurados proyectos.

Indudablemente, si sus paseos hubieran sido por un campo vestido de primavera, si hubiesen hollado sus pies las fragantes violetas de mayo en lugar de las mustias y secas hojas de octubre, se hubiera precipitado más veloz el conflicto de sus emociones. Pero aquel sosiego de la Naturaleza les adormecía, y muy particular efecto tuvo sobre Maurice. Se encontraba como el hombre que tras larga y triste separación vuelve a encontrar a su amor seguro y tranquilo. Le bastaba tenerla en sus brazos, consciente tan sólo de su presencia. En medio del torbellino de Londres supo crear una montaña de opulentas y verdes laderas y descansando sobre el quimérico espinazo de su altura, nada deseaba, sino meditar en calma sobre la serena belleza extendida ante sus ojos. Había logrado apoderarse del codiciado libro de su amor, y contento con su posesión se conformaba con ir hojeándolo lentamente, feliz de poseerlo.

También Jenny, tras larga experiencia de atracciones casuales se rindió gustosa a la delicia de cesar en todo esfuerzo y disimulo. Ella, no obstante, con la fiebre del niño que teme le roben la hora perfecta de un momento de felicidad, tenía preso a Maurice en sus blancos brazos, defendiéndole contra unos ladrones invisibles. Era suyo; su paz se veía algunas veces inquietada por el temor de perderle.

Hay unos momentos en los amaneceres de Londres, cuando acaban de apagarse los faroles, mas aun no ha salido el sol, en que hasta los más ruines rincones de la ciudad adquieren insólita belleza. A esa hora Bayswater Road tiene el misterio de una umbría mojada de rocío; el Strand se adorna con el tornasol anacarado de una concha marina; Regent Street se torna cristalina; y hasta Piccadilly Circus dijérase ser la cima del mundo, lavado por el viento, que lo insufla de nobleza.

Para Maurice y Jenny, Londres era una dudad de sempiternos amaneceres. Tantas eran las horrendas calles que sus encuentros hechizaron, tantas las esquinas que se encendieron de gloria al aparecer de súbito uno de ellos. Mas aunque a los dos les parecía ya haber llegado al cielo, cierta melancolía en sus ojos, en sus caricias, indicaba que uno y otro sentían instintivamente que ya nunca recorrerían las calles de Londres con tan ligero continente, nunca más sabrían mutar el tiempo en lirismo, ni hacer de la vida una medida.

La tarde anterior al cumpleaños de Jenny fueron los dos a Hampstead para discutir allí los detalles de una fiesta admirable que se celebraría en el estudio para conmemorar la ocasión. Discurrieron del brazo por las arboladas avenidas y las cuidadas callejas del amable barrio de Londres, desterrando de sus sueños toda medida de tiempo o espacio. Estate, en su apogeo el veranillo de San Martín, y en Hampstead se manifestaba su delicia con inigualada prodigalidad. Cantaban los petirrojos en las calles silenciosas y todos los jardines aparecían salpicados de margaritas de San Miguel, que formaban brillantes constelaciones de un púrpura profundo. Luego de merendar fueron a Heath Street y allí se sentaron sobre un banco de madera para contemplar la puesta de sol. A sus pies se extendía la alfombra de la pradera, que acababa en un grupo de casas, cuyo humo se destacaba negro contra el profundo' carmesí de un crepúsculo tormentoso. Se hundió el sol con tal sencillez de colorido que ambos quedaron desilusionados. Tras las sombras del anochecer sobrevino un viento frío que presagiaba lluvia. Se elevó espesa niebla de las praderas bajas y las joyas de la noche quedaron empañadas.

—Jenny, hemos pasado ya mucho tiempo juntos para no averiguar nada.

—¿Qué quieres decir?

—Que... hemos pasado muchos ratos el uno con el otro, pero que ni yo sé nada de ti ni tú de mí. —Sé que te quiero.

—Sí, sí, pero...

—¿Qué? Si es que no eres franco...

—No, no; ya sé que me quieres, pero lo que quiero decir es qué vamos a hacer.

—¿Qué quieres que hagamos?

—No lo hagas más difícil para mí ¿Me quieres de veras?

—Claro que sí —dijo en voz baja.

—Sí, pero de veras, con pasión, con total exclusión de todas las demás cosas del mundo.

—Dame un beso —respondió Jenny contestándole con el corazón.

—Besar es fácil. Nada demuestra. Seguramente has besado a una docena más de hombres.

—Y ¿por qué no?

—¡Porque no! Ahí tienes. Te doy todo mi ser y me preguntas que por qué no vas a besar a otros, como si no tuviese importancia.

—No seas tonto. Además, yo no le% besé;,fueron ellos los que me besaron a mí.

—Es lo mismo.

—Qué va a ser.

—Es exactamente igual —insistió Maurice.

—Te digo que no.

—Bueno, vamos a no pelearnos.

—Yo no me peleo. Tú empezaste.

—Tienes razón. Yo empecé. Pero prométeme que vas a pensar todo esto.

—Oye, ¿ se puede saber qué bicho te ha picado esta noche?

—¿Por qué?

—No sé; te ha dado porque pensemos todo el rato.

—No, en serio —dijo algo enfadado—. Aquí nos tienes. Nos conocemos. Nos enamoramos en cuanto nos vimos. Desde entonces andamos paseando por Londres, por una niebla de amor, pero aún no hemos decidido nada.

—Y... ¿por qué no podemos seguir paseando, como tú dices?

—Podemos... hasta cierto punto... Pero... —Dudó.

—Pero... ¿qué?

—Mira. ¿ Estás.segura de que yo soy lo que tú buscas? ¿Estás segura, completamente segura, de que soy el hombre con quien soñabas?

—Estoy segura de que te quiero.

No gustaba Jenny de sutilezas ni sentía deseos de investigar a dónde pudiera llevarles un camino que existía de hecho. Tampoco salían fácilmente de sus labios epítetos amorosos ni ternezas. Era rica en expresiones para describirlo todo menos sus emociones más hondas. Al enamorarse, tornose tímida de sí misma. Maurice tenía buen acopio de dulces vocativos que le habría gustado a ella poder usar. “Te quiero” decía lo que ella quería expresar, pero hasta esto le resultaba difícil de decir.

—¿Querrás algún día a otro?

—No.

—¿No te irás a cansar de mí dentro de un mes?

—No. ¡ Qué tonterías dices!

—El otro día me dijiste que no te fiabas de nadie. ¿ Quieres decir, seriamente, que no te fías de mí?

—De ti, supongo que sí. Tú eres distinto. —Supones, nada más.

—Bueno, pues sí, me fío de ti.

—No estás segura. ¡Válgame el cielo! ¿No comprendes lo terrible que es para mí oírte decir eso?

—No veo que sea tan terrible.

—Pues... es como si me matases. Me hace sentir que crees que estoy fingiendo todo el tiempo. Me encuentro como una máscara, tapada la cara, como en Carnaval. Y te veo a ti también enmascarada. Y cuando te digo: “Quítatela”, no quieres, y te apartas de mí.

—No sé por qué te estás enfadando. Yo no he dicho nada.

—¡Nadal —gritó Maurice—. No es nada decir a quien te adora... ¡Vaya por Dios! Está lloviendo. ¡ Qué oportunidad! Cuando estábamos discutiendo una cosa así. ¡ Maldita lluvia t

—Me alegro que te enfades ahora con el tiempo y me dejes descansar un rato. ¡ Cómo estás hoy de pesado!

—No me entiendes, eso es lo que pasa.

—Ni quiero —dijo Jenny fríamente.

—Jenny; perdona que haya dicho eso. Chiquilla, perdóname.

Había arreciado el viento, que ahora soplaba huracanado. La Heath Street estaba llena de gente que corría en busca de refugio y en la entrada del metro se apelotonaba el público.

—No te enfades —susurro Maurice al pararse el ascensor—. Estaba cansado y de mal humor. Perdóname, Jenny.

—Si cualquier otro hombre me hubiese dicho lo que tú —dijo ésta— me habría marchado para no volverle a ver en la vida, por mucho que le echase de menos... No podría. Pero contigo... ¡ Bah! Soy una sentimental.

Quedó ahogada la discusión en el estrépito de un tren que pasaba, y quedaron ambos callados, contemplando el desfile de mojados transeúntes, muchos de los cuales llevaban ramos de margaritas de San Miguel empapados de lluvia. Para cuando llegaron a Piccadilly se había recobrado Maurice, que discutía animadamente los planes para la fiesta de mañana.

—Viendo a esa gente en el Metro con sus flores azules, como se llamen, me ha hecho acordarme de una fiesta de mi cumpleaños, cuando estiba viviendo en el campo con una tía mía —dijo Jenny.

Como era demasiado temprano para el teatro, entraron en Monico y estuvieron bebiendo Dubonnet, discutiendo los últimos detalles de la fiesta.

—Vamos a ver, ¿Quiénes van a venir?

—Irene, si está capaz; Elsie Crauford, que es buena chica, aunque algunas veces hay que darle unos gritos para hacerla volver a su sitio; Magde Wilson, a esa no la conoces, es muy mona, y Maud Chapman y puede que Gladys West. ¡Ah! ¿Y me dejas convidar a Lillie Vergoe? Un poquito vieja es, sabes, pero es buena y la conocía cuando era chica yo...

—Entonces, siete; luego estaremos yo, Castleton, Cunningham, Ronie Walker y uno o dos más. A las cuatro, ¿no? Ha sido una suerte que tu cumpleaños caiga en domingo. ¿Te marchas ya? Bueno, chiquilla, pues hasta mañanita. Verás que bien lo vamos a pasar.

—¡ Vaya!

En el momento en que Jenny se preparaba para cruzar al otro lado del Piccadilly, desde el refugio de peatones en que estaban, Maurice la llamó:

—¡Jenny! ¿Perdonado?

—¡Qué remedio!

Antes de doblar la esquina de Regent Street se volvió Jenny y dijo adiós con la mano. Maurice suspiró y se fue alegre en busca de Castleton, con quien iba a cenar.

La manera de ser de Jenny hizo que invitara a sus amigas a la fiesta con marcada frialdad. La mayoría de las chicas solían entusiasmarse en tales ocasiones, pero no gustaba Jenny de “ponerse en evidencia” con excesivas demostraciones de alegría.

—¿Quieres venir a tomar el té con un amigo mío mañana? —le dijo a Madge Wilson.

—¡Claro, mujer! Encantada —dijo Madge, chica de cara redonda, pelos juguetones y bonita, pero a quien siempre estaban confundiendo con otra.

—No será nada de particular, te aviso —dijo Jenny—. Va a ser en un estudio que se parece a Ja tienda de tu madre. Ahora que tiene un piano bueno y puede que no lo pasemos mal.

—Iré encantada.

—Bueno, bueno; pero no te hagas ilusiones.

Luego fue en busca de Lillie al vestuario de las chicas de segunda fila. La invitación la sorprendió.

—Maldita la falta que te hago.

—No seas así. ¿Por qué no?

—Mírame.

—No veo nada de particular.

—¿Crees que tengo pinta de fiestas? Iré por darte gusto, peque.

—Oye, sacrificios, no. Creí que te gustaría.

—*¿Por qué no vienes nunca a casa a verme?

—Porque estás siempre tan triste que me atacas los nervios.

—Me gustaría verte algunas veces. No has vuelto por allí desde el día en que me dijiste que habías entrado en la compañía.

—Y hasta ese día parecías un Jeremías con falda y moño.

El aviso del traspunte puso fin a la conversación y Jenny corrió a su vestuario para darse una última mano de polvos antes de bajar al escenario.

Cuando salió del teatro aquella noche^ soplaba un viento «huracanado propio de octubre.^ Nadie había a la puerta que la interesara lo más mínimo, así que sin detenerse en ningún lado y llena de ilusión por la fiesta del día siguiente, se fue derecha a casa.

Cuando llegó, vio a su madre sentada junto al ruego de la cocina.

—Temprano llegas hoy.

—Ya. No tenía nada que hacer. Hace una noche del demonio. Está diluviando. ¡Con el tiempo tan bueno que hemos estado teniendo! Además mañana es mi cumpleaños.

—¡Pues es verdad! Casi se me había olvidado.

—Como de costumbre.

—Este año he debido acordarme. El día que naciste hacía un tiempo parecido al de esta noche; y los días anteriores fueron magníficos, como ahora ha pasado. ¡Veinte años! Tsch, tsch.

—Me parece que tengo catorce. Ni un día más —dijo Jenny.

—¿Te alegra estar viva? —preguntó la madre.

—¡Qué pregunta! ¡Natural que sí!

—¿No sientes algunas veces haber venido al mundo?

—¡Qué va! ¿Por qué voy a sentirlo? He tenido suerte.

—Nunca me cuentas tus cosas. No sé lo que piensas.

—No hay nada que contar.

—Me gustaría que te casaras.

—¿Por qué?

—¿No estás llevando una vida un poco alegre?

—¡ Vamos

! Soy una monja, una santita. Dices cosas que...

—Me gustaría verte sentar la cabeza —insistió la madre—. El mundo está lleno de buenos chicos que se casarían contigo encantados.

—No quiero casarme. No me casaré nunca ¡Puf! Además, ¿qué he hecho yo que quieras verme sentar la cabeza? No hago más que pasarlo bien.

—Demasiado.

—No quiero casarme —repitió Jenny—. No veo que a ti te haya ido tan bien. Desperdiciaste la vida. Cuando eras joven debían andar detrás de ti muchos hombres. Y tú vas y te casas con papá.

¡ Vamos que...! Debiste volverte loca. Sin embargo, ahora quieres que yo haga lo mismo. Cualquiera entiende a la gente.

—¿Por qué no estuviste más amable con ese chico panadero, tan bueno?

—¡ Panadero! ¡ Ese! Pero mujer, si cuando se quitaba la chaqueta se quedaba sin hombros, y de ordinario, no hablemos.

—Te me estás volviendo muy exigente.

—Es que hay que ver los futuros que me bascas. La mayor parte parecen cargadores de muelle. Mira, mamá, es inútil; no insistas; yo sé lo que busco.

—¡Jenny! —dijo la madre de pronto—. ¿No habrás hecho alguna tontería?

—No,

—No la hagas, hija; sé buena. Lo de Edith fue un disgusto horrible, pero si te pasara a ti una cosa así... no sé.

—Lo que es a mí... puedes estar descansada. ¿Y si nos fuésemos a la cama?

—Sube tú. Yo voy a esperar a tu padre.

—¡Qué rara estás esta noche! Hasta mañana.

Cuando llegó a su cuarto despertó a May.

—Oye, ¿has contado a mamá algo de mi Príncipe Encantado?

—Yo que voy a contar, so pelma. Y no me despiertes para preguntarme cosas así.

—Pues no digas nada. Si se te escapa una palabra, te juro que te dejo y me voy a vivir con una de las chicas. Mamá no comprendería que no hay nada malo en lo que hacemos.

—Tú sabrás lo que haces —dijo May medio dormida.

—Natural —dijo Jenny, y comenzó a desnudarse mientras tarareaba una canción sentimental acompañada del tintineo de las horquillas que iban cayendo sobre el tocador.

Ya en la cama, pensó con cariño en Maurice, en su alegría, en su agradable manera de hablar, en el hecho de que era un caballero. No cabía duda de que era un caballero, pues nunca dijo serlo. Otras chicas habían tenido que ver con señores, pero a Jenny le parecían pisaverdes y postineros, salvo uno o dos casos. En cualquier caso, Maurice y el coronel Walpole eran muy distintos del Danby de Irene (¡ espantajo!) y del Berthold de Madge Wilson (¡un húngaro chiquitín y sucio!) y del Artie de Elsie Crauford (¡ había que verle!), todos ellos postineros y nada más que postineros. Sin embargo, tenía sus inconvenientes qué Maurice fuera un caballero. Eso quería decir que el asunto no terminaría en boda. Aquellas fotos de su madre y de sus hermanas demostraban que el matrimonio era imposible. Otras coristas podían hablar de su educación, y de haber ido al colegio en París, y de haber estado en buena posición, y de sus padres, ya difuntos, y grandes señores, pero dijeran lo que dijeran, ¡ bah!, todas eran, al fin y al cabo, chicas de conjunto, y nada más que chicas de conjunto. Podían hablar y reír y darse a*res, pero chicas de conjunto eran. ¿Y que? ¿Por qué no? ¿No era una chica del cuerpo de baile tan buena como cualquiera otra? Por lo menos tan buena como una corista, con los aires eme éstas se daban, aunque no sabían ni bailar, ni representar y muchas veces mi siquiera cantar. Ellas se darían mucha importancia, pero la verdad era que la mayoría estaban demasiado gordas y no les importaba gran cosa lo que pudiera ocurrir después de la cena. De manera que nada tenían que envidiarlas las chicas del cuerpo de baile. Claro que no.

Después de todo, Maurice no la miraba desde las alturas. No tomaba aires de protector. La quería. Y ella a él. Con este pensamiento inundándole la imaginación, Jenny se quedó dormida, hundida la cabeza en la almohada blanca, como un capullo de rosa caído sobre la nieve.

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