Carnaval

Carnaval


CAPITULO XX

Página 26 de 58

C

A

P

I

T

U

L

O

X

X

F

E

T

E

G

A

L

A

N

T

E

El baile de disfraces del Segundo Imperio fue planeado y discutido durante mucho tiempo antes de que llegara a realizarse. El que se realizase fue debido a la suerte de que se muriese una tía segunda de Maurice y que éste heredase cien libras. Este legado inesperado estaba predestinado a ser gastado al momento, según explicó el agraciado a Jenny una tarde lluviosa en los primeros días de enero, sentados juntos en el estudio.

—Es como si me hubiese encontrado el dinero en la calle. Sé que algún día mi tío, el agente de Bolsa, me dejará dos mil libras. Me lo ha dicho muchas veces para animarme cuando voy a pasar unos días con él y llueve. Tengo pensado lo que haré con todo. Hasta el último céntimo. Pero en estas den libras no he pensado nunca. Empezaba a desesperar pensando que nunca podría reunir el dinero necesario para el baile y ahora me viene éste como llovido del délo.

—¿Te vas a gastar las den libras en una sola noche? —exclamó Jenny.

—No todas, porque tú tienes que comprarte unas pieles, tres sombreros y medias de seda color albaricoque... y, además, te tengo que comprar aquel collar de ópalos que vimos en Wardour Street, y la sortija, y yo tengo que comprarme una navaja de afeitar

y una caja de pinturas al pastel, y sin más remedio tengo que comprar también las Conferencias sobre los humoristas ingleses, de Thackeray, para Fuz.

Por fin se designó el 27 de enero para la famosa fiesta. Las cuatro muchachas ocuparon sus puestos en el

ballet, como de costumbre,> cuando se encontraban en sus evoluciones, murmuraba» mientras continuaban bailando: "Ésta noche/' “4Qué?v, o “¿No quisieras que fueran va las once?” Se miraban de un extremo a otro del escenario, sonriéndose con anticipado placer. Cuando cayó el telón corrieron a cambiarse las mallas y las lentejuelas por trajes de época, cuyos delicados encajes causaron envidia en todas las otras muchachas. Algunas estaban tan envidiosas que dijeron a Jenny que cualquier otro color le habría sentado mejor que el rosa, y que su cabello le habría favorecido más en moño que en tirabuzones. Pero a Jenny no se la engañaba con estos amables consejos profesionales.

—Ya lo creo, a algunas de vosotras le gustaría verme peinada de otra manera. Les encantaría verme salir hecha una facha. ¡Oh, no, si es mentira!

—No les hagas caso —murmuró Maudie a su oído.

—Hacerles caso..., vamos. No; tendría que estar pendiente de ellas todo el tiempo. Tendría que andar con siete ojos. Y los dos que tengo bien abiertos están desde que llegué al Orient.

Al fin, las cuatro muchachas quedaron listas. El chico del portero les llevó el equipaje a los taxis, cuyos conductores miraban asombrados los claveles color salmón que Maurice indicó debían llevar. Este último, Fuz, Ronnie y Cunningham, estaban a la salida del patio, envueltos en amplios abrigos, tocados con sombreros de copa de una época ya pasada. Se apoyaban en bastones graciosamente adornados con borlas, cuando las chicas atravesaron el patio en dirección a ellos. Era romántico recordar que otras muchachas con idénticos trajes habían recorrido este mismo camino, para encontrarse con hombres vestidos igual que ellos hacía cincuenta años. Esta dulce fantasía casi se hizo realidad cuando una vieja limpiadora, suda por el polvo recogido durante medio siglo en el Orient, pasó al lado del alegre grupo, arrastrando los pies en dirección a los Seven Diais, mirándoles por encima del hombro con expresión de miedo.

—Marie cree que somos fantasmas —dijo Madge riendo.

—¿No es espantoso pensar que en sus buenos tiempos formaba parte del cuerpo de baile? —dijo Jenny—. ¡Pobre abuela! A mi me parece espantoso.

Los ocho se estremecieron al pensar en ello.

—¿De veras? —dijo Maurice—. ¡Qué horrible!

—Sí, un hombre la perdió y tuvo que marcharse, porque iba a tener un niño; cuando volvió su sitio estaba ocupado. Le dijeron que podía quedarse de camarista, y así lo hizo. Después se dio a la bebida, y acabó de limpiadora. Eso es lo que hacéis los hombres.

Este episodio entibió algo su alegría, pero pronto fue olvidado por el tumulto y el resplandor de Piccadilly.

Los taxis, a fuerza de bocinazos, se deslizaron a través de las deslumbrantes avenidas hada la relativa tranquilidad y oscuridad de Long Acre. Como de costumbre, trataron de acortar a través de Floral Street, pero un guardia les hizo volver atrás; sin mucho retraso«se deslizaron, por último, bajo el gran pórtico de la Opera. Aquí un gran número de muchachas, como impelidas por el crudo aire de enero en el interior de Covent Garden, producían el efecto de leves vilanos, ¡tan alados eran sus vestidos!, y los rígidos jóvenes quedaban atrás pagando los coches, tiesos y torpes como cortesanos prerrafaelistas. Buen número de acomodadores decoraban las escaleras sin ninguna utilidad. En el vestíbulo, entre la alegre concurrencia, se cruzaban saludos y se hacían reverencias al encontrarse subiendo o bajando la ancha escalera. Aquí y allá, algún individuo solitario se abrochaba y desabrochaba los guantes, mirando ansiosamente a cada vuelta de la puerta giratoria. Ya estaban listas Jenny y Madge, Maudie e Irene, y, al dirigirse hacia el salón de baile del brazo de sus parejas, podría habérseles tomado por figuras escapadas de un álbum de apuntes de Gavarni.

Los bailes del Covent Garden se distinguen por la atmósfera de ostentación que los envuelve. La pista misma presenta un aspecto de circo, rodeada de palcos decorados en rojo, en muchos de los cuales se asoma la gente como fantoches: discreto auditorio dado a las bromas y a las risas distantes, mientras que tras las cortinas de otros se ocultaban ojos invisibles. Aquí no había señoras de compañía que pasaran la noche aburridas, sentadas en sillas de mimbre, jugando a las damas con sus vecinas. Los viejos que buscan parejas para el

bridge están ausentes. No hay señor ni señora para hacer los honores.

Maurice anunció que había tomado un palco, de modo que si sus invitados se cansaban de bailar podían retirarse a descansar de sus fatigas. Después cogió a Jenny por la cintura, y sin hacer caso de sus compañeros, se perdieron en medio de la marea de bailarines. Se daban cuenta vagamente del remolino de las faldas y de los acompasados pasos de las parejas. En medio de la irresistible atracción de los melodiosos violines, lo único que realmente existía entre Maurice y Jenny era su mutuo contacto y sus ojos radiantes de embeleso; para él la sedosa frescura de los rizos; para ella, el ardor febril de la mano sobre su cintura.

En el descanso entre el sexto y sétimo vals, Maurice, jadeando por la emoción que le causaba la compenetración con su pareja, dijo:

—Me gustaría saber si Paolo y Francesca disfrutan desmayándose juntos en los antros del infierno. ¡ Cielos ¡ Como si no fuese preferible el sétimo círculo a bañarse en balsas de luz con una bendita damisela. Me indigna Rossetti.

—¿Quién?

—¿ La bendita damisela?

—No, Rose Etty.

—¡Oh, Jenny, no me hagas reír!

—Bueno, no sé de qué me hablas.

—Estaba divagando. ¡Hola! La canción de los remeros de Eton. Ven, no debemos perder ni un compás.

En aquella atmósfera de pastelería y cigarrillos egipcios la conocida tonada sonaba fuera de lugar. La melodía, cargada de añoranzas por los olmos estivales y el barullo de los campos de juego, llena de la risa desaparecida de la adolescencia, contenía ahora el espíritu de la pasión romántica. Hablaba de lamentos por el presente más bien que por el pasado, y al desarrollarse en el transcurso de los momentos, daba expresión de la deslumbrante rapidez de aquella noche, en una queja por las miradas fugaces, los suspiros y las palabras dichosas que se perdían en el mismo momento de pronunciarlas,

—Vida de mi vida —murmuraba Maurice en el torbellino del baile.

—¡Oh Maurice, cómo te quiero! —suspiraba ella.

Luego, el tiempo transcurrió más de prisa al acelerarse el compás en el momento álgido del baile. Maurice tenía a Jenny más apretada entre sus brazos que antes, arrastrándola a través de una niebla de luces borrosas, donde sus ojos resaltaban brillantes como gemas, a causa de la palidez del rostro. Iban los dos girando por la pista, dando vueltas y vueltas más vertiginosamente cada vez. Jenny se puso blanca como una muerta; sus labios estaban ligeramente entreabiertos; sus dedos agarrotados se asían al brazo de Maurice. El, con las mejillas ardiendo, rebosaba excitación. Ningún ensueño hubiera podido contener la multitud de imágenes que se agolpaban en sus mentes, y cuando parecía que la vida iba a terminarse en un éxtasis imposible de reproducir en la vida mortal, la música calló. Siguió un ruido de pasos que abandonaban el salón. Jenny se apoyó en el brazo de Maurice.

—Estás cansada. ¡Qué baile más estupendo este último!

—Sí, ha sido magnífico. ¡Oh Maurice, ha sido ideal!

—Ven a sentarte en el palco, cuando hayas tomado una copa de champaña, y yo bailaré con las chicas mientras descansas. ¿No te parece?

Ella asintió.

A los pocos momentos Maurice daba vueltas por la sala con Maudie, riendo ambos a grandes carcajadas, mientras Jenny descansaba en tina butaca vieja, pensando en los días y noches, ya pasados, de Covent Garden, y preguntándose cómo antes de haber conocido a Maurice pudo creer jamás que era feliz. Poco después entró Fuz en el palco para preguntarle si quería bailar.

—No, estoy cansada.

—Tal vez sea mejor —dijo él con gravedad—, ya que soy bailarín de técnica demasiado personal.

—¡ Oh, Fuz ¡ —dijo ella riendo—, ¿ con que esas tenemos? Pues antes que termine el baile has de dar una vuelta conmigo. Me encanta la idea de ver a Fuz bailando.

—Por fin he oído una risa auténtica.

—¡Oh, Fuz! ¿Es que nadie más que yo se ha reído de ti?

—Muy raras veces.

—¡ Qué vergüenza!

—Como te lo digo.

—¿No te parece que Maurice y Maudie arman mucho ruido?

—Realmente se ríen muy alto —asintió Fuz—. Pero Maurice siempre está de buen humor. Creo que no sabe lo que quiere decir depresión.

—¿No? Me parece que a veces está muy deprimido.

—No le llega muy hondo. Sólo se trata de una morriña pasajera.

—Así es. Se. trata de una morriña, pero suele complacerse en ella.

—Dime, querida Jenny —dijo Castleton de repente—. No, después de pensarlo bien, no te lo pregunto.

—¡Oh, dímelo!

—No, no es cosa mía. Además, te molestarías, y no tengo ganas de poner a nuestra Jenny de mal humor.

—No me enfadaré. Dímelo, Fuz, ¿qué me ibas a preguntar?

—Pues bien, adelante —dijo, después de una pausa—: Jenny, ¿quieres mucho a Maurice?

—Sí.

—¿De veras?

—Desde luego.

—Pero, ¿te repondrías pronto si...?

—Si... ¿qué?

—Si Maurice te... te decepcionara..., por ejemplo. Si se casara con alguna otra de repente. No pongas era cara tan asustada; no va a hacerlo, que yo sepa, ni creo que lo haga; pero si... ¿eso trastornaría tu vida?

Jenny se echó a llorar.

Pero Jenny, ¡por Dios! —exclamó Castleton—. No era más que una broma... No llores, Jenny, Jenny, soy un idiota, preguntón, entrometido. Maurice no va a hacer nada de eso. Además, creí... ¡Oh, Jenny! ¡Si supieses cuánto lo siento!

—Maurice me decía que no me gustarías —sollozaba Jenny—. Y no me gustas; te aborrezco. No te quedes conmigo; sal del palco. Me voy a casa. ¿Dónde está Maurice? Quiero que venga Maurice conmigo.

—Está bailando —dijo Castleton con sorpresa—. Jenny, soy un perfecto animal. Jenny, quieres casarte conmigo y mostrarte tu magnanimidad?

—No continúes mortificándome —dijo Jenny sollozando más que nunca—. Eres odioso. Te odio.

—No; lo digo en serio. ¿Quieres, Jenny? De veras; no bromeo. Me casaría contigo mañana mismo.

Las lágrimas de Jenny fueron trocándose en sonrisas, hasta que no le quedó más remedio que decir:

—Fuz, eres odiosos; pero tienes buena sombra.

—Lo más extraordinario que me sucede —replicó él— es que la única persona que quisiera que no se riese de mí es la que lo hace. Jenny —le tendió la mano—. Jenny, ¿volvemos a ser amigos?

—Por lo visto no hay más remedio —dijo Jenny haciendo un puchero.

—¿Buenos amigos y alegres compañeros?

—¿Quién me dijo eso en otra ocasión? —exclamó Jenny—. Hace muchos, muchos años. ¿Quién sería?

—Muchos, muchos años —repitió Castleton con burla—. ¿Quién crees tú, vetusta anciana?

—No seas bobo. De veras. Alguien me lo dijo cuando yo era pequeña. ¡Oh! Fuz, no sé lo que daría por acordarme de quién fue.

—Bien, de todos modos, lo he dicho yo ahora. ¿Trato hecho?

—¿El qué?

—Que hagamos las paces.

—Por supuesto.

—Lo que quiere decir que cuando esté en un apuro acudiré a Jenny pidiendo consejo, y cuando Jenny esté en un apuro vendrá a Fuz. Cierra el trato con un apretón de manos.

Jenny, sintiéndose por primera vez intimidada ante él, consintió que le cogiera la mano.

—¿Y guardarás el secreto sobre las lágrimas? —preguntó él.

—Si Maurice me lo pregunta, tendré que decírselo.

—¿Sí? Muy bien; si te lo pregunta, díselo.

Pero Maurice no preguntó nada, porque tenía la cabeza llena de planes para la cena y se hallaba ante el terrible dilema entre un Pol Roger y un Perrier Jouet.

—¿Y si tomáramos Perrier sin Jouet? —propuso Castleton—. Sería más barato.

A última hora, Maurice eligió Pommery. La cena fue muy divertida, pero nada entre los enamorados llegó en el resto de la noche, al delirio de aquellos primeros valses. Después de cenar, Fuz y Jenny bailaron juntos un

cake-walk, y Ronnie trató de tararear a Cunningham una tonada favorita para que pudiera explicar al director lo que Ronnie quería. Pero no sacó nada en limpio, ya que este último no logró distinguirla de otras tonadas parecidas. Así, entre risas y bailes, mantuvieron la alegría durante la noche, hasta el último eco de la música, y cuando, por fin, hada las seis y media de la mañana, se encontraron en el vestíbulo, esperando que los taxis color los llevaran a casa, todos estuvieron conformes en que Maurice lo había hecho muy bien.

—Pero no ha acabado todavía —dijo éste— Supongo que todos creéis que vais a volver a vuestras casas a meteros perezosamente en la cama. Nada de eso. Primero vamos a desayunar en el Sloop, en Greenwich.

—¿Greenwich? —repitieron todos a coro.

—He encargado un desayuno opíparo. El paseo nos sentará bien. Podremos ver amanecer sobre el río.

—Y poner los relojes en hora [23] —agregó Castleton.

—Y después os llevaremos a casa, chicas, a dormir todo el resto de la mañana y de la tarde. Vuestros maletines ya están dentro de los taxis.

Maurice puso tal empeño en realizar este final de programa, que nadie tuvo ánimo de votar firmemente por la cama.

—No me importa dónde vamos —dijo Ronnie—. Pero, ¿por qué precisamente a Greenwich? Lo mismo podíamos ver el amanecer sobre el río en Westminster.

—Greenwich está en el ambiente —argumentó Maurice.

—¿ Qué ambiente?

— El del miriñaque. El Sloop es un restaurante típicamente Victorino y mucho más romántico que un gótico ruinoso o un jorgiano recargado.

Por lo tanto, los taxis salieron disparados para Greenwich a través de la oscuridad de una madrugada húmeda y ventosa de enero. Al arrancar, los camiones estaban ya descargando en Covent Garden, y a lo largo del Strand los obreros apretaban el paso a través de la lluvia. Aún estaba demasiado oscuro para ver el río cuando atravesaron el puente de Waterloo, pero el aire que entraba por las ventanillas era fresco. En el New Kent Road las muchachas de las fábricas que iban al trabajo de mala gana se volvieron para gritar a los cuatro taxis, y Madge Wilson se asomó para saludar con la mano al pasar por la tienda de su madre.

Durante todo el camino Jenny durmió en brazos de Maurice, y éste, de vez en cuando, se inclinaba para besar ligeramente los bien dibujados labios. En Deptford High Street el alba gris empezaba a destacar las casas y en un desgarrón de las pesadas nubes se veía palidecer las estrellas.

Jenny se despertó sobresaltada.

—¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy?

Y dándose cuenta de la proximidad de Maurice, se acurrucó más contra él.

—Has estado durmiendo. Ya estamos llegando a Greenwich. Es casi de día.

—Tengo frío.

—¿Sí? Creía que este abrigo de pieles te daría calor. Es tuyo, ¿sabes? Te lo he comprado hoy..., mejor dicho, ayer.

—Es bonito; abriga mucho —dijo Jenny—, pero tengo tanto sueño...

—Estás tan bonita cuando duermes —dijo—, que tendré que reproducirte en una estatua. La llamaré “La bailarina cansada”. Empezaré en seguida y la terminaré en primavera.

—Quisiera que la primavera viniese pronto —murmuró ella—. Estoy cansada del invierno.

—Yo también —asintió él—. En primavera correremos aventuras estupendas. Saldremos a menudo al campo. Los paseos por el campo te han de sentar bien.

—De seguro.

—¡ Bravo! —exclamó Maurice—. Ya estamos en el Sloop. Espero que el desayuno estará preparado.

Sin embargo, el hotel no daba señales de vida. Parecía mirarles asombrado sin darles la bienvenida.

—¡Qué cosa más rara! —exclamó Maurice—. Llamaré. ¡Gran Dios! ¡No me he acordado de echar al correo la carta encargando el almuerzo t

—¿Qué vas a hacer entonces? —preguntó Madge.

—No importa. Es absurdo tenernos esperando así. Sin duda nos darán desayuno.

Mientras decía esto llamó con fuerza.

—¿No puede usted entrar? —preguntó uno de los mecánicos.

—¡ Y va a llover! —dijo Jenny.

Maurice llamó más fuerte aún. Por fin, un portero de cara compungida, en mangas de camisa, abrió la puerta y miró a la pandilla por encima de la escoba.

—Queremos desayunar —dijo Maurice—. Desayuno para ocho.

—El desayuno es siempre a las ocho —les contestó el hombre.

—Desayuno para ocho, no a las ocho. Lo queremos ahora.

El hombre miró con cara de duda.

—¡Cielo santo! —exclamó Maurice impaciente—. De seguro que en cualquier hotel decente tendrán desayuno para ocho.

—Quiénes son ustedes? —preguntó el hombre—. ¿Gente de teatro?

—No, no, no, hemos estado en un baile de trajes y queremos desayunar.

Por fin les dejaron entrar, y habiéndose descubierto a una doncella en un rellano apartado, las chicas fueron conducidas a un dormitorio.

—Creí que este hotel presumía de servir para excursiones —dijo Maurice con tono glacial.

—En invierno no vienen muchos.

—No me sorprende. ¡ Señor!

¿ No hay fuego en las chimeneas del salón?

—No utilizamos mucho el salón, como no sea para reuniones políticas. Greenwich ya no es lo que era.

Entraron las jóvenes, pálidas y cansadas, y el grupo se reunió junto a la chimenea, donde un hilo de humo se alzaba prometedor.

—Bien, Maurice —dijo Castleton—. Tengo una opinión muy mediana sobre este precioso invernadero donde nos ha conducido tu sentido histórico. ¿Os gusta Greenwich, chicas?

Todas suspiraron.

—No les gusta.

—¡ Bravo!, aquí viene un camarero —dijo Cunningham volviéndose—. Buenos días, camarero.

—Buenos días, señor.

—¿Va a tardar mucho el desayuno?

—Ya está encargado. Huevos y tocino, me parece que dijo usted.

—Supongo que alguien lo diría. Por mi parte, estoy de acuerdo —dijo Castleton—. ¿Qué hora es, camarero?

—No Jo sé, caballero. Voy a averiguarlo y se lo diré.

—Siempre creí que Greenwich tenía fama por su hora.

—Por las pescadillas más que por otra cosa.

Castleton suspiró, y Maurice, que había bajado a tranquilizar al personal de la casa, volvió, tratando de aparentar que el esperar el desayuno en una mañana de enero, después de bailar toda la noche, era una de las cosas más divertidas de que podía gozar la humanidad.

—Maurice —dijo Ronnie Walker—, consideramos que tu noche ha sido espléndida. Pero tu mañana es desastrosa.

—¡Oh, Maurice! ¿Por qué no nos devastes ir a la cama? —gimió Jenny.

—Verdaderamente no podéis echarle la culpa a la gente del hotel —empezó Maurice.

—No lo hacemos —interrumpió Cunningham severamente—. Te la echamos a ti.

—También me la hecho a mí mismo —dijo Ronnie—, por ceder a tus planes de loco.

—Tenéis razón —interrumpió Jenny—. Creo que todos hemos estado locos. ¿Qué habrán pensado de nosotros? A mi entender, nos habrán tomado por una partida de majaderos.

—Yo pretendía que todo resultase estupendo —aseguró Maurice por vía de excusa.

—Bueno, todo acabará por arreglarse, pero yo quisiera que trajesen ese desayuno tan extraordinario.

Todos suspiraron al unísono, y, como alentado por estos suspiros, el hilillo de humo prendió en una llamita azulada.

—Vamos, esto marcha —dijo Maurice excesivamente optimista—. El fuego ya está ardiendo.

Con esto y la llegada del desayuno todos se reanimaron, y cuando una auténtica llama chisporroteó en la chimenea, pensaron que, en fin de cuentas, Greenwich no era tan malo, aunque Maurice no pudo convencer a nadie que se quedara de pie junto a las tristes ventanas salpicadas por la lluvia, mirando los grandes barcos que salían con la marea alta.

—Y ahora, ¿Qué haremos? —preguntó Jenny—. No puedo llegar a casa con las burras de leche. Voy a llevarme una bronca de pronóstico.

Podrías explicar lo ocurrido —propuso Cunningham.

—Sí, ya lo creo. ¿ Quién va a creer que hemos sido tan locos que nos hemos escapado a Greenwich, en una mañana en que llueve a cántaros, para desayunar? No, tendré que decir que he ido a dormir en casa de Irene.

—¿Y por qué no lo hacemos efectivamente?-propuso Irene—. Puedes ir a tu casa a la hora del té.

—Muy bien; así lo haré.

Maudie y Madge decidieron seguir el ejemplo de las otros dos y regresar juntas a casa de la señora Wilson, cerca del

Elephant y Castle.

—Sólo que primero tendremos que mudarnos de ropa —dijo Jenny—. Aunque, en realidad, poco importa. Tenemos nuestros abrigos.

—No me vendría mal mudarme —dijo Castleton—. Estos pantalones color burdeos habrán de llamar poderosamente la atención.

—¡Majaderías! —dijo Maurice—. Todos podemos llegar hasta el

Elephant, aunque, dicho sea de paso, debíamos de detenernos en el

Marques Of. Grañí y visitar el Museo.

—¡Al diablo con todos los museos! —exclamó Ronnie—. ¡ Quiero mi cama!

—Sois insoportables —afirmó Maurice—. Bueno, nos detendremos en el

Elephant y las muchachas pueden regresar a casa en dos taxis y nosotros utilizaremos los otros dos.

Así se convino, y después de pagar la cuenta y asentir cortésmente a la proposición del camarero de volver en verano para comer pescadillas, abandonaron el hotel Sloop, de Greenwich.

Durante el regreso a Londres, Maurice trató de hacer comprender a Jenny la locura de su manera de vivir.

—Todo ese alboroto sobre si vuelves a casa antes o después; no sé por qué te dejas esclavizar por tu familia. De veras, no lo entiendo.

—Pero si no me esclavizan —respondió Jenny indignada—. Pero eso no quiere decir que tenga que irme a vivir contigo, si a esto te refieres.

En cierto modo, la mañana lluviosa y triste daba crudeza a la situación, destruyendo los hechizos románticos y acentuando los hechos escuetos y feos.

Ir a la siguiente página

Report Page