Carnaval

Carnaval


CAPITULO XXXV

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Trewhella pasó en Cornwall la quincena durante la cual Jenny insistió en cumplir su contrato con el Orient. La retirada, cuya excusa fue preparar a su madre para la llegada de la esposa, estuvo acertada, ya que Jenny se quedó sola con la perspectiva de una boda como condición abstracta de la existencia, no perturbada por la presencia de un novio al que no profesaba afecto alguno. No anunció su decisión a las chicas del teatro hasta la víspera de su marcha. En seguida prorrumpió un coro de manifestaciones de sorpresa, felicitaciones, preguntas y buenos deseos.

—Si no me gusta Cornwall —declaró Jenny—, pronto volveré a Londres. No os preocupéis.

—Escríbenos, Jenny —dijeron las chicas.

—Desde luego.

—Y no te olvides de venir a vernos cuando vengas a Londres.

—Desde luego que lo haré —prometió, y tal vez para evitar las lágrimas, echó a correr por la escalera, llevando bajo el brazo su caja de afeites.

—¡Buena suerte! —gritaron todas las chicas mientras que sus siluetas se destacaban sobre el fondo naranja de la puerta del escenario.

—Os veré pronto —dijo volviéndose—. Adiós a todas!

Otro coro de despedida la siguió en la oscuridad, al dejar tras sí toda una leyenda de alegría y un eco de risas. Desapareció dando la vuelta a la esquina.

A la mañana siguiente, Jenny y Trewhella se casaron en una vieja iglesia oscura, de cuya penumbra surgió el pastor como un espectro. A Jenny le entraron ganas de reír al verse arrodillada junto a Trewhella. Se puso a pensar en el aspecto de May, que se encontraba detrás de ella.

Y al llegar el momento en que su padre salió a actuar de padrino, deseó que no se estuviese mordisqueando la lengua, como solía hacer cuando trabajaba en alguna delicada labor de ebanistería. Corín, a su vez, estaba hablando constantemente entre dientes, y cuando en el silencio del sombrío edificio se oía algún ruido, sentía miedo de oír el roce del vestido de su no invitada tía Mabel. No necesitó tanto tiempo para que la casaran como habrían de invertir en su entierro, y la ceremonia se terminó antes de lo que pensaba. En la sacristía se sonrojó al escribir su nombre y dejó caer una mancha de tinta, que parecía una aureola,, sobre su nombre de soltera. Afortunadamente, no' quedaba tiempo para banquetes y fiestas, pues para poder llegar a Cornwall aquella misma noche tenían que coger el tren de mediodía en la estación de Paddington. Jenny parecía muy menuda bajo la gran marquesina de vidrios empañados de la estación y se impresionó por la pomposa solemnidad de la estación de Paddington, tan distinta del agitado histerismo de la de Waterloo y de la glacial humedad de la de Euston. Trewhella, apoyándose en su bastón, hablaba con Charles y con Corín, mientras las dos muchachas se acomodaban en el coche.

—¡ Señores viajeros, al tren! —gritó un empleado, y cuando Trewhella estuvo dentro, Charles se asomó a la ventanilla haciendo sus últimas recomendaciones.

—Bueno, hoy no iré al taller; es demasiado tarde. Mándame unas letras diciendo que habéis llegado bien. Ya sabéis cuál será mi dirección al irme de Hagworth Street.

—Hasta la vista, papá —dijo Jenny atropelladamente.

Ni ella ni May, que recordasen, habían besado jamás a su padre, pero en esta última oportunidad de demostrarle su afecto filial arreglaron la cuestión sentimental enviándole cada una un beso con la mano al echar a andar el tren, y en prueba de su buena voluntad agitaron durante algún tiempo sus pañuelos por la ventanilla.

En el vagón no había nadie más que ellos, y en la intensa luz que invade- los trenes tras la penumbra de la estación, Jenny pensó que debían de parecer muy solitarios. La compañía de May era un ligero alivio, sin duda, pero eso no quitaba violencia a su actitud respecto a Trewhella ni la libraba del sentimiento de opresión que le producía su proximidad. Para ella era una sensación nueva encontrarse ante un hombre en situación de desventaja, aunque la libertad perdida estaba todavía demasiado cercana para que pudiera darse completa cuenta de su opresión. En cuanto a Trewhella, parecía contentarse con vigilarla desde su asiento, orgulloso con su sentimiento de legítima propiedad.

Así fueron sucediéndose las millas por el campo verde, hasta que las peladas dunas de Wiltshire anunciaron el próximo cambio de paisaje. Al ver— las por la ventanilla pareció Trewhella sacar de aquella ondulada soledad nuevas energías, como si disfrutara ya del aire de Cornwall.

—Bueno, ¿qué dices de todo esto?

—Es bonito; me gusta —contestó Jenny.

La conversación decaía en la imposibilidad de discutir nada con Trewhella, y ni siquiera en su presencia. Jenny se puso a pensar en el momento en que por primera vez le llamaría Zachary o Zack. No podía pensar en tan ridículo nombre sin sonrojarse interiormente. Empezó a cavilar sobre este problema del comportamiento exterior, mientras la inicial estrambótica se retorcía en su mente, en arabescos a la vez alarmantes y risibles.

Y ella era la señora de Z. Trewhella. Jenny trazaba en el cristal de la ventanilla, empañado por el humo, la fantástica inicial. En cuanto a llamarse Jenny Thewhella... Extraño contubernio el de estos dos nombres. ¿Podría algún día firmar con ambos juntos, con dos palabras tan absolutamente dispares? Luego, con excusa de leer, empezó a estudiar las facciones de su marido, tratando de convencerse, en él curso de su contemplación, de la irrealidad de su existencia. A veces él se movía o arriesgaba un comentario, y ella, despertándose sobresaltada a la noción de su presencia, analizaba desfavorablemente el cuello' arrugado, la manos ásperas como la piel de un lagarto y las uñas deslustradas por el manejo de los aperos de labranza.

El tren atravesaba raudo los prados encharcados de Somerset, que parecían un triste campo de plata, y Jenny empezó a sentir cansancio de lo largo del viaje. Nunca había llegado tan lejos desde que hizo aquel viaje de Glasgow a Dublín, preludio de la libertad. Ahora, cada milla que la llevaba hacia occidente la acercaba más y más a su esclavitud. Trewhella pareció aumentar su volumen, ensancharse, cuando pasaron de Dawlish. Parecía que iban a ir más allá del mismo mar, y a Jenny le asustó verlo lamer casi la misma vía al recorrer el camino a través de las colinas bermejas de Devonshire. Exeter, con sus jardinillos y alegres ventanas traseras, la animó un poco, y Plymouth, a pesar de su color gris, le hizo recordar Londres con alegría. Pero pronto pasaron por un largo y curvado puente sobre el Tamar, y salieron de Devon. Con tristeza vio desaparecer el Hamoaze.

—Ya estamos en Cornwall —dijo Trewhella, suspirando de satisfacción—. Plymouth es bonito, pero me alegro mucho de haberlo dejado atrás.

El denso crepúsculo de noviembre les sorprendió cuando el tren bramaba por el valle de Bodmin; a través de las colinas, con grandes manchas de helechos secos —que a Jenny le parecieron mohosas— St. Áustell brillaba blanco como la nieve sobre el fondo de topacio, y la oscuridad envolvió todo el paisaje más allá de Truro. Ahora las estaciones parecían pobladas de espectros, cuya habla extraña causaba a las muchachas una impresión melancólica proporcionada al entusiasmo que despertaba en Trewhella. Jenny pensó lo poco que conocía de su destino; sin la compañía de May, hubiese preferido estar muerta, pues a cada milla se hundía más y más en un abismo de impresionante tristeza. Trewhella, como adivinando sus pensamientos, empezó a hablar de Trewinnard.

—La próxima estación es la nuestra —dijo—. Después hay una tirada de siete millas, de modo que no llegaremos a casa hasta las ocho y media.

—¡Siete millas! —exclamó Jenny.

—Largas —agregó él—, y un camino muy malo para una noche oscura. Vamos a ir bajando las maletas y los paquetes.

La operación de bajar de las redes los distintos bultos y cajas, doblar los abrigos y recoger los paraguas le, pareció soñada a Jenny. Espió desde la ventanilla la aparición de las luces precursoras; de la proximidad de su estación de arribo, pero el tren se detuvo en Nantivet Road, sin iluminación previa.

—Ya estamos —exclamó Trewhella.

Y mientras las muchachas, con los ojos muy abiertos de miedo, quedaron intimidadas en la tétrica, luz temblorosa del andén, él pareció resucitar triunfante por el rapto realizado. Los equipajes estaban hacinados en un montón gris cuyos contornos se perdían. El tren, que ya no ofrecía el aspecto familiar de Londres, salió bufando hacia un destierro aún más remoto; su enorme masa oscura se veía interrumpida a trozos por los espacios intermitentes de los vagones, y la locomotora dejaba ondear un penacho de chispas tras sí, al desaparecer detrás de un gran peñasco, mientras él ruido de su huida iba alejándose en la oscuridad hasta transformarse en un gemido apagado. La tranquilidad de la noche de noviembre era ahora profunda, interrumpida tan sólo por los golpes de un baúl que era arrastrado sobre el andén y por el ruido acompasado de los cascos de un caballo en la carretera mojada.

—Esa es Carver —dijo Trewhella mientras los tres, después de entregar los billetes a una sombra confusa, salieron en dirección de aquel ruido.

—-¿Carver? —repitió Jenny sin entender.

—Mi yegua.

Las lámparas del carro granjero les deslumbraron los ojos mientras aguardaban a que el equipaje estuviese colocado detrás. A las dos muchachas el carro les pareció enorme; la yegua, del tamaño de una bestia antediluviana. El muchacho que la conducía parecía un duende, encaramado en lo alto del gigantesco vehículo, y su pequeñez aumentaba aún la impresión de las enormes proporciones del carro. La cabeza del muchacho parecía una naranja y su cuerpo era desproporcionadamente pequeño.

—¿Qué hay, Thomas? —dijo su amo a guisa de saludo.

—Aquí estamos...

—Aquí tienes al ama.

—Por muchos años —dijo el chico como tímida bienvenida.

—Y su hermana, la señorita May —agregó el granjero.

Jenny miró a su hermana con envidia, como celosa de esta presentación, que tenía reminiscencias de la vida de Islington.

—Vamos —dijo Zachary—, déjame que te ayude.

Levantó a May y la colocó en el asiento. Luego se volvió a su mujer.

—Ven, niña, deja que te suba.

—No, si puedo sola... —contestó ella.

Pero Trewhella la cogió en sus brazos y dándole un beso la depositó al lado de May. Thomas subió con el equipaje en la parte de detrás; el granjero entró a su vez, hostigó a Carver y, dando las buenas noches al mozo de la estación, se marchó con su esposa hada Bochyn.

La oscuridad era inmensa; la soledad, absoluta. Al principio, el camino seguía por un espacio abierto de tierra de pastos, llana y pantanosa. Los charcos brillaban a la luz de los faroles del carromato, que marchaba bamboleándose. Tras de caminar cosa de una milla, se hundieron entre altos setos y bóvedas de árboles, donde la débil e insegura iluminación del vehículo lucía con más intensidad que en los parajes abiertos,

—Huele como una tienda de flores, ¿verdad? dijo May-» Algo así como huelen los cuartos de baño. De día será maravilloso.

—El verano es bueno —asintió Trewhella.

El declive se hacía más pronunciado, y el labrador se detuvo.

—Bájate, Thomas, y coge a la yegua,

Thomas se apeó lanzando un fuerte “¡ Sooó!” y se apoderó de las riendas.

—Parece el primer cuadro de una pantomima, con demonios y todo, ¿sabes? —dijo Jenny.

Desde luego, Thomas, con su cabeza como una naranja y su cuerpo enteco apenas tenía aspecto humano guiando la yegua, cuyo aliento formaba nubecillas en el lóbrego ambiente. Como marchaban a paso lento, May pudo distinguir helechos en los bancales de hierba y se los señaló a Jenny que, sin embargo, estaba preocupada, porque, al bajar la pendiente, el caballo resbalaba de vez en cuando. Fueron descendiendo en medio de una húmeda vegetación en la que abundaban los helechos. Por fin llegaron a tierra llana, donde se oía rumor de agua. Trewhella dijo a Thomas que subiera de nuevo. Más allá de los rayos de luz que proyectaban los faroles se dibujaba la silueta de una casa.

—¿Es aquí? —preguntó Jenny.

—Esta es Tiddleywits —contestó Trewhella—.

O mejor dicho, era, pues ya no quedan más que unas cuantas paredes de barro. Es muy vieja.

Al emprender la marcha de nuevo chapotearon en un arroyo que cruzaba el camino.

—¡ Ten cuidado! —gritó Jenny—, estamos en el agua.

Trewhella se echó a reír ruidosamente, y una cerceta se despertó sobresaltada con un agudo grito en un grupo de juncos.

—¡ Oh! —dijo Jenny—. Me está entrando miedo. Bájame. ¡ Oh, May! Ojalá no hubiéramos venido.

Trewhella se echó a reír más fuerte que antes. Aquel deseo le hacía gracia.

Siguió una lenta subida por un sendero igualmente profundo, que al llegar a la cima, desembocó en otro espacio abierto muy agreste. De repente, la yegua se apartó violentamente. Jenny dio un grito. Una larga forma se inclinó sobre ellos amenazadora.

—¡ Ah, mira! ¡Oh! ¡Quiero volverme! —gritó.

—¡Quieto, demonio! —amenazó Trewhella a la yegua—. No es nada, mujer, es una cruz de piedra.

—¡Qué susto!-dijo Jenny.

—Menudo vuelco me ha dado el corazón a mí también'-dijo May.

Las dos muchachas temblaban, y el carro continuó su marcha a través del páramo. Pasaron junto a un poste indicador, cubierto de nombres extraños que parecían de duendes, y un árbol seco del que, según Trewhella les aseguró, habían colgado los cuerpos de tres contrabandistas famosos. Una de las luces del carruaje no tuyo fuerzas suficientes para resistir el doble viaje y se fue apagando paulatinamente, de modo que parecía que por un lado la oscuridad avanzaba hacia ellos. Tras un largo silencio, Trewhella paró de pronto.

—Escuchad —les dijo.

—¿ Qué pasa? —preguntó Jenny, imaginándose la presencia de algún criminal. Por un camino lejano, a bastantes millas de distancia, se oía trote de caballos.

—Alguien nos persigue —dijo espantada, agarrándose al brazo de May.

—No; eso es un carro; pero, escuchad, ¿no oís el mar?

Delante de ellos, en la tenebrosa noche, se oía el rugido del inmenso océano como el borboteo de una olla hirviendo.

—Parece que se está levantando viento —advirtió Trewhella—. El aire lleva un olor feo. Mal tiempo, me figuro, mal tiempo —dijo casi para sus adentros, fustigando a la yegua.

Efectivamente, muy pronto el viento empezó a soplar como un enorme suspiro abarcando toda 1a oscuridad, haciendo que juncos y matas silbasen y crujiesen. El esfuerzo, sin embargo, fue momentáneo; rápidamente las ráfagas de viento desaparecieron, volviendo a reinar una calma quizá más profunda que antes. Después de continuar una o dos millas más entre los charcos y la oscuridad, la pesadez del aire se saturó de una frescura inusitada. El granjero paró de nuevo.

—Ahora se puede oír muy claramente —dijo.

Allá abajo se oía el golpe lento y monótono de la rompiente sobre una playa larga y gris.

—Esos son los arenales de Trewinnard, y cuando el mar rompe ahí, como ahora, quiere decir mal tiempo de seguro. Esto es Trewinnard Crurchtown, y un poco más abajo está Bochyn.

Las luces de unas cuantas casitas iluminaban una iglesia achatada en medio de grupos de pinos recortados. El camino no mejoró al alejarse de la aldea, y fue para ellas un descanso cuando, después del traqueteo de los baches, entraron por un portillo blanco, aunque todavía tuvieron que seguir durante un cuarto de milla por un camino de piedras ásperas y pasar dos portillos más hasta que pisaron el blando barro de la granja. Al pasar por última vez entre cuidados setos, vieron la puerta baja de un jardín, y en medio de un rayo de luz dorada que salía de una puerta abierta, la negra silueta de una mujer con la mano puesta sobre los ojos para escrutar la oscuridad.

—¡Ya estamos aquí, madre! —le gritó Trewhella.

Luego bajó a las dos muchachas del carro, y juntos se dirigieron hacia la luz. Jenny parpadeó deslumbrada al entrar en la casa. La anciana miró atentamente a las hermanas.

—Esta moza parece muy delicada —dijo a su hijo refiriéndose a May.

—¡Oh! Las dos están cansadas —contestó éste ásperamente.

—¿Qué te parece Cornwall?-preguntó la vieja dirigiéndose a la novia.

—Me parece muy oscuro —contestó Jenny.

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