Carnaval

Carnaval


CAPITULO XXXVIII

Página 47 de 58

C

A

P

I

T

U

L

O

X

X

X

V

I

I

I

E

L

T

R

I

G

O

A

J

E

N

O

Bochyn estaba edificado para eludir, en lo posible, las frecuentes tormentas que azotaban el desolado país. Las ventanas de la parte delantera de la casa se abrían entre dos alamedas de rectos álamos, sobre un húmedo valle formado por una cadena de bajas colinas, cuya superficie, verde y parda, variaba según los cambios de luz y el estado de la atmósfera, tomando la translucidez del agua o las piedras preciosas; y no solamente su color, sino que sus mismos contornos parecían variar por momentos en el curso del día y de la noche. Detrás de la casa había un patio cubierto de barro, rodeado de establos repletos de estúpidos animales. De este patio partía una vereda fangosa que conducía hacia los campos de las laderas, siendo éstas considerablemente más altas que las que se veían desde las ventanas delanteras, y terminaba en una sombría meseta de brezo y cardos que daba acceso a las altas y negras escolleras de muchas millas de costa. La casa era un edificio bajo, de dos pisos, con tapias de piedra grisácea a ambos lados, cubiertas de fucsias y tamariscos. El jardín, gracias principalmente al cuidado del abuelo Champion, tenía una gran profusión de flores. Aun ahora, en noviembre, había dalias, y en los arriates al lado de la casa florecían espléndidos geranios y rosas de té. El jardín se perdía, sin ninguna línea perceptible de límite, en los eriales o en las praderas, siempre de brillante colorido, y, en el verano, cubiertas de “barba de cabra”. En el fondo del jardín había un rústico mirador, desde el cual era posible seguir el curso del arroyo a través del valle entre las laderas cultivadas que daban paso a extensiones de cardos y helechos, hasta que el valle se perdía de vista en lejanas espesuras de robles enanos. Al Oeste, remontando el arroyo, cuyo curso era cada vez más recto según se acercaba al mar, la vista se perdía en un oscuro arenal, y los terrenos ondulados de su curso terminaban bruscamente en un pantano. Esta llanura del terreno hacía que la vertiente opuesta, sobresaliendo como para esconderse de las olas, pareciese portentosamente alta. Efectivamente, en esta parte las escolleras se alzaban a trescientos pies de altura y, debido a su rápida elevación, daban la impresión de ser mucho más altas. El arroyo se extendía en anchos vados hasta su desembocadura, desparramándose inútilmente en los surcos de la arena.

En la parte más lejana del oscuro páramo, donde ni aun los juncos podían crecer por ser tan completa la devastación que causaban los grandes vientos y los temporales, un camino de herradura seguía la curva de la costa: un trayecto desolado, del color verdigris de los juncos plantados allí para sujetar la movediza superficie, conteniendo en sus interminables picos y arrecifes fantásticas avalanchas en potencia y conos de distinta elevación, batidos por la arena. En general, estos canales presentaban una baja línea de promontorios de unos cuarenta pies de altura, pero de vez en cuando, desaparecían en barrancas llenas de fina arena, cuyas pequeñas cavidades almacenaban conchas de caracoles y huesos de conejo descoloridos por la intemperie. Después de una tormenta, las barrancas daban la impresión de terrenos vírgenes, porque la arena se amontonaba en dunas como nieve recién caída, en las cuales las huellas de las pisadas eran una profanación. En la bajamar, la playa era una extensión ancha y lisa, desolada, brillando al borde del mar con tonalidades de oro y plata, tornasolada en granate a la puesta del sol, ondulada por el viento, surcada y arada por las tempestades. El flujo y reflujo de las mareas estaban marcados por tortuosas líneas purpúreas de múrices, por algas y por manchas de espuma seca. Más allá del límite de las mareas primaverales, la arena se amontonaba en dunas contra los promontorios bajos, desmoronándose al menor intento de trepar por ellas.

Esta soledad marina reducía todas las cosas vivas a la misma extraña igualdad. Las estridentes golondrinas de mar, cuyas patas marcaban la arena con variable y fugitivo tallado; otras aves marinas volaban perfiladas en el cielo, elevándose y descendiendo sobre el agua; las marsopas que rodaban en la bahía; los saltamontes que saltaban al menor ruido; los seres humanos: todos eran igualmente diminutos e inmateriales. La vegetación señalaba escasamente los cambios de estación, a no ser porque en invierno el musgo era de un verde dorado más vivo o porque al lado de la laureola y el acebo marino las amapolas y la chubarba se enrojecían con el sol de agosto. A anchos intervalos, allí donde la tierra había caído sobre la arena, crecía en primavera una hermosa hierba estrellada con infinidad de escilas y nomeolvides. Pero por lo general, los juncos glaucos, ni azules, ni verdes, ni grises, cubrían toda la extensión. Vistos de cerca, parecían de vidrio, pero a distancia, en masa, tenían la belleza aterciopelada de la almendra verde o de la uva. La vida estaba siempre presente en las carreras de los conejos; en el canto de las alondras; en el crujido de las piedras; en el vuelo azul acerado dé los trigueros, y en las rizadas plumas color castaño del pájaro tojo. Sin embargo, a medida que el explorador avanzaba por los surcos, abriéndose camino entre los punzantes juncos y hundiéndose a menudo hasta el tobillo en los montones de arena, la vida estaba más representada por el fluir del río por mil canalillos que por los pájaros y las bestezuelas que frecuentaban su soledad. La arena tenía un verdadero poder para arrancar de la atmósfera todos los colores y calidades. Algunas veces era dorada; otras, blanca como la nieve. A la puesta del sol, malva, rosa y salmón, temblando su superficie en ondas al recoger el fuego para dar la bienvenida al día. De igual manera absorbía la noche. La luna era allí deslumbradora cuando, en un mundo frío, era posible contar las conchas de los caracoles que parecían perlas y mirar cómo la arena se deslizaba de los cráneos vacíos de los conejos como plata en polvo.

Tal vez Jenny jamás pareció tan bonita como cuando descansaba sobre un montón de arena con May a su lado, teniendo por fondo el color crema y los distantes azules y grises del paisaje. Años atrás, cuando bailó bajo los plátanos, con su vestido escarlata desvaído por el uso, parecía un dibujo al pastel. Ahora lo parecía aún más en aquel fondo, con sus mejillas de rosa hundidas en el alto cuello del abrigo color lila, con sus dorados rizos y sus profundos ojos azules; más profundos ahora por haber perdido su alegría. Sus manos eran también muy blancas en el claro aire del mar. May, sentada a su lado, parecía tan sombría como un pino junto a un alerce de abril. Si Jenny era coral, May era marfil. Se sentaban aquí mientras el viento marino murmuraba sobre la arena. Jenny apreciaba más la belleza del paisaje porque no le gustaba la gente del país. Todos los días las dos hermanas daban largos paseos, y cuando May se cansaba, sentábase en la playa mientras Jenny paseaba al borde de las olas.

Pasó noviembre con sus cielos de plata y sus puestas de sol, también plateadas, con nubes de un color índigo y pálidos resplandores de sol, que brillaban en medio de chubascos pasajeros. Días de lluvia torrencial llegaron con diciembre, y Jenny tenía que permanecer en la habitación escuchando el silbido del viento que azotaba los álamos, mirando los pétalos de los geranios esparcidos por todos los senderos y las gaviotas que volaban tierra adentro por las laderas de las colinas como trozos de papel. Las noches eran terribles con sus profundos gemidos y aleteos; con el silbido del aire en las chimeneas; los golpes de las puertas que quedaban abiertas; con el batir de las celosías, las carreras, los aullidos y el zumbido de las tormentas de diciembre. Todas las mañanas, enormes cortinas de lluvia barrían el valle, una tras otra, hasta que el fuerte viento del amanecer cesaba, transformándose en un constante diluvio. Entonces Jenny se sentaba en la templada habitación, donde la estufa ardía serenamente y pasaba con pereza las hojas manchadas de humedad de revistas atrasadas, de calendarios mohosos y hasta de libros de himnos religiosos. Por último, salía desesperadamente, y tras una larga batalla con el viento o con el camino encharcado, a través del barro y chorreando, volvía a casa al perfume de los pastelillos de carne, del pastel de azafrán y al claro olor de sardinas escabechadas.

Poco antes de Navidad, las ventiscas cedieron; el viento cambió, dejando salir el sol, y durante quince días hizo un hermoso tiempo de invierno. Eran las mañanas magníficas para vagabundear por el jardín mojado más allá de las pechinas olorosas por el sol, más allá de las verónicas color malva, azul y púrpura; por los prados y por las laderas de las colinas donde el argomón olía a almendra, hacia el mediodía cuando el sol era más fuerte. Durante una semana, ella y May pasearon apaciblemente por aquí hasta que un día se encontraron en un prado dónde pastaban los bueyes, y, muy asustadas, se dirigieron hada la playa.

Hermoso tiempo”, solía decir la vieja cuando las veía salir para sus largos paseos, y, después de parpadear una o dos veces a causa del sol, volvía a la cocina para dirigir los preparativos de una comida fuerte para los trabajadores de la granja. Jenny no se sentía muy inclinada a hablar mucho con ellos. Vivían una vida tan apartada de la suya que ni aun por el puente de la risa común podía acortarse la distancia que los separad ba. Dickey Rosewarne, a pesar de su buena presencia, era detestablemente cruel, con sus trampas y cepos y su astuta persecución de los jilgueros, y lo peor de todo, sus anzuelos para coger patos salvajes. Sin embargo, era muy cariñoso con los grandes caballos de tiro, hablando con ellos, mientras trabajaba, en un lenguaje gutural que parecían comprender perfectamente. Bessie Trevorrow, la muchacha de la vaquería, era aún más difícil de aproximar que Dickey. Tenía la timidez de las bestezuelas salvajes y pasaba muy de prisa ante Jenny, mirando en dirección contraria. Una o dos veces, obligada por la proximidad, habían empezado a hablar, pero Jenny encontraba difícil conversar con una mujer que le contestaba con frases ambiguas de asentimiento o con vagas preguntas. El viejo Veal no le gustaba a Jenny desde que en una ocasión le sorprendió atisbando arriba y abajo, vigilándola tras un seto. Thomas era su favorito. Se había acostumbrado a traerle, para que las examinara, todas sus curiosidades recién encontradas y otras escogidas de una colección que databa de su más tierna infancia. Se las traía para que las viese, como un perro lleva un palo a los pies de su dueña. Jenny, aunque no sentía el menor interés por la bala de cañón que encontró metida entre dos rocas, ni por la moneda de medio penique de Jorge III que sacó con el arado, ni por sus ristras de corchos y líos de redes rotas, se sentía conmovida por sus atenciones. Tampoco oía con disgusto los largos cuentos con que divertía á May.

El buen tiempo duró hasta el día de Navidad. Las violetas florecieron junto a las blancas piedras que bordeaban los senderos del jardín. Los alelíes lucían su terciopelo parduzco en los rincones abrigados, y, lo mejor de todo, los arbustos de Brompton, de una dulzura rosa y gris, aromaban el hermoso invierno de Cornwall. Jenny y May andaban de un lado a otro por el jardín con el abuelo, mientras el viejo les contaba sus cuentos, tan largos como los de Thomas, de sus aventuras en Australia, cuentos madurados al calor del sol, y algunas veces historias de su juventud en Trewinnard con recuerdos de ojos de muchachas y risas de muchachos. En enero se sucedieron las tormentas una tras otra, tormentas oscuras que atronaban el valle trayendo la noche consigo. Las ovejas se escapaban en la oscuridad, lo que, según Jenny, era una cosa terrible cuando Zachary regresaba a cualquier hora y algunas veces mostraba manchas de sangre a la luz de la linterna. Jenny casi no se daba cuenta de la existencia de su esposo durante el día. La locuacidad que había distinguido su conversación en Londres no se percibía aquí. En realidad, casi no hablaba, a no ser con monosílabos. Pasaba todo el día trabajando sombríamente en la granja. Parecía que no veía a Jenny y nunca le preguntaba cómo pasaba el día. Era suya, sana y segura allí en Cornwall; una hermosa adquisición, como si fuese un ejemplar de ganado de buena raza. La había deseado ardientemente y consiguió su deseo. Ahora, esbelta y sonrosada, era aún deseable; pero, como la misma Jenny reconocía, demasiado segura, demasiado asequible para continuar siendo una preocupación. Ella no sentía deseo alguno de una mayor.intimidad y estaba agradecida por su aparente indiferencia. Se habría horrorizado si Zachary hubiese propuesto tomar parte en sus paseos con May, o deseado acompañarla a los arenales de Trewinnard o, peor que todo, invitarla a que se sentara a su lado en sus marchas de los domingos para predicar en distantes capillas. Ni siquiera la molestaba para que fuera a oírle predicar en la iglesia de Trewinnard. Sin embargo, en el transcurso de las semanas, Jenny llegó a pensar que la observaba más de lo que creyó en un principio. A menudo parecía saber dónde había estado sin que nadie se lo dijese. Cuando se quejó de que el viejo Veal la había estado espiando, Zachary se echó a reír de una manera rara, y en apariencia no muy molesto por la indiscreción de su criado. Jenny trataba algunas veces de imaginarse lo que hubiera sido Trewinnard sin su hermana. La sola suposición la hacía estremecerse. Con May era como una larga y agradable vacación, llena de monotonía.

Febrero trajo días hermosos; esparció las brillantes celidonias como pedazos de oro sobre los arriates; hinchó los capullos de los narcisos, y fue muy pronto suplantado por el marzo más frío que se había conocido: un mes de terribles vientos del Este, que secó las florecillas mientras los impávidos zorzales cantaban en sus nidos en el durillo. Jenny empezó a odiar el campo, porque todo lo que veía en él era tan salvaje y aborrecible como las gentes que producía.

A mediados de este gris y maldito mes, Jenny se dio cuenta de que iba a tener un hijo. Este descubrimiento hizo que surgiera en ella de nuevo' una timidez tan grande que casi le era imposible darle la nueva a May. Le parecía una cosa absurda ‘ cuando,, miraba a Zachary al otro lado de la mesa, masticando sombríamente el pastel de carne. No podía soportar las comidas, temiendo todo murmullo y risas apagadas del otro lado de la mesa. Aunque el bebé no llegaría hasta septiembre, y a pesar de que trataba de convencerse a sí misma de que era imposible que se enterasen de su estado, su propio conocimiento de ello la aterraba.

—Pero será muy agradable tener un bebé —decía May.

—¿ En esta casa tan rara? No lo creo. ¡ Oh, May! ¿Qué haré? ¿No podría marcharme para tenerlo?

—¿Por qué no se lo preguntas a él? —sugirió May.

—No seas tonta. ¿Cómo se lo voy a decir a él?

—Tendrá que saberlo algún día —indicó May.

—Sí; pero no por ahora. Y después tú se lo puedes decir a la vieja para que ella se lo diga a él, y entonces me esconderé en mi habitación durante una semana. ¡ Y los criados tendrán que enterarse! ¡Qué horrible! Además, duele.

—Bueno, pero no vale la pena que te preocupes ahora por eso —dijo May—. Eres tonta.

—Ojalá sea niño —agregó Jenny—. Me gustan los chicos. ¡ Son tan traviesos!

—Yo preferiría que fuese niña —contestó May.

—Después de todo, quizá no importe lo que sea —decidió Jenny—. Me gustaría que fuese un chico si quisiera al padre; sería como tenerlo de nuevo. Quizá preferiría que fuese niña; así se parecería más a mí. ¡ Pobre criatura! —se dijo a sí misma como meditando.

Por mutuo acuerdo, el asunto se dejó a un lado durante el mes de abril. No había necesidad de preocuparse por el presente, pero la timidez de Jenny la hacía reacia para pasear por los montes, a pesar de que el tiempo era hermoso y el sol primaveral, acogedor. Sin embargo, a Jenny le parecía que cada arrecife escondía un espía. Ya conocía lo curiosa que era la gente del campo, y el viejo Veal no era una excepción. Una vez pasó al anochecer por Trewinnard Churchtown y le pareció distinguir rostros detrás de los visillos de las ventanas; rostros que curioseaban y observaban todos sus movimientos y ademanes.

Por lo tanto, May y Jenny decidieron quitar toda oportunidad a la curiosidad, explorando los altos acantilados más allá de Bochyn. Subieron por un empinado camino que el aire del mar había dejado muy desnudo, pero que era bastante agradable con los setos de hierba y las prímulas que crecían en la estrecha faja de tierra caliza. En la cima, el camino pasaba al borde del acantilado, entre cardos, brezo y arbustos. Encontraron un lugar donde el acantilado tenía un declive menos pronunciado que llegaba hasta el mar. Los claveles marinos y la fragancia de la blanca colleja alegraban este declive. Crecían florecillas silvestres entre el césped y los helechos empezaban ya a abrir sus hojas. Bajo sus pies se extendía el mar como la cola de un pavo real, en todos los tonos de azules y verdes. A mitad del camino se tumbaban en la mullida hierba y, bañándose en sol, escuchaban el grito continuo de las gaviotas y el sonido de las olas al estrellarse en las cavernas de la costa.

—Después de todo, aquí no hay tanto polvo —dijo Jenny contenta—. Se está bien aquí. Me gusta.

—¿Verdad que es hermoso? —dijo May.

Así se estaban, hablando y haciendo comentarios soñolientos hasta que un grupo de nubes cubría el celo y el agua se tornaba plomiza.

—Se está bien aquí —dijo un día Jenny—, mejor que en ningún otro sitio de los que hemos visto.

Ir a la siguiente página

Report Page