Carnaval

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DOCE

 

 

Suena el despertador; ni siquiera sé por qué lo puse. Hoy es fiesta; es el día del trabajador.

Este señor que está aquí, a mi lado, estirado boca abajo, durmiendo a pierna suelta, y encima roncando, no ha pegado golpe desde que vino a instalarse aquí; me refiero, claro está, a que no ha movido un dedo para ganarse el pan que se come. Para Raúl el día de hoy es igual al de ayer y al de mañana. No tiene remedio.

Lo poco que ha venido haciendo, lo ha hecho coaccionado por mí. Sí, sí, no se me mueve ni un pelo al decirlo, porque, si por él fuera, hacer zapping ya supondría un gasto de energía excesivo para sus limitadas fuerzas.

Sí, ya lo sé; ahora viene la gran pregunta que todos os estáis haciendo: ¿qué leches hace Raúl en mi cama? Todo tiene una explicación, incluso esto. Os lo intentaré explicar de modo que no salgamos demasiado mal parados con vuestras críticas.

La cosa empezó anteayer, después de la cena. Yo estaba como estamos la mayoría de mujeres cuando ovulamos, o sea: realmente jodida. No había tocado apenas la cena (un menú muy sabroso, compuesto de algunas chucherías exquisitas que compró Azucena cuando salió de trabajar; ¡esta chica es un cielo!), y en menos de diez minutos contados desde que me senté a la mesa, me fui para la cama. Me tomé un par de analgésicos (siempre temo que con uno no haya suficiente), me puse el pijama y me acosté. No sabía si encender la radio, coger un libro o echarme a dormir sin más.

En estas estaba cuando se abrió la puerta. Raúl tiene la maldita costumbre de entrar en todas partes así, por las buenas, sin golpear a la puerta ni preguntar, nada de eso: a saco. Menos mal que ya llevaba puesto el pijama, claro que a él eso tampoco le importa.

Le pregunté con voz muy débil y muy cansada:

—¿Qué pasa, Raúl, qué quieres ahora?

Siempre anda pidiéndome cosas a todas horas.

—¿Qué te pasa a ti?

Se sentó a mi lado, en la cama, y yo me aparté medio metro como por instinto.

—Tranquila, ¡eh! No te voy a hacer nada —contestó, algo molesto por mi retirada tan falta de tacto—. Sólo estaba preocupado, Pelirroja. Te he visto tan mal ahí, en la cocina. No parecías la misma Irene de siempre; eras incluso vulnerable.

Siempre comemos o cenamos allí porque, como ya os dije, soy muy patosa y continuamente me mancho o estropeo algo.

—No es nada, tonto —le repliqué, sonriendo—, no me voy a morir.

—Eres muy guapa. Estás muy bien así: con todos los rizos rojos revueltos; te pareces mucho a Julia Roberts —susurró mientras me acariciaba suavemente el pelo, y luego la mejilla. Y me besó: un ligero y muy tierno roce de nuestros labios.

—¿Por qué has hecho eso? —le pregunté,  asustada,  cuando  retiró sus labios—. No deberías haber…

No pude acabar de decirle lo que quería; ya me estaba desnudando. ¡Oh, Dios mío! Empezó a besarme toda: desde la raíz del pelo hasta los dedos de los pies. ¡Y qué besos! Nadie me había besado así… ¡ni en sueños! Cuando me besaba con violencia me dejaba sin resuello, pero cuando lo hacía con ternura, ¡joder, era la perdición!

—Me vuelves loco, Pelirroja; llevo un mes soñando contigo: tus ojos, tus rizos, tus pecas… ¡Oh, Dios —jadeó enterrando el rostro entre mis muslos—, eres auténtica, una pelirroja de las de verdad!

—¿Qué coño quieres decir?

—Oh, tenía tanto miedo de que ese color de fuego fuera postizo.

Acabamos uno encima de otro, besándonos, acariciándonos (¡y juro que era la primera vez desde que nos conocimos!), haciendo el amor… Como amante es insuperable. Está comprobado. Yo lo he comprobado. Sin embargo, no se lo dije ni se lo diré nunca. ¡Bastante creído es el niño para que yo eche más leña al fuego! Ni hablar. Pero tampoco puedo mentirme: me quitó mi dolor de ovarios en un visto y no visto (y de paso, mi traumático complejo de «pelirroja-pelo-de-fresa» que arrastraba desde los ocho años).

Claro que fue porque estaba algo tocada y decaída que me dejé llevar hasta donde él quiso llegar. Y ahora, mirad el panorama: ya es dueño también de mi cama (hasta hace poco solamente lo era del baño, la cocina, el salón…), y no tardará en apropiarse de lo poco que me queda. De entrada, ya hemos repetido esta noche, y sé que no acabará el día sin que volvamos a hacerlo.

Le llamo:

—Raúl… —le toco en el hombro—. Raúl —le llamo, elevando unas décimas el tono—. ¡Raúl! —le grito al fin.

—¿Qué? —se levanta de un salto—. ¿Qué sucede? —mira alrededor con el rostro blanco; se le ve muy asustado. ¿Habrá tenido una pesadilla?

—¡Venga, gandul, arriba! Hoy es fiesta… pero he decidido hacer limpieza general. ¡Vamos, muévete!

—¿Qué hora es? ¿Qué quieres decir con eso de «limpieza general»?

—Son las doce del mediodía —le informo con los ojos puestos en el despertador—. Limpieza general significa arremangarse y limpiar, fregar, sacar lustre…

—Pero, ¿por qué hoy? —protesta, contrariado.

—Porque hoy es mejor que mañana; mañana estaré todo el día fuera de casa. Hoy es el mejor día para ocuparse de esto.

—Realmente eres masoquista —se burla con una mueca.

—Lo soy —afirmo muy convencida, y le señalo con el dedo mientras añado—: Y tú también, porque me vas a ayudar.

—¿Y Azu, ella no ayuda? —protesta de nuevo.

—No lo sé, no se lo he comentado todavía.

—Ni a mí tampoco. A mí no me lo has comentado, me lo has ordenado.

—Porque a ti, Raulito, hay que ordenarte las cosas; de lo contrario, te pasarías el santo día tocándote los huevos.

No me llames así, me pone enfermo —me advierte, mal humorado.

Hay un montón de cosas que ponen enfermo a Raúl, pero parece ser que esta, en particular, se lleva la palma. 

—¡Oh, lo siento! —me disculpo y sigo azuzándole—: ¡Venga, hala, vete a la cocina a desayunar! Déjame vestirme en paz. Por favor.

—¡Venga, Pelirroja, que ya nos hemos visto todo lo que nos teníamos que ver! ¿A qué viene ahora tanto recato? —pregunta, burlón.

—A nada, pero me gusta vestirme sola —le respondo categóricamente. Tengo que mantenerme en mi lugar; si vuelve a llamarme Pelirroja me corro aquí mismo. Le agarro de un brazo, le tiro en la cama, ¡y a tomar por culo la limpieza general! «Tranquila, Irene, no todo en la vida es sexo. Sólo las tres cuartas partes».

—Está bien, ya me largo —me dice, me besa y se va.

Ufffff, expulso aire en un interminable suspiro de alivio. El demonio se ha ido, llevándose la tentación; estoy sola de nuevo. Necesito ordenar mis ideas y mis sentimientos. Cada vez que me toca me pongo como una estufa. ¡Y esto no puede continuar! No quiero imaginar cómo será el futuro con Raúl aquí por mucho tiempo.

Recuerdo las palabras de Inés con extraordinaria viveza: «crea adicción… y ya sabemos quién acabará llorando al final… él no, desde luego… es una mezcla de granito y mármol». La verdad es que Inés es un poco exagerada; ahora que le conozco mejor, no me parece tan mala persona. Y de veras que tenía más razón que un santo: hacía demasiado tiempo que nadie me follaba como merecía. Y, ¡joder, le necesito!, confieso mordiéndome el labio. Y ciertamente, desde que me contó aquello acerca de Inés, ella no me parece tan legal como meses atrás. De hecho, la última vez que tuvimos una charla, fue muy breve y con más monosílabos que otra cosa. Ella estaba cabreada y yo, a bote pronto, estaba desconcertada, y las cosas no fueron bien.  De repente,  ya no había el buen rollo de otros días.

Habrá que dejar que el tiempo pase y nos vaya indicando la mejor forma de actuar en cada momento. Yo no voy a preocuparme; siempre me he fiado de mi instinto, y hasta ahora nunca me ha traicionado.

Me pongo los tejanos más viejos: aquellos que compré en un mercadillo, hará por lo menos siete años, y que se quedaron cortos a media pantorrilla en algún momento entre los veinte y los veintiuno; los combino con un jersey negro más viejo aún, y salgo a desayunar.

Cuando vivía en Terrassa salía del dormitorio en pijama o en bata; cuando me mudé aquí, sabiéndome en la más absoluta soledad, iba por toda la casa como me venía en gana. Pero al llegar Raúl me entró una vergüenza increíble; me sentía tan cohibida ante él las dos primeras semanas, que me acostumbré a salir vestida y bien tapadita, y no por culpa del frío. Algo en mí se resistía a mostrarse delante de Raúl. Ahora, cualquier inhibición en este sentido es absurda y obsoleta.

Entro en la cocina y ya están los dos sentados, tomando algo que parece café y huele igual de bien. Me caliento un vaso de leche en el microondas y saco el pan de molde para hacer un par de tostadas. Recuerdo que he de comprar cereales. Raúl me mira y sonríe. Yo empiezo a temblar, y noto cómo se me eriza el vello en la nuca; hay algo en él que me atrapa irremediablemente. Todo él es una trampa mortal, y eso me asusta, pero le devuelvo la sonrisa como si nada, y aviso en general:

—Quien no quiera limpiar, que se largue en media hora y no vuelva hasta la noche. No os quiero molestar ni que me estorbéis —saco la leche del horno y continúo—: Si no pensáis ayudar, más vale que no os quedéis aquí. Voy a ponerlo todo patas arriba.

—¿Qué quiere decir «todo»? —se inquieta Raúl.

—Tranquilo, tu habitación no voy a tocarla. Eso es asunto tuyo —le contesto y agrego—: Solamente arreglaré lo que es de todos, lo que los tres compartimos.

—A mí no me importa echarte una mano —se ofrece Azu. Esta chica tiene una disposición excelente, ¡ojalá se contagiara!

—Si no hay más remedio —suspira Raúl con expresión resignada.

Me bebo la leche y le digo, moviendo la cabeza en señal de inquietud:

—No sé si dejarte que nos ayudes pongo el pan  en la tostadora—, todavía recuerdo lo que pasó la última vez que te rogué que limpiaras la bañera. ¿Nos ponemos el bañador y el chaleco salvavidas esta vez?

—¡Exagerada! —protesta, visiblemente ofendido.

—¿Yo? —exclamo a mi vez con fingido tono de dignidad ofendida—. Exagerada… no sé; pero lo que sí es deplorable es que el objetivo de mi fantástica cámara se perdiera la inundación más impresionante de este edificio desde la Guerra Civil.

—¿Tan grave fue? —se horroriza Azu, siguiéndome la broma.

—¡Uff, imagínatelo… con este desastre de hombre aquí!

—Caray, ya está bien, ¿no? Dejad de meteros conmigo. Hago lo que puedo —se disculpa Raúl.

—Que no es mucho —le recuerdo—. En realidad, a quien debemos culpar es a su madre por haber permitido que creciera como un inútil —la acuso riéndome, pero sin mala intención.

Raúl me suelta una hostia en plena cara. Azucena me mira con cara de: te has pasado un pelín. Yo estoy tan noqueada que ni respiro; ¿es éste el mismo Raúl tierno y dulce de anoche? Vaya por Dios, hete aquí una versión casera del mito del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Es evidente que he metido la pata hasta el fondo; ahora bien, ¿qué es lo que le ha jodido tanto?, me gustaría saber.

Raúl me saca de dudas en un santiamén.

—¡Con mi madre no te metas! A mi madre déjala en paz, o te suelto otra hostia.

—¡Uy! —Intercambio una mirada rápida con Azucena—. Lo siento, hombre, no te lo tomes así. Solamente era un comentario.

—Los comentarios relativos a mi madre sobran. ¿Acaso me he metido yo con la tuya, eh?

—No —lo admito—, no lo has hecho. Lo siento —repito restregándome la mejilla dolorida. Sabe besar… Y también sabe pegar.

—Tampoco necesito tu compasión, ¡vete a la mierda! —replica con desprecio y se marcha a su dormitorio hecho un basilisco.

—Me temo que le has tocado la fibra sensible —me advierte Azucena—. Por alguna razón no le gusta que hablemos de su familia. Pero tú eres amiga de sus primos, ¿no? ¿Qué sabes de él?

—Pues no gran cosa, no te vayas a creer… —respondo, desanimándola.

—¿No te ha contado nada Inés, nunca?

—No, de su familia no. Sé que tiene diecinueve años y que vino de Navarra, de un pueblo pequeño. Ni siquiera sé el nombre.

—Lo mismo que yo.

—En fin, ya se le pasará. Algo oculta, aunque no sé qué es. Su reacción no ha sido nada razonable. ¡Joder, ya nos conocemos, debería saber que estaba bromeando! Inés y Raúl son primos, pero no se llevan muy bien que digamos; por eso se vino para acá.

—¡Ajá, es eso! No lo sabía. Creía que teníais un rollo; le he visto salir de tu habitación esta mañana, y ayer también.

—Eso es otra cosa. Anteayer vino a preguntarme qué tal estaba, y acabamos haciendo el amor.

—¡Fiuuu! —Silba—. Ya sé qué he de hacer cuando quiera estar con él en la intimidad: poner cara de agonizante —sugiere pícara mientras sonríe.

—Ejem, Mmm… No es exactamente así. A ver si te vas a creer que todo era cuento. ¡Ni hablar! Yo estaba realmente hecha polvo. Si no, le hubiera echado de la habitación.

—Pero no lo hiciste. Y anoche tampoco.

—No puedo evitarlo. Es más fuerte que yo. Pero no es amor, no te confundas; sólo es sexo, pasión, eso…

—¿No serás tú quien se está confundiendo? —me pregunta con cara de saberlo todo de la vida y del amor.

—No —le aseguro, y al momento dudo—. Tal vez sí…; la verdad es que… no tengo las ideas muy claras. Ya presentí, desde el momento que pisó esta casa, que la cosa no acabaría bien. Pero no puedo echarle; hemos llegado demasiado lejos.

—¿Cuánto es demasiado lejos, sólo por un par de veces? —Pregunta, frunciendo el ceño con escepticismo, y agrega—: No exageres; aún estás a tiempo de poner las cosas en su lugar.

—Es que... no sé si quiero. Yo estoy bien con él ahora; me vuelve loca, me desespera…, pero me gusta cantidad. Quiero vivir el presente, quiero disfrutar de él; me hace feliz, me hace sentirme amada. ¿Podrías tú resistirte a él?

—Pues no lo sé —sonríe—. Yo no le conozco tan a fondo como tú. Nuestras conversaciones, y no hemos tenido muchas, han sido muy superficiales. En mi cama todavía no se ha metido.

—Pero quizá lo haga un día de estos —aventuro—. Nos necesita, a las mujeres en general. Yo no me hago ilusiones de exclusividad. No soy la primera ni seré la última; soy una más, y ni siquiera me importa saber el lugar que ocupo empezando por la cola. Nuestro Raulito tiene mucha experiencia, y yo no le he enseñado todo lo que sabe.

—¿Me crees capaz de acostarme con él sabiendo que lo hace contigo? —protesta y parece realmente indignada.

—¿Por qué no? Es un buen amante. Yo puedo dar testimonio de ello; Inés también, por lo que me comentó en la fiesta.

—¿Inés también se ha acostado con él? ¡Pero si son primos!

Esta muchachita es de un ingenuo maravilloso; así era yo también hace unos meses, hasta que Raúl y otros me desvelaron algunas verdades realistas y nada agradables. Contesto:

—A Inés le importa un bledo eso. Según me dijo Raúl, lleva años manteniendo relaciones con su hermano. Él les ha visto haciéndolo… y le da asco; pero Inés siempre consigue lo que quiere. Raúl es otro de sus muchos trofeos.

—Pero si a Raúl no le gusta Inés, ¿cómo consiguió ella follárselo? No logro comprenderlo. Y hablando de lo otro: me parece repugnante lo que hace con su hermano.

—La versión de Raúl es: acoso sexual —le explico—. Según él, desde el momento en que llegó a casa de sus primos, Inés estuvo pinchándole, provocándole y echándosele prácticamente encima hasta que cayó. En cuanto a ella y Juanjo, en fin, ¿qué quieres que te diga? Yo no acabo de creérmelo. Da lo mismo; lo han llevado muy bien durante todos estos años. Jamás pensé que la cosa fuese así. No me importa lo que hagan, no es asunto mío. No hace mucho me gustaba Juanjo, pero eso ya es historia. Lo que sí me fastidia es que mi relación con Inés se ha deteriorado mucho. Desde que supo que Raúl vive aquí, las cosas han cambiado mucho entre nosotras. No me lo perdona. En su egocéntrica manera de ver la vida, siente que la he traicionado. Pero yo no tengo la culpa; tendrías que haber visto y oído cómo Raúl me suplicaba que le salvara.

—¡Joder! Si que estaba chungo, ¿no?

—Yo diría que idealizó mucho a sus primos, imaginó que vivir con ellos sería el paraíso o algo por estilo, y se llevó un chasco como la copa de un pino.

—¿Tan mal estaba en su pueblo? —me pregunta, los ojos abiertos como platos.

Ella debería saberlo muy bien porque, como él, ha venido de un pueblo de provincias a Barcelona. Yo también lo hice en su día; ninguno de nosotros es hijo natural de la ciudad condal.

Le respondo:

—Pues ni idea, ya te he dicho que yo de eso no sé apenas nada; y si supieras de qué hemos estado hablando mientras te esperábamos, te morías de la risa. Sólo hemos hablado… Miento; sólo he hablado de cómo se hacen las labores de la casa; recuerda que he tenido que enseñarle cosas de marujas, como se empeña en llamarlas el muy machista.

—Lo que está claro es que aquí está mucho mejor —concluye mirándome con picardía, y gesticula con la mano a la vez que exclama alegremente—: ¡A limpiar!

 

 

Son las dos del mediodía. Hemos hecho un descanso, y antes de preparar algo de comer voy a ver qué hace Raúl, que no ha aparecido por el salón en una hora… o más. Me da a mí que el numerito que ha montado ha sido solamente una excusa para escabullirse y no colaborar, ¡si lo conoceré yo! Golpeo la puerta de su habitación. Nada, ningún sonido audible. ¿Estará durmiendo? Vuelvo a golpear.

Su voz susurra:

—¿Quién es?

—Soy yo, Irene —contesto y, entreabriendo la puerta, susurro a mi vez—: ¿Se puede pasar?

—Haz lo que quieras.

Decido entrar a ver si todavía sigue con el cabreo de antes.

—Dijiste que ibas a ayudar, ¿te acuerdas? —le digo en un tono de lo más sarcástico, a ver qué efecto produce. Ninguno; el sarcasmo no hace mella en Raúl.

—No veo que me hayáis echado de menos —gruñe con mal humor—; no me necesitáis para vuestros cotilleos de marujas. Pero te lo advierto: a mi madre no la nombres más, o tendremos una seria pelea.

Noto un tono amenazador, cada vez más desconcertante, en todas y cada una de sus palabras. Y me asusta. Con voz extrañamente tímida le digo:

—Está bien, de acuerdo. Lo lamento. ¿Cuántas veces habré de disculparme, quieres que me arrodille a tus pies también? Sólo estábamos bromeando, ¿acaso no sabes aceptar una broma? No tenía ninguna intención de ofender a tu madre, aunque es evidente que te ha mimado mucho.

—¿Te lo dijo Inés eso? —pregunta con sorna; hay algo en su voz que continúa sin gustarme. Añade—: Pero no te dijo que yo me crié con mi abuela y no con mi madre, ¿a qué no? —No me da tiempo a responder y sigue pinchándome—: ¿Te contó, por casualidad, que mi padre era un borracho infeliz y que mi madre se ahorcó cuando yo era un bebé de pocos meses? ¿Qué fue lo que te dijo exactamente Inés?

Su voz me asusta cada vez más, pero como veo que ya se ha desahogado (y no era mi intención hurgar en sus traumas infantiles, que conste), tomo aire y le contesto:

—Yo no sabía nada de eso. Inés no me contó nada de tus padres; ni siquiera me ha hablado nunca de los suyos. No me había extrañado esa reserva hasta hoy. Acabé por pensar que la familia no era importante, que no contaba para ella. Tampoco tiene por qué decírmelo, no es asunto mío. Y lo siento mucho; lo de tu madre, quiero decir. Si te sirve de consuelo, la mía murió cuando yo era adolescente, en un accidente de coche. Solamente tenía cuarenta y dos años, y yo sólo contaba doce. También fue muy duro para mí, quizá más que para ti. Cuanto más conoces y amas a alguien, más sientes su ausencia.

—¿Acaso insinúas que yo no quería a mi madre? —pregunta a la defensiva. Siempre se comporta igual…

—No tuviste oportunidad de conocerla ni de amarla; seamos francos, Raúl. No te juzgo, pero no seas tan quisquilloso. Ya te he dicho que lo siento; no podía imaginar que no tuvieses una familia como la mayoría, no soy adivina.

—Mmm…, al final va a resultar que mi primita es más decente de lo que pensaba. Pero no por hacerme un favor, te lo aseguro —me dice, más tranquilo.

De nuevo se las apaña para hacerme sentir culpable de cada palabra que digo, y con esa horrible sensación de haber metido la pata hasta el fondo. Pero sé que, en el fondo, le he hecho un favor provocándole para que se desahogara. Lo necesitaba, y se le notaba a la legua.

—¿Te sientes mejor ahora? —le sonrío con ternura y le miro a los ojos, por primera vez de frente y sin miedo. Ya nada me importa; necesitaba una excusa para rendirme a él, y me ha dado la mejor.

—Yo no me siento mejor ni peor —ya está otra vez haciéndose el duro, ¿a quién querrá engañar?—. Sólo he querido dejar las cosas claras, eso es todo. Mi abuela siempre ha sido una mujer de armas tomar; muy autoritaria y autosuficiente. Yo siempre fui un estorbo, una desgracia; su desgracia particular. No me quería cerca, quizá por eso no se molestó en enseñarme las faenas de la casa y esas zarandajas. Además, yo soy un hombre. La casa es cosa de marujas.

—¡Ah! Muy machista te ha quedado eso, sí señor. ¿Se te ha empinado mucho al soltar esa gilipollez? —protesto en tanto echo una breve ojeada a su entrepierna—. ¿Te sientes más hombre que hace dos minutos? —me burlo ahora, divertida; y a continuación le aviso por (lo que me parece) enésima vez—: Esta no es tu casa, ni la casa de tu abuelita. Estás en un piso, lo compartimos los tres, y cada cual hace su parte del trabajo. No tengo tiempo, ni vocación de felpudo. Bastante he hecho ya enseñándote.

Además, son esas cosas que has ido aprendiendo las que te servirán el día de mañana, cuando tengas tu propio piso. Verás que te resultarán muy útiles, y algún día me lo agradecerás —le aseguro.

—¿Vas a echarme? —pregunta, algo turbado.  

Este crío tiene la manía de salirme siempre por la tangente. ¿Acaso he dicho yo algo que haga suponer que voy a echarle de forma inminente? Conste que, de vez en cuando, ganas no me faltan; antes al contrario: me sobran.

Con mi mejor sonrisa le propongo:

—¿Quieres casarte conmigo? Porque esa, y solo esa, es la solución si pretendes quedarte en esta casa para siempre. Yo estoy aquí muy bien, no pienso irme en mucho, mucho tiempo. Además, no es un piso cualquiera; aquí han vivido generaciones de Bautistas desde la época de los Austria. Ni te lo voy a vender, ni te lo voy a regalar.

—No es mala idea —me dice, besándome.

—¿El qué?

—Eso de casarnos, Pelirroja —me contesta y me besa otra vez—. Me gustas lo suficiente para hacer una locura de esas.

—¡Frena ahí! Que lo he dicho de coña. No tengo ninguna intención de hacer semejante cosa, y mucho menos contigo. ¡Que ya nos vamos conociendo!

—¡Vaya por Dios —exclama—, y yo que me había hecho ilusiones de despertarme todas las mañanas a tu lado y luego llevarte el desayuno a la cama!

—¡Ver para creer! ¡No serás capaz! Te puede la pereza.

—No seas tan mala conmigo, Pelirroja. Por ti podría cambiar, podría convertirme en lo que tú quisieras —promete el muy comediante.

—¿Y si yo no quiero que cambies? Así ya estás bien —le digo—. ¡Anda, vamos a comer algo! Estoy ferozmente hambrienta.

 

 

A medianoche cada uno descansaba en su dormitorio, aunque ninguno dormía. Cada cual reflexionaba en sus asuntos; el sueño les había abandonado a los tres.

Raúl se sentía especialmente vulnerable; no había querido irse de la lengua, si bien era justo reconocer que «el cuento de la madre muerta» siempre le había funcionado a las mil maravillas a la hora de conquistar definitivamente el corazón de cualquier chica. Y con Irene no había sido diferente. Podía verlo: había caído rendida a sus pies de modo incondicional, casi servil. Sonrió. La pelirroja le ponía a cien, debía confesarlo. Había tenido una suerte increíble, ciertamente, al conocerla en aquella estúpida fiesta. Pero Azucena no le andaba a la zaga; quizá también podría… No… O sí, ¿por qué no? Quizá también podría conquistarla. Detestaba dormir solo; no había venido a Barcelona para pasar las noches solo como un búho. Se asomó al dormitorio de Irene, pero ya estaba dormida; no podía entrar en la habitación de Azucena por las buenas. Esas dos se habían hecho muy amigas, y las amigas presumen de sus conquistas. Irene ya la debía de tener al tanto de lo ocurrido esas dos noches de pasión desenfrenada. Se inventó un dolor de cabeza para acercarse a la sevillana y pedirle una aspirina… y algo más.

Azucena tenía puestos los ojos en el quinto capítulo de Insomnia, de Stephen King mientras la voz de Freddie Mercury sonaba en su discman. A pesar de ello, oyó entrar a Raúl. Alzó la vista de las páginas y le vio en el vano de la puerta, de pie, ¡desnudo! Poco a poco avanzaba hacia ella. Y le pidió ¡una aspirina! Ella abrió los ojos desorbitadamente, pero le siguió la corriente y le dijo que no tenía ninguna a mano, que mirara en el botiquín del baño o se la pidiera a Irene. A ver por dónde le iba a salir ahora. 

Raúl ya sabía que no tenía, y en realidad eso sólo era una excusa, y de las tontas. Le confesó que odiaba dormir solo; le daba miedo la oscuridad desde que era niño (eso sí era verdad), y necesitaba compañía… mejor femenina.

Azucena estaba incómoda pero excitada, ¡el muy cabrón tenía un cuerpazo de aúpa! Pero tenía que quitárselo de encima a como diera lugar porque estaba convencida de que Irene se había enamorado perdidamente de él, y no le parecía justo traicionarla después de lo bien que se había portado la pelirroja con ella. Quiso despedirle diciéndole que estaba ocupada (¿a quién quería engañar, por Dios?) con el libro de Stephen King, y no quería perder el hilo; le aconsejó que tratara de conciliar el sueño.

Raúl se sentó a su lado. La miraba con deleite, era preciosa; iba a ser suya. Podía sentir cómo ella se estremecía y le pedía con la mirada que siguiera adelante. Pegó los labios a su oído para susurrarle que nunca podría acostumbrarse a la soledad, que siempre había estado rodeado de mujeres. Su voz era dulce, una voz que ella no había escuchado antes de esa noche; era caricia en su oído.

Ella le preguntó por qué no estaba con Irene, por qué la había escogido esa noche. Y añadió que pensaba que a él le gustaba más Irene.

—¿Alguna vez he dicho yo eso —preguntó él, fingiendo desconcierto—, alguna vez he querido demostrar alguna preferencia discriminatoria? No me gusta veros competir por mí. A mí me gustáis ambas —siguió susurrándole, boca contra oreja—; podemos pasárnoslo muy bien los dos esta noche… creo yo. Quiero conocerte más íntimamente; hasta ahora nuestra relación ha sido muy fría, ¿qué me dices?

A la vez que hablaba, las manos se deslizaban por debajo de la camisola de raso negro de su pijama hasta llegar a acariciar las dos manzanas doradas y pequeñas que eran sus pechos. Después se movieron con suavidad hacia el costado y hacia la espalda, donde volvieron a juntarse para acariciarla y bajar lentamente a la cintura, quitándole los pantalones apresuradamente, y así llegar a la piel sedosa y morena de su culito respingón. Y seguir rozando cada pliegue de su cuerpo con sus manos, con las yemas de los dedos, con los labios… hasta alcanzar, en un orgasmo pleno y compartido, la total comunión de sus cuerpos tendidos ya entre las sábanas.

El libro estaba abandonado en el suelo, con las tapas boca arriba; y la voz de Freddie continuaba sonando apasionadamente, aunque ya nadie la escuchaba…

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