Carla

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Carla

Aurora Ventura

Página de créditos

© Aurora Ventura Alvarez, 2014

Todos los derechos reservados.

© de esta edición: Ediciones EK (www.edicionesek.com), 2014

Ilustración de la cubierta por Antonio del Hoyo Ventura

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"The problem for most artists isn't piracy, it's obscurity."

I

Bruno Calleja levantó la vista del libro y la dejó vagar al frente para dar tiempo a que su cerebro procesase lo que acababa de leer. Pero su cerebro registró algo que no podía procesar. Algo que estaba viendo más allá de la ventana, pero que su subconsciente le decía que no podía estarlo viendo. Porque en el espacio en que sólo se debería ver el cielo aparecía la cara de una persona. La ventana daba a una terraza, por lo que no tendría nada de particular que allí hubiera alguien, pero es que la cara se veía al otro lado, detrás del muro de la terraza.

Después de pestañear varias veces se levantó, puso la tapa al rotulador que tenía en la mano y cogió de encima de la mesa sus gafas, porque lo que él tenía era miopía y algo de astigmatismo y no las necesitaba para leer. Salió por la puerta de la biblioteca y mientras se las ponía se dirigió a la parte delantera de la terraza.

Seguía estando allí, mirándole como si quisiera decirle algo. Bruno se acercó y se asomó. Detrás del muro había una chica que apoyaba los pies en una estrecha cornisa que había en la parte de fuera y se agarraba al borde. Al fondo, el suelo del patio, a una altura de un cuarto piso.

—¿Qué haces ahí? —le dijo, estupefacto.

—Te lo explico luego, si no te importa ¿quieres? Ahora ayúdame, porque me voy a caer.

Bruno se inclinó sobre la tapia, le puso las manos en los sobacos y la levantó en vilo a una altura suficiente para que llegara con las rodillas a la parte superior del muro. Después retrocedió para permitirle que pusiera allí un pie y saltara dentro de la terraza. Ella se soltó en seguida, pero en lugar de dar explicaciones se puso a darse saliva en las rodillas que se había raspado con el borde de cemento.

—Bueno —dijo Bruno—. ¿Me vas a contar qué estabas haciendo?

La muchacha levantó la cabeza y le miró. Tenía una cara casi de niña, porque debía ser muy joven. —¿A dónde querías ir?

—Al jardín de la finca —contestó ella. Pero me he confundido.

—Sí, está claro. No es lo más normal entrar en un jardín escalando las paredes.

—Es que —aclaró ella— siempre entro por la otra cornisa, la de más abajo. Pero como he venido por la torre, me he equivocado y he subido un piso de más.

Bruno se asomó y vio, un piso más abajo, otra cornisa que rodeaba el muro, algo más ancha que la de arriba y que terminaba junto a la tapia colindante con la finca de al lado. Arrimada a ella se veía un tejado que debía ser un cobertizo o un aparcamiento.

—A ver, a ver —dijo— ¿Quieres decir que para entrar a ese jardín recorres esa cornisa de abajo?

—Sí, salgo por la ventanita de la torre pero, como te digo, hoy me he confundido de piso.

—¿Y por qué utilizas ese camino tan difícil para entrar ahí?

—¿Y por dónde quieres que entre? ¿Por la puerta principal por el morro?

—Bueno, desde nuestro patio es más fácil. Hay una verja fácil de saltar.

—¡Ah, ya! ¿Y cómo hago para entrar en la residencia? ¿Crees que me dejaría el conserje?

—Claro, tendrías que explicar a dónde ibas. Pero quizá entrando por la puerta de la cocina.

—Por ahí menos.

—Y además ¿para qué quieres entrar en la finca?

Ella contestó bruscamente:

—Eso es asunto mío.

—Y mío también ahora. No es por nada, pero acabo de salvarte la vida. No sé por dónde, pero por algún sitio, cuando pasa eso, el salvado tiene que depender para siempre del salvador.

—Yo no. Y no soy de ese sitio, soy de éste.

—Pues sí que dependes de mí. Si viene alguien ¿cómo vas a explicar que estés aquí? Yo puedo decir que te encontré en la biblioteca tratando de robar el ordenador.

—Y yo que me trajiste aquí con engaños y que has intentado abusar de mí. ¿Qué te parece?

—No tienes pinta de ser capaz de una cosa así.

—Tampoco tú de acusarme de robo. Mira, como dependo de ti, ahora me indicas por dónde puedo saltar esa verja que dices y llegar hasta ella sin encontrarme con nadie.

—Bueno, a esta hora es fácil. Casi todo el mundo se echa la siesta. Vamos.

—Tú delante. Si te encuentras con alguien silba para que me esconda.

Bruno pensó que aquella chica había visto demasiadas películas de aventuras, pero tampoco a él le convenía tener que dar explicaciones de su presencia. Entró delante de ella por la puerta de la terraza, pasó por la desierta biblioteca y empezó a bajar la escalera. Ella le siguió, procurando no hacer ruido. Llegaron sin tropiezos al vestíbulo y se metieron por un pasillo junto a la cocina y el lavadero y por allí salieron a un patio donde se veían cajas de cervezas y refrescos apiladas en un rincón y unos cubos de basura. Uno de los laterales de ese patio era una verja de unos dos metros de alta, con un bordillo de cemento sobre el que estaban insertados los barrotes. Bruno indicó un montón de cajas de bebidas vacías y la ayudó a subirse. Una vez allí era fácil saltar al otro lado de la verja, apoyando los pies en una barra transversal.

Cuando la vio al otro lado, Bruno se subió también en las cajas, trepó por los barrotes y aterrizó junto a ella.

—¿Qué haces? —preguntó la muchacha.

—Te acompaño.

—¿Para qué?

—Quiero ver cómo haces para salir. ¿Vuelves a trepar por la cornisa?

—No, salir es más fácil. Por la parte que da al campo se puede saltar la tapia.

—¿Y por qué no entras por ahí?

—Porque se puede salir, pero no entrar. ¿Crees que me gusta pasearme por las cornisas?

—Y quiero ver también qué tienes que hacer aquí.

—Ya nada. Me voy.

—Pero si te encuentras a alguien te puedo servir para disimular.

—¿Cómo?

—Algunas parejas de la residencia saltan la verja para venirse a retozar por el jardín sin que los vea nadie. Algunas veces se han encontrado con un guarda, pero no les ha dicho nada y ha hecho la vista gorda.

—Sí, ya las he visto. Pero yo nunca me he encontrado con el guarda.

Hablaban mientras iban andando. El jardín era en aquella parte una serie de caminos de tierra entre trozos de césped en los que crecían arbustos de adelfa y algunos sauces. Al pie de uno de ellos se veía, efectivamente, a una pareja de jóvenes que charlaban y reían echados en la hierba.

—Pues sí que viene un guarda —advirtió Bruno—. Ven.

Y tiró de ella hacia el césped, haciéndola tumbarse junto a una adelfa.

Por el camino pasó un hombre de uniforme como si se dirigiera hacia la casa que se veía detrás de un grupo de árboles. No hizo ademán de darse cuenta de la presencia de ninguna de las parejas y cuando hubo pasado, la chica intentó levantarse. Pero se volvió a tumbar bruscamente.

—Se ha encontrado con alguien —dijo, arrimándose a Bruno. Se asomó un poco por encima de su hombro y lanzando una exclamación, le hizo ponerse de costado, de manera que la tapara casi del todo.

—¡Están mirando! —dijo en un susurro.

—¿Y qué? A mí no me importa que me vean. No me conocen de nada.

—¡Pero a mí sí! —saltó ella con voz de pánico.

Por el camino se acercaban dos hombres. Uno de ellos era el guarda y otro un señor que iba hablando con él. No parecieron reparar en los intrusos, porque seguramente estaban acostumbrados a ellos. Por si acaso, Bruno extendió el brazo sobre la cara de ella para taparla.

—¿Es el dueño de la finca? —preguntó.

Pero la joven no contestó. Se levantó rápidamente en cuanto vio que se alejaban y echó a andar en dirección contraria. Bruno la siguió hasta donde un muro cubierto de hiedra señalaba el límite de la propiedad. No era muy alto y se podía fácilmente trepar a él, pero por el otro lado el suelo estaba como a unos tres metros.

—¡No irás a saltar por ahí! —exclamó asustado.

—Sí, no pasa nada —explicó ella con la naturalidad del que lo ha hecho muchas veces. Se volvió a él: —Me voy —dijo.

—Te acompaño. ¿Dónde vives?

—Aquí cerca. No me acompañes.

Y antes de que quisiera darse cuenta la vio que trepaba al muro y pasaba al otro lado. Se asomó a tiempo de contemplarla mientras bajaba un trecho poniendo los pies en la pared y agarrada al tronco seco de la enredadera como si hiciera rapel y a la mitad saltaba cayendo en el suelo de tierra con la flexibilidad de un gato, aterrizando con las rodillas ligeramente dobladas y el cuerpo inclinado. Se incorporó rápidamente y echó a andar. Pero a los pocos pasos se volvió y miró a Bruno, que seguía asomado a la tapia.

—¡Ah, bueno! Que gracias.

—¡Oye! —llamó él.

La chica se volvió de nuevo y le dijo:

—Y que te olvides de que me has visto ¿sabes? No existo, nunca he entrado en la residencia—. Y echó a correr.

Bruno se la quedó mirando un momento, pero después dio la vuelta y se apresuró a recorrer el camino hacia la verja del patio. Dijo en voz alta:

—Que te crees tú eso.

II

Cuando llegó a la residencia subió deprisa a su habitación, sacó del armario unos prismáticos y volvió a salir a la terraza. La residencia era un antiguo convento con visos de fortaleza y tenía, adosada a la pared de la terraza, una estrecha escalerilla sin baranda que conducía a una especie de atalaya, como un balcón redondo rodeado de un muro terminado en almenas. Se asomó por entre dos de ellas y dirigió los prismáticos hacia el campo por donde se había alejado la extraña visitante. No tardó en localizarla. Su pequeña figura se hacía visible un momento en los claros de los árboles y luego volvía a perderse entre ellos.

—¿Dónde va? —Se preguntó Bruno—. Dijo que vivía aquí cerca, pero por ahí no hay viviendas—. La perdió otra vez y cuando ya desesperaba de encontrarla la distinguió en la carretera, caminando por la cuneta a paso normal.

—No irá a hacer auto-stop —se dijo. Pero cuando levantó un poco los prismáticos su vista tropezó con un grupo de tejados que sobresalían entre los árboles. Creyó comprenderlo. Aquellos eran unos edificios alargados, con ventanas casi en el techo que albergaban una explotación avícola. Sabía que el complejo incluía unas viviendas para empleados de la granja y pensó que viviría allí, quizá fuera hija de algunos de los guardas. La pequeña figura se encaminó hacia la entrada de los gallineros que daba a la carretera, y cuando Bruno ya se había retirado los prismáticos de los ojos y volvía a ponerse sus gafas, la distinguió de pronto al otro lado, separándose de la granja y siguiendo campo a través.

—Pero no puede ser —murmuró—, ahí no hay nada—. Se apresuró a enfocar de nuevo y la pudo seguir un momento, pero luego desapareció definitivamente entre los árboles.

Bruno se quedó un rato pensando. No podía recordar que hubiera por esa parte del pinar ninguna casa. Si existía debía estar muy escondida, pero también aquello era difícil, porque el pinar se acababa poco después de los gallineros, talado por las obras de una urbanización de adosados que se estaba construyendo.

—A no ser que sea en la urbanización. Pero no puede vivir allí. No están terminados—. Recordó que alguien le había dicho que los chalets estaban construidos totalmente, pero que los trabajos de equipamiento se habían detenido por algún contratiempo que tenía que ver con permisos o inspecciones oficiales y como el asunto estaba en trámites de Juzgados, hacía un tiempo que las obras estaban paralizadas.

A Bruno no le gustaban las cosas que no podía comprender. Cuando se encontraba con algo confuso hacía todo lo posible para encontrarle una explicación. Así que, conociéndose, se dijo que sólo había una solución. Ir a investigar.

Miró el reloj y calculó que tenía tiempo antes de que llamaran para la cena. Volvió a la biblioteca a recoger los libros que había dejado allí, los guardó en su cuarto, bajó al vestíbulo y entró en una estancia al lado de aquél, un antiguo almacén que ahora se utilizaba para guardar bicicletas. Cogió la suya y enfiló la carretera en dirección a la granja avícola.

Cuando llegó allí, desmontó, y estuvo inspeccionando un poco. Era evidente que alguien vivía allí, porque junto a una casita que estaba un poco separada de los gallineros, había un pequeño huerto, con tomates y pimientos plantados sobre armazones de palos. Pero no se veía por los alrededores alma viviente. Los edificios de la granja se hallaban cerrados con candado y de las ventanas de la casa, igualmente cerrada, no salía ninguna luz.

Volvió a montar y siguió adelante por la carretera hasta encontrar un cartel que indicaba el desvío hacia la urbanización. Se metió por aquel camino y comprobó que terminaba en una entrada sin puerta y que a partir de allí, se transformaba en un proyecto de calle con aceras a medio construir, interrumpida a trechos por pilas de baldosas o sacos de cemento. Los chalets adosados tenían barandillas en las terrazas y cristales en las ventanas, pero sus jardines delanteros eran incultos trozos de terreno ocupados con materiales de albañilería y fontanería, carretillas y tubos de uralita.

Estuvo un rato recorriendo las calles desiertas y observando las viviendas con detenimiento. Tampoco se veía a nadie allí y, ya iba a marcharse, cuando le pareció que detrás de los cristales de una de ellas, una sombra se movía.

Lo primero que hizo fue dejar la bicicleta detrás del bloque contiguo y luego se fue acercando procurando ponerse fuera del alcance de aquella ventana. Cuando llegó a la casa, subió silenciosamente los peldaños del porche para ponerse a su altura. Se acercó con cuidado.

Y la vio allí. Estaba sentada en el suelo, de espaldas a él. La habitación era una estancia sin muebles, con el piso blanco de restos de yeso y en las paredes colgantes de cables eléctricos con las puntas envueltas en cintas aislantes. En un rincón se veía una bolsa de viaje abierta, con varias prendas de ropa encima, y al lado un saco de dormir. Frente a la chica un infiernillo de camping gas y al lado del saco, una lámpara del mismo sistema.

Bruno se movió un poco hacia un lado con precaución y pudo observar que el movimiento que la había visto hacer con los brazos desde atrás, se debía a que se estaba comiendo un bocadillo.

Aquello sólo tenía una explicación. Aquella chica estaba viviendo allí, se había instalado en la casa vacía por sabe Dios cuánto tiempo. Pero ¿por qué?

El único motivo que se le ocurría era que estaba escondida, que se había escapado de algo o de alguien. Lo pensaba mientras pedaleaba por la carretera de vuelta a la residencia.

Había resuelto no decirle nada, y aunque le daba aprensión pensar que se quedaba allí sola, como calculaba que no era la primera noche que pasaba en la casa, probablemente estaba segura. ¿Quién iba a entrar en aquel sitio?

Pero no se la podía quitar de la imaginación y al día siguiente, después de desistir de estudiar porque no se concentraba, guardó los libros y entró en la cocina de la residencia.

María, la cocinera, pelaba patatas sentada al lado de la mesa. Era una mujer amable, siempre dispuesta a tener detalles con los chicos y que no daba importancia al hecho de tener que volver a calentar el café y colocar de nuevo las tostadas y la mantequilla cuando a alguno se le pegaban las sábanas y bajaba a desayunar cuando ya estaba el desayuno recogido.

—He quedado con un compañero de la facultad —le dijo Bruno—, así que no estaré para comer.

—Lástima —contestó ella—. Hoy he hecho una menestra de cordero, que sé que te gusta.

Bruno se acercó al fogón central y destapó una enorme cacerola que había encima. Por la cocina se expandió el olor del guiso.

—¿Y ya está hecha? —preguntó.

—Sí, ya la he apagado.

—Se me ocurre que me podías poner un poco en un tupper. Mi amigo vive en un piso solo y vamos a estar allí intercambiando apuntes. Seguro que está harto de pizzas y comidas chinas.

—A mí no me gustan las comidas chinas —comentó ella, levantándose y sacando de un armario unos envases de aluminio. Eligió uno y lo llenó con el guiso de la cacerola—. Tienen mucha grasa y siempre están un poco crudas. Colocó la tapa de cartón plateado y ajustó los bordes. Después lo metió dentro de una bolsa de plástico.

—Si lo vais a calentar en el microondas quítale este envase —recomendó.

—¡Gracias! —dijo Bruno, cogió de un cesto un par de panecillos y los metió en la bolsa. —¿Puedo? —le preguntó a la cocinera.

Ella se rio: ¡Si ya los has cogido!

—Pues gracias y hasta luego—. Bruno le dio un beso, salió de la cocina y entró en el almacén para recoger su bici.

—¿Pero es que vas a ir en bicicleta? —oyó que le preguntaba.

—No, sólo hasta la carretera. Va a venir a recogerme y hemos quedado en la gasolinera.

—¡Ten cuidado! —oyó todavía que le decía cuando salió por la puerta de la calle. El colocó el paquete en la cesta, montó y pedaleó por el camino que salía a la carretera. Fue primero a la gasolinera y compró en la tienda de ésta una botella de agua, unos tenedores de plástico y un paquete de servilletas de papel. Luego dio la vuelta y se encaminó hacia la urbanización.

Cuando llegó allí se dirigió directamente a la casa donde estaba la única moradora de aquel lugar. No se molestó en esconder la bici, sino que se apeó enfrente. Luego pensó que sería bueno dejarla dentro del jardín del chalet y, entrando por la puerta de la verja que estaba abierta, lo rodeó hasta la parte de atrás. Allí había una rampa para la entrada de coches en un garaje que quedaba bajo el primer piso. La puerta metálica estaba levantada y era un buen sitio para dejar la bicicleta.

Entró sin ver nada, deslumbrado por la luz de fuera. Cuando sus ojos se acostumbraron vio una cuerda atada de un lado a otro del garaje y a la chica, vestida con un pantalón muy corto y un top, que tendía unas bragas y unos calcetines.

Debió notar que algo se interponía en la luz de la entrada, porque se volvió dando un respingo y un pequeño grito.

—No te asustes —dijo Bruno—. Soy yo.

Ella le miró incrédula. Luego su expresión de asombro se cambió por una de alarma.

—¿Qué haces aquí? —preguntó con voz de enfado—. ¿Cómo me has encontrado? —Se quedó un momento pensando y exclamó:

—¡Me seguiste! ¡Me seguiste ayer! ¡Te dije que te quedaras!

—No te seguí ayer —respondió Bruno sin mentir—. He averiguado, nada más.

Ella se sobresaltó.

—¿Estás solo? —preguntó, recelosa.

—Sí, estoy solo. Puedes darme un golpe con un ladrillo, dejarme atontado en el suelo y salir corriendo.

—¿Por qué crees que voy a hacer eso?

—Porque te he descubierto. Y me parece que no quieres que nadie sepa que estás aquí. ¿Me equivoco?

—No, y quiero que siga sin saberlo nadie. De modo que ya te estás largando y olvidándote de que me has visto.

—¿Y si no me olvido y te denuncio?

—¿A quién?

—A la Guardia Civil, por ejemplo. Esto es una propiedad privada y además tú eres menor de edad y no puedes estar por ahí sola. Seguro que te está buscando alguien.

—Bueno —dijo ella tranquilamente—. Mientras te vas a avisarlos yo recogeré mis cosas, me perderé y no volverás a verme. Te haré quedar muy mal con ellos.

—No te pongas tan agresiva —dijo Bruno con acento conciliador—. No he venido a denunciarte sino a hablar contigo.

—¿Para qué?

—Para que me cuentes que estás haciendo aquí escondida. ¿Por qué estás escondida, no?

—Pues no te molestes. No te lo voy a contar.

—Bueno, como quieras. También he venido a otra cosa.

—¿A qué?

—A invitarte a comer. ¿Dónde prefieres, aquí en la casa o en el pinar? No nos encontraremos a nadie, la gente no viene a pasear por ahí.

—Pues si es un sitio solitario, a saber con qué intenciones quieres que vaya contigo. No me voy por ahí con desconocidos. Mejor estoy sola.

—Pero como ya no estás sola, porque he venido yo, tendrás que correr el riesgo. Mira lo que traje —dijo, sacando la comida y destapando una esquina del envase—. ¿A que huele bien?

—Bueno, vamos al pinar. Pero espera un momento.

Salió del garaje y entró en la casa. Volvió a aparecer en seguida llevando una botella grande de agua y algo como dos felpudos enrollados.

—Estos son aislantes para ponerlos en el suelo debajo de los sacos de dormir. Los llevo para sentarnos, porque en ese pinar hay muchísimos pinchos.

Se había puesto una camiseta y una gorra y se había cambiado las chanclas que llevaba antes por unos playeros. Echó a andar hacia la parte trasera de la urbanización y Bruno la siguió, llevando la bolsa de la comida.

III

Llegaron a una parte del bosque en donde unas encinas daban una sombra más tupida que la de los pinos y por ello el suelo a su alrededor estaba un poco más verde y con menos pinchos.

De todas formas extendieron los aislantes y Bruno colocó la bolsa de la comida en el sol para que no se enfriara demasiado. Se sentaron uno frente a otro y la chica le miró a la cara.

—¿Le has contado a alguien que me has visto? —preguntó.

—No, de verdad, a nadie —contestó él—. Y no lo haré, si no quieres, pero con una condición.

—¿Cuál?

—Que me dejes ayudarte. Y no me digas que no necesitas ayuda, porque no me lo creeré.

—¿Por qué?

—Porque tengo la impresión de que estás metida en un lío. Y los líos se suelen complicar, y no me hace gracia pensar que estás durmiendo ahí sola por las noches y menos paseándote por una cornisa a quince metros del suelo.

—Pero es que no te lo puedo contar. No lo comprendes...

—¿Y cómo lo voy a comprender si no me dices nada? Puedes fiarte de mí, a pesar de lo que digas.

—No, si creo que tienes pinta de buena persona. Perdona por lo que te dije antes de las intenciones.

—Bueno, es sensato no irse por ahí con desconocidos y a mí no me conoces. Pero te aseguro que no suelo abusar de chicas solitarias e indefensas. Te puedo decir que me llamo Bruno Calleja, que estoy en la residencia pasando el verano y que, al contrario que tú, no tengo ningún misterio en mi vida. Ahora te toca a ti.

—¿Qué?

—Que me cuentes quién eres, o por lo menos cómo te llamas.

—Pues... puedes llamarme Carla.

—¿Nada más?

—Nada más.

—Me conformaré con eso. ¿Comemos?

Bruno sacó de la bolsa las barritas de pan y las colocó en el aislante, sobre unas servilletas. Luego abrió el envase de la comida y le dio a Carla un tenedor. Empezaron a comer y, aunque los tenedores eran tan endebles que no servían de gran cosa, ayudándose a base de pan, se apañaron para no desperdiciar nada.

—Tenía que haber traído cucharas —dijo Bruno.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó ella—. ¿Lo has comprado?

—No, de la cocina de la residencia.

—Ah... —dijo ella—. Está bueno.

Cuando terminaron y recogieron todo otra vez en la bolsa, Bruno dijo:

—Un bocadillo de vez en cuando está bien, pero donde esté la comida de verdad...

Ella se le quedó mirando.

—Me estuviste espiando ayer por la tarde. Me lo debía haber figurado.

—Pues sí, lo confieso, te vi a través de la ventana. Y podía haberte visto cualquiera.

—Para eso tendría que entrar en la urbanización y aquí no viene nadie. Nada más que los cotillas como tú.

—Llámame como quieras, pero cuéntame tu historia.

—No, no quiero contarte nada.

—¿Por qué?

—Porque no me gusta mentir.

—Pues dime la verdad.

—Mejor cuéntame tú. ¿Quién te ha metido en la residencia?

—Nadie me ha metido. Es una residencia y no un correccional.

—Me da igual. Es un sitio donde te llevan los padres para que aprendas a no hacer el vago durante el curso.

—En este caso no han intervenido mis padres. He venido aquí por propia voluntad. Y tampoco he hecho el vago. Lo que pasa es que estuve trabajando y tuve poco tiempo de estudiar.

—¿Trabajabas para pagártelo? ¿No te lo podían pagar ellos?

—Sí, podían, pero teníamos... Bueno, diferencias de criterio en cuanto a lo que tenía que estudiar. Mi padre tiene una empresa de fundiciones de hierro y quería que yo estudiara ingeniería, económicas o empresariales para que trabajara con él. Hubiera consentido hasta en que estudiara Derecho para meterme en el gabinete jurídico, pero yo le salí con que quería matricularme en Historia del Arte.

—Le hiciste polvo ¿no?

—Se negó en redondo. Yo entonces le dije que me buscaría un trabajo y me lo pagaría. Le pedí dinero a un amigo para las matrículas y estuve trabajando de camarero todo el curso y ahorrando para devolvérselo. Pero al terminar me encontré con que mi madre le había pagado, y a mí me habían quedado asignaturas. Así que invertí el dinero en pagar la residencia y me hice el propósito de sacar el curso en septiembre por narices.

—Entonces tu madre te comprendía más ¿no?

—Yo creo que en el fondo le daba igual. Seguramente no me veía dando clases en un colegio, que es probablemente lo que tendré que hacer y pensó que, tarde o temprano, con título o sin él, terminaría entrando donde mi padre.

—¿Y en tu casa no hubieras podido estudiar?

—También, pero era más difícil. Aquí me concentro mejor y evito que mi padre quiera llevarme al huerto, ofreciéndome un trabajillo de temporada en la empresa, como ya hizo cuando le dije que me iba de camarero. También mi madre quiso convencerme para que me fuera con ella a Tenerife, a un hotel de esos con piscinas azules en forma de riachuelo y muchas plantas en las terrazas. Estuve a punto de picar, pensando en hacerme alguna escapada a Lanzarote o al Hierro, que tengo muchas ganas de conocerlos, pero prefiero terminar el curso y no perder el año. Porque además no era tan fácil escaquearme de los planes de mi madre y conseguir ir a mi aire. Otra opción era irme con mi abuela a su chalet de Suances, pero como comprenderás, ni siquiera la consideré.

—¡Qué raro eres!

—¿Por qué?

—Porque deduzco de lo que me cuentas que tu familia tiene pasta y tú tienes los garbanzos asegurados. Bueno, los garbanzos, el salmón fumé y el solomillo. Lo normal es que hubieras aprovechado el dinero ahorrado para hacer una buena excursión.

—Esos fueron al principio mis planes, cuando me enteré de que no tenía que pagar la deuda. Pero luego cambié de idea.

—¿Por qué?

—Me falló la persona que iba a venir conmigo.

—¿Un amigo o una novia?

—Bueno, lo segundo... casi.

—¿Y terminasteis? Entonces ese afán por estudiar es para que te ayude a salir del bache. ¿Te quedaste muy mal?

—Al principio, pero luego más bien aliviado. Era un noviazgo de esos que empiezan a los dieciséis años, su familia amiga de la mía de siempre, compañeros de colegio y todo eso. Pero yo un día dije que quería estudiar en un instituto y me salí del colegio. Creo que a partir de entonces fue cambiando o no sé, a lo mejor el que cambió fui yo. Pero empecé a notar que cada vez se iba pareciendo más a mi madre. Por supuesto, se lleva de maravilla con ella y también se ha ido con su familia al hotel de Tenerife. Creo que tenía la esperanza de que nos arregláramos.

—¿Tu novia?

—No, más bien mi madre. Mi madre es ¿cómo decirte? Un poco pija. Bueno, más bien bastante pija. Vería muy bien que nos emparentáramos las dos familias, todos gente bien y esas cosas.

—¿Y tu padre?

—Mi padre no es mala persona (ella tampoco, por supuesto), hasta tiene fama de no ser demasiado negrero con sus empleados y no explotarlos más que lo imprescindible. Lo que pasa es que si le hicieran un encefalograma, en lugar de esas rayitas quebradas, a él le saldría un gráfico, perfectamente cuadriculado y con coordenadas indicadoras de beneficios, producciones y rentabilidades. Su vida es eso y no funciona fuera de eso.

—Pues perdona porque es tu familia, pero es todo un panorama. No me extraña que comparado con eso la residencia te parezca un remanso de paz. ¿Tienes hermanos?

—Somos cuatro, dos chicos y dos chicas, y uno de cada les hemos salido ranas. Mi hermana Mónica es todavía más pija que mi madre y toda su meta en la vida es enterarse de qué diseñador ha sacado una nueva línea de perfumes. Ni que decir tiene que se lleva estupendamente con mi ex. Y mi hermano Sergio, que es el mayor, es como mi padre.

—¿También tiene un gráfico en el encefalograma?

—No, yo creo que a éste le saldría plano directamente. O sí, puede que le saliera un gráfico, pero sería una fotocopia. Estudió empresariales y trabaja en el negocio familiar, ocupando un buen puesto y alternándolo con diversos masters. Dicen que vale mucho.

—¿Y la otra rana?

—Esa es mi hermana Sonsoles. Se empeñó en estudiar Medicina, pero como vio que con todo eso del MIR iba a tardar mucho en poder ejercer, se sacó el título de enfermería y se fue a un pueblo perdido de la India con una ONG. Yo hablo con ella por el Messenger y me cuenta cosas que me dan mucha envidia. Se lo está pasando en grande, la muy capulla, enseñando a los indios a plantar lentejas y vacunándolos de cosas. Y ahora sí que ya te toca a ti.

—¿Qué?

—Que me cuentes algo de tu vida y de tu familia.

—No tengo familia, de momento. Y cuando la tenga te aseguro que no tendrá ese problema de pensar en qué perfume acaba de salir o en qué hotel de lujo veranear.

—¿Cómo que no tienes familia de momento? O la tienes o no la tienes. La familia no es algo que se coge y se deja.

—La mía sí—. Y Carla se quedó un momento en silencio. Luego bostezó.

—Te he aburrido con mi historia —dijo Bruno—, o acostumbras a dormir la siesta.

—No, de siesta nada. Soy yo la que te ha hecho perder horas de estudiar.

—No importa, me venía bien un descanso. Me estaban saliendo las archivoltas por las orejas.

—De todas formas es mejor que nos vayamos. Yo quiero hacer una cosa, pero me vas a prometer que no me vas a seguir.

—No sólo te voy a seguir sino que no voy a consentir que trepes a la cornisa. Porque lo que quieres hacer es entrar en la finca ¿verdad?

—¿Y por qué tienes que preocuparte por lo que yo haga? Si no me hubieras visto ayer, seguiría haciéndolo y tú estarías tan tranquilo ¿no?

—Si no te hubiera visto ayer tú estarías en una UVI con escayolas hasta en las pestañas o, y perdona que sea tan crudo, en la Morgue. Y esa familia que dices que no tienes estaría como loca buscándote.

—O sea que por el hecho de que ayer me ayudaras ya no voy a poder librarme de ti ¿verdad?

—Exacto.

—Pues se me ocurre una cosa. Puedo intentar entrar en la finca por donde salí ayer. Yo sola no puedo subir, pero si me ayudas me agarraré a la enredadera y llegaré arriba.

—Ni lo sueñes.

—Entonces volveré a entrar por la cornisa. Tú no vas a estar todo el tiempo vigilándome.

—Si te ayudo ¿me contarás en qué andas?

—En cuanto consiga lo que quiero te lo contaré. ¿Te conformas?

—Vale. ¿Vas a ir ahora?

—En cuanto deje esto en la casa.

—Pues vamos allá.

Pasaron por la casa para dejar las alfombrillas aislantes y luego Bruno sacó su bicicleta del garaje. Le preguntó:

—Si te llevo detrás ¿irás muy incómoda?

—No. Total es un ratito. No llegues a la resi, nos metemos por el camino de los gallineros y rodeamos la finca.

Así lo hicieron y cuando estuvieron al pie de la tapia, apoyaron la bici en ella y Carla dijo:

—Ponte de espaldas a la pared y junta las manos.

Cuando Bruno lo hizo, ella, poniendo un pie sobre sus manos entrelazadas se apoyó en la tapia.

—¿Puedes subirme un poco? —preguntó desde arriba. El la levantó unos centímetros a pulso, pero vio que no podría aguantar mucho el peso. Miró hacia arriba y vio que Carla se había agarrado al tronco de la enredadera.

—Aguanta un poco —dijo—. Voy a subirme en tus hombros.

Cuando lo hubo hecho, Bruno se enderezó todo lo que pudo y en seguida notó que la presión en sus hombros desaparecía. Se separó de la pared y la pudo ver subiendo, metiendo los pies entre los ángulos de las ramas y agarrándose a las de arriba. Se colocó debajo, muerto de miedo, rogando por que las ramas resistieran sin romperse y dispuesto a agarrarla como fuera si se caía.

Pero no se cayó. Alcanzó el borde del muro, se puso a caballo sobre él y miró abajo. Dijo desde allí:

—Oye ¿puedes hacerme otro favor?

—Dime ¿qué?

—¿Qué marca es tu móvil?

—Nokia.

—Estupendo, tendrás un cargador. ¿Puedes llevarte el mío y recargármelo?— Se lo sacó de un bolsillo y lo tiró abajo. —¡Cógelo! —dijo.

Bruno lo agarró en el aire y cuando volvió a mirar hacia arriba la chica había desaparecido.

IV

Bruno llegó a la residencia y, después de entrar en su habitación y enchufar el móvil de Carla en su cargador, se subió al piso de arriba, donde estaba la biblioteca para estudiar un rato, pero se llevó los prismáticos. De vez en cuando salía a la terraza, trepaba por la escalerita de la atalaya y miraba al campo. Estuvo un buen rato, tanto que pensó que quizá habría salido en algún intervalo en que él no miraba, así que bajó a su cuarto de nuevo, comprobó que la batería del móvil estaba recargada, y después de hacer una rápida operación con él se lo metió en el bolsillo. Luego subió una vez más a la atalaya para echar otro vistazo y de pronto la vio, saliendo por detrás de la tapia de la finca y metiéndose entre los árboles. Se perdía de vista y volvía a salir, hasta que llegó a la carretera y echó a andar por ella.

Y entonces Bruno vio algo que le alarmó. Un trecho detrás, en la carretera había otra persona. Enfocó allí los prismáticos y pudo ver a un hombre, o al menos lo parecía porque no se distinguía muy bien. En cambio lo que se apreciaba perfectamente era que la estaba siguiendo, porque iba guardando la distancia entre los dos, parándose cuando se paraba y ocultándose cuando ella miraba hacia atrás, y cuando se metió hacia la entrada de los gallineros, entró también él, dando una carrerilla, sin duda para no perderla.

O sea que alguien más la había descubierto y pretendía averiguar a dónde iba. O abordarla en un sitio solitario para... Bruno bajó de dos saltos la escalera, entró en el almacén a por la bicicleta y se lanzó carretera adelante. Cuando llegó a la granja dio una vuelta alrededor de las casas, pero no se veía a nadie. Siguió entonces hasta la desviación de la urbanización, entró a toda velocidad por las calles sin asfaltar y llegó al chalet sin aliento. Su imaginación se disparaba esperando oír gritos o llamadas de auxilio, pero cuando entró en la casa se encontró allí a Carla que sacaba tranquilamente un sándwich de su envoltura de papel de plata y se disponía a abrir una lata de Coca Cola.

—¿Dónde está? —preguntó bruscamente.

Ella se volvió, sobresaltada.

—¿El qué?

—¿Estás sola? ¿No ha venido nadie?

—Nadie más que tú ahora. ¿Por qué?

—He visto que alguien te seguía por la carretera.

—¡Ah! —dijo ella simplemente.

—¿Lo sabías? ¿Sabes lo que creo? Que tienes un cómplice. ¿Quién te ha traído ese sándwich?

—Mi hada madrina. ¿Qué pasa, que tengo que explicarte todo lo que hago?

—Pues mira, no estaría mal. Eso me permitiría seguir estudiando y no perdería más el tiempo tratando de salvarte de sabe Dios qué. El que fuera que te estaba siguiendo no debía tener muy buenas intenciones, si no, no se escondería. Pero si tú estás tan conforme, tú sabrás lo que haces.

Y se dio la vuelta para salir, pero cuando estaba al otro lado de la puerta, volvió a entrar y dijo:

—¡Ah! También he venido a traerte tu móvil—. Se lo sacó del bolsillo y se lo alargó. Ella lo cogió y apretó una de las teclas. Bruno hacía otra vez además de salir, pero cuando vio esto se detuvo.

—¡No he llamado a nadie con él, si eso es lo que quieres ver! ¡No tengo que gorronear un móvil ajeno!

—Estaba comprobando la última llamada por si habías intentado hablar con alguien de mi agenda —contestó Carla, tranquilamente.

—¿En tu agenda? ¡Yo no he mirado tu agenda! —pensó que aunque no se le había ocurrido hacerlo, hubiera sido una buena idea para contactar con alguna persona de su familia.

Ella sonrió.

—En realidad te lo di para ponerte a prueba. Quería ver si tenías intención de contarle a alguien que estoy aquí.

—Pues no hubiera sido mala idea llamar a tu casa para que viniesen a llevarte a ella de una oreja, pero no lo he hecho.

—Si lo hubieras hecho no te habría servido de nada. Todos son nombres desconocidos para ti y si hubieras llamado a uno que pone: “Casa”, no te habría contestado nadie.

—Eres muy lista ¿no? Lo tienes todo calculado. Pues que te aproveche. Y ya iba a salir, francamente enfadado, cuando de nuevo se volvió y dijo:

—Lo único que he manipulado en tu móvil ha sido meter en la agenda el número del mío, por si necesitas algo.

Y salió por la puerta, pero cuando iba a montar en la bicicleta, le sonó el teléfono en el bolsillo.

—Bruno —dijo una voz en el aparato a la que hacía eco la que sonaba a su espalda—. ¿Quieres quedarte un rato conmigo? Tengo otro sándwich y unas patatas.

Cuando estuvieron sentados en el suelo, bebiendo Coca Cola en las latas y comiendo patatas fritas y sándwiches, Carla dijo:

—No creas que soy tan bruta que no te agradezco que te preocupes por mí. Lo que pasa es que no quiero que se entere nadie de lo que hago, y tampoco involucrar a nadie en mis líos.

—Luego estás metida en un lío. Vale que es asunto tuyo, como tú dices, pero si me contaras algo a lo mejor puedo ayudarte, o por lo menos estaría más tranquilo. ¿Es tan inconfesable lo que haces cuando entras en la finca? ¿De qué se trata? ¿Estás en contacto con una banda de ladrones y vas allí para saber dónde están las joyas y la manera de desconectar las alarmas? Pues si es así, perdona que te diga que tus cómplices, además de ladrones, son unos explotadores. ¿Por qué no te tienen viviendo donde están ellos, en lugar de dejarte aquí sola, expuesta a todo?

—Porque no hay ni banda ni nada, ni tampoco soy yo una ladrona. Si entro en la finca es para averiguar algo, pero es un asunto personal, no de dinero.

—Igualmente, si te pescan, te mandará a un Tribunal de menores por entrar en una casa ajena. Nadie te va a creer que no vas a robar.

—Bueno, pues te voy a contar qué es lo que quiero de esa casa. Pero luego no me preguntes más cosas, porque no te las voy a decir.

—Ya veo que no te fías ni de tu padre.

—De mi padre menos que de nadie —dijo ella bruscamente. Y como parecía que hablaba en serio, Bruno preguntó:

—¿Por qué? ¿Qué te ha hecho?

—No darse por enterado de que yo vine al mundo. ¿Te parece poco?

—Me parece una faena muy gorda, por utilizar un eufemismo. ¿Tú no le has conocido?

—No, mi madre me tuvo a mí de soltera. Nunca me dijo quién era él, y eso es lo que quiero averiguar en la finca.

—¡Ah! ¿Con que tienes una madre? Dices que no te gusta mentir, pero me dijiste que no tenías familia.

—Una madre no es familia es... una madre. Todo el mundo tiene una. Y no tengo a nadie más.

—¿Y por qué tienes que buscar a tu padre en esa finca? ¿Vive allí?

—Mi madre —siguió ella sin contestarle—, cuando yo le preguntaba, siempre me decía que era un episodio de su vida del que no tenía ningún interés en acordarse, que había sido un incidente sin importancia, si no fuera por el hecho de que nací yo.

—¿Y eso te afectaba?

—No, no, de siempre tengo asumido que yo vine al mundo por un descuido. El que me tuviera por accidente no la hace menos madre, y ella lo ha sido al completo y no he notado la falta de mi padre más que lo normal, es decir, cuando iba al colegio y me comparaba con otros niños. Pero al fin y al cabo yo no era la única, había varios hijos de padres separados que estaban igual que yo.

—¿Y entonces?

—Es que yo siempre he tenido la certeza de que mi padre nunca se había enterado de mi existencia. Eso explicaba que nunca me hubiera hecho caso. A lo mejor es que me resistía a creer que hubiera sido capaz de desentenderse de mi madre y de mí. Pero, hace muy poco, y además por una casualidad, me enteré de que no había sido así. Que mi padre sabía que tenía un hijo por ahí, lo que quiere decir que le importábamos un comino mi madre y yo.

—Pero ¿de dónde sacaste que lo tienes que averiguar en esa casa?

—Eso es una de las cosas que no te voy a contar. Y además es lo de menos. Lo más importante es que, cuando me enteré de eso, comprendí que no sólo mi padre sabía que yo existía, sino que ella sabía que él lo sabía. ¿Te das cuenta? Puedo entender que si mi padre se había desentendido del asunto ella no quisiera saber nada de él, y tuviera el orgullo o la dignidad de no reclamar nada, pero ¿por qué me mintió a mí?

—¿Alguna vez te lo dijo o tú lo habías dado por sentado?

—No, una vez se lo pregunté directamente. Y me dijo que no, que mi padre nunca se enteró de que ella estuviera embarazada.

—Pues a lo mejor te mintió para no hacerte daño. Por eso que dijiste antes de que preferías que fuese así.

—¡Pero una cosa es lo que yo prefiera y otra cosa es la verdad! Hubiera preferido no enterarme de eso, pero me enteré y me hace más daño que me mintiera y saberlo por otro lado. Yo siempre he admirado a mi madre por haber salido adelante conmigo sola, sin ayuda de nadie, pero también por haberme dejado las cosas claras desde un principio, por no haberme contado cuentos de esos de: “tu papá está en el cielo y te está mirando”. Es más, yo solía diferenciar a la gente que conozco en dos clases: La de los que mienten y la de los que no. Y claro, mi madre era el ejemplo de los que no. ¿Y ahora?

—Pero no debes juzgarla por eso. Lo mejor es que hables con ella y te explique sus razones.

—Sí, seguro que las tiene muy buenas, pero eso no arregla la cosa.

—¿Y qué tiene que ver todo esto con la finca?

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