Capital

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Cuarta parte. Noviembre de 2008 » 107

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El gigantesco camión de mudanzas había salido cargado con los enseres de los Yount a eso de las once y había enfilado la M4 en dirección a Minchinhampton. Arabella y los niños se habían ido el día anterior y Roger estaba ahora solo en la casa vacía; lo único que le quedaba por hacer era entregarle las llaves a su abogado. Entonces también él se iría al campo, pondría punto final a los años pasados en Pepys Road y daría comienzo a una nueva vida.

Ardía en deseos de hacerlo. Eso era lo que se decía a sí mismo. A empezar de cero. Había terminado con la ciudad y con la City. Había terminado con los transbordos para ir al trabajo, con los trajes de rayas, con los esclavizados subalternos de la City, los jefes estilo Eurotrash[4] y los clientes como Eric el bárbaro; con ganar veinte o treinta veces el ingreso anual de una familia media para hacer cosas con dinero en vez de hacerlas con personas o cosas. Había terminado con Londres, el dinero y todo lo demás. Era hora de hacer o crear algo. Roger estaba sinceramente convencido de aquello, aunque no estaba totalmente seguro de lo que se proponía, no estaba totalmente seguro de lo que quería crear o hacer. En fin, algo.

En el último cuarto de hora que pasó en Pepys Road subió directamente a la cumbre de la que todavía era legalmente su casa, al ático que habían transformado, después de las correspondientes deliberaciones, en «habitación de los huéspedes». Arabella había querido un estudio, pero al final no había tenido más remedio que admitir que nunca estudiaba nada, de modo que no necesitaba ningún estudio, y aunque Roger había sentido la tentación de reclamarlo para que fuese su gabinete privado, había acabado por ceder para que fuese una pequeña y acogedora habitación del segundo piso, que, precisamente por ser pequeña, podía resultarle más fácil de confiscar («Pero los niños necesitan otra habitación»). Luego pasó al dormitorio de los niños; el único rastro de la anterior presencia de los dos era el papel de color chillón, con motivos del Salvaje Oeste (Josh) y de astronautas (Conrad); y, para el observador agudo, las rayas de lápiz que indicaban cuánto estaban creciendo. El cuarto de baño de ambos era de color naranja subido. Se dirigió a su propio estudio, los estantes de los libros seguían allí y el espacio en que había estado su Howard Hodgkin (un regalo de Arabella cuando ésta se esforzaba por conseguir que su marido pareciera un hombre más culto), el vestidor de Arabella con la pequeña mesa empotrada y los armarios hechos a medida, la pequeña segunda habitación de los huéspedes con las huellas de las patas de la cama en la moqueta, el lavabo y más allá el dormitorio principal, donde, según cálculos de Roger, había hecho el amor con Arabella unas sesenta veces, una vez al mes durante cinco años, una cifra que no era para batir marcas, pero a pesar de todo era un dormitorio bonito, el más luminoso de la casa, pintado de color crema, ahora sólo contenía armarios, pero estaba más luminoso que nunca porque se habían llevado las persianas y las cortinas.

Se acercó a la ventana y miró el jardín delantero, donde destacaba el rótulo de Se Vende cerca de la entrada de la calle. Roger se sentó en el suelo; quería empaparse de la sensación de que todo aquello había dejado de ser suyo. Sumergirse en ella. Resultaba extraño estar en una casa completamente vacía. Ponía de manifiesto que una casa, más que un objeto valioso por sí mismo, era un escenario, un lugar donde se representaba la vida. El vacío no era siniestro; no había allí ninguna vibración tipo Mary Celeste que pudiera detectarse. Era más como si ellos hubieran dicho adiós a la casa y la casa les hubiera dicho adiós a ellos. Se habían mudado y la casa esperaba a que llegasen nuevos habitantes. También esperaba un nuevo estreno; esperaba representar una nueva obra.

Había acabado por comprender el cambio que se había producido en la vida de su familia. En todas partes se producían cambios y la gente comprendía poco a poco que estaban llegando tiempos difíciles como un frente lluvioso. Deseaba que también Arabella lo comprendiera. Roger esperó el momento, el momento en que su mujer miró a su alrededor y se dio cuenta de lo que ocurría. Roger había esperado que cayera del cielo el penique gigante, que se encendiera una bombilla, que Arabella tuviera «un momento de lucidez» y viera que aquello no podía continuar. No sólo por razones económicas —por ellas, sí, pero no sólo por ellas—, sino porque aquello no bastaba para vivir. Nadie podía pasar su vida entera sometido a la clave de las cosas. No había clave de las cosas. Las cosas sólo eran cosas. Nadie podía vivir según ellas ni para ellas. El nuevo lema de Roger: las cosas no bastan. Durante los últimos meses su mayor deseo había sido que Arabella se mirase en el espejo y comprendiera que tenía que cambiar. Lo deseaba más de lo que deseaba que sus jefes de Pinker Lloyd fuesen humillados públicamente, más de lo que deseaba que su secretario Mark fuera a la cárcel, más de lo que deseaba ganar la lotería. Arabella no podía continuar como hasta entonces.

Pero no sucedió. Arabella no había dado la menor muestra de haber pensado que no podía continuar como hasta entonces. Antes bien, daba muestras de tener intención de seguir como siempre. Ningún Plan B. Sólo marcas, etiquetas y consumo exhibicionista todo el tiempo. Cuidar de los niños casi las veinticuatro horas del día parecía haber empeorado la situación. Ponía un punto de añoranza en sus sueños de marcas, vacaciones y caprichos donde antes había habido una codicia más sincera. Para Roger era un misterio que una persona a la que conocía tan bien pudiera ser tan inescrutable, una extraña tan impenetrable. No tenía del todo claro si Arabella había sido siempre como ahora o si lo ocurrido había separado sus caminos. Fuera cual fuese el motivo del cambio, era real, y ahora, de manera creciente, la encontraba estrepitosamente superficial y agotadora, asfixiante y materialista. Él había trabajado en la City, entre la gente más avariciosa del planeta Tierra, y estaba casado con una mujer más avariciosa que todos ellos.

Se encontraba ahora en la planta baja. Primero fue al sótano, a la habitación de juegos de los niños. Si hubiera tenido un olfato hipersensible, si hubiera sido un perro, probablemente habría percibido la última ráfaga de Matya, su perfume, su pelo, el aire que entraba con ella cuando volvía de pasear con los niños, oliendo a frío, al aire del invierno, a la calle, a libertad, a otras vidas… Roger no había frecuentado aquella habitación cuando ella estaba allí; no había confiado en sí mismo. Ahora sólo era una habitación vacía.

Volvió a la planta baja. Estuvo en la salita por última vez, encendió y apagó las luces de la cocina por última vez, estiró los brazos en el comedor y giró sobre sus talones por última vez, miró el jardín por última vez, miró el pasillo por última vez, cerró la puerta de la calle por última vez y echó la llave. Dicen que es mejor alejarse rápidamente y no mirar atrás, pero optó por apoyar la cabeza en la puerta durante un momento, los últimos segundos de contacto físico con lo más grande, lo más caro y más representativo que había tenido en su vida.

El coche estaba aparcado allí mismo, junto a la acera. Subió, puso en marcha el motor, avanzó por Pepys Road y pisó el freno. Volvió la cabeza y se quedó mirando la que ya no era la puerta de su casa. Hora de despedirse. Intencionadamente no había querido saber nada de los compradores. Había estado fuera la primera tarde que habían pasado a ver la casa y había preferido estar ausente la segunda vez, porque había quedado harto de todos los pelmazos, idiotas, fantasiosos y quisquillosos que habían aparecido, hecho ofertas y desaparecido para siempre. Pero estos últimos eran personas serias, pagaban a tocateja y habían ofrecido un precio con todo incluido, la oferta se había aceptado y se habían firmado los documentos, todo sin que Roger supiera ni hubiera querido saber nada sobre ellos. Ahora, mientras miraba su antigua casa por última vez, Roger se concedió un momento para preguntarse quiénes serían. Enderezó la cabeza, cambió de velocidad y se alejó por la calle. Al llegar a la esquina se volvió y vio a lo lejos su antigua puerta, y al hacerlo sólo se le ocurrió pensar una cosa: cambiaré, cambiaré, prometo que cambiaré, que cambiaré, que cambiaré.

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