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Tras

los extraños sucesos de anoche, Javier por fin pudo descansar en paz.

          Pero

no penséis nada raro, en estos momentos se encuentra alegremente roncando en la

cama. A pesar de estar intranquilo al principio de la noche, a medida que han

ido pasando las horas Javier ha ido adoptando una cara mucho más relajada. Podríamos

pensar que está teniendo un agradable sueño. Ya ha amanecido. Son las nueve de

la mañana y el despertador está a punto de sonar…

¡¡¡RIIING!!!

Efectivamente sonó el despertador.

Perezosamente Javier lo desactiva de teléfono móvil y logra levantarse tras

cuatro intentos frustrados. Vagamente, como la mañana anterior, se dirige al

cuarto de baño para hacer su matutino ritual: hacer sus necesidades, ducharse y

afeitarse. Seguidamente se ha de preparar para bajar a hacer la compra. En el

salón ya no se encuentran los tres visitantes extraños de ayer. A saber cuándo

acabaron su partida de dados. O a saber quién ganaría. O mejor dicho: ¿Quién

sería el perdedor?

A pesar de todo, la casa está como si

nada hubiera ocurrido. Ni rastro de piedras, fachadas de edificios o personajes

extraños. En la cocina, Javier desayuna únicamente una taza de café con leche,

sólo  eso. Lo más seguro es que vaya a preparar algo para comer realmente

delicioso y quiera tener el estómago vacío, o tal vez no tenga nada en el

frigorífico y por eso tenga que bajar a comprarlo.

Javier se viste con ropa bastante

informal, toma las llaves, la cartera y se dirige a la puerta para ir a hacer

la compra. Lo estoy pensando bien y creo que me voy a quedar aquí en el salón,

tranquilamente. No sé qué va a tener de sorprendente ver a un chico hacer la

compra, no sé qué encanto voy a encontrar a eso.

En su salida, Javier cierra la puerta, y

seguidamente se oye el girar de la llave dentro de la cerradura. Me encuentro a

solas en un asombroso lugar. Es maravilloso ver los encantos que rodean a un

ser humano, encantos que muchísimas veces nos pasan desapercibidos, a pesar de

que son importantes para nuestra vida diaria.

Bombillas, electricidad, vasos,

televisor, camas, suelo, madera, polvo, suciedad, grifos, pintura, estatuas,

cuadros, tuberías, calefacción, ordenadores, teléfonos, lápices, folios,

moqueta, cajones, armarios, calcetines, ventanas, chimeneas, cortinas, sábanas,

libros, películas, discos, música, agua, alcohol, comida, cuchillas, duchas,

jabones, vidrio, altavoces, botellas, pantalones, humedades, fuego, humo,

sangre…

Muchas de esas cosas no existían hace

cien años, otras ni hace quinientos. Algunas personas de hace más de dos mil

año no se habrían llegado a imaginar que hablaría un padre con su hijo que está

en otro continente por medio de un aparato llamado

‘teléfono móvil’.

El teléfono móvil da mucha facilidad a

las personas, pero a veces quita libertad, ya que es una puerta abierta a todo

el mundo, eliminando parte de la propia individualidad y privacidad del

individuo. Con esto no digo que sea un invento tonto, pero sí creo que algunas

personas deberían quitar esa conexión al mundo que tienen a través del teléfono

móvil. Deberían dejar el teléfono del mismo modo que lo ha hecho Javier ―aunque

sinceramente creo que Javier lo ha hecho por ser un chico despistado―.

Un día sin teléfono móvil, un día sin

saber nada de nadie. Un día en el que la gente no sabe nada de ti, sólo la que

se cruce en tu camino. Probad un día a olvidaros el teléfono móvil en casa,

veréis que divertido es ―no lo hagáis si este instrumento es esencial

para vuestro trabajo, que hay cosas divertidas y cosas serias, aunque eso es

para hablarlo en otro momento―.

Como iba diciendo antes de mi monólogo

sobre los teléfonos móviles, muchas de las cosas que tenemos a nuestro alrededor

las usamos y manipulamos como si no fueran más que simples objetos, y en el

fondo eso es lo que son. ¿Qué placer hay en sentir el tacto rugoso de una

naranja? ¿Cómo se va a poder disfrutar quitando el polvo de una estantería?

¿Acaso hay goce alguno en pelar una patata para luego freírla? Mejor que lo

haga otra persona. O mejor, que la naranja se toque a si misma, que el polvo se

vaya del mismo modo que ha llegado, y que las patatas se pelen solas por una

fuerza sobrehumana o un espíritu del más allá ―no voy a pelar patatas, lo

aviso―.

Sin embargo, ahora me acuerdo de una

chica que siempre sonreía, que tenía amabilidad al tratar con cualquier tipo de

persona, y que extrañamente, la cosa que más le encantaba de hacer en este

mundo, era pelar cebollas. La hacía muy feliz. Hay chicas que se las hace feliz

con una flor o una caja de bombones, y sin embargo a esta se le hace feliz con

una cebolla. Seguramente, ella esté dando las gracias a Dios porque no existan

fuerzas paranormales que pelen cebollas. Al pelar cebollas era de las pocas

veces que podía llorar y hacer algo productivo a la vez.

 

Javier

ha regresado a casa. Entra cargado con un par de bolsas de plástico, las cuáles

no deben contener algo que requiera meterse en el frigorífico rápidamente, ya

que deja las bolsas en la encimera de la cocina y se dirige al sofá del salón.

Se tumba tranquilamente. Mira al techo. Las luces del exterior, los reflejos de

las ventanas, la luz del sol… Los brillos entran y rebotan contra todo en su

camino hasta así conformar esta obra tan abstracta y bella que es el juego de

luces y sombras que tiñen la casa de Javier. Unas zonas son claras, otras son

oscuras, pero todas merecen su determinada atención. No puedes pretender

fijarte sólo en las zonas brillantes y luminosas de las paredes intentando no

mirar las sombras, porque llegará el momento en el que debas mirar a una sombra

por lo menos. Tanto unas como las otras son importantes…

Si por ejemplo tomamos una lámpara y la

enfocamos directamente a una pared sin ventanas cuadros, estanterías… es decir,

una pared completamente lisa y sin imperfecciones… Solo veríamos luz al

encender la lámpara. ¿Dónde queda la sombra? En este caso, detrás de nosotros,

pero no es lo que yo quiero decir. La pared sería un poco aburrida, completamente

plana, completamente iluminada, sin nada en lo que fijarse. Dará igual que

mires arriba o abajo, izquierda o derecha. Siempre verás lo mismo.

En una pared imperfecta nunca pasará eso.

Algo así es la vida, algo así es Dios.

Un leve pero notable ronquido me

interrumpe. Es Javier que se ha quedado dormido en el sofá de color azul. Si

llega tarde al trabajo le echarán la bronca, pero no me preocupa, él sabrá.

Creo que voy a ir a ver a Verónica, porque ella también tiene cosas

interesantes que mostrarnos. Me elevo al cielo, me acerco a las nubes y puedo

ver Madrid. Verónica dijo que vivía en Fuenlabrada, y no mentía, allí puedo

verla. Me inclino en su dirección y empiezo a caer como si de una montaña rusa

se tratase, como si mis extremidades estuviesen unidas a una especie de raíles.

Algo así como el tren que viaja justo

debajo de mí. Ese tren que se dirige a Fuenlabrada… ¡Qué curioso! Creo que voy

a meterme en ese vagón para poder observar a la gente ―habréis deducido

ya que me encanta observar a las personas―. Una vez dentro todo parece

tranquilo, hay gente leyendo, otros hablando, otros duermen ―como

Javier―, y otros miran a cualquier parte. Este vagón es muy corriente,

así que voy a saltar al siguiente, a ver qué cosas me encuentro.

Hay más de lo mismo, gente viajando pero

sin nada peculiar…

O no…

Esperad, aquí se encuentra el chico

involucrado en el asesinato del centro de Madrid. No el que se quedó en la

casa, si no aquél que salió corriendo y se encontró con una simpática mujer que

le “ayudo” a escapar. Ese chico se encuentra sentado a mi lado en estos

momentos. Está leyendo un periódico de esos gratuitos que dan en las

estaciones. Respira rápidamente, como si estuviese nervioso. Sus ojos se

dirigen a una noticia en particular:

 

MUERTE EN MADRID

Hallado
el cadáver de una estudiante de Fotografía en el centro de Madrid. La joven, de
21 años, falleció en su piso a causa de una profunda puñalada a la altura del
pecho. Las investigaciones son complicadas ya que no se ha hallado el arma
blanca con el que fue asesinada ni ningún tipo de huella dactilar en el piso. 

Varios
vecinos aseguran a haberla visto horas antes paseando por las calles cercanas
con un chico de identidad desconocida. Actualmente, se está interrogando a los
familiares de la joven asesinada. […]

 

Parece ser que el recuerdo de aquella

experiencia va a seguir con él durante mucho tiempo, aunque en el fondo, entre

él y su amigo, escogieron quien merecía ser libre, y quien merecía ser

encarcelado, No entiendo por qué ahora está tan nervioso. Está claro que buscan

a su amigo el indeciso… el semidesnudo… el chico del calzoncillo azul… el chico

de la camiseta verde… No debería estar nervioso, ninguno de esos chicos es él.

Ha llegado a la estación.

Deja el periódico y sale del tren. Anda

unos pasos pero se siente presa del pánico otra vez. No esperaba encontrar tan

pronto una referencia sobre el asesinato. Pero ya se sabe, en este mundo,

aunque no sepas toda la verdad, puedes mostrarla. Siempre que haya algún

herido, gustará. Por mucho que se busque la inocencia, está solo viene si es de

forma natural. Si nuestro entorno nos pide sangre, se la daremos. Si le pedimos

sangre al entorno, él nos la dará. Todo se llenará de sangre. Habrá tanta

sangre en las habitaciones que nos llegaremos a ahogar en nuestra propia

sangre. ¿Cómo lo detendremos? Puede parecer que esta cadena nunca va a

terminar, pero os aseguro que llegará el día en que todo esto acabará. Solo

tenemos que hacerlo posible. ¿Verdad, chico nervioso?

―¿Cómo?

―el chico mira a sus lados extrañado―.  ¿Quién ha dicho eso?

Vaya, creo que me he emocionado mucho al

pensar y le he transmitido parte de mis pensamientos al chico. Espero que no me

vuelva a suceder. Cuando vea que puede pasar, me mantendré en silencio.

No perdamos el tiempo. Vamos a ver si

este chico decide no ponerse nunca más nervioso. Sigue andando en dirección a

la salida de la estación, y… ¡no puede ser! ¡Verónica está ahí esperando!

Pero no espera a  este chico, ya que ni

siquiera se han mirado. No sé con quién de los dos quedarme. Creo que mejor me

quedo con Verónica, ya que tiene una historia más desconocida, y creo que más

influyente que la del chico indeciso-decidido-de calzoncillo azul-de camiseta

verde-muchas cosas más.

Verónica se encuentra tranquila, pero

aparentemente nerviosa. La verdad es que está feliz, ya que se ha dado un hecho

muy importante en su vida. Ella no deja de mirar de un lado para otro, buscando

a alguien que nunca encuentra. Y a lo lejos aparece una presencia, un chico,

una persona muy peculiar. De baja estatura, con pelo muy corto y vestido con

pantalones vaqueros y camiseta de color naranja. Se abriga con una cazadora de

color granate. De su mano izquierda cuelga un largo rosario budista.

Verónica sonríe al verlo, empieza a

caminar en su misma dirección. Como ya habréis deducido, se trata de aquél

chico tan interesante que ella conoció en aquél lejano pueblo de Europa del

este, aquel extraño lugar en el que Verónica vivió durante tanto tiempo.

Nada más verse se saludan efusivamente

con un abrazo, se dan dos besos en las mejillas,  sonríen. Él se llama Fran, se

encuentra en Fuenlabrada visitando a sus padres, y por una grandiosa casualidad

que ahora mismo no voy a desvelar ―y puede que después tampoco lo

haga―, se enteró de la llegada de Verónica a Madrid. Caminan unos metros,

se alejan del ajetreo de la gente que no para de entrar y salir de los andenes.

Una vez retirados, empiezan a hablar:

―¿Qué tal estás? ¿Qué has hecho en

todo este tiempo? ―pregunta una Verónica muy alegre y conmovida por el

reencuentro con su amigo.

―Pues… ―ríe y sonríe un poco

antes de contestar―. Principalmente, he estado haciendo lo de siempre. De

seminario en seminario, de visita a algún que otro centro de Europa. Ya sabes,

o estoy encerrado en un monasterio, o estoy encerrado en un tren.

―Me alegro mucho. Siempre has

viajado mucho, siempre de un lado para otro ―dice Verónica mientras

gesticula exageradamente.

―Sí bueno ―vuelve a

sonreír―. Ya sabes, puedo estar un mes contemplando una iglesia europea,

que luego me aburro y necesito ir a ver los esquimales de Islandia durante otro

mes más o menos. Siempre suelo ir a donde me llama mi mente, mi persona. Pero…

¿Y qué me dices de ti?

―Yo… bueno, cuando volví a España

me instalé directamente aquí, en Fuenlabrada. Y la verdad es que no he hecho

mucho más. He visto a un amigo que tenía muchísimas ganas de ver. Y hoy toca el

día de ver a mis padres.

―El amigo es Javier, ¿verdad?

―que listo es Fran ¿cierto?.

―Pues sí ―dice Verónica

respondiéndonos a ambos. Se ha sonrojado.

―Me alegro que le hayas visto.

Seguro que habrá sido una gran sorpresa para él.

―Pues la verdad es que sí. Se

alegró muchísimo y bueno, la verdad es que no me quería separar de él, después

de tanto tiempo sin verle… ―a Verónica se le han ido iluminando

suavemente los ojos al ir recordando el tiempo que pasó ayer junto a Javier.

―Bueno Verónica. Siento tener que

despedirme, pero es que tengo prisa.

―Tú tranquilo. Como tenemos los

números de teléfono y los correos electrónicos, seguramente seguiremos en

contacto. ¿Verdad?

Es la hora de despedirse, y lo hacen con

un fuerte abrazo. Verónica se dirige a los andenes de tren, mezclándose con la

gran multitud. Fran, por su parte, se dirige a cualquier sitio lejos de la

estación, desapareciendo en las calles de Fuenlabrada. Tengo ganas de hablar de

Fran. Es un nuevo personaje en la historia y merece especial atención, pero no

por mi parte, si no por la de todos los pájaros azules que sobrevolaron el

cielo aquél triste día gris.

Fran es un chico que ha jugado diferentes

papeles en esta vida, como todos vosotros, incluido tú, querido lector. Él

puede llegar a ser el mejor confesor de Verónica, puede llegar a ser el mejor

hijo para sus padres, el mejor hermano para su hermana. Puede llegar a ser el

mejor aprendiz de un maestro budista, puede ser un ángel, puede ser un demonio.

Puede jugar como un niño pequeño y puede debatir como un verdadero anciano.

Puede llegar a ser lo que desee en cada momento, al igual que tú.

El budismo en la vida de Fran empezó a

modo de afición. Luego se convirtió en una especie de medicina. Luego se

transformó en sus zapatos para salir a pasear, hasta que llegó el triste día

gris donde todos los pájaros azules mundiales volaron. Fue entonces cuando la

columna de Fran se extinguió y su cuerpo se desvaneció ―metafóricamente

hablando―. No necesito decir lo que pasó aquel día gris, no es necesario

recordar, no es necesario inventar cosas que nunca han pasado, que llegarán a

pasar.

Desde aquél día, todos los días un pájaro

de color azul saluda a Fran. Ya sea en persona, ya sea a través de un libro o

el televisor, ya sea a través de un detalle en mitad de la calle, todos los

días un pájaro de color azul le recuerda a Fran que él sigue ahí. Él siempre

estará ahí ―y conste que en ningún momento me he referido a la famosa red

social.

Por otro lado, podríamos estudiar otras

personas. Por ejemplo, Verónica puede llegar a ser el gran amor pasado de

Javier. Javier, por su parte, puede llegar a ser el chico que más le gusta

dormir de todo Madrid. El jefe de Javier seguramente será el hombre que más grite

de todo el universo. Esto no lo digo porque Javier se haya quedado dormido hoy,

si no porque hace ya varios meses Javier se quedó tan dormido, que en lugar de

ir a trabajar, decidió seguir durmiendo para poder llegar al día siguiente.

Ese día su jefe gritó mucho.

 

Ahora

mismo Javier está trabajando en su tienda de libros. Fran se esconde en

Fuenlabrada. Verónica viaja en un tren. Y un chico misterioso deambula por

Madrid. Y yo, arropado por el pájaro azul, lo observo todo desde el cielo

nublado de la ciudad.

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