Candy

Candy


Veintidós

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VEINTIDÓS

No hice nada. No podía hacer nada. Lo único que podía hacer era quedarme ahí parado, mirándola. Mirándolo todo. Su cara, sus labios, sus mejillas, las mortales almendras de sus ojos. Su cuello, sus piernas, la forma de su cuerpo. Su piel sudorosa. El brillo del cuchillo, su mano de plata…

Dios… el cuchillo.

Ya estaba frente a mí, sus ojos fijos en los míos, la cara desprovista de cualquier emoción.

¿Qué se suponía que debía hacer?

¿Algo?

¿Nada?

Intenté decir algo, pero no podía abrir la boca. Intenté razonar, pero tenía la cabeza vacía. Sólo podía tener esperanza.

«Depende de ti, Candy», pensé.

«Todo depende de ti».

Un fuerte click metálico llegó de afuera. Candy ladeó la cabeza al escucharlo, luego parpadeó despacio y me miró de vuelta.

—Quédate aquí —dijo—. Cierra la puerta detrás de mí. Luego llama a la policía.

—¿Qué?

Alzó la mano y puso un dedo en mis labios.

—Sólo hazlo, Joe,… ¿por favor? Sólo hazlo.

Silenciado por el roce de su índice, la miré a los ojos buscando una explicación… o al menos algo de verdad. No era fácil de encontrar. Había algo ahí, una especie de luz en la oscuridad, pero era casi demasiado débil para verla. Era sólo algo, una señal apenas perceptible, como una vela parpadeante en una colina lejana…

Estaba ahí.

Yo sabía que estaba ahí.

Asentí.

Candy no dijo nada. Apartó el dedo de mis labios, se inclinó hacia delante y me besó. Luego dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. La miré en silencio mientras guardaba el cuchillo en su abrigo y apartaba el sillón de la puerta. La vi hacer una pausa, murmurando en silencio para sí, y luego la observe asombrado mientras quitaba la llave a la puerta, la abría de golpe y corría hacia el claro.

En ese momento yo no sabía lo que Candy estaba haciendo, y había una parte de mí a la que no le importaba. Ella hacía lo que hacía. No tenía nada que ver conmigo. Yo ya no estaba consciente de nada.

Supongo que quería que me importara, pero la verdad es que en ese momento no podía pensar. Físicamente, emocionalmente, mentalmente… no me quedaba nada. No sabía lo que estaba sucediendo. No sabía quién era. No sabía qué era Candy. No me importaba Mike…

No podía razonar.

No podía actuar.

No podía conectarme con nada.

No cerré la puerta principal ni llamé a la policía. Sólo me quedé junto a la ventana y observé. Todo tenía una claridad sobrenatural: la luna suspendida en lo alto, sobre los árboles, su luz plana brillando sobre el claro como un reflector que inunda un escenario; la cobija de bruma abrazando el suelo; el telón de la oscuridad boscosa; y en medio de todo, Candy corriendo hacia Iggy…

Y la pistola en la mano de Iggy.

Y Gina.

Y el resto de la banda de Iggy.

Ahora estaban fuera del auto. Los dos de atrás se habían puesto a un lado, llevándose a Gina. Uno de ellos la sostenía mientras que el otro —al que había visto antes— le apuntaba la cabeza con una pistola. No podía decir si el conductor estaba armado, pues estaba parado detrás de la portezuela abierta del auto. Iggy estaba a unos cinco pasos delante de él… como a diez metros de la cabaña. El brazo levantado, la pistola apuntando a Candy.

Eso no pareció importarle; ella sólo siguió corriendo hacia él, llamándolo, gritando su nombre…

—Iggy —sollozó Candy intensamente—. Gracias a Dios que llegaste. Ayúdame, Iggy, por favor… tienes que ayudarme…

Lloraba…

¿Por qué lloraba?

La vi correr hasta él. Miré los ojos de Iggy, que la miraban. Nunca parpadearon. Su pistola nunca tembló.

—¿Dónde has estado? —jadeó Candy deteniéndose frente a él—. ¿Por qué tardaste tanto? Dios, he estado esperando…

—¿Qué haces? —gruñó Iggy.

—Te extrañé tanto…

—Te escapaste de mí.

—No, no lo hice… él me obligó… yo no quería…

—Me avergonzaste, perra. Me tiraste al suelo y me dejaste.

—No —lloró Candy acercándose a él… encogiéndose, suplicando, adulando—. No, por favor… Yo no quería. Joe me hizo hacerlo… me forzó. Yo no quería hacerte daño. ¿Por qué te haría daño? Te necesito, Iggy… por favor… te necesito…

Iggy mantenía alzada la pistola, pero no hizo nada para detener a Candy, que se acercaba a él encogiéndose como un perro herido. No la golpeó cuando ella finalmente se acurrucó bajo su brazo extendido y enterró la cara en su pecho. No se movió mientras ella lo rodeaba con sus brazos. No hizo nada. No necesitaba hacerlo: tenía lo que quería.

—Me estoy muriendo, Ig —la oí decir mientras frotaba sus manos sobre el cuerpo—. De verdad necesito…

—Cállate —le dijo volviendo los ojos y el cañón de su arma hacia mí—. ¿Quién está en la casa?

—Sólo necesito un poco…

Los ojos de Iggy no se movieron cuando bajó la mano libre y golpeó a Candy en la sien. Ella se estremeció, pero no lo soltó.

—¿Quién está en la casa? —repitió.

—Sólo el chico —dijo con desdén—. Está solo —se sobó la cabeza y alzó la vista hacia él—. Por favor, Iggy, en verdad necesito un poco. ¿Traes alguno? —sus manos comenzaron a moverse sobre la camisa de Iggy—. ¿Por favor…? Me muero…

—¿Duele? —preguntó fríamente.

—Sí…

—Bien. Ahora métete en el auto. Me arreglaré contigo después —le quitó los ojos de encima y movió el arma hacia mí—. Tengo negocios que atender… Tengo que cortar algunas sonrisas.

—¿Quieres una sonrisa? —preguntó Candy con calma.

Era la voz que yo recordaba de la estación: dulce y clara, como un brillante en una acequia… sólo que más fría. Mucho más fría. Transpiraba hielo. Eran las palabras de un fantasma y, por un segundo interminable… todo se congeló. Los ojos de Iggy, la bruma, la noche…

El demonio de Candy…

El corazón de Iggy…

Los dos fijos bajo la luz de la luna.

Y entonces la mano de Candy subió en un arco plateado y enterró el cuchillo en la garganta de Iggy.

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