Candy

Candy


Diez

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DIEZ

Una de las peores cosas de sentirse impotente es la constante intromisión de la duda. Incluso cuando sabes que no puedes hacer nada acerca de algo, incluso cuando estás totalmente seguro, incluso cuando has considerado toda posibilidad, una y otra vez, a sabiendas de que estás perdiendo el tiempo… incluso entonces, no puedes evitar pensar que tal vez estás en un error.

Que debe de haber algo que puedas hacer.

Seguramente…

Debe de haber algo…

Al menos eso es lo que me sucedía. Quería hacer algo con respecto a Candy. Tenía que hacer algo, pero ¿qué? ¿Qué podía hacer?

»Era lo único que me preguntaba…

»¿Qué puedo hacer?

»No sé dónde se encuentra…

»¿Cómo puedo hacer cualquier cosa si no sé ni dónde está?

»¿Cómo puedo hallarla?

»¿Qué puedo hacer?

»Debe haber algo…».

Pero no había. Por más que lo intentaba, no se me ocurría nada. Eso no evitaba pusiera a pensar. Aun cuando hubiera querido, no habría podido dejar de pensar. Pensar, pensar; pensar, pensar… pensar en Candy… Todo el sábado, todo el domingo sentado en mi habitación, mirando fijamente por la ventana, pensando, pensando, pensando… haciéndome las mismas preguntas trilladas… sin obtener respuesta… preguntándome en balde qué podría haber sucedido…

Si al menos le hubiera dado mi número de teléfono.

Si al menos le hubiera preguntado dónde vivía.

Si al menos ella no hubiera venido al concierto.

Si al menos pudiéramos recomenzarlo todo.

Si al menos…

Sabía que desperdiciaba mi tiempo deseando que las cosas fueran de otro modo, pero tiempo era lo único que tenía. Seguía castigado y papá no me quitaba el ojo de encima. De modo que estuve atrapado en casa todo el fin de semana. Luego, de vuelta a clases, y más tarde de vuelta a casa en cuanto terminaba la escuela, de vuelta a mi habitación, de vuelta a la ventana, de vuelta a los ojos fijos, de vuelta a mis pensamientos…

Por supuesto, seguía llamándola. Dos o tres veces al día marcaba su número y rezaba porque sonara. No sabía a quién —o a qué— le rezaba, y en realidad no me importaba: habría adorado al diablo si hubiera respondido a mis plegarias. Pero no lo hizo.

Nadie lo hizo.

No había nadie ahí.

Pasaron los días, como suelen pasar, y la vida siguió adelante.

Martes: me topé con Jason, Chris y Ronny. Estudiaban en el grado superior al mío, de modo que no nos veíamos con frecuencia en la escuela, pero ese martes, a la hora del almuerzo tenía yo una reunión con el consejero vocacional y su oficina estaba en el edificio donde Jason y los demás pasaban la mayor parte del tiempo. Al salir, mientras pasaba frente a un salón de clases vacío, escuché la voz de Chris llamarme.

—¡Joe! ¡Hey, Joe!

Me detuve y miré a través de la puerta. Los tres estaban sentados frente a una mesa al otro lado del salón, comiendo sándwiches y leyendo revistas. No había hablado con ellos desde el concierto del viernes, de modo que no sabía qué pensaban sobre mi súbita e inexplicable partida del club. Sabía que Jason aún estaría encabronado conmigo, y pude constatar por su mirada que lo estaba; pero, a primera vista, los demás parecían estar bien conmigo. No parecían encantados de verme ni nada por el estilo, pero al menos reconocían mi existencia.

Chris me hizo una seña para que me acercara, de modo que entré y me reuní con ellos en la mesa.

—¿Todo bien? —sonrió Ronny.

—Sí…

—¿Qué haces? —preguntó Chris.

—No mucho —miré a Jason, quien simulaba leer su revista. Me volví hacia los otros—. Siento mucho lo del viernes —les dije—. Surgió un asunto familiar… de verdad tenía que irme…

—No te preocupes por eso —dijo Chris—. Habría estado mejor que estuvieras, pero al final no importó tanto. Aún nos quieren.

—¿Quién?

—Dead House… la disquera. Son parte de EMI.

—¿Qué? ¿Nos ofrecieron un contrato?

—Pues… no exactamente… —lanzó una mirada a Jason buscando apoyo.

Jason simuló no darse cuenta. Por un instante siguió leyendo su revista, luego alzó la vista despreocupadamente, como si no hubiera estado escuchando, y alzó las cejas hacia Chris.

—¿Qué? —dijo.

—Le contaba a Joe acerca de Dead House… —le respondió Chris.

—¿Y?

Chris parpadeó.

Jason lo miró, luego se volvió hacia mí intentando parecer aburrido:

—Sí —dijo—, quieren que les hagamos un demo bien hecho. Nos van a alquilar un estudio y traerán a uno de sus productores para trabajar con nosotros. Quieren tres canciones: Girl on Fire, Candy y alguna más.

—Eso es genial —le dije.

—Sí —replicó, encogiéndose de hombros.

—¿Ellos pagarán el estudio?

—Pagarán todo: el estudio, el traslado, viáticos… incluso podrían comprarnos equipo nuevo.

—¡Fantástico! —dije—. ¿Cuándo lo haremos?

Volvió a encogerse de hombros.

—En un par de semanas, supongo… ellos nos avisarán.

—¡Qué bien! ¿No? —dijo Ronny.

—Sí… —miré a Jason. Seguía tratando de parecer indiferente a todo aquel rollo, pero se notaba que estaba realmente emocionado. También se notaba que aún estaba molesto conmigo.

Lo que yo no sabía era que la cosa estaba a punto de ponerse mucho peor.

Jason me dijo:

—Así que, ¿puedes mañana?

—¿Qué hay mañana?

—Es miércoles —dijo con sarcasmo—. El día que ensayamos, ¿lo recuerdas?

—Ah, sí… es verdad… bueno, la cosa es que…

—¿Qué?

—Estoy castigado.

—¿Estás qué?

—No me dejan salir.

Los ojos de Jason se llenaron de desprecio.

—¿No te dejan salir?

—Sólo por una semana.

—Necesitamos practicar. Debemos prepararnos para el demo…

—Sí, lo sé… lo siento, pero…

—¡Diablos! —escupió—. ¡No lo puedo creer! Estamos tratando de conseguir un contrato. Estamos así de lograrlo. Necesitamos practicar… ¿y a ti no te dejan salir? ¿Qué crees que es esto? ¿Un juego? ¿Crees que estamos jugando?

Estuve a punto de decir que sólo por molestar, sólo por ver qué haría Jason; pero me dio pereza. Para ser honesto, me daba igual. Sí, era vergonzoso estar castigado y ser tratado como un niño. Sí, me hacia sentir pequeño y patético. Y sí, Jason probablemente tenía razón para estar enojado.

Pero ¿y qué?

¿Qué me importaba?

Al diablo con él.

Me levanté y me fui.

Miércoles: tendría que haberme emocionado el interés de la disquera, quería estar emocionado por ello, pero no sentía nada. Aun cuando no me hubieran castigado e incluso si Jason no hubiera arruinado el momento al humillarme y reñirme, no sé si habría sentido algo.

Sólo podía sentir a Candy.

Su ausencia, su misterio, sus ojos, su sonrisa… ¡Dios! ¡La extrañaba tanto! Candy llenaba mis días de dolor, y no estaba muy seguro de cuánto más podría soportarlo.

Intenté hablar de eso con Gina. En verdad lo intenté. Pero es difícil explicar tus sentimientos, especialmente cuando no tienen ningún sentido. Y ése era el problema: no tenían ningún sentido.

Lo sabía yo, y lo sabía Gina.

—Sé cómo te sientes, Joe —me dijo—. Sé lo que se siente extrañar a alguien… Pero ¿no crees que estás llevando las cosa demasiado lejos?

—¿Qué quieres decir?

—Pues, ya sabes…

—¿Qué?

Habló con dulzura:

—Sólo la has visto dos veces.

—Dos y media veces —aclaré.

—Está bien: dos y media veces. De cualquier forma no es mucho, ¿o sí?

—Es suficiente.

—Vamos, Joe… apenas la conoces.

—Sé cómo me hace sentir… ¿Qué más necesito saber?

Gina me miró por largo rato. No estaba seguro de si trataba de hallar una respuesta o si sabía la respuesta y trataba de decidir entre decírmela o no. Más bien esperaba que no hubiera ninguna respuesta.

Quizá Gina leyó mi mente, porque después de un rato sólo me sonrió y me abrazó.

—No lo sé, Joe —me dijo—. No sé qué decir. Esta clase de cosas… simplemente pasan. No hay mucho que puedas hacer al respecto. Sólo puedes dejar que sucedan. Puede que no siempre obtengas lo que quieres, pero a veces así es la vida.

Jueves: Jason me llamó por la tarde. La conversación duró unos treinta segundos.

—¿Joe?

—¿Sí?

—Es Jason. Me llamaron de Dead House. Nos han apartado un estudio en Londres el 8 y 9 de marzo. Es la semana después de la que viene, sábado y domingo.

—Correcto…

—Alquilamos el salón para ensayar este sábado y estamos intentando obtenerlo un par de noches más para la próxima semana. ¿Estás dentro o no?

—¿Perdón?

—Necesito saber si estarás ahí, porque de lo contrario tendremos que encontrar a alguien más.

—Sí —le dije—. Ahí estaré.

—¿Estás seguro? No quiero más juegos…

—Ahí estaré.

—Más te vale… es tu última oportunidad.

Y eso fue todo.

Fin de la conversación.

Más tarde estaba solo, sentado en mi habitación, rasgando la guitarra, esperando perderme por una hora, más o menos, cuando entró Mike. No lo había visto desde el viernes por la noche. Su cara seguía un poco magullada y amoratada, pero fuera de eso, se veía perfectamente bien. Se acercó a la cama y se sentó a mi lado.

—¿Todo bien? —dijo—. ¿Cómo vas?

—Bien, ya sabes —me encogí de hombros.

—Gina dijo que harán un disco o algo así, ¿es cierto?

—Sólo un demo.

—Eso está muy bien.

—Sí.

Se rascó la cabeza y echó un vistazo a la habitación. Me sentía un poco extraño por estar sentado tan cerca de él. Extraño… pero bien. Mike era un hombre grande, y podía sentir su peso, su fuerza, su poder. Se sentía bien. Como seguro. Su aliento y su piel me recordaban cuando era niño, cuando papá solía sentarse conmigo por las noches en mi habitación, antes de irme a dormir…

—He estado preguntando —dijo Mike en voz baja—, acerca de este tipo Iggy.

—Bien —dije intentando mantener la calma.

—Encontré a algunas personas que lo conocen.

—¿Qué personas?

Sacudió la cabeza.

—No quieres saber… sólo personas. La clase de personas que saben cosas.

—¿Cómo los encontraste?

Me miró por un momento y dijo:

—Sabes que yo solía trabajar para clubes por todo Londres. Mezclar, fiestas, esa clase de cosas —asentí; Mike se encogió de hombros—. Bueno, pues es un negocio algo turbio… conoces a mucha gente turbia. Unos más turbios que otros. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Sí, supongo que sí.

—Música, clubes, drogas, pandillas… —se rascó la cabeza—. Suceden cosas muy malas allá afuera. Todo tiene que ver con dinero. Cosas malas, gente mala…

—¿Y qué hay de Iggy?

Mike me miró.

—Se llama Ignatius: Ignatius Ithacaia. Nadie parece saber mucho acerca de él. Eso o están demasiado asustados como para hablar. Es un tipo malo. Muy malo. También muy ambicioso. Por lo que pude entender, comenzó como vendedor de poca monta, luego ascendió a traficante, y ahora está involucrado en casi todo. Chicas, armas, extorsión… —hizo una pausa limpiando su boca con el dorso de la mano—. Es un mal tipo, Joe… y empeora cada minuto. Va en rápido ascenso.

—¿Y qué hay de Candy? —pregunté—. ¿Descubriste algo sobre ella?

Mike sacudió la cabeza.

—Iggy tiene muchas direcciones: cuartos, departamentos, casas. Explota a muchas chicas. Nadie sabe dónde vive. Se mueve mucho. Candy podría estar en cualquier parte.

Miré al piso, desanimado. Candy podía estar en cualquier lugar. Estaba en alguna parte… haciendo algo…

—No lo entiendo… —musité.

Mike me tocó el brazo:

—Esas cosas suceden.

—Eso mismo me dijo Gina, pero no puedo entenderlo. ¿Cómo terminó Candy con Iggy? ¿Cómo pudo involucrarse con alguien así?

—Los tipos como Iggy… son inteligentes. Saben cómo obtener lo que desean. Usan sus habilidades, te dan lo que crees que necesitas. Te bajan el cielo y luego, antes de que te des cuenta, estás encadenado a ellos. No puedes escapar —me miró—. No sé cómo haya atrapado a Candy, pero estoy bastante seguro de que ella no supo lo que estaba ocurriendo hasta que fue demasiado tarde.

—¿Es demasiado tarde?

—No lo sé… no creo que podamos hacer nada.

—Debe haber algo…

—Es un mundo de mierda, Joe —volvió a tocar mi brazo—. A veces es mejor dejarlo ir.

Lo miré.

—¿ lo dejarías ir si se tratara de Gina?

Aquello lo tomó por sorpresa. Me miró de vuelta por un instante, los ojos llenos de confusión. Luego bajó la cabeza y se quedó ahí sentado, mirando el piso con expresión vacía. Adiviné que estaría imaginando cómo se sentiría si Gina estuviera perdida ante un hombre como Iggy.

—Lo siento —le dije—. No debí haber dicho eso.

—No —dijo en voz baja—. Tienes razón. No lo veía de esa manera… —alzó la vista y me miró—. Lo siento, no sé qué decirte.

—¿Qué harías en mi lugar?

Sus ojos reflejaban impotencia.

—No lo sé, Joe. De verdad que no lo sé.

Viernes por la mañana, ocho en punto: estaba sentado a la mesa de la cocina cuando entró papá con un maletín pequeño y un par de maletas. Los puso junto a la puerta, se sentó ante el desayunador y se sirvió un poco de café. Miré las maletas, luego a él. Se había vestido para viajar: traje, abrigo, loción de afeitar, corbata, rostro pensativo y ojos preocupados.

—¿Adónde vas? —le pregunté.

—¿Mhhh?

—¿Adónde vas?

Alzó la vista.

—Ya sabes adónde voy, Joe. Te lo dije, a Edimburgo —frunció el ceño—. La convención, ¿recuerdas?

—Pensé que partías mañana.

Comienza mañana. Por eso me marcho hoy —suspiró—. Ya le dije todo eso. Te lo dije como tres veces. Sabía que no me estabas escuchando… has estado actuando extraño toda la semana. ¿Qué pasa?

—Nada… te estaba escuchando, sólo que confundí las fechas, eso es todo —miré el reloj—. ¿Te irás en auto? —le pregunté.

Asintió.

—¿Con mamá?

—Nos reuniremos allá.

—¿A qué hora?

—Esta tarde…

—O sea, ¿a qué hora te tienes que ir?

Frunció el ceño de nuevo.

—¿Por qué el súbito interés?

—Por nada… sólo preguntaba.

Entrecerró los ojos.

—Mira, te has portado realmente bien esta semana. No has pedido permiso para salir y, hasta donde tengo entendido, no has tratado de escapar, pero sigues castigado, no se te olvide, y aún te falta la mitad, de modo que no eches todo a perder aprovechándote de mi ausencia. Sólo te estarías decepcionando a ti mismo si lo haces. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí —repliqué.

—Puedes mentirme a mí, pero no puedes mentirle a tu conciencia.

«¿Quieres apostar?», pensé.

—Está bien, papá. Puedes confiar en mí.

Siguió mirándome un rato, luego miró su reloj, apuró su café y se levantó de la mesa.

—Bien, pues —dijo tomando sus maletas—. Es mejor que me vaya. Dile a Gina que la llamaré a media semana, y no se te olvide sacar la basura el miércoles. Hay suficiente comida en el refrigerador. Dejé algo de dinero en el cajón. Si me necesitas para lo que sea, tienes mi número celular. Y dejé el número del hotel en la libreta de la mesa del vestíbulo —comenzó a palparse los bolsillos buscando las llaves de su auto; las recogí de la mesa y se las pasé—. Bien —dijo—. Creo que estaré de vuelta el próximo sábado.

—Que te diviertas —le dije.

Hizo una breve pausa, me lanzó otra larga mirada. Luego sacudió sus llaves y se fue.

Media hora después me encontraba parado en el andén de la estación de Heystone, esperando el tren a Londres.

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