Candy

Candy


Diecinueve

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DIECINUEVE

Es duro revivir el resto de la historia. Sé lo que sucedió: puedo recordar cada instante. Desde las primeras y atribuladas horas de aquella fría noche de sábado, y los interminables días que vinieron después, hasta el mortal silencio del último segundo, cuando acabó todo…

Lo recuerdo todo: cada palabra, cada respiro, cada tic tac del reloj… Todo lo que sucedió estará conmigo para siempre.

Jamás lo olvidaré.

Pero eso no significa que lo pueda vivir de nuevo. No puedes revivir lo que se ha ido, sólo puedes recordarlo, y los recuerdos no tienen vida. Sólo son pálidos recordatorios de una época que se ha ido: como fotografías descoloridas o una guirnalda seca de margaritas en el fondo de un cajón. No tienen sustancia alguna. No pueden conducirte al pasado. Nada puede conducirte al pasado.

Nada vuelve a ser como era antes.

Nada lo es.

Todo lo que puedo hacer es contarlo.

Sábado por la noche. Ocho en punto: me había provisto de leños y había encendido la fogata. Ahora sólo descansaba en el sillón, mordisqueando galletas y hojeando las revistas bobas de Candy. No eran tan interesantes: sólo muchas fotografías de celebridades sudorosas, celebridades mal vestidas, celebridades ebrias… esa clase de cosas. Pero me ayudaron a matar el tiempo.

Candy seguía en la habitación. Yo había entrado un par de veces para asegurarme de que se encontrara bien, y en ambas ocasiones la encontré dormida. La primera vez que entré estaba enroscada como un bebé encima de la cama. Pensé en cubrirla con una cobija o algo, pero parecía estar bien así y no quería despertarla, de modo que la dejé como estaba. Una hora más tarde, cuando fui a verla de nuevo, estaba dentro de la cama, cubierta hasta la cabeza con el edredón. Me quedé un rato, sólo para asegurarme de que aún respiraba. Luego salí de puntillas y la dejé dormir.

Ahora sólo esperaba.

Mataba el tiempo.

Contemplaba las fotografías de gente famosa, vaciaba la mente, escuchaba afuera el viento entre los árboles. Lo oía crecer aullar, entrar en ráfagas por la chimenea y sacudir las ventanas…

Sonaba enfadado.

Me pregunté adónde iba cuando moría.

Ocho y media: Candy salió de la habitación y en silencio arrastró los pies hacia el baño. Aún estaba vestida, pero iba descalza Me alegró verla arrastrar los pies. Que arrastrara los pies significaba que no tenía prisa. Y ninguna prisa significaba no drogas. Después de un par de minutos la puerta se abrió y Candy se acercó al sillón y se paró a mi lado. Se veía cansada y acabada, tenía ojos somnolientos y su rostro estaba pálido, pero yo estaba bastante seguro de que no había tomado nada. Sólo se veía agotada.

—Cómo vas —le pregunté.

—No muy bien —respondió—. Tengo frío… Estoy temblando —se abrazó y se rascó los brazos—. Tengo comezón.

—¿Necesitas algo?

—¿ qué crees? —dijo, abatida.

—Lo siento… quiero decir que si necesitas algo de beber o algo así.

—¿Tienes vodka?

—Um… no… Sólo té y café. O hay chocolate caliente…

—¿Nada de alcohol?

—No… lo siento.

Se sorbió con fuerza la nariz y parpadeó.

—¿Y qué tal una televisión?

—Sí, hay una portátil en blanco y negro en alguna parte. ¿Quieres que la coloque en la recámara para que la veas?

—Sí, supongo… —me miró—. Perdona… Me siento de porquería. Me tomaré unas aspirinas y volveré a la cama.

—Te traeré la tele… ¿Quieres tus revistas?

No respondió. Sólo se encogió de hombros y miró al piso. Su mano descansaba en el respaldo del sillón. Le di un ligero apretón pero ella no respondió. Sentí su piel fría y húmeda.

—Anda —le dije—. Vete a la cama.

Alzó la vista del suelo, asintió vacuamente hacía mí y volvió a la habitación.

Diez y media: estaba cansado y aburrido y solo. Quería hacer algo, pero no sabía qué. Sabía que había algunos libros viejos por ahí y más temprano había visto el ajedrez de papá. Estaba casi seguro de que había un polvoriento radio viejo en alguna parte… pero no tenía ganas de hacer nada. No quería leer. No quería jugar al ajedrez. No quería escuchar la radio.

Miré hacia la puerta de la habitación. La luz de la televisión parpadeaba en la oscuridad y yo alcanzaba a escuchar el sonido de una película flotando débilmente en el aire. Escuché con atención, tratando de adivinar qué era, pero el volumen era tan bajo que no logré entender nada.

«¿Por qué no la acompañas allá adentro? —me pregunté—. No le importará. No tendrían que hablar ni nada, podrían sólo sentarse juntos a mirar en silencio la película…».

Me puse de pie y caminé hacia la ventana.

Afuera, la noche aún estaba enfadada. Ráfagas de viento salpicaban el vidrio como una lluvia de agujas rencorosas y el viento seguía embistiendo los árboles, desnudando sus ramas y lanzando sus hojas al aire. Sin embargo, a los árboles aquello no parecía molestarles gran cosa. Lo habían vivido antes.

Cerré la cortina y volví al sillón.

«Probablemente esté dormida —pensé—. El volumen al que tiene la televisión… es un volumen para dormir. Es la clase de volumen que dice: no molestar, por favor déjenme en paz».

Me recosté en el sillón, cerré los ojos y escuché el viento.

Diez cuarenta y cinco: estaba medio dormido cuando escuché a Candy llamándome. Medio soñaba que estaba de vuelta en mi habitación, sentado en mi cama, tocando la guitarra… perdido en el tiempo, perdido en la música, perdido en otro mundo… y por un momento pensé que aquella era la voz de Gina. Pero luego escuché de nuevo, esta vez más claramente, y me puse de pie y me dirigí a la habitación.

—Joe… —volvió a llamar Candy—. ¿Joe? ¿Dónde estás?

—Perdona —dije entrando súbitamente en la habitación—. No te oía. ¿Qué pasa? ¿Estás bien?

Se había ovillado sobre la cama bajo una sábana enredada. Su cuerpo estaba bañado en sudor. La televisión portátil estaba sobre la cama, junto a ella. Su luz helada y blanca parpadeaba en silencio sobre sus facciones. Su piel parecía hinchada.

—No puedo dormir —dijo—. Tengo demasiado calor… ¿Qué hora es?

—Como las once.

—Mierda… ¿Cuándo va a parar este viento?

—No lo sé.

—No me gusta… Hace demasiado ruido. No me deja dormir.

Gruñó y se colocó sobre el costado. La sábana se soltó y vi que se había puesto el camisón. Estaba húmedo de sudor, enrollado en sus piernas.

—¿Puedo traerte algo? —le pregunté.

Gimió en su almohada.

Le dije:

—¿Quieres un poco de agua? Quizá te refresque.

—Quiero dormir —murmuró—. Sólo quiero dormir…

Me sentía bastante inútil, ahí parado, sin saber qué hacer. Quería que se sintiera mejor, pero no sabía cómo, y no sabía cómo lidiar con mi ignorancia. «¿Qué debo hacer? ¿Debo decir algo más? ¿Debo esperar a que Candy diga algo más? ¿Debo quedarme… o irme?».

Después de pensarlo un rato, dejé la habitación y volví a la estancia. Revisé la hoguera, me aseguré de que la cabaña estuviera cerrada con llave; luego tomé todos los cojines del sofá, traje algunas cobijas del armario y volví a la habitación. Candy había enterrado la cabeza en la almohada y se quejaba en voz baja. Se la pasaba pateando, intentando desenredar la sábana anudada, pero sólo empeoraba las cosas.

Intenté no hacer ruido mientras colocaba los cojines en el piso junto a la puerta abierta. No estaba intentando esconder mi presencia. Simplemente no quería anunciar que estaba allí. Me senté y me quité los zapatos, luego me acosté sobre los cojines, acomodé las cobijas e intenté ponerme cómodo. Me tomó un rato, pero finalmente hallé una posición que no estaba demasiado abultada o fría, pero que aún me permitía una visión razonable de la cama.

Era un lugar suficientemente bueno para estar.

Podía ver a Candy.

Podía escuchar el viento entre los árboles.

Podía cerrar los ojos y sentir los movimientos de la noche reptar por mi espina dorsal. Podía escuchar el sonido de mi corazón, el sonido de mi sangre, el sonido de la maquinaria bajo mi piel. Podía abrir los ojos y contemplar las luces de la televisión chocando intermitentes contra el techo, imaginando los destellos de un cielo iluminado por la tormenta. O podía sólo quedarme ahí, perfectamente quieto, sin hacer absolutamente nada.

La noche pasa con lentitud cuando estás despierto. Creo que dormité una o dos veces, pero la mayor parte del tiempo sólo estuve acostado escuchando a Candy revolverse en la cama y gemir y llorar. No se podía estar quieta un segundo. Tenía o mucho frío o mucho calor. Sudaba… temblaba después. Sudaba… temblaba. Se abrazaba. Golpeaba la almohada. Maldecía… insultaba… gritaba… aullaba… escupía… tosía… sorbía… lloraba…

Sufría.

No era nada agradable.

En algún momento de la madrugada, alrededor de las cuatro, Candy gruñó, se sentó y comenzó a salir de la cama. Hasta el mínimo movimiento parecía causarle dolor. Su cabello estaba todo enredado y su rostro había envejecido: se veía como una loca. Mientras rodaba fuera de la cama y se tambaleaba hacia la puerta, apretándose el estómago, podía escucharla murmurar por lo bajo.

—Mierda… carajo… mierda…

—¿Necesitas ayuda? —le pregunté en voz baja.

—¿Eh? —gruñó mirándome mientras entrecerraba los ojos legañosos—. ¿Qué es eso…?

—Soy yo… Joe —dije, irguiéndome——. ¿Necesitas ayuda?

—Necesito cagar —dijo inexpresivamente.

Su cara se veía vacía. No había nada ahí: ninguna señal de reconocimiento, de darse cuenta de nada, de mí. Sus ojos estaban fríos y vacíos. Miró a través de mí un momento o dos luego se limpió la nariz con el dorso de la mano y se tambaleó hacia el baño.

Las horas siguientes entró y salió de la cama como un yoyo. Debe de haber ido al baño por lo menos una media docena de veces antes de calmarse al fin y perderse en un sueño intranquilo. Comenzaba a amanecer para entonces y, a medida que la luz grisácea de la mañana avanzaba sigilosamente a través del cielo bostezante, descubrí que el sueño me eludía.

Me deslicé fuera de la habitación y preparé algo de café. Luego salí a la veranda y observé al sol alzarse sobre el bosque.

Domingo por la mañana, nueve en punto: estaba en la habitación, sentado en la orilla de la cama. Y Candy lloraba.

—Duele, Joe —sollozó—. Tengo tanto frío… me duele todo. No puedo soportarlo… necesito algo… por favor…

Le di unas aspirinas. Se las echó en la boca, tomó un trago de agua y de pronto comenzó a arquearse. No supe qué hacer. Candy se doblaba de dolor, se agarraba el estómago, se ahogaba y escupía chorreando humedad por los ojos y por la nariz.

Todo lo que yo podía hacer era sentarme y observar.

—¡Oh, Dios…! —gritó—. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios…!

Aquello continuó durante un rato: arcadas, llanto, temblores, sollozos… y yo hice lo que pude para consolarla. Le pasé más cobijas. Puse un recipiente junto a la cama de modo que no tuviera que ir al baño cada vez que quisiera vomitar. La mantuve abastecida de pañuelos desechables y agua…

Básicamente, me ocupé de ella.

No estoy seguro de que todo eso la haya ayudado gran cosa, pero al menos era algo qué hacer, lo cual era mucho mejor que estar sentado, sintiéndome asustado de muerte.

Mediodía: comenzaba a resentir la falta de sueño. Sentía el pecho apretado, los ojos pegajosos. Y se me olvidaban cosas obvias. Llenaba la tetera, luego olvidaba encenderla… o abría un armario y olvidaba qué buscaba. Seguí bebiendo café para mantenerme despierto, pero lo único que conseguí fue agitarme el cerebro.

Una de la tarde: preparé un poco de té y pan tostado y lo llevé a la habitación. Candy estaba sentada sobre la cama, fumando un cigarrillo. Su cara estaba casi blanca y tenía los ojos monstruosamente grandes.

—¿Cómo te sientes? —le pregunté.

—De maravilla —dijo—. Mi piel está ardiendo, mi cabeza pulsa, me duele el estómago… no me puedo quedar quieta… no me puedo mover… —chupó su cigarrillo y me miró—. Me siento de maravilla.

—¿Quieres un poco de pan tostado?

—No… Quiero sentirme mejor.

—¿Qué tal un poco de chocolate?

No respondió. Sólo me lanzó una mirada furibunda. Puse el té y el pan tostado sobre la mesita de noche. Luego miré alrededor buscando las cosas que Candy había comprado en la gasolinera. Encontré la bolsa en el piso, la levanté y la puse sobre la cama. Candy no dijo nada. Su mirada se había endurecido y ahora me miraba con la crueldad de un niño malvado. Yo no sabía cómo lidiar con eso. No podía lidiar con eso.

—Voy a salir a respirar un poco —le dije—. Estaré frente a la entrada, de modo que si me necesitas, sólo grita, ¿de acuerdo?

Siguió sin decir nada. Mientras me daba la vuelta y salía de la habitación sentí sus ojos clavarse en mi espalda.

Afuera, el viento había cesado y el día era brillante y frío. Atravesé hacia la orilla del claro y me senté en el suelo, al lado de un roble sin hojas. Hacía años, el árbol había sido fulminado por un rayo. Su tronco estaba cicatrizado y renegrido y sus raíces emergían de la cama de hojas como extremidades de gigantes semienterrados. Me recargué y cerré los ojos. El aire se adensaba con el olor del bosque. Mientras estaba ahí sentado, respirando profundamente, casi pude saborear la acidez de las hojas secas y pasto refrescado por el viento, y yo sólo pedía que aquel olor ahuyentara la peste de la confusión de mi cabeza. Pero yo sabía que no era posible. No había suficiente aire fresco en el mundo para conseguirlo.

Saqué mi celular del bolsillo, lo abrí y apreté el botón de marcado rápido para llamar a casa. No hubo respuesta. Intenté el celular de Gina, pero estaba apagado. Pensé en llamar a Mike, pero por alguna razón no tenía ganas de hablar con él; de modo que, a falta de algo mejor, llamé de nuevo a casa y revisé los mensajes en la contestadora.

Había dos mensajes, ambos silenciosos. Quien llamaba había esperado el bip, para luego guardar silencio y colgar.

Aquello no me gustó.

Me inquietó.

»Olvídalo —pensé—. Probablemente sea sólo papá, para saber cómo estás.

»No —pensé—. No llamaría sin dejar mensaje.

»De acuerdo, entonces… ¿qué tal Jason? Pudo haber sido Jason…

»De ninguna manera. Ya ha llamado dos veces y lo han mandado al cuerno. Es demasiado orgulloso como para arriesgarse de nuevo, ¿verdad?

»De modo que es un error… número equivocado, eso es todo. Alguien marcó el número equivocado y no supo qué decir…

»¿Ah sí? Y entonces, ¿por qué llamaron dos veces?».

No tenía una respuesta para eso.

Contemplé la cabaña y me pregunté qué estaría haciendo Candy. ¿Dormía? ¿Vomitaba? ¿Lloraba? ¿Seguía enfadada conmigo? ¿Por qué se había enfadado en primer lugar?

¿Tenía importancia?

Tampoco tenía una respuesta para eso.

Miré el teléfono en mi mano y pensé de nuevo en Jason. Sabía que debía llamarlo. No quería hacerlo, pero, al margen de lo que pensara, se merecía algún tipo de explicación, igual que el resto del grupo. La grabación sería pronto y yo me había largado sin decirles siquiera una palabra.

Eso no estaba bien, ¿cierto?

No era justo…

Pero tampoco era algo que estuviera ocurriendo aquí. Aquello ocurría en otro lugar y en aquel otro lugar no importaba. Algún otro lugar era ningún lugar.

Cerré el teléfono, me puse de pie y volví a la cabaña.

Candy salía del baño cuando abrí la puerta. Se había peinado y vestía jeans y un suéter. Por un instante mi corazón se alegró y pensé que todo estaría bien. Se sentía mejor… lo peor había pasado… Candy se dirigía hacia la normalidad…

Pero entonces vi sus ojos y supe que estaba equivocado. No expresaba normalidad, expresaba desesperación.

—¿Qué haces? —le pregunté.

—No preguntes —dijo pasando de largo.

Cerré la puerta principal y la seguí hacia la habitación. Era un desorden. Todos los cajones del armario habían sido vaciados y el contenido estaba regado por todas partes. La cama había sido movida, el colchón volteado… Candy incluso había revisado mi mochila. Ahora arrastraba los pies por la recámara recogiendo cosas del piso y aventándolas en su mochila.

—¿Qué haces? —repetí.

—Ya te dije… no preguntes.

—Lo acabo de hacer.

—Pues no lo hagas.

La miré mientras terminaba de empacar. Se veía terrible todo en ella causaba dolor. Su cara, sus labios, sus mejillas, sus ojos… su cuello, sus piernas, el contorno de su cuerpo… su piel blanco pálido.

Dios… su piel.

Recordé la primera vez que la vi, la forma como estaba parada, mirándome, cómo había ladeado la cabeza y sonreído, la manera en que su piel ondulante me había petrificado.

Ya no me petrificaba: ahora sólo me asustaba. Era demasiado blanca, demasiado transpirada, demasiado fría… como plástico lechoso dejado a la intemperie bajo la lluvia.

—No puedes hacer esto —le dije.

—¿Hacer qué? —dijo deslizando el cierre de su mochila.

—No puedes sólo rendirte a ella…

—¿No?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque…

—Porque, ¿qué? —se burló volviéndose para encararme—. Vamos, Joe. Quiero saber por qué. ¿Por qué no me puedo rendir a ella? ¿Porque me hará sentir mejor? ¿Porque me hará sentirme humana de nuevo? ¿Porque me sacará de este agujero de mierda? —su voz era helada y cruel—. Escuchémoslo, Joe. Vamos… escuchemos tu razonamiento.

La miré intentando ver más allá de su enfermedad, intentando ver a Candy.

—¿Quieres ver? —escupió—. ¿Eso es? No quieres que me vaya porque quieres tener algo que mirar…

—Morirás —le dije.

—¿Que yo qué?

—Si te vas ahora, volverás con Iggy y de una u otra manera terminarás muerta. Si él no te mata, las drogas lo harán. Y si las drogas no lo hacen, la vida que llevas lo hará.

—¿La vida que llevo? —se burló—. ¿Te preocupa mi estilo de vida?

—Me preocupas tú.

—¿Sí? ¿Qué sabes de mí? No sabes nada. Eres sólo un guapo niñito rico buscando aventuras. No tienes idea.

—Sé que no te marcharás.

Se me quedó mirando, los ojos llenos de odio.

—No quieres volver —le dije—. Haces como que no te importa, pero sí te importa. Tienes miedo, nada más.

Rio de nuevo, fría y duramente. Pero esta vez no sonaba auténtica. Se estaba esforzando por sonar malvada.

—Ya he tenido suficiente de esto —dijo recogiendo su bolsa—. Me voy… y no te preocupes por Iggy. Me las puedo arreglar sin él…

—¿Cómo?

Se encogió de hombros.

—Ése es mi problema.

—¿Sí? ¿Y qué harás para conseguir dinero? ¿Cómo obtendrás las drogas?

—No lo sé. Me las arreglaré. De todas formas no necesito mucha… Sólo lo suficiente para que deje de dolerme. Luego pensaré en algo…

—Cierto… —dije.

Volvió a mirarme con rabia, luego sacudió la cabeza y se dirigió hacia la puerta. Me paré ante ella y cerré.

Hizo una pausa, mirándome.

—Hazte a un lado.

No dije nada.

Se movió hacia mí hasta que estuvimos cara a cara, mirándonos fijamente a los ojos.

—Hazte a un lado, Joe.

—No te dejaré ir —le dije.

—No puedes detenerme.

—Puedo intentarlo.

Ahora ella hacía su mejor esfuerzo por controlarse, pero no lo estaba haciendo muy bien. Su cara estaba rígida, fría de sudor. Podía ver sus nervios moverse inquietos bajo su piel.

Se humedeció los labios con la lengua.

—Por favor, no hagas esto. No vale la pena. Sólo abre la puerta y déjame ir.

Yo ya no podía hablar. Temblaba tanto por dentro, que no me salían las palabras. Candy también guardaba silencio. Su respiración temblaba, agria y rancia en mi cara.

—¿Qué quieres? —siseó—. ¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que te ruegue? ¿Es eso? ¿Quieres que me arrodille…?

—No lo hagas —le dije.

—Bien, entonces, quítate de mi camino. Por amor de Dios… tengo que irme. Necesito irme. Me estoy muriendo aquí… no lo entiendes… —se acercó un poco más haciendo un pucchero y bajando la voz—. Por favor, Joe… ¿por favor…?

Sacudía la cabeza.

Puso las manos sobre mis hombros y me miró fijamente a los ojos. Por un momento pensé que iba a besarme. Comencé a apartarme, pero entonces ella me apretó de repente y sus ojos se enfriaron. Y antes de que me diera cuenta Candy se lanzaba al frente y me daba un rodillazo en la ingle.

El dolor explotó en un rugido blanco e hirviente. El dolor… ¡Dios! Era todo. Me rasgaba, vaciaba mis pulmones, me estrellaba contra el suelo. No pude hacer nada. Perdía el sentido, era un bulto sollozante… gruñendo, gateando… No podía respirar, no podía ver, no podía oír…

»Haz algo.

»Respira.

»Tienes que respirar…

»Aguanta…

»Siéntelo…

»El suelo…

»Ojos… húmedos…

»Atrás…

»La puerta…

»Detrás de ti.

»La puerta… golpeando contra tu espalda.

»Candy».

La neblina comenzó a despejarse. Vagamente me di cuenta de que estaba tirado con la espalda contra la puerta y de que Candy intentaba abrirla. La miré. Tiraba de la manija, metiendo los dedos entre la puerta y el dintel, intentando ensanchar la abertura, intentando escurrirse por ella. Su cara estaba bañada en lágrimas.

Me obligué a sentarme y a recargar mi peso contra la puerta.

Candy siguió jalando durante un rato, pero nunca abriría. Ya no tenía fuerzas. Estaba exhausta.

Comenzó a gritar:

—¡No! ¡No! ¡No! —golpeaba la puerta con las manos—. ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No!…

Respiré despacio, concentrándome en el dolor en mi estómago: calmándolo, calmándome, manteniendo la desesperación de Candy fuera de mi mente. No podía escucharla. Dolía demasiado. Dolía todo.

Ella siguió gritando y golpeando la puerta por un rato, pero gradualmente comenzó a cansarse. Los gritos se disolvieron en sollozos, los sollozos se disolvieron en gemidos y finalmente guardó silencio. Alcé la cabeza y la miré. Estaba de pie, desolada y sin vida, mirando al vacío.

Me alcé y toqué su pierna.

No respondió.

—¿Candy? —dije.

Bajó la mirada para verme. Su cara estaba inundada de lágrimas, destrozada.

—Lo siento, Joe —dijo débilmente—. Lo siento tanto…

Le tendí la mano. La tomó y se tiró al suelo junto a mí. Había sangre en su mano: era de una uña rota. Me lamí el dedo y la limpié.

Me miró.

—Te lastimaste —le dije.

Asintió y comenzó a llorar. La tomé en mis brazos, cerré los ojos y rogué por que cesara el dolor.

El resto del día fue tranquilo en comparación. Limpié la habitación y puse a Candy otra vez en la cama. Luego recorrí la cabaña recogiendo el tiradero que había hecho. Era difícil creer que mientras yo había estado sentado afuera, lamentándome, ella virtualmente hubiera destrozado el lugar entero. Había buscado por todas partes: en las habitaciones vacías, en la estancia, en el refrigerador, incluso en la estufa. Lo peor de todo, sin embargo, fue el baño. Casi lo destrozó. Debe de haber recordado que yo lo había revisado, y en su confusión lo interpretó como que ahí había drogas. O tal vez sí había escondido drogas ahí, pero no recordaba exactamente dónde…

Todo era posible…

Ahora empezaba a entenderlo.

Había oscurecido cuando terminé de limpiar. Tomé una linterna y salí a buscar más leña. Luego, encendí la hoguera e intenté descansar. Aún me dolía un poco el golpe bajo de Candy, pero había llegado a esa fase del cansancio en la que los sentidos se nublan y todo comienza a sentirse apagado: la luz, tu cuerpo, tu mente, el dolor…

Estaba demasiado cansado como para sentir dolor.

Me recosté en el sillón y llamé a Gina.

La llamada no salió: no había señal.

Tenía pereza de salir, de modo que sólo cerré el teléfono y me quedé ahí, ahogándome en el silencio.

No sé nada acerca de la heroína. No sé qué es ni cómo funciona o qué es lo que hace a tu mente y a tu cuerpo. No sé por que es adictiva, y no sé por qué te enfermas cuando dejas de tomarla. Lo que sí sé, sin embargo —lo aprendí aquella noche— es la fijación que tiene sobre el cuerpo. O tal vez es al revés: la fijación que un cuerpo tiene sobre la heroína. La necesidad… el deseo la exigencia…

La química.

Como he dicho, no la entiendo. Pero esa noche fui testigo de su labor.

De las seis de la tarde a la media noche, el alma de Candy gritó de todas las formas posibles: su temperatura osciló rabiosamente entre el frío y el calor, sus extremidades ardieron, sudó baba, le dolían los músculos, su estómago estaba anudado, le picaba la piel, sus ojos lloraban, la nariz le escurría, su cabeza pulsaba, olía mal, estornudaba con tanta violencia que yo pensaba que algo en ella iba a estallar. Y encima de eso, todo el tiempo soñaba despierta y había vómito y diarrea y una sed galopante…

Y todo por culpa de la química.

Candy era rehén de su cuerpo. Dame lo que quiero o te haré enfermar. Te haré daño. Te mataré. Te enloqueceré. ¡DAME LO QUE QUIERO!

Pero Candy no lo hizo.

O no pudo hacerlo.

No importa qué haya sido. Soportó: su cuerpo gritando, hora tras hora sin darle nunca un momento de descanso, hasta que estuvo tan exhausta que ni los gritos podían mantenerla despierta y cayó en un sueño de pesadillas.

También yo dormí. En el suelo. Soñando con canguros.

Lunes por la mañana, siete en punto: cuando me levanté, Candy estaba sentada en la orilla de la cama, fumando un cigarrillo. Las cortinas estaban abiertas y la luz de la mañana enmarcaba su rostro fantasmal. Era un retrato en gris: su complexión pálida, los cielos nublados, el humo del cigarrillo, la cama manchada de sudor… todo deslavado y triste.

Me senté y procuré relajar la tensión en mi cuello.

—Hola —dijo Candy girándose para verme.

—Hola —le dije—. ¿Cómo vas?

—No lo sé —respondió encogiéndose de hombros—. Igual, supongo… quizá un poco mejor.

—¿Todavía te duele?

—Todo —asintió.

—¿Cuándo crees que deje de hacerlo?

—No lo sé. Por lo general, lo peor pasa en un par de días, de modo que hoy, a alguna hora… espero. No creo que pueda pasar otra noche así —apagó su cigarrillo y se rascó la cabeza—. Dios, me siento tan sucia… todo está pegajoso y lleno de costras… esta cama apesta…

—¿Por qué no vas a lavarte? —le sugerí—. Te cambiaré la cama… Iré por sábanas limpias y todo —me levanté y me acerqué a ella—. Vamos, te echo una mano.

La ayudé a llegar al baño. Luego volví y cambié la cama. No fue agradable. Sábanas limpias, almohadas limpias, un cobertor limpio. Limpié un poco —pañuelos desechables, envolturas de chocolate, revistas—, y abrí la ventana para airear la habitación. Iba de salida para traer un poco de agua fresca cuando Candy regresaba del baño.

Estaba blanca como un fantasma.

—Dios —le dije corriendo hacia ella—. ¿Qué te pasa?

—¿Qué?

—Tu cara, tu piel…

—Ah —dijo tocándose la mejilla—. Lo siento… sólo es talco, No aguanto la sensación del agua sobre mi piel… me pica —tembló—. Es horrible. El talco me hace sentir un poco mejor.

La ayudé a volver a la cama. Luego intenté seguir adelante con la jornada.

Diez y media: había dos o tres mensajes más en la contesta dota de la casa: otros dos silenciosos, y uno de papá. Su mensaje decía así:

Gina, Joe… soy yo —nunca se refiere a sí mismo como papá cuando habla con nosotros; siempre es yo, u ocasionalmente su padre—… sólo llamo para que sepan que todo está bien. Escuchen, no olviden sacar la basura el miércoles, y si se aparece el limpiador de ventanas, no le paguen hasta que haya limpiado el invernadero. La última vez se le olvidó. Y Joe, ¿dónde de estás? Se supone que debías estar en casa, ¿recuerdas? Mira, no te estoy reclamando, y estoy seguro de que tendrás una razón perfectamente lógica para no estar ahí ahora, pero querré hablarte de ello más tarde esta semana, ¿de acuerdo? Bueno, me tengo que ir ya… los veo pronto… adiós.

Era extraño escuchar su voz: sonaba tan normal. Hablando de basureros y limpiadores de ventanas y ventanas del invernadero… Todo sonaba tan extraño. Y lo era, supongo. Aquella voz pertenecía a otro mundo.

Intenté llamar al celular de Gina, pero seguía apagado. Sabía que ella tenía que apagarlo cuando estaba en el hospital, de modo que no me preocupó gran cosa. Pero no había hablado con ella en un buen rato y habría estado bien compartirle algunas ideas.

Ahora que lo pienso, más que algunas.

«No importa —pensé—. Estará en casa esta noche. Entonces podrás llamarla».

Revisé mi directorio y seleccioné el número de Mike, pero todo lo que obtuve fue su correo de voz pidiendo que dejara un mensaje. No lo hice: no se me ocurrió nada qué decir.

Y eso fue todo.

No quedaba nadie a quién llamar.

Me senté en la veranda y contemplé las nubes.

Media hora después seguía ahí sentado. Entonces vi a alguien caminar por el sendero. La mera visión de otro ser humano —el movimiento, el color, la carne de un rostro— inyectó una dosis de adrenalina en mi cuerpo y un caudal de pánico en mi mente. «¿Quién? ¿Cómo? ¿Qué hago? ¿Corro? ¿Me escondo? ¿Grito? ¿Qué?».

Pero antes de ponerme de pie, entendí que no había nada qué temer. Era sólo un anciano solitario, recorriendo el camino lentamente. Cero miedo, cero preocupaciones, cero pánico. La adrenalina se asentó enfermizamente en mi estómago y comencé a respirar de nuevo.

Al acercarse el anciano, reconocí al señor Butt: el lugareño a quien mi padre pagaba para que cuidara de la cabaña. Y la adrenalina comenzó a agitarse de nuevo. Procuré calmarme: «No hay nada de qué preocuparse… Es tu cabaña… No necesitas su permiso para estar aquí». Pero no funcionó. De haber estado solo, no habría tenido nada de qué preocuparme, pero no lo estaba, ¿o sí? Estaba con Candy, y ella estaba en la cama…

Lo cual no hacía más fáciles las cosas.

El señor Butt estaba ya como a veinte metros de mí. No lo había visto durante un tiempo, y no estaba seguro de que me reconociera, de modo que me quité el gorro y me puse de pie para saludarlo. No sabría decir por qué pensé que eso ayudaría, pero de todas formas lo hice.

—Buenos días, señor Butt —le grite—. Soy sólo yo, Joe Beck.

Hizo una breve pausa, inclinándose hacia delante y entrecerrando los ojos hacia mí. Luego alzó la mano y caminó hacia la veranda. Creo que no se había cambiado de ropa desde la última vez que lo vi… y no podría decir con exactitud qué llevaba puesto. Una cosa café que parecía una chamarra, un capote café que podía haber sido un abrigo, un deforme sombrero café.

—¿Quién es?

—Joe Beck —le repetí—. El hijo del doctor Beck… Joe. ¿Me recuerda?

De nuevo, entrecerró los ojos.

—¿Joe…?

—El hermano de Gina… Solía venir aquí con mi mamá y con mi papá.

—¿Joe Beck?

—Correcto. Sólo vine por un par de días. ¿No le avisó papá?

—No que me acuerde… —se limpió la nariz y me escudriñó—. Entonces, ¿eres el joven Joe?

—Sí… estaré aquí un par de días. Exámenes… necesito trabajar un poco, ya sabe… para mis exámenes.

—Ah… correcto. Bien… —miró a su alrededor—. ¿Tienes leña suficiente?

—Bastante, gracias.

—Hay más ahí —señaló con la barbilla el cobertizo para la leña—. La corté después de la tormenta, hace un par de semanas. Debe estar casi seca.

—Sí, gracias.

—Sí, bien, pues… vaya… será mejor que regrese —miró por encima del hombro, pero no dio señales de marcharse. Creo que esperaba que le ofreciera una taza de té o algo así. Me quedé en silencio, esperando que entendiera. Me miró de nuevo, asintiendo vagamente con la cabeza, y me sentí seguro de que estaba por irse. Pero entonces escuché una voz detrás de mí…

—¿Joe?

Giré para ver a Candy en la entrada de la cabaña. Su cabello enredado, su piel enrojecida y su camisón al viento.

—¿Qué haces…? —comenzó a decir, pero entonces vio al señor Butt—. Oh —dijo, mientras sus ojos pasaban de él a mí—. Lo siento… yo no…

—El señor Butt —dije rápidamente—. El hombre del pueblo…

—Buenos días, Gina —dijo el señor Butt—. Te ves muy bien.

Di la vuelta y lo miré. Se había inclinado hacia delante y miraba a Candy, la cara rojiza arrugada en una sonrisa sin dientes. «Apenas puede ver —me percaté—. Cree que es Gina».

El señor Butt le dijo a Candy:

—Vas a necesitar más que ese vestido de verano el día de hoy, jovencita. Te vas a morir con eso.

Candy sonrió con torpeza y cruzó los brazos para cubrirse. No supe decir si estaba avergonzada o intimidada o simplemente inquieta… pero lo que fuera, era curiosamente atractivo. Por un momento no pude quitarle los ojos de encima. Luego me di cuenta de que me lanzaba cierta mirada —una mirada de deja-de-mirarme-y-deshazte-de-él, y me volví hacia el señor Butt.

El viejo aún miraba lascivamente a Candy.

—Bueno, gracias, señor Butt —le dije para llamar su atención—. Fue muy agradable verlo de nuevo. Lo siento si hubo alguna confusión… ya sabe… con la cabaña y eso.

—Sí —dijo.

—Probablemente nos vayamos antes del fin de semana.

—Ajá.

Lo saludé con la cabeza.

Me saludó de vuelta.

Esperé a que se moviera.

Se quedó ahí, asintiendo para sí durante un rato. Luego, con un saludo hacia Candy, se volvió y se fue sendero arriba. Lo miré hasta asegurarme de que no volvería. Luego me volví hacia Candy. Seguía parada con los brazos cruzados, pero ya no se veía inhibida. Sólo se veía congelada.

—Creo que le gustas —le dije.

El leve rastro de una sonrisa endulzó su rostro por un instante, pero luego el frío y el dolor se asentaron de nuevo y Candy encogió los hombros, se frotó los brazos y arrastró los pies de vuelta a la cabaña.

Me quedé ahí parado por un rato, contemplándola, imaginando su cara. «No fue una gran sonrisa —me dije—. Apenas fue algo parecido a una sonrisa… pero sucedió. No te la imaginaste. Ahí estaba…».

Ahí estaba.

Lunes por la tarde: Candy seguía bastante enferma. La mayor parte del tiempo lo pasaba en cama, pero según transcurría el día parecía más instalada en su enfermedad. Al menos ya no lloraba tanto. Sollozaba ocasionalmente y en cierto momento rompió en llanto y quedó en tal estado que por poco llamo a una ambulancia. Pero, aparte de eso, estuvo en calma casi todo el tiempo, sólo echada en la cama, medio dormida, medio mirando televisión… un poco sudorosa, un poco friolenta, un poco adolorida. Gradualmente comenzaba también a hablar un poco más. Aún no decía gran cosa, pero si estaba despierta cuando yo entraba para ver cómo estaba, por lo general lograba decir algunas palabras.

Gracias…

Sí, por favor…

¿Qué hora es?

En sí, aquello no significaba gran cosa, pero me hacía sentir bastante bien. De hecho, me hacían sentir fantástico. Sabía que no debía emocionarme demasiado, pues imaginaba que todavía quedaba mucho trecho por recorrer. Pero no podía evitar pensar que lo peor había pasado ya. Todo lo que teníamos que hacer ahora era mantener el control unos cuantos días…

Sólo unos cuantos días…

Y luego…

«Y luego, ¿qué? —me pregunté—. ¿Qué harás una vez que todo esto haya terminado? ¿Qué sucederá con Candy? ¿Adónde irá? ¿Y adónde irás tú? ¿De vuelta a tu antigua vida? ¿De regreso a como era todo antes? ¿De vuelta a Heystone? ¿De vuelta a la escuela? ¿De vuelta a tu habitación, a acostarte en el suelo?».

Deseaba no poder imaginarlo, pero sí podía: podía imaginarme en otra parte, recordando este momento, pensando en el aquí como en otra parte…

Y sentía ganas de llorar.

Cuatro de la tarde: estaba sentado frente a la chimenea, quemando cerillos ociosamente, cuando escuché la voz de Candy desde la entrada de la recámara.

—Ahí estás —dijo—. Pensé que me habías abandonado.

Cuando di la vuelta y la miré no pude evitar sonreír. Había tomado prestado uno de mis suéteres —uno viejo y zarrapastroso con mangas extra largas— y lo llevaba puesto sobre el camisón, junto con un par de calcetines que deben de haber sido al menos cuatro tallas demasiado grandes.

—¿Qué? —dijo mirándome—. ¿Qué pasa?

—Nada… sólo admiraba tu atuendo, es todo. Muy lindo.

—¿Tú crees? —sacudió las mangas del suéter y miró sus pies. Cuando alzó la pierna, la punta de su calcetín quedó en el piso. Le dio una rápida sacudida, luego bajó el pie y me sonrió.

—Eso me agotó —dijo.

Comencé a levantarme, pero me hizo una señal con la mano para que me quedara ahí y se acercó para reunirse conmigo frente a la hoguera. Su piel aún estaba pálida y se veía en verdad espectral, pero bajo la superficie podía ver cosas buenas: la luz en sus ojos, su manera de moverse, un atisbo de vida…

Gruñó un poco cuando se sentó en el piso. Extendí la mano para ayudarla. Sus dedos estaban fríos… pero no fríos a morir. La chispa volvía. La chispa de Candy: el matiz desconocido, el cosquilleo, el sentimiento interior…

—¿Todo bien? —le pregunté.

Asintió.

—Mucho mejor, gracias —cruzó las piernas y se puso cómo da—. No creo haberlo logrado aún… Quiero decir, aún me siento terrible, pero al menos no estoy trepando las paredes. Sólo me siento como si alguien me hubiera estado golpeando los últimos dos días.

—Sé lo que quieres decir —le dije frotándome el estomago.

Tardó un segundo en entenderlo. Luego sus ojos se abrieron al darse cuenta.

—Oh, Dios. Te pegué, ¿verdad?

—Algo así…

—¿Te pegué? No me acuerdo…

—Fue más bien como una rodilla bien colocada.

—Oh, no… —sus ojos miraron entre mis piernas—. No lo hice, ¿o sí?

—No pasa nada…

—Lo siento, Joe… No sabía lo que hacía…

—Ya lo sé —dije—. No importa… de verdad. Olvídalo.

Me miró, mitad compasiva, mitad regocijada.

—¿Te dolió?

—Nah —le dije sacudiendo la cabeza—. Soy más rudo de lo que parezco.

—¿De verdad? —sonrió.

—Sí… no hay muchas niñas que me puedan ganar en una pelea.

Rio en voz baja. No muy alto… sólo una risa suave, pero la sentí como una canción. Una canción realmente buena, la clase de canción que te hacer sentir extraño por dentro.

—¿Crees que puedas comer un poco de pan tostado? —le pregunté.

—Eso estaría muy bien —asintió.

De modo que tosté un poco de pan y hablamos un poco más y la canción seguía sonando. Era buena. Incluso cuando Candy comenzó a sentirse cansada y la ayudé a volver a la cama, todo se sentía muy bien. Ya no estaba cansada a morir… sólo tenía ganas de dormir. Estaba agotada. Cansada de charlar. Somnolienta.

—Gracias, Joe —me susurró mientras la tapaba con las cobijas.

—De nada.

Cuando alzó la cabeza de la almohada y me besó, sus labios rozaron los míos con el aliento cristalino de un copo de nieve.

Todo iba a estar bien.

Realmente lo creí.

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