Cama

Cama


CAMA » 65

Página 69 de 89

65

Me desperté mientras el perro me lamía la cara como si fuese un trozo de carne. Tenía unos ojos demasiado grandes para su cabeza, dos bolas de billar incrustadas en un melón. Horrible. Justo entonces entró Lou vestida con un pijama rosa; me traía un café humeante y tenía un aspecto sexy así, despeinada, madrugadora y desaliñada. Después de ducharnos, desayunamos abundantemente: Norma Bee nos ofreció un bufet variado a base de beicon, huevos, cebolla y patatas. Teníamos a nuestra disposición brillantes condimentos en tubos de pasta de distintos colores, como los utensilios para pintar de los niños. Había zumos interminables, cuencos helados de cítricos. Nada parecía agotarse. Una vez hartos nos encaminamos hacia el centro para hacer la compra, y yo aproveché la oportunidad para llamar a casa.

—Puedes usar mi teléfono —dijo Norma Bee.

Me había parecido que no hacerlo era una cortesía, pero no habría sabido explicar por qué.

El tono de llamada sonó extraño y alargado, nuevo. Respondió papá. Hablaba sin aliento, con ese jadeo quedo que nos recuerda la edad del interlocutor.

—Hola —empecé, y mi actitud era la del perro de Norma Bee después de que le regañasen por ladrar: la mirada clavada en el suelo, la colita moviéndose nerviosamente. —Hola —contestó él. No me regañaba. A veces se me olvidaba mi propia edad—. Me preguntaba cuándo llamarías. ¿Dónde estás?

—En Ohio. En el lugar desde donde nos enviaron la caravana.

—Vaya —dijo—, ¡caramba! Eso está lejos. Pensé que te referías a irte a la playa. —Le gustaba el hecho de que uno de nosotros al menos hubiese escapado, podía notarlo en su respiración—. ¿Con Lou?

—Sí.

—¿Sí? ¡Caray!

La cara se me encendió de un color escarlata, mi piel parecía la capa de un ilusionista, como pude comprobar por el reflejo del revestimiento metálico de la cabina. A través del cristal veía a Norma Bee y a Lou metiendo en el coche bolsas marrones y angulosas llenas de paquetes, envases de colores y marcas extrañas.

—¿Cuánto tiempo tenéis pensado quedaros?

—No lo sé. Serán solo unas vacaciones, pero ya veremos. Aquí se está bien. Nada de bullicio. Te gustaría, papá, ¿sabes?

—Probablemente... supongo que tienes razón —dijo con nostalgia.

Detecté un tañido de desconsuelo en sus palabras, la manera en que la envidia se deja oír en la voz de un padre.

—Bien hecho, hijo.

Me despedí cuando los pitidos del teléfono me avisaron de que se me había acabado el tiempo, y me quedé allí de pie dentro de la cabina como un neandertal congelado en un bloque de hielo.

—¿Ha pasado algo? —dijo Lou al subirme yo al coche.

—Nada —respondí.

El dinero de Lou, todo lo que su madre había dejado tras su paso por este mundo, se consumía lentamente en Ohio. Llevamos a cenar a Norma Bee. Al anochecer bebíamos su vino casero y cocinábamos grandes festines juntos. Cuando nos poníamos a hablar de Brian Bee o de Malcolm Ede, percibía claramente que tanto Lou como Norma habían perdido la misma parte de sus vidas. Muchas noches me quedaba echado hacia atrás en una silla con el perro acurrucado en mi regazo y las escuchaba darse sus terapéuticas réplicas y contrarréplicas, mientras acariciaba la cabeza peluda del chucho bruscamente, como le gustaba. A medida que esta situación se hacía habitual nos íbamos sintiendo más cómodos.

Encontré trabajo en una carnicería del pueblo. El propietario se quedó sorprendido de mi manejo de los cuchillos, del esmero con que podía deshuesar una vaca. Le hablé un poco de Ted el Rojo, pero nunca me preguntó demasiado; le prestaba más atención al baloncesto que retransmitían por la radio, repasaba de memoria los puntos álgidos en la crónica de sus partidos favoritos de toda la historia. Se dirigía a todo el mundo por sus iniciales y se suponía que yo debía llamarlo GDF, como todos hacían. Me dijo que aquellas letras respondían a un sinfín de cosas distintas. No llegué a saber cuáles eran ciertas.

Una noche, GDF me llevó a cenar a su casa para que conociese a su familia.

—Usted debe de ser la señora Ede —le preguntó a Lou.

Ella se colocó un mechón detrás de la oreja, arrugó la punta de la nariz y se rió.

—Debo de serlo.

GDF se dio una palmada en el muslo. Su esposa apareció entonces con las manos acolchadas por unos guantes de horno.

—¡Usted debe de ser la señora GDF! —dije.

Ella respondió afirmativamente. La señora GDF trabajaba en el banco del pueblo. Se puso a charlar con Lou mientras GDF y yo veíamos el baloncesto en televisión. El lunes siguiente Lou empezó a trabajar. Norma Bee nos había dicho que si de verdad estábamos a gusto, podíamos quedarnos tanto tiempo como quisiéramos.

—No queremos ser una molestia —titubeé.

—Me las he visto con hombres más grandes que tú —me respondió ella. Su risa colmó todos los rincones de la casa.

Transcurrieron semanas y meses, cada hora más lenta que la anterior, pero cada conmemoración periódica venía envuelta en lo que parecía una frecuencia que no paraba de intensificarse. Lou y yo nos fuimos conociendo mejor, me sentía más próximo a ella, nos sentíamos satisfechos juntos. Nuestras costumbres y maneras congeniaban; me convertí en el jardinero que riega una semilla plantada mucho tiempo atrás y ahora la ve despuntar por encima de la superficie de la tierra. Nos volvimos tan íntimos que Norma Bee nos pidió que posásemos juntos para ella, a lo que accedimos. Desde entonces, por las noches, nos estudiaba en la galería tras su caballete. Los pájaros revoloteaban en el jardín cada vez que lanzaba al cielo oscuro una de sus carcajadas que rebotaban contra la luna. Lou comentó que le hacía recordar los dibujos de su padre.

Una mañana, Norma Bee estaba ante su lienzo, dando pinceladas, puliendo los contornos y dándole color, cuando, al levantarme de la cama, me dijo: «Vamos, tenéis el desayuno listo». Cuando llegó a la mesa Lou se encontró con el vaso de zumo de naranja con pulpa, como a ella le gustaba, que yo le había preparado. Se puso a mi lado y yo deseé con todas mis fuerzas que el recuerdo de Mal se le escapase por los poros y fuese absorbido por la tierra. Nos dejábamos mecer por una nueva inercia, agradable y estática. Temía el momento de despertarnos, que ella no pudiese volver a dormirse. Yo no tendría ese problema.

Ir a la siguiente página

Report Page