Cama

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Cuando duerme, suena como un cerdo hozando un montón de hollín en busca de trufas. No puede decirse que sea exactamente un ronquido, más bien se trata de un estertor. Por lo demás, es un amanecer silencioso; es la mañana del Día Siete Mil Cuatrocientos Ochenta y Tres, según el contador instalado en la pared.

Esta calma solo se ve alterada por el ruido de un cuervo al estrellarse contra la puerta del patio. El tremendo estrépito no consigue despertar a Mal, de cuyo pecho continúan brotando poderosos bramidos que resuenan en mis oídos como la conversación de sonar entre un delfín y un submarino.

Mal pesa casi seiscientos cuarenta kilos, o eso aventuran algunos. Eso es mucho, es más de media tonelada. Su apariencia es la de esas ballenas que habréis visto en fotografías, reventadas después de quedar varadas en la playa, desgarradas por la dilatación de gases internos, la espesa capa de grasa alfombrando la arena. Ha ido creciendo e inflándose a todo lo ancho de su camastro, formado por dos colchones de matrimonio y uno individual. Su masa se ha extendido tanto desde el centro de su esqueleto que parece un enorme edredón de carne. Le ha costado veinte años alcanzar tal envergadura. Un bloque de carne picada del tamaño de una camioneta embutida en un par de medias baratas, con capilares rotos aquí y allá. La grasa ha conquistado las uñas de sus manos y de sus pies, sus pezones se han estirado hasta adquirir el tamaño de la palma de la mano de una mujer, y únicamente un elemento dotado de la tenacidad de una miga de bizcocho se atrevería a navegar entre los pliegues de su barriga. Ahora mismo debe de haber espacio ahí para alojar dos pastelillos como mínimo. A lo largo de veinte años, Mal ha llegado a convertirse en un planeta con sus propios territorios pendientes de cartografiar. Nosotros —Lou, mamá, papá y yo— somos sus lunas, estamos atrapados en su órbita.

Echado en la cama de al lado, oigo los espantosos bocinazos que ensayan sus pulmones en el supremo esfuerzo de perder un poco de aire a través de su boca. Un soniquete monótono y constante, como si me hubiesen taponado las orejas con pan mojado. Su pecho provoca un movimiento sísmico por toda la habitación cada vez que se alza. El oleaje de sus michelines desplaza ondas a lo largo del charco que es ahora su cuerpo. Yo surfeo sobre ellas —no tengo otra cosa que hacer aparte de contemplar el carnal expandirse de Mal, el enorme ataúd llagado en el que se ha quedado encerrado mi hermano— y me llevan hasta el jardín, donde observo al pájaro que se ha estampado contra el cristal. Quizá vio a Mal mientras volaba y lo confundió con una gigantesca golosina.

Veinte años en cama. La muerte de Mal es lo único que puede salvar a esta familia, porque su vida es lo que la ha destruido. Y aquí me encuentro, al cabo, compartiendo cuarto con él. La misma habitación en la que todo comenzó. O al menos parte de ella.

Papá me dijo en una ocasión: «Amar a alguien es verlo morir».

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