Cama

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El espectáculo visual que supone el baño de Mal hace que el estómago amenace con salírseme por el esófago. Parece un enorme monstruo marino que han cazado y expuesto en un museo Victoriano de lo grotesco.

Mamá abre la puerta empujándola con un pie mientras sostiene con cuidado un cuenco de agua jabonosa que oscila salpicando de lado a lado los bordes y que, de vez en cuando, se aventura a saltar afuera en forma de grandes lagrimones de libertad. Se le ha añadido una loción especial antiséptica y huele a limpio. Deja el cacharro en el suelo y se entrega a su tarea metódicamente. La vigilo desde la butaca situada en una esquina del dormitorio. Comienza por la cara, frotando la toalla húmeda por su frente y sus mejillas. El resopla como si estuviese tragando polvo, resuella, y toda la fuerza se le va en eso. Ella introduce una mano debajo de su pecho izquierdo, que cuelga como una bandera, y lo levanta lentamente como si fuese una roca en el jardín de la que pudieran empezar a salir arañas, lo que tampoco me sorprendería. Debajo de este pliegue la piel es pálida e impersonal, como una institución, festoneada de estrías y costras, privada de la luz del sol y de todo rastro de vida. Mamá fricciona con ternura esta zona con una esponja empapada. Tiene una mirada fría y agotada.

Ahora, el otro pecho colosal. Hecho. Las axilas. Hecho.

A continuación, aguanta las mollas de uno de los brazos de Mal y efectúa un movimiento de barrido con una mano ahuecada para recoger las pelusas (reúne las suficientes como para tejerle una bufanda a una muñeca). Deja sus aparejos un momento y mete con dificultad un brazo bajo el anillo carnoso de grasa que divide las cuatro secciones de la enorme barriga, y rocía de tibia agua espumosa los nuevos pliegues recién expuestos. Y luego sigue hacia abajo. Mal cierra los ojos. Mamá se aproxima a su entrepierna, empuja la mano abierta abriéndose paso en esa región jaspeada, la masajea recolocándola mientras la carne se cierra alrededor de su muñeca como las fauces gomosas de un manatí; acerca una toalla a las partes pudendas de Mal, unas ampollas purulentas que él jamás ha llegado a ver.

Continúa con su espalda lo mejor que puede, con las partes rozadas de sus piernas, los bordes de las nalgas, que sobresalen como bloques de carne de cerdo almacenados y dejan las sábanas empapadas con el sudor de un gran peso que impide que escape el calor interno. Al pasarle un trapo húmedo por la cara una vez más antes de afeitarlo, sus papadas dejan salir una burbuja de aire con un sonido desgarrado. Es un ruido que nunca deja de sorprendernos. Después de aplicar espuma bajo sus mejillas, pasa con cuidado la cuchilla. Como su piel está sometida a bastante tensión, se ha vuelto fina y delicada, así que es difícil no cortarle. De vez en cuando veo hundirse en la jarra en la que enjuaga la maquinilla un tirabuzón de sangre de color rojo oscuro mezclándose con la espuma como un cadáver en la nieve.

Aparto la mirada cuando le empieza a cortar las uñas de los pies, y lo mismo cuando se pone a vaciarle la bolsa.

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