Cama

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Un brutal golpe contra la puerta de la entrada me sacó de un sueño que olvidé al instante. Se me había quedado una pluma pegada en los secos y soñolientos labios, y al quitármela para hablar se llevó consigo un trocito de piel.

—Mal. Mal.

—¿Qué?

—La puerta.

Me di cuenta de que Mal no estaba ni despierto ni dormido. Era un confuso gargarismo personificado.

—¿Qué?

—La puerta —repetí.

Entonces se oyeron más golpes, un puño cerrado golpeando contra la madera hacía balancearse ruidosamente la boca metálica del buzón.

—¡La puerta, Mal! —grité entre dientes, a sabiendas de que quienquiera que esperase al otro lado, no venía a visitarme a mí.

El sacó una pierna de la cama, y después la otra; mientras bostezaba agarró su edredón y se lo puso bajo los brazos como un mantón acolchado, saliendo de la habitación hacia la entrada sin otra vestimenta.

Escuché la voz de Lou y me puse a rebuscar penosamente unos pantalones en la oscuridad. Las perneras estaban vueltas del revés y se habían hecho un nudo; me apresuré a meter los pies, la circulación de la sangre a través de mis arterias entorpecida por grumos de grasa. El sonido de sus pasos se acercaba. Me abotoné los pantalones en un alarde de ridícula coordinación justo cuando entraban los dos. Mal la abrazaba por los hombros, como si la estuviese recomponiendo, y ella lloraba. Su delgado cuello reposaba sobre aquel brazo grande y fuerte. Parecía que la estuviera sacando, aturdida, de en medio de un accidente de carretera, si no fuese porque iba desnudo y arrastraba con el pie derecho su ropa de cama por la moqueta. Lou no se daba cuenta de nada de esto, se sostenía la cara con las dos manos como sostendría un libro. Me doblé sobre mí mismo y arqueé la espalda: me empequeñecí. Me esforcé en fundirme con las sombras que se habían formado en la esquina del cuarto a consecuencia de la refracción de la luz de la luna que atravesaba la ventana y las cortinas.

—Siéntate —le dijo Mal. Lou se dejó caer en el borde de la cama. El la envolvió con su presencia—. Dime qué ha pasado.

Ella balbuceó, la voz se atascaba en el fondo de su garganta. Lentamente, se la aclaró, se repuso un poco y comenzó a explicar qué le había traído hasta allí en mitad de la noche.

—Mamá se ha marchado. Lo ha abandonado.

Mal me había hablado alguna vez de la madre de Lou. Se refirió a ella como alguien egoísta, arrogante y agresivo, y cuando el padre venía a recogerla era bastante obvio que era a él a quien Lou recurría en caso de que hubiera algún problema y no a ella. Y, por lo visto, ahora prefería a Mal por encima de ninguno de los dos. Mal le frotaba un hombro, cabía perfectamente en la palma de su mano. Después de un par de inspiraciones profundas Lou habló de nuevo, y yo fui consciente de que estaba escuchando el desenlace de algo inevitable y largamente postergado.

—Anoche, al poco de marcharte, se lo dijo. Así, sin más. Entro al salón y se lo dijo. Que se iba. Que lo dejaba, le dijo. Que llevaba años viéndose con otro. Con ese hombre, el de la inmobiliaria, el agente inmobiliario; ese que sale en las vallas publicitarias. Ese. Por eso nunca estaba en casa. Y por eso había dejado de quererlo, porque él se limitaba a quedarse día tras día sentado viendo la televisión. Le dijo que ni siquiera recordaba la última vez que se habían dirigido la palabra. Y luego se fue. Se marchó.

Los hombros de Lou temblaban como si su columna vertebral se viera afectada por el retroceso de una escopeta al dispararse. Me encogí todavía más en mi cama mientras seguía escuchando.

—¿Y qué hizo él? —preguntó Mal.

—Nada. No hizo nada. Ni se inmutó. No se movió ni dejó oír su voz. Ni siquiera habló. Sencillamente se quedó ahí sentado como una cáscara vacía. Como un fantasma.

Sus labios temblaron al contener un sollozo y un silencio apareció allí donde hubiéramos esperado un gemido.

—Pero no es culpa suya, ella lo ha convertido en lo que es. Lo ha desgraciado. Se pasa el día sentado porque no sabe qué otra cosa hacer.

Mal masajeaba el fino músculo del antebrazo de ella entre sus manos, arriba y abajo y arriba y abajo, como si estuviera izando una bandera. Lou se recreó en la caricia como un gato con la espalda arqueada contra una pierna amiga. Lloró aún más y sus palabras sonaban aguadas.

—El la amaba. Es como si lo hubiese matado y dejado con vida al mismo tiempo. No estaba nunca en casa, siempre estaba fuera. Con él. Y papá lo sabía, todo este tiempo lo ha sabido.

Siguió un silencio únicamente interrumpido por sus leves hipidos.

—La mujer a la que había entregado su vida y a la que nunca abandonó porque estaba convencido de que lo quería. Una devoción absoluta y, a cambio, ella lo destruye poco a poco. ¿Te lo puedes creer?

Una vez Mal me dijo que Lou se parecía a su padre. Jamás a su madre.

—Intenté abrazarlo, pero no se movía. No estaba allí, realmente. Ahora no volverá a estar nunca.

Acurrucó su cabeza contra el cuello de Mal y él la acogió entre sus brazos. Parecía que hubiese crecido a su alrededor como una hiedra, como aquello que ella necesitaba en aquel preciso instante.

Me tapé con el edredón hasta arriba y estuve dándole vueltas a lo que había oído hasta que noté que dormían. Pobre hombre.

Por la mañana, ninguno de los dos se había movido.

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