California

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2. Sin cabeza

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—¿Francesc? —le preguntó el presidente.

—Sobre lo del préstamo, no tengo ningún criterio —dijo Blanc—. La reducción de jornada nos supondría en el departamento algún trastorno, porque Peralba es un buen profesional y está siempre hasta arriba de trabajo. Pero si tiene derecho, tiene derecho.

—No lo tiene —dijo Castilla.

Mamarracha.

Todos los miembros del Comité estaban hojeando el informe sobre Peralba. Ni el dictamen del asesor jurídico ni el del propio Castilla se referían con claridad a Ignacio, a la relación que César y él mantenían. Decían solo que «las circunstancias personales del solicitante no se corresponden con lo que establece el artículo invocado del convenio». Esos dictámenes los conservo todavía.

—Y si no tiene derecho, ¿por qué lo ha pedido? —preguntó el presidente.

—Él cree que lo tiene —dijo Castilla.

Perra.

—¿Y en qué consiste la discrepancia entre lo que él cree y lo que cree usted, Castilla?

Javier Abad hablaba a todo el mundo de usted, incluso a Patricio. La verdad es que él iba por la vida muy gretagarbo, altiva y misteriosa; solo confundía un poco el bigote. A enigmática, en cualquier caso, no le ganaba nadie. De hecho, yo cada vez estaba menos seguro de que no supiese nada de la solicitud de César, quizás solo estaba merodeando alrededor del tartamudeo mental del director de Recursos Humanos con el único fin de mortificarlo un poco.

—No es solo lo que yo creo, presidente —dijo Castilla—. Nuestro asesor jurídico opina lo mismo.

Lagarta.

—Ya veo. —Javier Abad parecía encantado con el carácter parsimonioso y serpeante de la conversación—. ¿Y qué fue primero, el informe del asesor jurídico o su opinión, Castilla?

—El texto del convenio es muy claro, presidente —dijo Castilla.

Bitch. Lobaburra.

—Bien. ¿A qué se refieren ustedes cuando dicen que las circunstancias personales del solicitante no se corresponden con lo que establece el artículo invocado del convenio?

Lo preguntó sin bajar la mirada, se sabía la frase de memoria. Por regla general, Javier Abad desdeñaba la letra pequeña de las reuniones, como él llamaba a los asuntos de régimen interno, pero era evidente que aquello le había intrigado y estaba dispuesto a distraerse un poco.

—El trabajador pide la reducción de jornada y el crédito para poder ocuparse, por razones de enfermedad grave, de una persona que no es su cónyuge, ni sus padres, ni sus hijos —dijo Castilla.

Buitre.

—Vaya —dijo el presidente, y no se preocupó lo más mínimo por resultar convincente al mostrarse desconcertado—. ¿Y qué es? ¿Su ama de llaves?

A esas alturas, ya nadie se preocupaba, ni siquiera Castilla, por reprimir una sonrisa frivolona. Así reventaran todos igual que piñatas llenas de cochambrería, como habría dicho Chuchi. Ignacio se extraviaba dolorosamente por las oquedades de su memoria, y César ponía toda su vida en juego con el único fin de acompañarle y socorrerle en aquella atroz caminata por ninguna parte, y allí estaban aquellos dos, jugueteando el uno con el otro como peleles desafiándose a hacer virguerías pamplineras frente al hoyo nosécuántos de un campo de golf, a costa de tanta desolación y tanto desamparo.

—Perdone, presidente —dije—. No es para tomárselo a broma. Puedo explicárselo.

—Tranquilo, Carlos —dijo Patricio—. Es Ramón el que tiene que informarnos.

—El director general quiere decir, hijo —Javier Abad no parecía en absoluto molesto por mi intervención—, que debemos respetar todos el territorio de los demás y no meter mano en cosecha ajena. Has querido decirle eso, ¿verdad, Patricio?

¿Por qué tenía que llamarme «hijo» aquel cretino que parecía medio cosido con pespuntes? Si trataba de echarle un poco de confitura a la advertencia de que no me metiera en camisa de once varas, haberme llamado directamente «muñeca», como le habría aconsejado Anselmo.

—Desde luego, presidente. —Patricio intentaba sugerir, con su sonrisa de mofeta traicionera, que penetraba en el humor emboscado y sutil del presidente mejor que nadie—. Pero no todos sabemos decir las cosas con tanto refinamiento.

¿Y por qué no se la chupas también un poco, lameculos de mierda?

—De todas maneras —dijo el presidente—, Castilla me debe una respuesta. ¿Quién es esa persona, Castilla?

—Su compañero —dijo Castilla.

Antigua.

—¿Quiere decir su compañero de piso? ¿Su compañero de mesa? ¿Su compañero de clases nocturnas de inglés o de excursiones domingueras?

Carmen Otero, la directora de Servicios Administrativos, arrugó un poco el entrecejo, sin levantar la vista de los papeles, y de pronto me miró y comprendí que acababa de imaginar la verdad.

—Su compañero sentimental —dijo Castilla.

Rancia.

—Coño —dijo Jesús Fernández—. Maricones infiltrados.

Al director del Departamento Financiero le hizo una gracia tremenda la zafiedad del director de Ventas y se puso a expulsar ventosidades chirriantes por la boca. Aquello no era risa, aquello era que la garganta se le estaba haciendo papilla, con pus y todo, a la gordikova de los mofletes como aguavivas blandurrias.

—No tiene ninguna gracia —dije, procurando mantener la tranquilidad—. Y este sí que es mi territorio, presidente.

—Vale, vale, Carlos, no te pongas así —dijo Patricio—. Solo era una broma, Jesús no lo ha dicho con mala intención. Parece mentira que todavía no le conozcas.

A ti lo que te pasa es que te gustaría que nuestro macizo director de Ventas te pusiera mirando a Salamanca, que Anselmo y yo te tenemos caladísima, directora generala, y si el director de Ventas te saca un ojo con un bolígrafo, seguirás diciendo que es un noble bruto, eso sí, con un rabo que no cabe en el túnel del Canal de la Mancha, ¿verdad, bonita? Anda, mujer, que solo te falta condecorarle la bragueta.

—Es que ya no puede uno estar tranquilo en ninguna parte —dijo la gordikova con el hilito de voz que le había quedado, después de expulsar las cuerdas vocales, convertidas en lombrices del tamaño de un dedo—. El día menos pensado habrá que entrar en Anaheim con el culo pegado a la pared.

—Qué nivel —murmuré.

Pero ¿quién se habría creído que era aquella cerda desvencijada? ¿A quién le podía interesar su culo fofo y maloliente? ¿Por qué eran siempre los fulanos más feos y más repulsivos los que se creían en la obligación de dar la voz de alarma contra los maricones y de suponer a voz en grito que no habrá un solo marica que no se lo quiera beneficiar?

—Pues con la prisa con la que yo voy siempre —dijo Fernández—, sin tiempo ni para rascarme la nariz, así que no te digo para pararme a poner el culo contra la pared, me iban a dejar el pandero como un colador.

El hijo de puta, ¿por qué tenía que estar tan bueno? A él, ni Anselmo ni yo podríamos decirle que nadie le iba a poner la vista y todo lo demás encima. En el cuarto oscuro del Hot, así, de entrada, los chasers —los cazadores de osos y los devotos de los leñadores— lo iban a dejar para el arrastre. Patricio, que siempre sentaba al director de Ventas a su lado, le dio un golpe la mar de campechano en el hombro. Javier Abad dijo con suavidad cardenalicia:

—Ya basta, no tenemos toda la tarde.

A la madre abadesa no le importaban las cuchufletas grimosas a costa de los maricones, solo le importaba el tiempo.

—Presidente, si me permite… —dijo Ana, la directora de Marketing, en medio de todo un despliegue de coquetería profesional. La madre abadesa la obsequió con su venia y con una sonrisa encantadora, como si estuviéramos en la isla de Lesbos—. Deduzco que la letra del convenio no permite que ese chico se beneficie de la reducción de jornada y del crédito especial solo porque su pareja es otro chico.

Una lástima. Bien enfocado el asunto, podríamos quedar como los ángeles ante los medios.

Buitra.

El presidente se quedó pensativo durante unos segundos.

—¿Qué le pasa al compañero sentimental de ese chico, Castilla? —preguntó—. ¿Tiene sida?

Para mi bochorno, eso no iba a reprochárselo. Lo mismo había pensado yo la primera vez. Porque las dos sois, en el fondo, pensé, tal para cual, unas leidiestrechas de cerebro mugriento, como diría Chuchi, unas mastuerzas petardas de piñón fijo, como habría dicho Anselmo.

—No, presidente —dijo Castilla—. Tiene alzheimer.

La palabra pareció aplastarlo todo de golpe. Se quedaron todos tan callados, tan estupefactos, que cualquiera diría que nos habíamos trasladado de repente a otra habitación y que alrededor de la mesa solo quedaban, a punto de desvanecerse, nuestras imágenes pegadas durante unos segundos en el aire.

—¿Ha dicho alzheimer? —preguntó Javier Abad, y era como si estuviese confesando a Castilla con la morbosa delicadeza de un párroco lujurioso. Solo le faltó preguntar: «¿Cuántas veces, hijo?».

Castilla dijo que sí con un movimiento apesadumbrado de cabeza.

—¿Pero qué edad tiene el compañero sentimental de… César Peralba Rendón? —Javier Abad tuvo que consultar en los papeles el nombre del insólito empleado, como si todo lo que se sabía de memoria se le hubiera olvidado de repente a causa de la impresión.

—Más de setenta años —dijo Castilla—. No sé exactamente cuántos más. Más de setenta.

Pajarraca nazi.

—Qué fuerte —dijo Ana. Seguramente se le acababan de fundir todas las ideas sobre una bonita campaña de contenido humano, basada en la imagen de dos chicos guapos y modernitos, y abusando de la generosidad sin discriminaciones de Anaheim para con sus empleados homosexuales.

—Con lo inteligente que es usted, Ana —le dijo Abad—, seguro que ha comprendido la intención de mi pregunta. Contemplando el asunto bajo un prisma publicitario, no sé si estamos preparados para sacarle rentabilidad a un alzheimer.

Se me revolvió el estómago.

—Es usted un lince, presidente —dijo Ana, y sacó los morritos en señal de resignada y coquetísima rendición. La madre abadesa sonreía sin apartar la mirada de la directora de Marketing. De ahí a que las dos terminaran haciendo la tijera había solo un paso. En el gigantesco y elegante despacho del presidente de Anaheim España solo faltaba Ronnie dando instrucciones a aquellas dos pájaras calentorras, como si estuviéramos en la suite del Winners Circle Lodge de Del Mar.

—El asunto parece claro —dijo Patricio—. La asesoría jurídica nos recomienda atenernos estrictamente a lo que el convenio dice. Seguramente, la situación de este chico y de su… compañero sentimental es muy penosa. Quizás se puede encontrar otro modo de ayudarles. Siempre que no se establezca un precedente peligroso.

Si se la chupases por fin al director de Ventas, a lo mejor solo se te ponía duro el espagueti y se te ablandaba un poco el corazón, mala pécora.

—Se ha cerrado en banda —dijo Castilla—. No quiere otra ayuda.

—Solo quiere lo mismo que se le daría a cualquier otro empleado en las mismas circunstancias —dije, y Patricio me riñó con la mirada por seguir metiendo la hoz en trigal ajeno, según la metáfora refinada que el presidente había usado momentos antes.

—Yo opino —dijo Carmen Otero, la directora de Servicios Administrativos, que jamás decía «yo creo» o «yo pienso» en horas de trabajo— que hay otro factor que conviene considerar.

Se detuvo, como pidiendo autorización para seguir expresando sus opiniones. Hablaba como lo hacía siempre en los Comités de Dirección, manteniendo fija la mirada en algún punto sobre la mesa, un par de cuartas más allá de donde tenía sus papeles.

—Adelante, Carmen —dijo la madre abadesa, con ese plus de cordialidad que se reserva para las hijas más tímidas o desconfiadas.

—Si este Gobierno cumple lo prometido en su programa electoral —dijo—, dentro de unos meses tendremos en este país el matrimonio homosexual. —A pesar de la seriedad casi arisca con la que Carmen estaba hablando, aquella sonrisita de vieja bruja no se borraba de las caras de Patricio y de la gordikova, y solo me reconfortaba un poco la expresión de sincero estupor del director de Ventas, como si jamás se le hubiera pasado por la cabeza que alguna vez tuviera que contribuir con veinte o treinta euros al regalo de boda de un empleado de Anaheim que se casaba con un señor, o de una empleada que se casaba con una señora—. Lo que ahora no encaja en el convenio, encajará perfectamente dentro de nada. En este caso, no se estaría creando un precedente peligroso para situaciones que se volverían a repetir con las mismas coordenadas extrarreglamentarias. Solo estaríamos adelantando un poco lo inevitable, y eso, bien mirado, es una manera de ser justos.

Guapa, le habría dicho Anselmo, un poquito más de pasión, por favor, que por eso no se hernia nadie. El problema de Carmen era su extrema frialdad a la hora de abordar asuntos laborales. Había hecho un planteamiento inteligente, había intentado soslayar los argumentos legalistas contrarios a la solicitud de César, había invocado a la justicia como brújula por la que se debería guiar siempre aquel dichoso Comité de Dirección, pero no era capaz de contagiar un poco de fe en sus convicciones, no sabía o no quería convertir su sensatez en algo ni lejanamente parecido a la solidaridad, como si la solidaridad estuviese fuera de lugar en cualquier empresa, obediente nada más que a la cuenta de resultados. Chuchi habría dicho que la güerita necesitaba un buen yob en la boila, pero no era un problema de calentamiento, no era cosa de foguearle la caldera, era una cuestión de desalmada honestidad profesional.

—Entonces —dijo la madre abadesa—, a lo mejor el empleado no tiene inconveniente en volver a presentar su solicitud dentro de unos meses, cuando la palabra «cónyuge» que figura en el convenio pueda aplicarse también a su… venerable compañero sentimental.

Parecía disfrutar mucho con aquello la grandísima abadesa.

Me puse a dar cabezadas de desesperación, y Patricio me advertía con la mirada que me estuviese calladito.

—Imagino —dijo Carmen, después de mirarme fugazmente— que el chico no puede esperar. Nosotros sí podríamos adelantar un poco el cumplimiento de nuestras obligaciones establecidas en el convenio.

No pude contenerme más. Le pedí a Javier Abad que me permitiese explicar, por favor, la situación de ese muchacho, que no iba a hacerles perder la tarde entera, le dije que aquel chico había gastado todos sus ahorros en pagar a alguien que estuviera con su… —dudé un momento qué palabra emplear— pareja durante sus horas de trabajo, incluidas desde luego las horas extraordinarias que no tenía más remedio que hacer muchas veces, como sabía muy bien Francesc —el director del Departamento de Diseño hizo un gesto afirmativo que quizás significase que estaba poniéndose del lado de César—, y que ya solo contaba con su sueldo, y no quería dejar a su pareja, al hombre al que quiere, coño, en una residencia o en un centro de día, no mientras él pudiera evitarlo, como haría cualquiera de nosotros, como haría cualquiera de vosotros, y cualquiera de vosotros exigiría lo mismo que él está exigiendo, con el mismo derecho que cualquiera, porque él no tiene ninguna culpa de que las cosas sean todavía como son, que quizás no puedan cambiar nunca, dado el deterioro mental de Ignacio —inmediatamente me arrepentí de haber dicho aquello—, aunque a lo mejor sí, a lo mejor puede serlo dentro de unos meses, como ha dicho Carmen, así que Carmen tiene razón, no es un precedente peligroso, será una obligación por convenio dentro de nada, y ni siquiera hacía falta que fueran compasivos —Patricio se puso a hacer aspavientos de protesta, la muy merylestrip, como si yo acabara de acusarle de no tener corazón, lo cual era absolutamente cierto—, ni siquiera tenían que vulnerar sus principios siempre a favor de la estricta legalidad, por favor, aquel chico estaba al límite de sus fuerzas, y si no se le ayudaba podía hacer una locura en cualquier momento.

La abadesa me rogó con un gesto arzobispal que me serenase y me dio a entender que ya había hablado suficiente, por mucha voz que yo tuviera en aquel Comité.

—No hace falta que nos presione con truculencias, Carlos —dijo.

Otro gallo cantaría si alguien te presionara, señora abadesa, con un butt plug —esos cacharritos de función anal—, con un buen dildo, con un juego de bolas chinas, con un oral delight gel, con un látigo de cuero y unas esposas para una buena sesión de bondage. Eso es lo que su eminencia necesita, un buen kit para follar duro.

Pedro Díaz-Tous, el director financiero, muy formal de repente, dijo que en su opinión lo recomendable era esperar un poco, someterlo otra vez a la consideración de la asesoría jurídica, buscar algún informe sindical, proponer alternativas, hacer incluso una consulta en Trabajo. Pero, por esperar, hasta que el desastre ya no tuvo remedio, que alguien le endosara un buen spanking, una buena paliza sabrosota en aquel culo que ya parecía estar buscando sitio para pegarse a la pared, por culpa de tanta espera y tanta indecisión, nuestro director financiero se había quedado como se había quedado, como un globo medio desinflado y medio desteñido, y lo que tenía que hacer era tirarse de cabeza al hard sex con un par de mastodontes que le hicieran saber de una vez por todas lo que era sufrir, y a ver si así se desparramaba de gusto, en lugar de tener que hacerlo martirizando a un pobre muchacho cuyo único delito era querer a un señor mayor y, encima, enfermo y pobre. Y Ana, la directora de Marketing, que, a pesar del ojo de lince del presidente, seguía dándole vueltas a cómo rentabilizar el alzheimer en una campaña publicitaria, lo que tenía que hacer era agenciarse un cinturón tachonado, unas muñequeras, unas botas de cuero hasta las ingles, unos guantes de cuero hasta los sobacos, un top de cuerpo con enormes orificios que le dejasen las tetas al aire, una máscara de gas, que siempre queda morbosota en una tía, y un látigo como el de Indiana Jones para emprenderla a zurriagazos con aquella recua de esclavos que se estaban muriendo de ganas de someterse sin rechistar a todos sus caprichos. Así que, mientras ellos debatían conspicuamente, obscenamente, sobre cómo alargar todo lo posible el sufrimiento de César, la agonía de César, yo le dije para mis adentros a Jesús Fernández, el director de Ventas: tú prepárate también a echar el resto, que tienes una pinta de top que tira de espaldas, eres más activo que Jeff Stryker, y eso que Jeff acabó haciendo el 69, así que todo se andará, pero de momento no vas a tener más remedio que dar buena cuenta de esta patulea de bottoms que todavía no se han enterado de lo que es un hombre, tú relájate, y ahora que venga Patricio, míralo, en cualquier momento se pone a babearte en la portañuela, en cuanto acabe con la lección que está dando de derecho laboral de andar por casa se coloca a cuatro patas y hala, a bombearlo, chico, tú hazme caso, tú déjate guiar, tú hazte a la idea de que yo soy Tom Montgomery, que hoy hacemos la película ganadora del Oscar del año que viene, eso sí, hardcore a más no poder, ahora es lo que se lleva, como entonces, como en julio del 74, mira cómo Pandani, tan risueño siempre, venga o no a cuento, no tiene ningún reparo en hacer una tortilla con Blanc, los dos tan pacíficos, tan dulces, tan animados, tan excitados, tan hambrientos, tan insaciables, déjame que voy a acercar bien la cámara, como hacía Ronnie, mientras Ramón Castilla se flagela con un látigo de siete cabezas hasta derramarse viva, amordazada para que no se oigan hasta en Washington sus alaridos de placer, que después de esto se le van a quitar las ganas de machacar al pobre Peralba, en cuanto comprenda que se le saca más gusto a una buena penitencia en plan bricolaje, él se lo guisa y él se lo come, porque la verdad es que con esa cara y con ese cuerpo no lo quiere como esclavo ni el más degenerado o pordiosero de los masters, ni el amo más casposo, qué peliculón…

Podría haber seguido hasta Año Nuevo de pura furia, para no echarme a llorar.

Javier Abad, presidente de Anaheim España, dio por terminada la discusión. No tenían toda la tarde para salvar a un marica tan raro y al viejales con la cabeza perdida que se había echado de amante.

—Habría sido mucho mejor llegar a un consenso —dijo con su proverbial talante bondadoso y amigo siempre del respeto y la concordia—, pero dado que hay alguna discrepancia, creo que lo mejor es votar. Podemos hacerlo a mano alzada, si no les importa.

No les importaba.

Solo Carmen votó a favor de conceder a César Peralba Rendón lo que solicitaba. La madre abadesa se abstuvo.

—No puedo seguir aquí, lo siento —dije, y me levanté mientras recogía mis papeles.

—Carlos, no puedes hacer eso, no ha terminado la reunión, no… —La voz de Patricio se fue perdiendo conforme yo me alejaba de la mesa de reuniones y salía del despacho del presidente.

No sé por qué fui a encerrarme en el mío. Debería haberme marchado a cualquier parte, solo, donde no pudiera encontrarme Lola, donde no me localizara Mauricio, donde nunca estuviera César preguntándome con la mirada, en silencio, qué había hecho por él. Nada. Contar lo que quizás no debería haber contado. Inútilmente. César lo sabía. No me atrevía a salir. No quería cruzarme con nadie. Me sentía tan mal que lo mejor era no pensar en nadie, en nada. Apoyé la cabeza en las manos. Cerré los ojos. Estaba sudando. Iba a vomitar.

En los servicios de la planta de Presidencia y Dirección estuve mucho tiempo sentado en la taza del retrete, después de devolver todo el almuerzo. Cuando me di cuenta del mal sabor de boca, salí y traté de limpiarme los dientes, las encías, el paladar, la lengua, la garganta. Me refresqué la cara con agua fría. Entonces entró Fernández.

—¿Vas a volver? —preguntó, y se puso a mear en uno de los urinarios de pared que había junto a los lavabos.

Yo no dije nada.

—Aún no hemos terminado. Pero llega un momento en que ya no puedo aguantar.

Parecía estar disculpándose con aquella manera cordial y despreocupada de hablar. Meaba con ganas.

—También lo siento por ese chico, de verdad —dijo—. Pero la ley es la ley.

No podía esperar que me pusiera allí a discutirlo con él.

—No sé si te ha molestado algo de lo que he dicho. Lo siento. De verdad que yo paso de esas cosas. Yo respeto a todo el mundo. Conozco a algunos gays —lo pronunció a la española, «gais»— y no pasa nada. Y además a ti no se te nota en absoluto. Fenómeno.

Seguramente, en el Comité de Dirección, después de que yo me fuera, habían estado hablando de mí. Le miré y vi, de refilón, que había dejado de mear, pero no acababa de guardarse el instrumental y parecía dispuesto a aguantar así todo lo que hiciera falta para demostrarme que yo, por ser «gai», no le ponía nervioso. Allí estaba él, con todo a la vista, tan tranquilo.

—Alguna vez hasta me ha entrado curiosidad, no creas —dijo.

¿Por qué tenía el hijo de puta que estar tan bueno?

—Ten cuidado con la curiosidad —le dije—, no vayas a resfriarte.

Él me miró y sonrió. Luego se miró el instrumental, que, bien visto, no era nada desdeñable, y se lo jaleó un poco.

—Cuando meo a gusto se pone contento —dijo.

Yo me acordé de Ronnie en los servicios de la cabaña donde servían zumos gigantescos y multicolores. Me acordé de aquel servidor de la ley, aquel policía de carretera, aquel cucaracho, como decía Chuchi, que restregaba como sin darse cuenta su bragueta medio inflada contra mi codo, en medio de Rodeo Drive, bajo aquel sol de California que a mí me parecía interminable.

—No voy a volver —dije.

—¿Nunca? —parecía alarmado.

—A lo mejor eso ya no depende de mí.

Le hice una señal de despedida, le eché una ojeada al instrumental, que desde luego era más que notable, y me encaminé a la puerta de los servicios. Antes de salir, me volví y le dije:

—Por cierto: he visto miles mejores que eso.

Y es que ponerse pasionaria a veces es muy cabrón, como diría Anselmo. Porque qué más quisiera yo que haber siquiera visto miles mejores.

Dije que me limitaría a llamar a Fernando, aquel escritor amigo mío que parecía el ideólogo oficioso de la facción gay más radical, para pedirle que pusiera en contacto al director de la revista con la abogada de Peralba. Me lo pidió Lola. Todo aquello resultaba un poco confuso, porque la abogada era, en efecto, una de las colaboradoras del colectivo al que Lola pertenecía, pero daba la impresión de que había un especial interés en que eso no se supiera, al menos de entrada, quizás por algún enquistado conflicto entre el colectivo y la publicación.

Mario, el director de la revista, llamó inmediatamente a casa, a pesar de que yo le había rogado a Fernando que no me mencionase, y Álex descolgó el teléfono, preguntó quién era y me lo pasó. Habría preferido mantener la conversación en privado, pero tampoco quería que Álex me lo reprochara. Él fue el que decidió salir de la habitación y solo volvió después de comprobar que ya había colgado.

—¿Qué quiere ese ahora? ¿Tiene ya un buen elenco de consejeros delegados, presidentes de consejos de administración y ejecutivos de primer nivel para sacarlos en portada, incluso con sus respectivos novios? ¿O sigue teniéndote solo a ti e insiste en que salgas tú sólito, o mejor los dos, tú y yo, y a ser posible yo chupándotela?

—Álex, no seas injusto. —Me molestaba tener que discutir con él por aquello, me molestaba que terminara enterándose de todo lo que ocurría, ni siquiera le había hablado aún de los problemas que había tenido en Anaheim, y que podían agravarse sin remedio después de lo que se avecinaba—. Esa revista lo está haciendo muy bien. Y no te preocupes, parece que se han olvidado, de momento, de la gran empresa y las altas finanzas.

—¿De veras? ¿Qué quieren entonces? ¿Cariño? ¿Consejo? ¿Más publicidad?

Decidí contarle, sin aclararle hasta qué punto me había implicado yo, cómo había evolucionado el «caso Peralba» y qué tenía que ver la revista en todo aquello.

La abogada de César había tomado dos decisiones: ir a juicio y dar a conocer el caso en los medios de comunicación. Según me dijo Mauricio, César estaba de acuerdo con lo primero y se negaba en redondo a lo segundo. Le aterrorizaba la idea de poner a la vista de todos aquel amor, aquella penuria, aquella desdicha. Gracia, la abogada de César, me pidió que hablara con él para convencerlo, pero yo no tuve coraje para encontrarme con el chico cara a cara, y además no estaba en absoluto seguro de que fuera tan buena idea como ella pensaba convocar a la prensa para calentar, dijo, la opinión pública de cara al juicio. Le prometí, sin embargo, que podía contar conmigo como testigo. Eso a Álex no se lo dije, pero cuando, unos días después de la aparición simultánea de los reportajes sobre el «caso Peralba» en la revista y en la prensa, me preguntó, de improviso, cómo iba aquel asunto, ya no había nada que hacer. El juicio se celebraría pronto y yo declararía que me parecía justa la solicitud de César, y daría mi opinión sobre la actitud de los directivos de la empresa ante las demandas del empleado y sobre el hecho de que se tratara de un caso de pareja homosexual, pero le advertí a Gracia que no respondería a sus preguntas si con ello rompía mi compromiso de confidencialidad sobre lo tratado en el Comité de Dirección, tal y como figuraba en mi contrato. Suponía que Feliciano Casagrande —feísimo, el cabrón—, uno de los asesores legales de Anaheim, especializado en conflictos laborales, sería quien la defendiera contra la reclamación de Peralba, y me imaginaba a Ramón Castilla a su lado, sin parar de cuchichear con él durante mi declaración, tartamudeando de pies a cabeza, seguramente para insistirle en hasta qué punto estaba siendo yo desleal con la empresa.

No sabía qué argumentos había utilizado Gracia para convencer por fin a Peralba, o si la situación había llegado ya a límites tan insufribles que cualquier escrúpulo por su parte podía parecerle abandonar un poco más sus deberes con Ignacio. No había vuelto a hablar con Lola, entre otras razones porque ella tampoco lo había intentado. Pero Mauricio había entrado un día en mi despacho y me había dicho que César aceptaba por fin todo lo que la abogada le proponía. En aquel momento pensé: a lo mejor vamos a abusar de ese pobre hombre, a fin de cuentas está incapacitado y César, según la estricta legalidad, no es nadie para decidir por él. Mauricio me confirmó que César estaba, de verdad, desesperado, por mucho que se negara a admitirlo ante nadie, y, en su opinión —el pobre parecía incapaz de librarse de un absurdo complejo de culpa que llevaba martirizándole desde que el Comité de Dirección había rechazado la solicitud de Peralba y de no hacer apenas nada, porque Castilla se lo había prohibido expresamente, desde las páginas de la revista de Recursos Humanos—, ahora lo único que hacía era huir hacia delante como la única manera de aplazar la locura definitiva. También había sido idea de Gracia el canalizar la difusión del caso a través de la revista de Mario, porque la idea de convocar una rueda de prensa o de interesar a un grupo de periodistas, uno por uno, no garantizaba resultados interesantes. Desde la revista, Mario conseguiría una vez más que la prensa diaria se hiciera eco de sus exclusivas apasionadas y provocadoras. Y Mario me llamó porque, como le expliqué a Álex, quería unas declaraciones mías para completar el reportaje.

—Definitivamente, has perdido la cabeza —me dijo Álex—. Estoy por creer que no te das cuenta de lo que te estás jugando.

—Llega un momento en que o te la juegas, o eres un mamarracho.

—Un poco tarde, ¿no? A tu edad ya deberías jugarte lo justo, Carlos.

—No me la jugué cuando tenía tu edad.

Álex hizo uno de sus típicos gestos de hastío.

—Gracias, hombre. —Siempre estaba atento a cualquier insinuación que sonara a reproche—. Debí adivinar hace tiempo que no soy tu tipo. Se ve que te gustan los chicos atrevidos.

—No seas pesado, por favor —me quejé.

Álex sabía cómo hacer para que me sintiera ruin.

—Vaya: pusilánime y pesado. Un mirlo blanco.

Estábamos en el cuarto de estar y él se puso a hacer zap-ping con el único propósito de desbaratar la conversación.

—Sabes perfectamente lo que quiero decir. En realidad, lo que tú estás haciendo, tu trabajo, tus aspiraciones, esta discusión que tienes ahora conmigo, no es sino apostar por algo en lo que crees. En el fondo, Álex, los dos hacemos lo mismo. A lo mejor yo puedo parecerte uno de esos carcamales que deciden de pronto liarse la manta a la cabeza y dejar a la mujer y a los hijos y enredarse con una aventurera o con una lagarta, y vivir la vida hasta que se encuentran de pronto baldados y sin un duro. Pero eso…

—Eso lo entendería mejor —me interrumpió.

—Pero eso —continué— solo puede hacerlo un carcamal. Ya ves. Eso no se puede hacer más que cuando ya tienes un buen trabajo, un buen sueldo, una relación sentimental estable, una vida hecha, realmente algo que perder. Un chico joven hará sus locuras, se divertirá todo lo que pueda, despreciará oportunidades, pero, en el fondo, perder, lo que se dice perder, por lo general pierde muy poco. Pasa el tiempo, sienta cabeza, y ya difícilmente se juega lo que tiene.

—Es lo sensato —me dijo Álex—, aunque de pronto parece que odias la sensatez. Y además todo el mundo tiene derecho a cambiar, ¿no?

Me acordé en ese momento de Luisito Soler.

—Claro que sí. También yo. Y la mayoría, por lo visto, cambia en una dirección, y unos cuantos cambiamos en otra. Eso es todo.

—La mayoría tiene la cabeza en su sitio.

Y el corazón, pensé, bien organizado. Al menos, Luisito Soler perdió unos meses de libertad, pasó unos meses en la cárcel. Y el pobre se quedó esperando que le mandase los dólares desde California. No sería yo quien ahora le reprochase haber cambiado tanto.

—El problema de quienes están dispuestos a jugárselo todo es que nunca piensan en los demás —dijo Álex, y dejó la televisión en un programa idiota de famosos encerrados en una cárcel de mentira, y se levantó para quitarse de en medio—. Tú, desde luego, no piensas en mí, y ni siquiera piensas en ese pobre viejo al que van a llevar de un sitio para otro, con todas sus miserias al aire. Vais a abusar de él. Solo piensas en que tienes que jugártela o eres basura.

Quizás tuviera razón. No intenté seguir a Álex, preguntarle dónde iba, si le esperaba para comer o para cenar. Quité el sonido de la televisión y solo dejé aquellas imágenes absurdas que, ahora, mudas, parecían aún más grotescas. César Peralba y su historia tan amarga, tan emocionante, tan admirable, tan seductora en cierto modo, habían aparecido de pronto en mi vida y yo había decidido que merecía la pena jugársela por él. Era un desvarío un poco ridículo, a mi edad. La pantalla de la televisión estaba llena de hombres y mujeres jóvenes, con una pinta inconfundible de gente bien situada en la vida, a pesar del aspecto premeditadamente descuidado que lucían algunos, y resultaba ridícula su aparatosa tenacidad para salir de aquellas mazmorras de atrezo en las que los guionistas del disparatado reality show los habían encerrado, su ferocidad de guardarropía, su astucia banal, su coraje barato y peliculero. Algún día, pensé, algún genio de la televisión inventará un concurso desaprensivo que trasladará a los concursantes a la España de los cuarenta, de los cincuenta, de los sesenta o de los setenta, y cuya prueba máxima sea matar a Franco antes de que muera en la cama. Seguro que alguno de los concursantes, bien caracterizado, se parecerá a Luisito Soler, y alguna de las chicas será idéntica a Mati Figueroa. Y quizás a mediados de siglo alguien invente un concurso en el que los participantes sean, disputándose un premio millonario, ejecutivos y ejecutivas honrados o ambiciosos, sindicalistas peleones, abogadas tenaces, directores de revistas combativas, escritores solidarios, periodistas comprometidos y compañeros de viaje cuyo reto consistirá en conseguir la ayuda más justa para una pareja homosexual insólita y en situación límite. Una reconstrucción histórica tan curiosa como la de la dictadura de Franco. Porque quizás, al cabo de algún tiempo, todos divinamente casados a los acordes de A quién le importa y con montones de niños encantadores, a los colectivos de gays y lesbianas ya no se les ocurrirán más cosas, pero siempre habrá algo por lo que merecerá la pena pelear, arriesgarse, perder, sobrevivir, resignarse, consolarse, acomodarse, rendirse, engañarse, aunque todo el mundo vaya poco a poco sentando cabeza. Bien mirado, sin sonido, aquellos botarates del programa de televisión lo mismo podían estar intentando escapar de un penal que buscando un tesoro en un inmenso laberinto abandonado, que tratando de sobrevivir en medio de una hecatombe atómica, de una catástrofe ecológica o tras un incendio en un gigantesco centro comercial. También a mí me habría dado lo mismo. Yo había cambiado. Tenía derecho. Por falta de motivos para perder la cabeza no sería. Algún día, alguien podría recordarlo en algún desvergonzado programa de televisión.

Era sábado y Álex pasó el resto del día fuera. Le oí entrar en casa cuando yo ya estaba acostado. Aquella noche no me sentí con ánimo suficiente para buscarle en su dormitorio y recordarle que no podría dormir si acabábamos el día enfadados, ni se me ocurrió nada que pudiera regalarle al día siguiente, o el lunes, cuando abrieran las tiendas.

El martes fue la reunión con Mario. Me había pedido que nos viéramos para hablar del reportaje sobre César e Ignacio y explicarme lo que quería de mí. Tenía que ser pronto, porque habían decidido cambiar la portada de la revista para poner la foto que por fin César había consentido que les hicieran y darles a ellos las páginas principales, y el número tenía que estar en los quioscos al cabo de doce días. Mario se presentó a la cita, en aquel bar de sillones de mimbre que me recordaba al Manila Lodge de Santa Bárbara, con aquel joven redactor al que yo ya conocía y que también esta vez daba la impresión de encontrarse agotado después de a saber qué ocupaciones y a saber qué horas. Mario no logró convencerme de que escribiera algo, sobre todo porque Fernando les había dado un texto feroz que, me dijo, levantaría ampollas en Anaheim, en especial si conseguían, como era su intención, que los periódicos reprodujeran algunos párrafos. Me aseguró que habían hecho un enorme esfuerzo no solo económico y técnico, sino también de imagen, porque estaban convencidos de que el caso lo merecía. La revista apostaba por plantar cara y revolver las aguas bajo un envoltorio de lujo y con montones de chicos guapos y de publicidad de productos caros fuera del alcance no solo de cualquier heterosexual rancio o, sencillamente, con un trabajo y un sueldo corrientes, sino de cientos de homosexuales que no tenían oportunidad o dinero o valor o gusto, o no estaban por la labor de no pensar en otra cosa que no fuera ir siempre divinos y divertirse sin interrupción. La fórmula era arriesgada e ideológicamente discutible —de ahí, al parecer, los conflictos con el colectivo al que pertenecía Lola—, pero habían conseguido hacerse oír en cuestiones importantes y convertirse en un punto ineludible de referencia frente a cualquier polémica, denuncia o conquista relacionada con el colectivo homosexual. Ganaban dinero y esperaban no dar un traspiés económico con aquel número en cuya portada habían sustituido a un modelo descomunal en taparrabos, con el que anunciaban un informe sobre la vigorexia, por la fotografía por completo desprovista de glamour de César e Ignacio. No habría servido de nada plantearle mis dudas sobre la conveniencia de todo aquello, mis escrúpulos por el desamparo absoluto de Ignacio. Solo acepté responder a algunas preguntas —el joven redactor llevaba a punto una grabadora— que darían como apoyo en un recuadro, y no consideré en ningún momento de la entrevista que estuviera diciendo nada ofensivo contra Anaheim.

La revista tuvo que retrasar su aparición unos días porque las gestiones con los periódicos resultaron menos sencillas que en otras ocasiones —cuando aparecieron en portadas vistosos actores, locutores, militares de alta graduación, guardias civiles, políticos, bailarines, escritores, curas y hasta un joven millonario—, aunque todos los diarios importantes de información general aceptaron por fin hacerse eco del contundente reportaje, sin duda excitados por la singularidad de la pareja que formaban César e Ignacio, y reprodujeron la fotografía de portada.

La foto era perturbadora. Ignacio estaba sentado en un butacón tapizado con esa cretona un poco chirriante que imita la tapicería de los salones de las viejas casas burguesas, y tenía la expresión desvalida y brumosamente risueña, delicadamente anhelante de los enfermos mentales que parecen suplicar, de un modo muy candoroso e inofensivo, ayuda para recordar quiénes son, dónde están, qué deben hacer, qué esperan, quién les mira, qué ocurre. Su aspecto era muy pulcro, muy aseado, vestido con una bata celeste que dejaba ver el cuello y los puños blancos e impecables de la camisa de un pijama blanco. Muy delgado y con el rostro cubierto de arrugas, y de ojos claros enturbiados por la edad y el desconcierto, a Ignacio era fácil calcularle más de ochenta años, aunque también podía adivinarse que había sido un hombre guapo y de agradable elegancia natural. A su lado, sentado en uno de los brazos del butacón, abrazándole por los hombros y mirándole con un afecto casi incongruente por tanta sinceridad como desprendía su actitud, Peralba daba la impresión de estar empeñado en convencerse de que aquella impudicia merecía la pena. En la mayoría de los periódicos, el pie de foto era tan simple, tan descarnado —César Peralba (izquierda) y su compañero sentimental, Ignacio Hernández—, que provocaba más desazón que estupor, desagrado, admiración o piedad.

Como todos los días, me había levantado temprano y había bajado a comprar la prensa. Mientras desayunábamos, Álex miró la fotografía de refilón y dijo que no quería ver aquello en casa.

—Es obsceno. Han abusado de ese pobre hombre. Te lo advertí.

Ningún periódico reproducía párrafos del texto de Fernando, pero sí algunas de mis declaraciones. Álex no quiso leer nada. Salió para el trabajo, indignado, a la hora habitual, y yo decidí no ir a Anaheim. El teléfono de casa y mi móvil estuvieron toda la mañana sonando, pero no contesté. En el buzón de voz y en el contestador automático fueron dejando mensajes urgentes periodistas de todos los diarios y todas las agencias, redactores de programas de radio y televisión, Mauricio, Lola, la abogada de César, Fernando, Mario, aquel amigo de Fernando que era asesor del secretario general de Los Verdes Activos, y algunos amigos entusiasmados o preocupados. Poco después de las doce del mediodía llamó Maite, la secretaria de Patricio, para decirme que el presidente me esperaba en su despacho a la una y media.

Demandé a Anaheim España por ruptura de contrato. En cierto sentido, era como demandar al estado de California por publicidad engañosa y fraude. Ellos argumentaron deslealtad, ruptura de la confidencialidad sobre lo tratado en los Comités de Dirección e incumplimiento de obligaciones, esto último por supuestas faltas de compensación del horario de trabajo acordado y por el abandono de la reunión en la que se había debatido la solicitud de Peralba. Todo ello les eximía, dijeron, de pagarme la indemnización establecida en la cláusula de blindaje y, además, les facultaba para reclamarme, en una demanda simultánea, que les indemnizara por igual cuantía, trescientos mil euros, por daños y perjuicios. Fernando me buscó un meticuloso abogado, amigo suyo, que me advirtió que los juicios como aquel podían retrasarse, como mínimo, entre seis y doce meses.

Gracia, la abogada de Peralba, decidió que yo no declarase en el juicio en el que se vio su demanda. A causa de mi pleito contra Anaheim, mi testimonio podía ahora perjudicarles. Quizás tampoco hubiera servido de nada. El juez, por interpretación estricta de la letra del convenio de empresa, rechazó la reclamación de César, aunque recomendó al demandante acogerse a los beneficios estipulados en el punto 7 del artículo 20, en virtud del cual, por causa plenamente justificada, se le podría conceder un anticipo de hasta tres mil euros, a empezar a devolver en la nómina del mes siguiente. Me llamó Mauricio para darme la mala noticia. La sentencia era recurrible, pero, aunque Gracia planteó enseguida el recurso, César se quedó sin tiempo. Acabó aceptando la oferta de la Concejalía de Asuntos Sociales del Ayuntamiento, muy afectada y estimulada por el eco que había encontrado el caso en los medios, y consintió el ingreso de Ignacio en un buen centro de día, durante su horario laboral. De noche, dispondría de muchas horas para cometer cualquier locura.

A Álex le dije que no volvería a Anaheim cuando regresó a casa a la hora de la cena, el mismo día en que el «caso Peralba» salió en los periódicos y en que Javier Abad, acompañado por Feliciano Casagrande y por Patricio, me comunicó que mi contrato quedaba automáticamente cancelado. Le dije a Álex, intentando que sonara a broma, que ahora deberíamos hacer cuentas antes de comprar el rotweiller que quería para su cumpleaños, sobre todo por lo que tenían que comer aquellos bichos, y de comprometer el viaje a Sudáfrica que habíamos planeado para las vacaciones, pero él me aseguró que hacía mucho que se había olvidado de todo eso. No parecía ni alarmado ni resentido.

Mauricio me llamó alguna vez para proponerme que nos viéramos, pero yo siempre encontré excusas tan forzadas que pronto lo dejó por imposible. A Fernando lo veía algunas tardes en su casa, salía de vez en cuando con él al cine o a cenar en algún restaurante de Chueca, y entonces, entre tanta animación y tanta musculatura suelta, me acordaba de Ignacio y César, de Enrique Miera y Celso, de Isabel M. y Carmen B., todos ellos tan lejos de allí; solo me consolaba pensar que tal vez ninguno de los chicos y chicas que reían y se besaban en la plaza padecería nunca lo que habían padecido ellos. Un amigo de Fernando, aquel argentino que no paraba de dirigir películas inexistentes, con quien yo había hecho tantas risas locas a costa de La Gran Ynka, a la que él a-do-ra-ba, me dijo un día en Wilder’s que había visto en Internet, en la página de una mitómana desequilibrada, la espeluznante noticia de que Ynka Pumar había sido vista por las calles de Los Ángeles convertida en una bag lady, arrastrando uno de esos carritos de supermercado lleno de bolsas con todas sus pertenencias, y durmiendo en las plazas del downtown. Aquella mitómana limeña, pese a ser teniente de policía, o precisamente por ello, además de estar trastornada, era una pelotuda destroyer, me dijo.

Un día, ya bien entrado junio, me llamó Rubén, el chico bajito, cachitas e incansablemente activo que se cortaba el pelo a trasquilones, que era incapaz de moverse si no era al trote y que hablaba de cosas inesperadas con hombres maduros. Me dijo, muy contento, que ya tenía la propuesta para que alguien patrocinara el campeonato de voley playa del barrio. Le pregunté si Mauricio no le había contado que yo había dejado de trabajar en Anaheim, y él me dijo que sí, que lo sabía todo, que lo sentía muchísimo, que había que tener cojones para hacer lo que había hecho, pero que seguro que seguía teniendo muchos contactos, muchos conocimientos, pájaros bien situados que podían echarles una mano. Me resistí poco a su entusiasmo y a su confianza en mis dotes de relaciones públicas y de zascandil bien conectado. Quedamos en que se pasaría por casa dos días después, cuando saliera del trabajo, a eso de las siete de la tarde.

Llegó muy chuequero, como habría dicho Anselmo: camiseta blanca sin mangas y ceñida, yins de cintura baja, un cinto nada estrepitoso, pero inconfundible, de Calvin Klein, y botas deportivas, de color rojo vivo, de una nueva marca americana. Traía una carpeta azul de gomas, los trasquilones chorreando gomina y una sonrisa animosa y traviesa.

—Perdona el retraso —dijo, y me besó en las comisuras de los labios—, pero el jefe estaba hoy con la regla.

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