California

California


XIV

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XIV

 

A

lo largo de la noche había ido cubriendo el cielo una hueste de nubes foscas. Ahora una brisa lenta las pastoreaba hacia el sur. Avanzaban palmo a palmo, recortadas como ovejas grises contra el pasto negro del firmamento. El aire olía a agua y a aceite recalentado. De algún rincón del barrio llegaba el eco de un reguetón.

—¿Sí? —dijo la esposa de Enrique Marbán.

El volumen del telefonillo parecía estar calibrado para ser audible en el estrépito diurno. En la calma de la noche, sin embargo, la voz de la mujer resonó magnificada, como si llegara a la calle a través de un megáfono.

—Soy César O’Malley. ¿Está su marido?

El viaje en taxi le había exacerbado la angustia. Se lo había pasado en vilo, ignorando las insistentes llamadas de Mercedes, dejando mensajes cada vez más agitados en el contestador de Sofía. Tenía el antebrazo apoyado en la jamba del portal, encima del telefonillo, y hablaba mirando a los botones.

—No —contestó la mujer.

—Dígale que baje. Quiero hablar con él.

—Le digo que no está.

—Mentira.

—Váyase, por favor.

—No me ponga esto más difícil, señora.

César no se podía permitir creer que Enrique Marbán no estaba en casa. Primero, porque la mujer ya le había mentido a ese respecto al mediodía y era fácil suponer que también lo estaba haciendo ahora. Pero si no le dio ningún crédito fue sobre todo para mantener la cordura. Que Enrique Marbán no estuviera en casa significaba que podía estar con Sofía, y esa era una idea que César no podía soportar. La mera posibilidad le revolvía el estómago y hacía que le palpitaran las venas de las sienes.

—Si no se marcha, voy a llamar a la policía.

Varios vecinos se asomaron a las ventanas atraídos por el griterío. El peluquero chino salió de su negocio y observó a César con una sonrisa incomprensible.

—Soy yo el que va a llamarla.

—No le entiendo.

—Dígale que baje.

—Pero es que no está, de verdad.

César volvió el rostro hacia la acera. Al peluquero se le había unido una mujer china muy delgada, enfundada en un anorak amarillo. Sorbía tallarines de un bol con la ayuda de unos palillos y miraba a César fascinada, como si estuviera viendo una película.

—Pues entonces dígame dónde está.

—No lo sé.

César tragó saliva.

—No se puede usted ni imaginar lo que su marido le está haciendo a mi hija. Solo tiene quince años, no es más que una niña.

—¡Váyanse a discutir a otra parte! —gritó alguien desde una ventana.

La mujer de los tallarines le dijo algo en chino al peluquero. Este respondió y ambos emitieron una risita ahogada.

—Está trabajando —susurró la esposa de Enrique Marbán, en un tono tan débil, que ni siquiera el mecanismo descalibrado logró hacerlo inteligible.

—¿Cómo?

—Que está trabajando.

—¿A estas horas?

—Sí.

—Dónde.

—¡Arreglad ese telefonillo, por favor!

—Por ahí, con la furgoneta.

—No me mienta, señora.

—No le miento.

César pensó qué hacer. Lo más lógico era esperar a que Enrique Marbán volviera a casa, estuviera donde estuviera, pero su rabia parecía tener otros planes. Dio las gracias y echó a andar por la acera en dirección a la calle Bravo Murillo, con tanto ímpetu que el peluquero y la mujer de los tallarines apenas tuvieron tiempo de apartarse para dejarle paso. Con la brusquedad del movimiento, una pequeña ola de caldo rebasó la pared del bol y se estrelló con un chasquido de agua contra el parabrisas de un coche aparcado. Mientras se alejaba, César oyó al peluquero gritar «¡Cuidado!». Casi al mismo tiempo, oyó cómo el reguetón lejano se extinguía y cómo la esposa de Enrique Marbán exclamaba «Dios mío» y colgaba el telefonillo con un pitido estridente, igual que el de un micrófono acoplado.

Caminó a toda prisa, poseído por una urgencia furiosa. Pasó ante un almacén que vendía dragones de colores y Budas dorados. Dejó atrás una tienda de música, una farmacia y una iglesia moderna que, de no ser por la cruz griega de hierro que había en la fachada, habría pasado inadvertida entre el resto de los edificios. A pocos metros del final de la calle, se detuvo de golpe ante el atiborrado escaparate de un bazar de todo a cien. Más que un escaparate, se trataba de una sucesión de baldas combadas, llenas hasta los topes de cajas de productos. Había muñecas, coches teledirigidos y barbacoas. Había kits de maquillaje, cafeteras, colchones inflables, cascos de moto, planchas, batidoras, maquinillas de afeitar, mantas eléctricas, relojes de cocina y teléfonos móviles. Había incluso un futbolín de mesa que enfrentaba eternamente al Real Madrid y al Barcelona. Pero lo que hizo que César se parara en seco fue un revólver de juguete, un Smith & Wesson del calibre 38, negro mate, con la empuñadura imitando madera. Estaba envuelto en celofán transparente y montado sobre una lámina de cartulina rígida, ilustrada con el dibujo de un espía de cómic disparando a una diana multicolor. En la parte superior del envase, en gruesas letras blancas, estaban impresas las palabras «JAX AGENTE ESPECIAL». En la inferior había una cartuchera de plástico y diez anillos de fulminantes. Sin la más mínima vacilación, siguiendo a ciegas las órdenes que le dictaban la ira y el instinto, César entró en la tienda y compró el revólver. Lo sacó del celofán allí mismo, mientras el dependiente —un chino joven, vestido con unos vaqueros rotos y una camiseta de Bruce Lee—, metía el dinero en la caja registradora y preparaba la vuelta. Al empuñarlo, le llamó la atención lo mucho que pesaba.

—Parece de verdad —dijo, apuntando hacia la calle.

El dependiente asintió sin entusiasmo. Una vez consumada la venta, parecía impaciente por que César se marchase. Lanzaba miradas fugaces a la pantalla de un ordenador portátil que había a su izquierda, sobre una mesita llena de papeles, tratando de no perder el hilo de una telenovela china de época. Las voces de los personajes —un hombre y una mujer en quimono, protegidos por una sombrilla de bambú, que dialogaban entristecidos ante una laguna salpicada de nenúfares— envolvían la tienda en un exotismo amistoso. César presionó despacio el gatillo, haciendo que el martillo se apartara poco a poco del cuerpo del arma y volviera a caer sobre él con un chasquido. Satisfecho con la perfección del juguete, abrió el tambor y cargó en él un anillo de fulminantes.

—¿Puedo dejar eso ahí? —dijo, señalando al pequeño cúmulo que formaban sobre el mostrador de cristal la lámina de cartulina, la cartuchera, el envoltorio de celofán y el resto de los fulminantes.

El dependiente asintió de nuevo. Hizo con todo un ovillo y lo apretó en el fondo de una papelera de rejilla. Luego, desentendiéndose de César, se sentó en una silla plegable y siguió viendo la telenovela. César se quedó unos segundos inmóvil, de cara a la puerta, observando la frontera de aire que separaba la luz del bazar y la negrura de la calle. Supo que aquel era el último paso. Que afuera, en la noche, le esperaba el desastre. El ojo del torbellino. Se volvió hacia el ordenador. En la pantalla, la mujer en quimono se apartaba llorando del hombre y echaba a correr con pasos muy cortos hacia un palacio de tejas amarillas. César agachó la cabeza y sintió cómo caían sobre sus hombros los cascotes de su existencia. «Mi vida se ha acabado», dijo en voz alta. El dependiente asintió sin quitar los ojos de la pantalla. César cogió el cambio, se metió el revólver en un bolsillo de la gabardina, salió del bazar, caminó hasta la calle Bravo Murillo y, poniéndose por completo en manos de sus impulsos, cogió un taxi al Ikea de San Sebastián de los Reyes.

Llegó a las once menos veinticinco, más de media hora después de la hora del cierre. Al otro lado de las puertas giratorias, la plantilla se afanaba en cumplir con las últimas obligaciones de la jornada. Rescataban los carros abandonados. Lustraban el suelo con máquinas pulidoras. Devolvían bultos al almacén. Hacían caja. Las farolas del aparcamiento aún estaban encendidas, pero eran tan pocas y había tanta separación entre ellas, que apenas lograban deslavar la penumbra. Aquí y allá se vislumbraban las siluetas borrosas de los clientes más rezagados. A lo lejos, miniaturizadas por la distancia, centelleaban con un ligero temblor las cuatro torres de Chamartín. César se apartó de la entrada y empezó a recorrer la avenida central del aparcamiento. A medida que avanzaba, sus ojos se fueron adaptando a la noche. Las siluetas borrosas se convirtieron en hombres y mujeres que empujaban carros rebosantes de paquetes, que ponían en marcha sus coches, que discutían sobre cómo meter lo que habían comprado en los maleteros. Al cabo de unos cien metros, César dobló a la derecha y tomó una avenida menos ancha. Caminó en tensión a través de una penumbra cada vez más densa y vacía. Entonces, en medio de la calma turbia, le pareció atisbar la leve fulguración de una furgoneta blanca aparcada entre un depósito de carros y un árbol sin hojas. Se acercó varios pasos. Oyó el golpe seco de una puerta al cerrarse. Se acercó más. De la parte posterior de la furgoneta vio emerger a Enrique Marbán. Vio cómo atravesaba el flanco del vehículo sacudiéndose las manos y se detenía ante la puerta del conductor. Cegado por la ira, echó a correr a hacia él.

—¿Qué coño ha... —empezó a decir Enrique Marbán al reconocerlo.

Antes de que pudiera acabar la frase, César se abalanzó sobre él y le dio un furioso puñetazo en la mejilla. Luego, aprovechando su desconcierto, lo cogió por el cuello de la cazadora, lo levantó en vilo y lo arrojó de espaldas contra la furgoneta. El quejido de la chapa hizo volverse a un hombre que, varias plazas más allá, trataba de encajar un bulto largo y plano en el maletero de un Seat Panda. Escrutó la oscuridad con la cabeza ladeada, como si la inclinación le ayudase a discernir mejor lo que había entre las sombras. Luego devolvió su atención al maletero.

—Sube a la furgoneta —dijo César en un susurro agresivo.

Enrique Marbán trató de liberarse. César soltó el brazo derecho y le golpeó de nuevo, esta vez en la sien. Las gafas, descolocadas con la primera acometida, salieron volando y aterrizaron con un crujido impotente en algún lugar de la negrura.

—¡Pero qué haces! —exclamó Enrique Marbán.

Le sangraba el labio superior y al hablar escupía una llovizna encamada. César le atenazó el cuello. Mientras lo apuntalaba con un brazo contra el flanco del vehículo, metió la mano en el bolsillo de la gabardina y sacó el revólver.

—Te he dicho que subas a la furgoneta —gruñó fuera de sí, poniéndole el cañón en la frente.

Al sentir la presión del arma, Enrique Marbán pegó las palmas de las manos a la furgoneta y se quedó muy quieto, con los ojos agrandados por el pánico. Respiraba con dificultad. Pese al frío, tenía el rostro brillante de transpiración. Del mentón le colgaba un elástico filamento de sangre, sudor y saliva.

—Sin gafas no veo nada —masculló.

César le agarró del brazo y, apretando la pistola contra su nuca, le obligó a arrodillarse. Enrique Marbán empezó a tantear el asfalto. Lo palpaba primero con una mano trémula, luego con la otra, mientras avanzaba a gatas por el aparcamiento oscuro. De pronto quebró el silencio el motor del Seat Panda. Rugió tres veces. Luego, con un chirrido de marchas, el coche se puso en movimiento. Al torcer para enfilar hacia la salida, sus faros delanteros barrieron el espacio que se extendía ante Enrique Marbán e iluminaron fugazmente las gafas doradas. Poco a poco, la luz y el zumbido del motor se perdieron en la noche. Desorientado por la oscuridad y el astigmatismo, Enrique Marbán siguió palpando el suelo en la dirección que no era. César se acercó a él y observó con atención sus manos estremecidas. Eran anchas, toscas, con unas uñas demasiado largas y unos dedos gruesos como orugas. Las imaginó tocando a Sofía, lacerándole la piel con sus yemas callosas. Una nueva náusea se le agarró a la garganta. Esperó un momento, hasta que las ganas de vomitar amainaron. Entonces, medio ahogado por la furia, pateó a Enrique Marbán en el costado. Sintió cómo la punta del zapato rozaba una costilla y se clavaba con un ruido sordo en la carne. La fuerza del impacto hizo que Enrique Marbán se despegara del suelo, diese una vuelta en el aire y se desplomara de espaldas contra el asfalto. Gemía de dolor. Se tocaba el costado. Boqueaba. Se revolvía de un lado a otro con las piernas encogidas. César se apartó unos pasos y buscó las gafas en la zona que había iluminado el Seat Panda.

—Toma —dijo, ofreciéndoselas a Enrique Marbán cuando este se hubo recuperado un poco.

El cristal izquierdo estaba roto. El choque contra el pavimento había dejado en su centro una muesca de la que nacían a modo de radios cuatro grietas blanquecinas. En el ángulo superior derecho faltaba un trozo de lente.

—¿Qué quieres? —preguntó Enrique Marbán y, poniéndose las gafas, miró a César con una expresión tuerta y dolorida.

César hizo ademán de patearlo otra vez, pero se contuvo.

—Sube —dijo, señalando con el revólver hacia la furgoneta.

Enrique Marbán se levantó a duras penas, sacó unas llaves del bolsillo de la cazadora y se acercó a la puerta del conductor.

—Por ahí no —ordenó César—. Por el otro lado.

Rodearon en silencio el morro de la furgoneta. Enrique Marbán subió primero. La mano le temblaba tanto, que necesitó varios intentos para acertar con la llave en la cerradura. Salvó con dificultad los peldaños metálicos, se deslizó lateralmente sobre el asiento del copiloto, pasó como pudo por encima de la palanca de cambios y se dejó caer ante el volante con un suspiro aterrado. Tras él subió César. Durante varios segundos, solo se escuchó en la cabina el desorden bronco de sus respiraciones. Olía a cartón húmedo y a sudor rancio. Sobre el salpicadero había un mechero naranja y una cajetilla de Lucky Strike con un cigarrillo asomado a la abertura. Del espejo retrovisor, como una luna plateada, colgaba una versión en miniatura de las bolas de espejos de las discotecas.

—Arranca. Y como hagas algo raro, te juro que te mato —dijo César, dirigiendo el revólver a la cara de Enrique Marbán.

—Tengo que entregar unos muebles.

—Arranca.

Nada más salir del aparcamiento, empezó a llover. Al principio solo fueron unas pintas apocadas que, al ser barridas por las escobillas, dejaban en el parabrisas un tenue rastro de humedad turbia. Luego, mientras la furgoneta ganaba velocidad y se incorporaba al tráfico de la Al, las pintas dieron paso a una intensa tormenta. Enrique Marbán conducía con la barbilla pegada al volante, esforzándose por superar el doble impedimento de las gafas rotas y el parabrisas lleno de agua. El vapuleo le había abierto algunos de los cortes del mediodía. La sangre le corría por el reverso de las manos y le llenaba de manchas rojas la parte frontal de la camisa. Cada poco apartaba los ojos de la carretera y lanzaba hacia César una mirada asustada. «Sigue recto», decía César. O: «Ahora coge la M-30». O: «La siguiente a la izquierda». Daba las indicaciones con rotundidad, pero lo cierto era que no sabía adonde iba. La urgencia de la ira no le había permitido pensar en un destino específico. Con cada cambio de rumbo, la bola de espejos oscilaba desbocada, como un péndulo sin gravedad, reflejando en sus minúsculas facetas los destellos de la noche. Por fin dejaron la carretera y, tras una laberíntica sede de giros, retrocesos e intersecciones, fueron a dar a un bulevar ancho, sumido en una quietud absoluta, que César reconoció como la avenida de Séneca, en las lindes de la Ciudad Universitaria. En la orilla izquierda, tras una cortina de chopos, se adivinaban los bultos espaciados de los colegios mayores. En algunos de ellos había ventanas iluminadas. Los pequeños rectángulos de luz parecían pender como faroles en la opacidad circundante, atravesados por una maraña de silencio y ramas desnudas. A la derecha, al otro lado de la fila de coches aparcados, se extendían las sombras del parque del Oeste.

—¡Para aquí! —ordenó César.

Enrique Marbán pisó el freno de golpe. La carga de muebles salió proyectada hacia delante y chocó con un estallido sordo contra la pared posterior de la cabina. La furgoneta se deslizó gimiendo sobre el asfalto encharcado y acabó detenida en diagonal, envuelta en un vapor de caucho quemado, con el morro apuntando hacia los edificios.

—Baja por mi lado —dijo César.

—¿Qué me vas a hacer?

César abrió la puerta, saltó a la calzada e hizo un gesto impaciente con el revólver para que Enrique Marbán lo siguiera. La tormenta había amainado. Del aguacero inicial solo quedaba una llovizna escuálida, cuyo único rastro visible eran las motas transparentes que se posaban sobre el parabrisas como luciérnagas de agua. Enrique Marbán miró aterrado a su alrededor. Luego se arrastró hasta la puerta y descendió con torpeza los peldaños metálicos.

—No me hagas nada, por favor —imploró.

César le clavó el cañón del revólver en la espalda, entre los omoplatos, y le obligó a adentrarse en el parque. Lo empujó varios metros por un sendero enlodado, hasta alcanzar el borde de un claro de césped que descendía con una leve inclinación hacia la nada. «Quieto», dijo, y acertó a pensar que aquella era su última noche, que allí, en aquella negrura silente, su vida se terminaba. Seguiría en pie, de eso no tenía duda. Seguiría respirando. Seguiría acatando las imposiciones mecánicas de la existencia. Pero a lo que le ocurriera a partir de entonces, fuese lo que fuese, ya no se le podría llamar estar vivo. «Eres un hijo de puta», dijo entre dientes y, asfixiado por la rabia, golpeó a Enrique Marbán en la nuca con la culata del revólver. Enrique Marbán soltó un grito de dolor y cayó de rodillas con las manos en la cabeza. Antes de que pudiera reponerse, César le puso un pie en el hombro, lo lanzó de cara contra el barro y empezó a darle patadas. Le golpeó la cabeza y los costados. Le dio pisotones en el cuello, en los brazos, en la espalda, en las piernas. Entonces se inclinó sobre él, lo agarró por el pelo, le hundió el cañón del revólver en la mejilla enfangada y, jadeando por la ira y el esfuerzo, le preguntó a gritos por qué. Enrique Marbán lo miró horrorizado a través de las lentes cubiertas de lodo. Separó los labios ensangrentados para decir algo, pero de pronto se revolvió y, zafándose de César con un manotazo, trató de huir. Salió a gatas del camino. Una vez en el claro, quiso ponerse en pie, pero la inclinación del terreno y la humedad del césped le hicieron resbalar y caer de bruces con un lamento ahogado. César lo alcanzó, le pisó la espalda y le apuntó de nuevo con el revólver.

—Por qué —insistió, esta vez con una calma agresiva, y arrojó a la noche el manojo de pelos que Enrique Marbán había perdido en su intento de escapada.

—Te vi en esa revista.

—¿Qué revista?

—No sé, una extranjera. Salió en el telediario.

A la mente de César vino la portada de Time. Vio su propio rostro sonriente, recortado contra la ventana del despacho de OCM. Vio el titular en mayúsculas amarillas que lo proclamaba mejor emprendedor europeo del dos mil ocho. Vio el artículo interior de cuatro páginas, con más fotografías —una de ellas tomada en la terraza de casa— y sus afirmaciones más categóricas destacadas en rectángulos rojos.

—No entiendo —dijo—. ¿Qué tiene que ver eso con mi hija?

—No puedo respirar.

Al sentir que César levantaba el pie de su espalda, Enrique Marbán tosió varias veces y escupió sobre la hierba un salivazo sanguinolento. Se quedó callado unos instantes, con la mejilla pegada al suelo, recobrando la respiración. Los pulmones le silbaban. Cada exhalación de aire hacía surgir de entre sus labios una burbuja entreverada de rojo.

—Tú me jodiste la vida —dijo al fin.

El tono de su voz había cambiado. El pavor ya no era tan neto como antes. Se había mezclado con un residuo de odio, el mismo odio metálico e incomprensible que había teñido sus actos durante los tres últimos días.

—Yo no te he hecho nada. Ni siquiera nos conocemos.

—Tú y la gente como tú.

—No sé de qué hablas.

—Los ricos. Los especuladores. Los que os forráis a costa de los demás. Unos cabrones con pintas, eso es lo que sois todos.

—Date la vuelta.

—Me duele la espalda.

—Que te des la vuelta.

Aprovechando el desnivel, Enrique Marbán rodó un poco y quedó incorporado boca arriba, ladeado, con la cabeza gacha y los codos hundidos en el césped.

—Mírame —dijo César.

Enrique Marbán alzó la máscara grotesca en que se había convertido su rostro. Tenía la frente y las mejillas cubiertas de magulladuras y manchas de barro. El labio superior le seguía sangrando. Se había hinchado tanto que, más que un labio, parecía una cinta de carne cruda. Pese al rigor de la paliza, las gafas seguían más o menos en su sitio. Una de las patillas estaba doblada hacia dentro. El metal penetraba en la piel como si fuera una cuchilla roma y hacía brotar de ella dos finos manantiales de sangre. El puente se había doblado y un cristal estaba más alto que el otro. Los ojos de Enrique Marbán acechaban, grandes y enrojecidos, tras la suciedad y las grietas.

—Tú me jodes la vida a mí y yo te la jodo a ti. Es justo, ¿no? —dijo, y volvió la cara para escupir de nuevo en la hierba.

De pronto César sintió frío, una gelidez húmeda, abismalmente triste, que lo sumió en una orfandad de hielo.

Negó varias veces con la cabeza, resistiéndose a aceptar lo obvio.

—¿Me estás diciendo que has abusado de mi hija porque me crees responsable de tu situación?

—Qué sabrás tú de mi situación.

—Lo suficiente.

—Tú no sabes una mierda. Además, yo no he abusado de nadie. Tu hija y yo no hemos hecho nada que ella no quisiera hacer.

Por un brevísimo instante, la noche se quedó quieta. El aire, la hierba, el barro, la oscuridad, las siluetas de los árboles, el cielo: todo se detuvo en medio de un silencio atónito. Enrique Marbán fue el primero en reaccionar. Se incorporó de repente, se abrazó a las rodillas de César y, cargando contra él con el hombro, le hizo perder el equilibrio y caer de espaldas sobre el césped. Valiéndose de su propio impulso, se levantó y echó a correr pendiente arriba en dirección al sendero. Desde el suelo, César alzó el revólver y detonó los ocho fulminantes que había en el cargador. Vio a Enrique Marbán alejarse como una sombra en una huida errátil. Oyó el chapoteo de sus pasos en la hierba mojada. Oyó su respiración anhelante. Oyó un grito ahogado.

Un crujido. Una sacudida sorda. Luego, nada. Otra vez el silencio. Otra vez la calma boquiabierta de la noche. Se puso en pie y subió despacio hasta el sendero. Junto al bordillo de piedra que hacía de frontera entre el barro y el césped encontró una abertura cuadrada, una especie de alcantarilla o registro sin tapa de aproximadamente un metro de lado. Se acuclilló y miró hacia abajo, pero la oscuridad le impidió discernir nada.

—¿Oye? ¡Marbán! —dijo.

Al no recibir respuesta, se irguió, guardó el revólver en la gabardina y empezó a cruzar la noche en dirección a la avenida. Por el camino resbaló y dio con la cara en el barro. Siguió adelante con más cautela, sintiendo cómo la humedad se abría paso a través de la camisa y se le filtraba en el pecho como una irrigación gélida. Una vez en la calle, corrió hasta la furgoneta y cogió el mechero naranja del salpicadero. Luego, sordo a los pitidos irritados de un coche que pasaba, ajeno a la fina pero pertinaz lluvia que seguía empapándolo todo, regresó a la abertura. Se arrodilló en la orilla y aplicó la llama al cuadrado oscuro, pero siguió sin discernir nada. «Eh, ¿estás bien?», preguntó en vano. Angustiado, apoyó la mano libre en el borde del lado opuesto e, inclinándose cuanto pudo, hundió el mechero en el hueco. Enrique Marbán yacía retorcido en el fondo, a unos dos metros de profundidad, como una marioneta rota embutida en una caja. Tenía las gafas enganchadas en el pelo, los ojos y la boca abiertos y una brecha en la frente de la que manaban espesos borbotones de sangre. «¡Dios, no!», gritó César. La llama le quemó el dedo pulgar. Dejó caer el mechero en la cavidad y, poniéndose en pie de un salto, se agarró la cabeza y empezó a caminar de un lado a otro de la noche. Iba y venía espoleado por el pánico, tratando sin éxito de calmarse y de poner en orden sus percepciones. De la espesura del parque llegó el rumor de unas voces masculinas. Sonaban cada vez más nítidas, cada vez más cercanas. César miró hacia la abertura. Luego enfiló el sendero y, antes de que las voces se hicieran inteligibles, salió a toda prisa a la avenida.

Lo que hizo entre entonces y el alba dejó en su memoria un recuerdo brumoso y fragmentario. La avenida de Séneca lo condujo hasta las inmediaciones del museo de América. Allí dobló a la derecha y avanzó durante un rato por la estrecha pista de alquitrán que separaba el parque del Oeste y el tráfico de la A-6. En el intercambiador de Moncloa bajó al metro, compró un billete en una máquina expendedora y se subió a la línea circular. Rodeó Madrid varias veces, derrumbado en el asiento, sumido en una conmoción agitada. En su mente se apelotonaban sin orden ni concierto los sucesos de las últimas horas. Mientras el tren entraba y salía de los túneles, mientras, al compás de su traqueteo hipnótico, dejaba y cogía a los últimos viajeros de la noche, pasaron por su cabeza los fundamentos de su perdición: los dos preservativos, el coche saboteado, Héctor Martel acariciándole la pierna a Mercedes, el viejo reloj Festina parado a las cuatro y veintiséis, el ordenador encendido de Sofía, la abertura negra del parque del Oeste, la foto de Enrique Marbán sonriente, posando sin camisa ante un fregadero lleno de cacharros sucios. Entre los recuerdos reales se coló también una estampa que él nunca había visto, pero que durante años lo había acompañado como una sombra oracular: el abuelo Sean sentado en el balancín de la casa de Oakville, con las manos sobre el estómago y la mirada perdida para siempre en los viñedos. A eso de la una y media, en la parada de Sainz de Baranda, una mujer joven se bajó del vagón y les dijo algo a los dos guardias de seguridad que patrullaban la estación. Los guardias se volvieron hacia el tren. La mujer alzó el brazo y, a través de las puertas abiertas, señaló a César con el dedo. Uno de los guardias desenfundó un walkie-talkie y se lo acercó a la boca. El otro, un hombre grueso, con la cabeza rasurada, echó a andar hacia la vía con la mano apoyada en el mango de la porra. De pronto se oyó un pitido. Las puertas se cerraron y, con un chirrido de hierros, el tren prosiguió su ruta. Una vez en el túnel, César miró a la ventana ennegrecida que tenía enfrente y se encontró de lleno con su reflejo. Tenía el pelo enmarañado, como si acabara de levantarse de la cama. La gabardina y la parte frontal de la camisa estaban salpicadas de barro y sangre. En la siguiente parada —O’Donnell—, se bajó y echó a correr hacia la salida. Subió y bajó tramos de peldaños. Cruzó pasillos. Tomó escaleras automáticas. Ya sentía en la cara el aire frío de la superficie cuando, al doblar una esquina, se topó de frente con el hombre disfrazado de Jesucristo. La lluvia le había borrado parte de la pintura plateada, sobre todo en el cabello y en la barba. Llevaba sobre el hombro derecho la cruz de plástico. En la mano izquierda, agarrada por el cuello, sostenía una botella de vino. Miró a César con las pupilas desenfocadas, basculando ligeramente.

—Aún está en venta —dijo, reconociéndolo, y señaló la cruz con la barbilla—. Doscientos euros y es tuya.

César lo apartó con el brazo para poder seguir su camino. Ante él se extendía un largo corredor flanqueado de anuncios y papeleras, iluminado por dos filas de tubos fluorescentes. Al final, empequeñecida por la perspectiva, se alzaba la puerta de cristal y acero que conducía a la calle.

—Pues entonces, dame algo para salvar tu alma —dijo el hombre en un tono histriónico, y bebió un sonoro trago de vino.

César se quedó atónito mirando la etiqueta de la botella. Era un vino de las bodegas O’Malley, un tinto joven llamado California que su padre y sus hermanos elaboraban desde hacía décadas. El hombre dio otro trago. Esta vez parte del vino chocó contra sus labios y se le derramó por la barba y el pecho en finos regueros purpúreos. César sacó la cartera del bolsillo interior de la chaqueta y, con un gesto alucinado, le alargó un billete de cincuenta euros.

—Eso es mucho dinero —dijo el hombre sorprendido y, al mismo tiempo, receloso.

—A mí me sobra.

El hombre miró a César a los ojos. Lo estudió con detenimiento, como si esperara hallar en sus pupilas azules los motivos ocultos de su dadivosidad. Luego dejó resbalar la vista hacia la gabardina y la camisa manchadas.

—Qué habrás hecho —dijo, cogiendo el billete.

César guardó la cartera e hizo ademán de marcharse, pero el hombre lo detuvo agarrándolo del brazo.

—Toma, te hace más falta que a mí —dijo y le dio la botella de vino.

Tras un instante de duda, César cogió la botella por el cuello y echó a andar a lo largo del pasillo. Mientras se alejaba, el hombre disfrazado de Jesucristo le habló de nuevo.

—Qué habrás hecho, amigo —dijo—. Qué habrás hecho...

César bebió el primer trago en la calle. Alzó la botella y deglutió con ansia un buche de vino que le dejó en el paladar un sedimento picante. Luego cruzó la calle Doctor Esquerdo, a esas horas envuelta en una calma desértica, y se internó por Duque de Sesto en la cuadrícula dormida del barrio de Salamanca. Había charcos en los bordillos y las aceras olían a tierra mojada, pero ya no llovía. En el aire flotaba un residuo yodado, remotamente marino. César camino sin rumbo durante más de una hora, deteniéndose cada pocas manzanas para llevarse la botella a la boca. Camino con desesperación, con una prisa turbada y fútil. Y cuanto más caminaba, cuantas más vueltas daba entre aquellas fachadas indolentes, más lejos se sentía de sí mismo. Cuando, a las tres de la madrugada, salió como un espectro en fuga al paseo de la Castellana, ya no sabía quién era. Arrojó la botella vacía en un contenedor de basura, cruzó en rojo a la otra orilla y enfiló medio borracho la calle Almirante. Cien metros más arriba atisbo la puerta iluminada del Toni2, un piano-bar bien conocido por los trasnochadores de Madrid, entre otras cosas porque no cerraba hasta el amanecer. Era una especie de oasis, un islote enmoquetado y penumbroso al que, a partir de la medianoche, las mareas invisibles de la ciudad arrastraban a una clientela ecléctica, sin más pretensiones que pasar un buen rato y corear hasta quedarse afónicos las canciones de los Beatles, Frank Sinatra, Nino Bravo, los Payasos de la Tele, Elvis Presley o Raphael. La rigidez de los camareros, la moqueta desgastada y el mobiliario pasado de moda conferían al local un pintoresco aire de bingo en derrota, de cabaret sin cabareteras, de boîte de lujo venida a menos. César había estado en él en varias ocasiones, acompañando a clientes tras alguna cena de negocios. Decidió entrar porque guardaba un recuerdo grato de aquellas visitas y, sobre todo, porque no sabía qué otra cosa hacer consigo. Se quitó la gabardina, se arregló el cabello con la mano, se abotonó la chaqueta para ocultar las manchas más conspicuas de la camisa y se acercó con decisión a la entrada. El portero —un hombretón con guantes, embutido en un abrigo negro— le abrió la puerta y le dijo «bienvenido, señor» con un acento foráneo.

A pesar de que era miércoles, el bar estaba lleno. Todas las mesas estaban ocupadas. Alrededor del gran piano de cola y del gesticulante pianista se arremolinaba un enjambre de hombres y mujeres alborozados, hermanados por el alcohol y la noche. Bailaban. Se abrazaban. Brindaban. Reían. Cantaban a voz en cuello el estribillo de «¿A quién le importa?», de Alaska y Dinarama. César se sentó en un taburete que acababa de quedar libre en la barra y pidió un gin-tonic. A su izquierda, dos jóvenes con gafas de pasta discutían acaloradamente sobre el reventón de la burbuja inmobiliaria. Uno de ellos decía que lo que no podía ser era que la gente se metiera en hipotecas sin tener con qué pagarlas. El otro sostenía que la culpa de todo la tenían los bancos y los peces gordos. «Yo y la gente como yo», recordó César, y en un fogonazo se le asomó a la mente la imagen de Enrique Marbán lleno de sangre, retorcido como un títere en el fondo de la alcantarilla. El camarero depositó el gin-tonic sobre la barra. César dio un trago largo y se fijó en la mujer que estaba sentada a su derecha. Tenía unos cincuenta años, demasiado maquillaje y un vestido palabra de honor de lentejuelas doradas que le hacía parecer una artista de variedades fuera de sitio. Al notar que César la miraba, se volvió hacia él y, señalando con una mano enjoyada hacia el remolino del piano, dijo con soma: «Esto es como dar una fiesta en el camarote de los hermanos Marx». Luego empezó a hablarle de los viejos tiempos, de cuando la gente sabía estar y se vestía como Dios manda para salir por la noche. César bebió otro trago y, de pronto, dejó de escucharla. Siguió mirándola. Siguió viendo el pestañeo de sus ojos opacos y el movimiento de su boca entreverada de arrugas, pero a su cerebro solo llegaba un rumor subacuático. Bebió un gin-tonic tras otro, hasta que su consciencia encalló y el bullicio del bar se disolvió en un amasijo de rostros mudos y desdibujados. Entonces cerró los ojos y se hundió en una especie de desmayo lúcido, un limbo de algodones incómodos suspendido en la frontera entre la realidad y el aturdimiento. Sentía bajo su cuerpo la solidez acolchada del taburete. Oía retazos de risas y canciones. Notaba en la lengua y el paladar el burbujeo amargo de la tónica. Incluso, cada vez que alguien entraba en el bar o salía de él, percibía en la espalda el aliento frío de la noche. Pero su mente estaba muy lejos de aquel refugio de noctámbulos. Corría confusa de un extremo a otro de la memoria, rescatando toda clase de reminiscencias, algunas de ellas reales, otras imaginadas. Los brazos pecosos de la tata Práxedes. Martín recitando las capitales de Europa. El primo Matthew atorado en las fauces de un tiburón. Mercedes de niña en el den, conquistando el Polo Sur con unas raquetas de tenis atadas a los zapatos. La cartas de Lisa McPherson. Los pechos menudos de Davinia. La lagartija azul que Samantha tenía tatuada en el pubis. El abuelo Sean a los diecisiete años, atisbando Manhattan desde su cama en el hospital de la isla de Ellis. Sofía saliendo de casa con una bolsa transparente llena de muñecas muertas. Su padre en el restaurante El Caballo de Troya de Valladolid, acercando los labios al oído de su madre, susurrando: «Someday, miss, you will be my wife». A las seis de la mañana cesó la música y se encendieron todas las luces del local. César pagó la cuenta y se unió mecánicamente al reguero de clientes que discurría con desgana hacia la salida. En la acera se encontró de nuevo con la mujer del vestido de lentejuelas doradas. Llevaba sobre los hombros un abrigo de paño beis. Tenía rímel en la cara y la pintura de labios corrida.

—Te invito a una copa en mi casa —dijo sin preámbulos, e intentó sonreír.

—Gracias, pero tengo que irme —respondió César.

A su alrededor la gente se despedía, tarareaba canciones, cogía taxis. No llovía y el pavimento estaba seco, pero la calle seguía oliendo a mojado. Las voces, los motores, los golpes sordos de las puertas al cerrarse resonaban en la madrugada oscura con una nitidez redoblada.

—Por favor —insistió la mujer.

—Lo siento.

César se dio la vuelta y echó a andar calle abajo. El aire frío le había disipado un poco la embriaguez, pero no lo suficiente como para permitirle caminar en línea recta. Avanzaba por la acera haciendo largas eses, rebotando como una bola de pinball entre los coches aparcados y los edificios. Al llegar a la Castellana, se detuvo asombrado ante el milagro de la ciudad vacía. El paseo estaba suspendido en una pausa absoluta. No había tráfico. Ni viandantes. Ni sonidos. Madrid se había transformado de pronto en un silente cascarón de cristal, hormigón y cielo. César sintió cómo se adueñaba de él una calma dulce e insólita. Respiró hondo. Alzó el rostro a la madrugada y deseó con todas sus fuerzas poder permanecer para siempre en aquel entreacto benigno, en aquel paréntesis sin zozobras. El paseo volvió entonces a la vida. Un semáforo cercano empezó a emitir pitidos. De la plaza de Cibeles llegó rugiendo un alud de automóviles y camionetas. Varios hombres y mujeres surgieron de la calle Prim, cruzaron corriendo a la mediana del paseo y desaparecieron en la boca de una estación de trenes de cercanías. Un golpe de brisa hizo mecerse las copas de los árboles. César se subió el cuello de la gabardina y reanudó su camino. Avanzó deprisa, al principio con una conciencia vaporosa de la geografía por la que transitaba —la Biblioteca Nacional, el paso elevado de Eduardo Dato, Nuevos Ministerios, el Corte Inglés—, luego sumido en un abismo hipnótico de alcohol y angustia rediviva.

Pese al brío de sus pasos, no llegó a la plaza del Duque de Pastrana hasta las siete y media. Todavía era de noche. Un empleado del ayuntamiento barría la isla central con un cepillo de madera. Apilaba la basura en montículos. Luego la recogía y la vaciaba en un carro. Unos metros más allá, un quiosquero colocaba fardos de prensa en la balda de su quiosco. Los impactos secos del papel y los golpes del recogedor al chocar contra el borde del carro reverberaban con una nitidez fantasmal en la quietud de antes del alba. César entró en el bar Imperial y se sentó en una de las tres mesas vacías que había junto a la ventana. «¿Qué tal? —le preguntó el camarero desde la barra, mientras servía una ronda de churros y sol y sombras a una cuadrilla de obreros de la construcción—. ¿En qué quedó lo del coche?» César tardó un momento en comprender de qué le hablaba. «Ahí vamos, con papeleos», dijo, y pidió un café con leche y un cruasán a la plancha. Desayunó despacio, masticando con deliberación, dejando reposar en la boca los sorbos y los bocados. Al acabar apartó la taza y el plato, se volvió hacia la calle y observó cómo trepaba el alba por el muro del colegio. Suavemente, en una transición sin costuras, la noche se derritió para dar paso a una mañana de destellos azules.

A las nueve menos cuarto empezaron a llegar los niños. Venían de la avenida de Burgos y de las calles Mateo Irrutia y Caídos de la División Azul. Confluían en la plaza como ríos alegres, solos o acompañados por adultos, y pasaban aglomerados bajo el arco de hierro de la entrada. A las nueve menos cinco llegó el autobús. Se detuvo junto al bordillo con un suspiro neumático y derramó su bullicioso pasaje sobre la acera. Entre los primeros en bajar estaba Sofía. Iba riéndose, diciéndole algo al oído a Blanca Lesmes, su compañera de parada. Blanca Lesmes la escuchaba con los ojos muy abiertos y las yemas de los dedos pegadas a los labios. Poco después se bajó Martín. Tenía la trenca abierta, con un hombro caído por el peso de la mochila, y llevaba en la mano la flauta de la clase de música. Echó a correr nada más aterrizar en el pavimento. Al adelantar a su hermana, le dio un golpecito en el hombro con la flauta y se escabulló entre el hervidero de alumnos. Sofía trató de devolverle la agresión con la mano, pero no lo alcanzó. Una vez vacío, el autobús emitió un gruñido y se marchó. En la acera aparecieron entonces Quique Marbán y su madre. Ella estaba muy pálida. Tenía los ojos hinchados y el pelo mal recogido. Sin una palabra, sin un beso de despedida, Quique se apartó de ella y se unió a un grupo de compañeros. La mujer se quedó pensativa, abrazada a sí misma, inmóvil como un canto pulido en medio de la corriente infantil. De pronto algo la sacó de su extravío. Abrió la cremallera del bolso, sacó de él un teléfono móvil y se lo acercó a la oreja. Prestó atención con la mirada fuera de foco. Dijo algo muy breve y el rostro se le encogió en una mueca de espanto. «Fue un accidente», murmuró César, con la frente apoyada en la luna del bar. La mujer guardó el teléfono y se tapó la boca con la mano. Un hombre que acababa de dejar a su hijo en el colegio le tocó el hombro y le habló. Ella negó varias veces con la cabeza. Cuando el hombre se hubo ido, miró confusa a su alrededor, como si no lograra recordar dónde estaba. Dio varios pasos en dirección al colegio, pero enseguida cambió de opinión y, retrocediendo, se asomó a la carretera y paró un taxi que bajaba de la avenida de Burgos. «Fue un accidente», repitió César y, mientras el taxi se alejaba, rompió a llorar en silencio. Lloró mirando a la calle, conteniendo a duras penas las convulsiones, hasta que los niños dejaron de llegar y solo quedó en la plaza una pareja de policías nacionales. Estaban en el quiosco, ojeando revistas con despreocupación. Los dos eran muy jóvenes. Uno llevaba puestas unas gafas de aviador. El otro tenía la gorra en la mano y se acariciaba absorto la nuca. César contempló la acera vacía, crujiente de ausencias. Se secó las lágrimas con una servilleta de papel, se levantó de la silla, se acercó a la barra y puso un billete de cinco euros sobre la vitrina de cristal que cubría los bollos y las tortillas de patata. «Menudo cafre, ¿eh?», dijo el camarero, cogiendo el billete. César salió a la plaza sin responder ni esperar el cambio. La mañana desprendía un desconcertante perfume de pino y nuevos comienzos. Inhaló una bocanada ansiosa, como si fuera la última y tuviera que durarle hasta la muerte. Miró al colegio. Al anuncio de lencería de la marquesina. A las cuatro torres de Chamartín. A la cúpula impoluta del cielo. «Fue un accidente», dijo otra vez. Entonces cruzó la calzada y fue a entregarse a los policías.

 

 

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