California

California


VII

Página 12 de 21

VII

 

-¿Q

ué te pasa, cariño?

César dejó el vaso de agua sobre la superficie de mármol y empezó a rodear la barra de la cocina, pero al llegar al extremo Mercedes le ordenó detenerse.

—No te acerques —dijo.

Las lágrimas corrían por sus mejillas y se precipitaban sobre la pechera del pijama azul. Al entrar en contacto con la tela, se esponjaban y adoptaban formas caprichosas, como países inventados en un dibujo infantil.

—No entiendo nada —dijo César.

—La que no entiende nada soy yo —replicó Mercedes, y señaló los dos preservativos que reposaban sobre el mármol blanco, junto al neceser abierto y el vaso de agua.

Se había alejado unos pasos, de modo que ahora se hablaban en diagonal, desde esquinas opuestas de la barra.

—Son los que compramos en Marrakech, ¿no te acuerdas?

—¿Y qué hacen aún en tu neceser?

—Los dejé por si alguna vez volvíamos a necesitarlos, amor. Eso es todo.

César sintió en la sien izquierda una punzada que le hizo arrugar la frente. Reanudó despacio la circunnavegación de la barra, pero ella estiró el brazo y, extendiendo la palma de la mano, le obligó a detenerse de nuevo.—Seis meses —dijo, bañada en lágrimas.

—¿Cómo?

—Llevas seis meses viajando con esos preservativos.

—Te estás alterando por nada.

Mercedes resopló con desdén y se quedó pensativa, moviendo la cabeza de un lado a otro, con la mirada vertida hacia dentro, hacia el manantial recóndito del que brotaba su disgusto.

—Esto tenía que pasar —dijo—. Era solo cuestión de tiempo.

—¿Qué es lo que tenía que pasar? ¿De qué hablas?

—Demasiado perfecto.

Algunas noches al ir a acostarse, en el sonámbulo trayecto entre el sofá del salón y la cama, Mercedes pronunciaba frases sin sentido. «Aquí hay mucha pared y poco muro», declaraba muy seria mientras se frotaba la nariz con el dedo. O: «Tengo metros y metros de gato». O: «Todo es posible en mortadela». César, sofocando la risa, la incitaba a que siguiese enhebrando desatinos desde su limbo sin lógica. «¿Para qué quieres tanto gato, cariño?», le preguntaba. «¿Qué puede ocurrir en mortadela?» Pero ella nunca contestaba. Hablaba, pero no oía. El tráfico de sus despropósitos era de una sola dirección. Al día siguiente, durante el desayuno, cuando César repetía lo que había dicho, Mercedes se sonrojaba y se negaba a darle crédito. «Te lo estás inventando», se quejaba. Él insistía. Se ponía en pie, alzaba teatralmente su tostada y, para deleite de Martín y Sofía, volvía a articular los disparates de la noche previa con un ardor histriónico, como si estuviera declamando un poema, como la estatua de José Zorrilla recitando versos al viento desde su pedestal. César quiso creer que eso era lo que estaba ocurriendo esa noche, que Mercedes estaba hablando dormida.

—Demasiado perfecto todo —insistió Mercedes.

En sus veinticinco años juntos —nueve de novios y dieciséis de casados— habían tenido muy pocas discusiones serias. La primera de ellas había sido poco antes de la boda, durante las obras de restauración del ático de la calle Argensola. Nada estaba saliendo según lo previsto. El pintor se había esfumado, dejando en su estela tres habitaciones sin pintar y varios metros de parqué moteados de salpicaduras. Aunque se habían pedido hacía meses, las ventanas no llegaban y la intemperie se colaba a raudales por los vanos desnudos. El fontanero había destripado las paredes de los baños para tratar de acabar con las humedades. A la caldera recién instalada —lo último en tecnología del hogar, les había asegurado el instalador— le faltaba fuerza para calentar a la vez el agua de los grifos y la de los radiadores. Y, por si eso fuera poco, había aparecido una grieta en el techo del salón. Abrumada por tanto revés, Mercedes bajó corriendo a la calle, entró en una cabina y llamó a César a Asediv, la empresa en la que trabajaba entonces. En cuanto oyó su voz al otro lado de la línea, le gritó que no podía más, que se sentía sola, que detestaba esa casa. César le rogó que se calmase. Estaba a punto de presentar ante unos clientes un informe en el que llevaba semanas trabajando, y tenía la cabeza en otro sitio.

—Ya, para ti es fácil decir que me calme —gimió ella al filo de un ataque de histeria—. Tú no estás aquí, en medio de este caos.

—Tranquila, cariño. No pasa nada —insistió él, y a través del cristal del despacho vio a su superior inmediato llamándolo con la mano desde la puerta de la sala de juntas.

—¡No me digas que no pasa nada! ¡Claro que pasa! listo es un desastre y negarlo no arregla las cosas.

—Lo siento, amor, pero ahora no puedo hablar. Tranquila, luego te llamo —dijo César, y colgó el teléfono.

Las secuelas de esa llamada fueron un informe atropellado que no satisfizo a los clientes, un rapapolvo de su superior —el primero y el último que César había de recibir en su carrera— y un tenso silencio doméstico que culminó varios días después en la cama, en una explosión de Ilesos y disculpas mutuas.

Sus escasas riñas posteriores habían sido similares a esa. Breves distanciamientos causados por un acto de impaciencia. Rasguños que se curaban solos, sin cicatrices ni daños perdurables. Con una excepción: su reciente discrepancia con respecto a Sofía. Mercedes sentía hacia la psicóloga un respeto rayano en la veneración y aceptaba sus dictámenes como si fueran dogmas de fe. Todo lo que ella decía le parecía irrefutable. Que Sofía era una chica normal. Que su desapego y su animosidad cesarían cuando dejara atrás la adolescencia. Que lo único que se podía hacer mientras tanto era arroparla y cuidarla el doble. César tenía sus dudas. No sobre cuidar más a Sofía —en eso coincidía con la psicóloga—, sino sobre la normalidad de su conducta. La adolescencia le había trastocado el carácter, eso era indudable, pero había que estar ciego para no darse cuenta de que algunos de los cambios habían tenido lugar al margen de las hormonas. Por debajo de los síntomas clásicos —el tedio constante, la caída de las notas, el alejamiento de la familia, las nuevas amistades—, latía en ella una turbación lodosa, una especie de terror abismal, dislocado, que poco o nada tenía que ver —le parecía a él— con los desórdenes propios de su edad.

—Deberíamos llevarla a otro psicólogo, a ver qué nos dice —le propuso a Mercedes una noche al acostarse, pero ella rechazó la idea con una firmeza inusitada.

—La niña no está loca —dijo, meneando con vigor la cabeza.

—Por supuesto que no lo está, solo digo que... —empezó a explicar él.

—Ya verás cómo Henar tiene razón —lo interrumpió ella, tajante—. Dentro de nada, Sofía volverá a ser la de siempre.

César no supo qué contestar. Perplejo por la flema de Mercedes, por su negativa a considerar que su hija pudiese sufrir trastornos más graves que la adolescencia, acabó de ponerse el pijama y se acostó en silencio.

Ese fue el inicio de su única desavenencia crónica, de la única disputa que, pese a las muchas veces que hablaron de ello en los meses siguientes, no habían sido capaces de dirimir. Mercedes sostenía que llevar a Sofía a otro psicólogo no haría más que perturbarla. «Bastante revuelta está ya la pobre, como para que encima la hagamos creer que tiene una tara.» César opinaba que merecía la pena perturbarla un poco si así conseguían saber lo que de verdad le pasaba. «Pues qué le va a pasar, que es una adolescente. No sé por qué te empeñas en creer otra cosa», aducía Mercedes, y la discusión entraba en un bucle extenuante y hermético. En una ocasión, César perdió los nervios y acusó a Mercedes de avergonzarse de su hija. «Te sonrojas al comprar papel higiénico, cariño —dijo con una soma airada—. ¡Imagínate si alguien se entera de que Sofía va al psicólogo!» Ella lo miró estupefacta, como si acabara de recibir una noticia inconcebible. Luego rompió a llorar y corrió a encerrarse en el dormitorio. César necesitó varios días de contrición y disculpas para hacer que las aguas del matrimonio volvieran a su cauce. Pero ni en ese ni en ninguno de sus desencuentros previos, Mercedes se había mostrado tan desolada como la noche en que halló los preservativos en el neceser.

—No sé qué quieres decir, pero me estás asustando —dijo César.

—Pues que algo tenía que fallar. La vida no puede ser tan perfecta.

—Nunca te he sido infiel, si es eso a lo que te refieres. Nunca se me ha pasado por la cabeza engañarte con otra. Esos preservativos siguen ahí porque me pareció que nos podrían hacer falta más adelante. Mercedes, mírame, por favor: te quiero.

Pero ella no le estaba escuchando. Se había alejado más y escrutaba el entorno con extrañeza, como si de pronto, después de tantos años, la cocina le resultase ajena. Dejó de llorar y, aturdida, se secó el rostro con la manga del pijama.

—Tengo frío —dijo, abrazándose a sí misma.

César reaccionó al comentario con un suspiro de alivio. Lo interpretó como un retomo a la costumbre, al familiar territorio de las pequeñas cosas.

—Vamos a la cama —dijo, y alargó el brazo hacia ella.

Mercedes dudó un instante. Luego, ignorando el brazo extendido, se cerró el escote del pijama y echó a andar hacia la puerta de la cocina.

—No quiero que duermas conmigo —dijo sin volverse.

César no se atrevió a replicar. Se quedó inmóvil donde estaba, viendo cómo Mercedes se disolvía en la negrura del pasillo. Oyó el rumor en fuga de sus pasos descalzos. Oyó el chasquido del pasador de la puerta del dormitorio. Oyó el clic de la lámpara de la mesilla e imaginó a Mercedes tendida en su mitad de la cama, sola, incompleta, rodeada de noche. Luego, como si llevaran un rato esperando su turno, ocuparon la calma los zumbidos desacompasados de los tubos fluorescentes y la nevera. César cogió los preservativos y los arrojó al cubo de basura que había bajo el fregadero. Luego se apretó las sienes para evitar que la cabeza le estallara. Al dolor se sumó el fastidio cuando cayó en la cuenta de que las tabletas de ibuprofeno estaban en el baño pequeño, al que solo se podía acceder desde el dormitorio. O salía a la calle en busca de una farmacia de guardia, consideró apretando los ojos, o esperaba a que la aflicción se disipara sola. Incapaz de enfrentarse a la segunda alternativa, echó a andar hacia el hall. En el pasillo vio que aún había luz bajo la puerta de la habitación de Sofía. Se detuvo y, a través del rechinar de la jaqueca, percibió el bisbiseo lejano del teclado del ordenador. «¿Qué estará haciendo?», se preguntó en un susurro. Tuvo la tentación de llamar a la puerta, de asomarse y charlar de nuevo con su hija, pero se retrajo en el acto. En parte por el dolor de cabeza, pero sobre todo porque, tras la discusión con Mercedes, no se sintió con fuerzas para capear, por segunda vez esa noche, la indiferencia de Sofía. Siguió caminando hasta el hall y descolgó la gabardina del perchero. La humedad tibia de la tela le trajo a la memoria los detalles de aquel día extraño: el altercado con Enrique Marbán, las nubes de plomo, el hombre disfrazado de Jesucristo, la lluvia, los vaivenes de la migraña, Fermín consumiéndose en la garita. Se volvió hacia el mueble de la entrada y posó la vista en la foto familiar del balancín. Por un brevísimo instante la zozobra le dio un respiro y le permitió disfrutar de un hálito de dicha, una microscópica pausa de gozo en medio de la confusión y el dolor. Luego, sin ningún reparo, lo hundió de nuevo en el cieno. Junto a la fotografía, como una mascota en reposo, descansaba la bolsa del ordenador. César devolvió la gabardina al perchero y, siguiendo una corazonada, abrió de un tirón la cremallera. Hurgó con ansiedad en los múltiples pliegues y compartimentos. Por fin, alojada entre el borde del ordenador y una costura de nailon, halló una tableta de ibuprofeno manchada de tinta azul. Desanduvo el pasillo, entró en la cocina e ingirió la tableta tal y como estaba, sin limpiarla, con la ayuda del vaso de agua que había dejado sobre el mostrador. Apoyó las manos en el mármol, cerró los ojos y respiró hondo. Sintió cómo el líquido fresco, impregnado de medicina y tinta, descendía por su esófago y le irrigaba las entrañas. Permaneció así unos instantes, concentrado, espoleando con la mente al alivio. Al abrir los ojos de nuevo, cayó sobre él la consternación. Privado de su puerto natural de todas las noches —la cama matrimonial y el cuerpo tibio de Mercedes—, no supo qué hacer ni adonde dirigirse. Enjuagó el vaso y lo colocó en el escurridor. Luego se sentó en un taburete y se quedó quieto, atemorizado, como un niño esperando el rescate en el centro de un laberinto. Al cabo de un rato se levantó con pesadez, apagó la luz de la cocina y enfiló el pasillo en dirección al salón. Ya no había luz bajo la puerta de la habitación de Sofía, pero aún podía oírse, medio oculto en los dobleces de la noche, el bisbiseo del teclado.

Lo primero que sintió cuando el dolor empezó a disiparse fue enojo. Mercedes no tenía derecho a ponerse así por un equívoco tan fácil de aclarar. No era justo que, a causa de un malentendido sin importancia, él tuviera que dormir en el salón. Estaba tendido en el sofá, en camiseta y calzoncillos, mal tapado con la escueta manta escocesa que él y Martín usaban para ver CSI. No se había molestado en bajar las persianas y el fulgor nocturno de Madrid se derramaba sin trabas por la habitación, tiñendo de una claridad perlada la mesa de cristal del tresillo, el televisor de plasma, la lámpara de pie con forma de arco, la estantería repleta de libros de arte y fotos enmarcadas, el butacón sobre cuyo respaldo colgaban el traje, la corbata y la camisa. Junto al sofá, sobre la alfombra, descansaba su teléfono móvil con la alarma puesta a las siete y media. Había elegido como almohada un cojín demasiado duro y, por más vueltas que daba, no lograba acomodar la cabeza. ¿A qué ton aquel enfado?, se preguntó, volviéndose boca arriba y fijando la mirada en los parches de luz que titilaban en el techo como nubes pálidas. No entendía la desolación de Mercedes. No entendía su llanto. Y, sobre todo, no entendía por qué lo había expulsado del dormitorio. Ninguna de sus riñas previas había provocado una reacción tan drástica. Incluso en los largos silencios de sus discusiones más serias, habían seguido durmiendo juntos, separados tan solo por el orgullo y por la rigidez inútil de sus puntos de vista. ¿Cómo era posible que Mercedes se hubiera disgustado tanto por un asunto tan nimio? A medida que la jaqueca amainaba, el enojo de César fue cediendo terreno a la duda. En un esfuerzo por comprender a su esposa, trató de imaginar la situación a la inversa. ¿Cómo habría reaccionado él —se preguntó, volviéndose una vez más y encarando la pantalla negra del televisor— si hubiera encontrado dos preservativos en el neceser de ella?

A lo largo de sus años juntos, César apenas había tenido motivos para sentirse celoso. No porque Mercedes no atrajera la atención de los hombres —era bella, culta, perfectamente deseable—, sino por la destreza que tenía para neutralizarla. En cuanto algún admirador, por lo general gente del mundo del arte, sobrepasaba la raya de la galantería —invitándola a cenar, por ejemplo, u ofreciéndose a llevarla al teatro—, ella mostraba el anillo de casada y rehusaba la oferta con una sonrisa tajante. Luego, en casa, se lo contaba a César y convertía el requiebro en un episodio risible. Al principio César se había sentido dolido por la franqueza de su esposa. Recibía lisonjas de mujeres casi a diario, pero debido a su discreción natural no veía razón para compartirlo con nadie, mucho menos con Mercedes. Por eso no lograba discernir el propósito de aquellas confesiones espontáneas, que engendraban en su mente temores innecesarios. Con el tiempo, sin embargo, se dio cuenta de que, para ella, era una forma de dinamitar las sombras, de poner luz y taquígrafos en el matrimonio. Por medio de su sinceridad le decía a César que los demás hombres le sobraban, que ninguno estaba a su altura, que no tenía de qué preocuparse, que lo amaba. Contárselo todo era, en definitiva, una forma de tranquilizarlo. ¿Cómo interpretar entonces la hipotética aparición de dos preservativos entre sus útiles de aseo? ¿Qué hacer ante un indicio tan irrefutable? César no tuvo que pensar mucho para concluir que su propia reacción habría sido más destemplada que la de ella. Se puso otra vez boca arriba y, enredado en la manta, incapaz de dar con una postura cómoda, se recriminó en silencio su inconsciencia. Tuvo ganas de levantarse, salvar el pasillo, llamar a la puerta del dormitorio y pedirle perdón a Mercedes, pero se contuvo: no quería añadir al disgusto la molestia del sueño interrumpido.

La jaqueca se había ido casi del todo. Apenas quedaba un tremor, una especie de marea cosquilleante, espesa, como el hormigueo que se adueña de los músculos tras hacer un esfuerzo excesivo. César aguzó los oídos y, para su sorpresa, no escuchó nada. Ni el rugido de un coche en la distancia. Ni el zumbido sordo de la nevera. Ni la vibrante respiración de las calles. Nada. Solo el silencio de la casa dormida. Apoyó la vista en el techo y, oprimido por la quietud, pasó revista a su propia inocencia. A lo largo de los últimos meses había reparado a menudo en los dos preservativos. Cada vez que hacía la maleta se topaba con ellos en el neceser, revueltos con el kit dental de viaje y con los botes del gel y del champú. Los sacaba, los estudiaba con extrañeza, como si los hubiera puesto allí una mano invisible, y se decía que tenía que tirarlos, que era ilógico viajar con ellos sin Mercedes. Pero nunca lo hacía. Los dejaba donde estaban por pereza, o porque iba con prisa, o por previsión, por si en alguno de sus viajes futuros él y Mercedes volvían a necesitarlos. Ya les había ocurrido en Marrakech, cuando ella se olvidó en casa las píldoras anticonceptivas, y era razonable pensar que podía ocurrirles de nuevo. Ahora, envuelto en la noche muda, con la mirada en el techo y la migraña al borde de la derrota, César puso en duda la validez de sus coartadas. Se preguntó si no latía bajo ellas un motivación menos cándida. Quizás se engañaba a sí mismo. Quizás la permanencia de esos preservativos entre su equipaje no guardaba relación con la pereza, las prisas o la previsión, como había querido creer hasta entonces, sino con su deseo oculto de acostarse con otras mujeres. Quizás aquellos dos trozos de látex eran un por si acaso inconsciente. Quizás representaban la posibilidad latente de otras vidas, de otras camas. Quizás llevarlos consigo era una forma de nadar y guardar la ropa, de ser infiel sin tener que serlo del todo. Quizás, concluyó con desmayo, Mercedes tenía todo el derecho del mundo a disgustarse de esa forma. De pronto quebró el silencio el crujido de un picaporte. Mercedes, se dijo César. Seguro que tras el sofocón había reconsiderado las cosas, pensó, y ahora venía a perdonarlo y a hacer las paces. Desenredó la manta y se volvió esperanzado hacia el pasillo. Oyó un bostezo. Una leve tos. Unos pasos ligeros, como de éter mojado, acariciando el parqué. Entonces apareció Martín. Atravesó de lado a lado la penumbra rectangular de la puerta y, como un fantasma manso, volvió a perderse en el pasillo. Por un instante, una mera fracción de segundo, quedó prendida al aire la estela de su esquijama azul. Luego la estela se esfumó y llenó la casa una concatenación de pequeños sonidos. El clic del interruptor de la cocina. El zumbido irresoluto de los tubos fluorescentes. Un tintineo de vasos. El chorro del grifo chocando contra el fondo del fregadero. César se levantó del sofá y fue a ocultarse a una esquina del salón. No quería que, al regresar a su cuarto, Martín lo viera en esa tesitura. Esperó agazapado entre la librería y una torré de CD, con la manta echada sobre los hombros, como si fuese un intruso en su propio hogar. Una vez restablecido el silencio, volvió con cuidado al sofá y se acurrucó de cara al televisor. Para entonces el tremor último de la jaqueca se había disuelto en un bienestar de algodón. Libre por fin del dolor, de las punzadas que lo habían tenido en jaque durante aquel día inhóspito, César respiró hondo y se dijo rotundamente que no. Que no se engañaba a sí mismo. Que los preservativos no delataban designios ocultos. Que no deseaba acostarse con nadie. Que no había motivos para obligarlo a dormir en el sofá. Más tranquilo, cerró los ojos y trató de captar algún sonido procedente del dormitorio. Le pareció sentir a Mercedes dándose la vuelta en la cama, pero no supo discernir si se trataba de una percepción real o de un espejismo sonoro producido por sus ganas de oír algo. Una vez más, intentó amoldar la cabeza a la severidad del cojín, pero no pudo. Agarró el cojín por una esquina y lo dejó caer sobre la alfombra. Apoyó la cara en la superficie interna del brazo y, casi de inmediato, notó cómo se acercaba el sueño. Antes de sucumbir a él se preguntó si Fermín seguiría en la garita, rellenando crucigramas, partido en dos por el miedo y por el amor a los suyos. «Pobre hombre», se dijo en un susurro. Luego imaginó a Martín y a Sofía dormidos y, sonriendo en la penumbra, acertó a pensar que todo iría bien. Que todo se arreglaría por la mañana.

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page