California

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2. Sin cabeza

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—En el colectivo, claro. Yo estoy con Lola en el grupo de ocio y cultura. Me ocupo más bien del ocio, de deportes y cosas así —aclaró—, la cultura no me mola mucho, la verdad. Bueno, el cine sí, siempre que no sea cultural a tope. Tiene que haber gente para todo, ¿no? La reunión es a las siete.

Me reí. De pronto, aquello me parecía una encerrona en toda regla.

—Es increíble —dije—. Estoy a punto de mosquearme. En mi vida, de pronto, no hay más que gays por todas partes. Hasta en tu barrio.

—Qué va —dijo él—. En mi barrio hay maricones de toda la vida, como en cualquier otro sitio, muchos metidos en el armario desde que nacieron, y en el armario se morirán. Algunos son buena gente, y otros son muy perros. Pero gays, así gays de dar la cara, solo yo. Bueno, y Enrique y Celso, a su manera.

La verdad es que daba gloria escucharle, sobre todo después de haber conocido aquella misma mañana la historia de Enrique Miera.

—Mauricio me ha contado la vida de Enrique —dije.

—Fuerte, ¿no? Pero hay mucho de eso. No tan fuerte, a lo mejor, pero chungo, de todas maneras. Amigos míos, tíos mayores, a veces me cuentan cosas. No sé cómo habéis podido vivir así y aguantaros.

Volví a acordarme de mí mismo, treinta, veinte, diez años atrás. Quizás, en el fondo, continuara siendo un botarate, o había sido muy afortunado, pero no recordaba haber tenido que aguantar grandes tragedias, y además, muchas veces, en California desde luego, pero también en Madrid, cuando cumplí treinta, y cuarenta y cincuenta años, me lo había pasado en grande.

—¿Quién te ha dicho que soy gay? —le pregunté—. ¿Lola o Mauricio?

—Los dos. Sé que trabajas con ellos, y que eres un mandamás. Y que vas a echarle una mano a ese chaval enrollado con un señor que ha pillado el alzheimer.

—Lo voy a intentar. —Me estaba empezando a asustar un poco tanta presión—. De todas formas —le dije, quizás como un modo de protegerme—, antes no todo era tan rematadamente malo.

Se encogió de hombros, como dando a entender que allá cada uno con la marcha que le va.

—A veces me lo dicen amigos míos, gente mayor, no creas. —No acabé de decidir que lo que quizás yo no creyese, según Rubén, era que él tuviese tanto trato con personas mayores—. Se divertían con sus cosas, y dicen que ahora las echan de menos. No sé. A lo mejor a mí, cuando tenga tu edad, me pasa algo parecido.

—Veo que hablas mucho con gente mayor —le dije.

—Todo lo que puedo. Me gustan mayores.

Me puso una mano en la rodilla.

—Mi amigo —dije, un poco desamarrado, como habría dicho Chuchi, en aquel momento— cree que en la empresa en la que trabajo solo hay gays y lesbianas, o que por lo menos solo los gays y las lesbianas tienen problemas, y que todos esos líos me caen a mí encima porque todo el mundo sabe que soy gay.

—¿Y eso te divierte?

No me quitaba los ojos de encima, medio ladeado, muy sonriente, y presionaba suavemente mi rodilla con los dedos.

—Bueno, yo no diría eso. Aunque ahora también a mí me llama la atención, la verdad. Pero no es que me divierta.

—Es que como estaba diciéndome que, antes, muchas veces la gente de tu edad iba a su rollo y se lo pasaba en grande, pensé que eso te divertía. ¿O es que querías decirme otra cosa?

Decidí recuperar por un rato mi proverbial falta de intuición.

—No sé. ¿Qué cosa?

—Que tienes un amigo. —El chico iba directo al grano—. Lo has dicho. Tienes un amigo, ¿verdad?

—Sí. Tengo un amigo.

—Un novio.

—Sí. Un novio.

—¿Desde hace mucho?

—Bastante. Cinco años.

—¿Es joven?

—Sí. Es joven. Menos que tú, pero es joven.

Retiró la mano.

—Ya —dijo, y se volvió a mirar al frente—. Van a tener que cambiar ese anuncio que dan por la tele. «Dicen que todos los hombres guapos están casados o son gays». O son gays y tienen novio, digo yo.

Nos reímos. No parecía en absoluto decepcionado o apesadumbrado. Eso sí, debió de pensar que yo estaba en ese momento con las defensas un poco desguarnecidas y aprovechó para hablarme del campeonato de voley playa. Yo le dije que sonaba raro un campeonato de voley playa en aquel barrio de Madrid, pero él me dijo que era la última moda, que tenía un éxito del copón, con todas aquellas niñas en bikini bailoteando en los descansos de los partidos y la música guapa a tope, que él le había propuesto a Mauricio que también salieran chicos en taparrabos para alegrarles la vista a las chicas y a los gays, pero Mauricio le había mandado a la mierda, aunque todo llegará, me dijo, oye, es como en las Olimpiadas, ¿no hacen las niñas judo, lanzamiento de martillo y todas esas cosas?, ¿por qué no van a hacer los tíos gimnasia rítmica o natación sincronizada?, no te rías, todo se andará. Pero, bueno, lo urgente, me dijo, era encontrar financiación, sobre todo para el marrón de la arena. El campeonato se iba a celebrar en el patio del centro cultural, pero había que echar arena de la playa, un dinero, y él había conseguido liar a gente del barrio, comerciantes y dueños de bares y coleguillas así, para que diesen una contribución, una especie de impuesto revolucionario, dijo, jacarandoso, pero lo de la arena de playa eran palabras mayores.

—Mauricio dice que en esa empresa vuestra a lo mejor os animáis. Oye, en el barrio seguro que la peña se gasta una pasta en videojuegos como los que vendéis y todo eso. Es una oportunidad publicitaria, ¿no? Mauricio dice que la decisión depende de ti.

Habíamos llegado a la altura de Hortaleza y Fuencarral.

—No depende exactamente de mí —le dije—. Pero lo hablamos.

Me detuve frente a la Telefónica.

—No necesitamos una fortuna, no te creas.

Un mulato de enormes bíceps tatuados se había quedado mirando al interior del coche y, cuando nos cruzamos las miradas, se pasó con supuesta discreción la lengua por los labios.

—Tienes que pasarme una propuesta concreta —le dije a Rubén, aunque también podría habérselo dicho al mulato de bíceps enormes—. Y un presupuesto.

Algunos conductores que doblaban por Fuencarral me pitaban y me miraban con mala cara al pasar por mi lado.

—Nos vamos a ver esta tarde —dijo Rubén mientras se bajaba—. Nos pasamos los teléfonos y hablamos, ¿vale?

—Vale. Hasta las siete.

Antes de salir se volvió y me dio un beso. Lo vi desaparecer por la esquina de Fuencarral con aquella carrera de potrillo que por lo visto no frenaba nunca. Yo bajé hasta San Bernardo, subí hasta los bulevares y llamé a Álex. En casa saltó el contestador automático. El móvil lo tenía desconectado o fuera de cobertura, y escuché el recitado mortecino que había grabado para el buzón de voz. No le dejé ningún mensaje. Decidí comer algo en el VIP’S de Zurbano y esperar en casa hasta la hora de la reunión.

Intenté dormir un poco, pero la imagen de Enrique Miera y Celso juntos, caminando despacio el uno junto al otro, sin mirarse, sin hablarse, pero seguramente atentos los dos a cualquier vacilación o cualquier antojo de su compañero, de su amigo, de su novio —qué rara sonaba esa palabra referida a aquellos dos ancianos pulcros, heridos, asustados—, no se me iba de la cabeza. En la televisión salía una pobre mujer pintada como un

ninot que contaba con el corazón encogido una historia complicadísima de marido infiel con una amiga del alma, de hijos ingratos que preferían a la otra, de padres crueles que le echaban a ella la culpa de todo el desaguisado conyugal y familiar, y entonces me acordé de lo que me había dicho Enrique, convencido quizás de que yo me dedicaba a perpetrar aquellos programas desvergonzados, y primero sonreí, pero luego pensé que no estaría mal andarse con cuidado, a ver si entre todos, a poco que Enrique y Celso se descuidasen, o solo con que aceptaran un puñado de consuelo tardío sin pensar antes a cambio de qué, acabábamos convirtiendo a aquel hombre y a su pareja en un número de circo. También me acordé, por lo retorcido del guión de la vida de aquella pobre señora, de

Luna de Sinaloa, aquella película desbaratada, como diría Chuchi, en la que fue estrella durante dos minutos el hermano de Peter, e incluso me imaginé que llamaban a la puerta y era un mensajero con un espectacular ramo de flores enviado desde Hollywood por Charito Baeza.

A las cinco decidí salir, dar una vuelta por Chueca antes de la reunión —la sede del colectivo estaba en la plaza Vázquez de Mella—, y a lo mejor me encontraba con Rubén y le dejaba que me hablase del campeonato de voley playa y que me pusiera la mano en la rodilla. No intenté de nuevo localizar a Álex.

Me costó encontrar una plaza libre en el

parking de Augusto Figueroa y nada más volver a la calle percibí aquel olor, a madera recalentada al sol desde muy temprano, que yo siempre decía que me recordaba tanto a California. En todo el barrio hervía el bullicio desordenado y arrítmico de los sábados por la tarde. Parejas mixtas y jóvenes que parecían apuradas por cumplir su programa de compras, sobre todo en tiendas de ropa para chicos, y grupos de amigas, algunas no tan jóvenes, que daban la impresión de andar a la caza de alguna sorpresa que solo se podía encontrar en Chueca. Muchachos cogidos de la mano, o abrazados por la cintura, y parejas de muchachas que caminaban del brazo con el aplomo de quien sabe que se encuentra en lugar seguro. Un patinador de pelo rapado, torso desnudo y sudoroso y pantalones muy cortos y muy ceñidos pasó a mi lado con el mismo ritmo cadencioso que tenían los patinadores de la playa de Venice. Un travesti a medio vestir y a medio pintar, quizás premeditadamente vestido y acicalado a medias, andaba repartiendo

flyers de una discoteca en la que, a todas luces, reinaba el más acalorado y clásico petardeo. Las terrazas de la plaza, alrededor de la boca del metro, estaban abarrotadas de gente, la mayoría jóvenes, muchos de ellos con pinta de no haberse recuperado aún de la noche del viernes, que parecían ansiosos de aquella bendición del sol de abril. Un hombre de mediana edad y con aspecto de funcionario, solo en una mesa, leía un libro con las tapas incongruentemente forradas con papel de periódico. Una señora y un señor, a los que era fácil imaginar jubilados y apacibles, vigilaban los juegos de unas niñas, seguramente sus nietas, que se entretenían recogiendo chapas de botellas de refresco y se perseguían entre las mesas, desafiando la paciencia y el brumoso deseo de adopción de buena parte de la clientela. Los socialistas habían ganado las elecciones hacía menos de un mes y les habían prometido a los gays bodas laicas, bautizos laicos, hermosas familias laicas y llenas, enseguida, de suegros, cuñados, sobrinos, ahijados, nietos laicos. Dentro de nada, Chueca dejaría de parecerse a Santa Mónica. Mientras, camareros y camareras muy ágiles y risueños trajinaban con bandejas llenas de jarras de cerveza espumosa, bebidas isotónicas, combinados imaginativos, refrescos convencionales y cestitas rebosantes de palomitas de maíz y frutos secos. Quizás en algunos de los pisos que daban a la plaza había alguna mujer maltratada, algún chico enfermo, algún parado deprimido, algún anciano solo y triste, pero el barrio estaba lleno de ejemplares musculosos y arrogantes, muchos de ellos hermosos y hieráticos como los culturistas de Muscle Beach. Solo faltaba el mar, pero muchos de los que tomaban el sol tenían la misma actitud de los mozalbetes ociosos y felices que pasaban horas tumbados a orillas del Pacífico, sin ninguna preocupación aparente por el porvenir, con la vida resuelta y fácil de los herederos de fortunas interminables o de los neófitos convencidos de haber llegado al paraíso de la eterna juventud, donde todo es frondoso y fértil y basta con trabajar los tres meses del verano en Ibiza o en la Costa del Sol para vivir el resto del año sin calendario, sin horas, sin obligaciones, sin agobios por el día de mañana. Un chico con el pelo teñido de amarillo canario y vestido con una camiseta con los colores del arco iris y un peto vaquero, uno de cuyos tirantes le caía desmayado sobre la cadera, se balanceaba, con la expresión beatífica de los sonámbulos, subido en uno de los bancos de cemento de la plaza, como si navegara sobre una tabla de surf un día de brisa suave y oleaje melancólico. Cuatro o cinco muchachitos de aspecto magrebí, apoyados en la pared junto al escaparate de una tienda de comida envasada y chucherías surtidas, esperaban clientes con la mirada ágil de quienes están acostumbrados a distinguir de lejos a un consumidor de «chocolate» de uno de la pasma disfrazado de marihuanero. Un treintañero calvo y trajeado, que sin duda acababa de salir de su despacho o de terminar su turno como dependiente en unos grandes almacenes, y con un fox terrier impecable y desdeñoso, andaba de cháchara con un chico de aire delicadamente fantasmal, de belleza angulosa y pálida, con un caniche adormilado de color carbón en brazos. En la cervecería de la esquina de Gravina con San Gregorio, desbordada sobre la acera y hasta la mitad de la calle, había chicos muy vistosos —algunos, de cerca, perdían mucho esplendor— y muchachas que parecían conocer a todo el mundo, alguna pareja de las de toda la vida que quizás acababa de instalarse en el barrio, algún hombre maduro que parecía haber nacido por allí, haberse casado en alguna iglesia cercana, haber criado allí a sus hijos, haber frecuentado aquel bar desde que empezó a fumar y a beber cerveza con los amigos. Quizás entre todos ellos hubiera desahuciados, pobres, asustados, indecisos, pero se veían banderas del arco iris por todas partes, locales de diseño de vanguardia y tugurios que proponían, desde sus fachadas estudiadamente tenebrosas y desafiantes, experiencias bizarras y compañía seleccionada con extremo rigor, y las paredes de todo el barrio estaban llenas de carteles que anunciaban saunas, discotecas, restaurantes, fiestas, viajes, paraísos en los que crecía sin descanso la felicidad. Algunos escaparates estaban atiborrados de mocetones desnudos, dispuestos a dejarse morder por miles de ojos, en las carátulas de vídeos y deuvedés y en las portadas de revistas envueltas con papel celofán. Quizás, alguna vez, yo aparecí en la portada de

Blush. Dos parejas de chicos suramericanos, chuequeros de pies a cabeza, cotorreaban con el mismo lenguaje efervescente y malicioso de Chuchi, ese lenguaje que parecía estar inventando en cada momento las cosas, la vida, los chistes, las emociones, el mundo. Estaban parados delante de una librería en la que entré porque parecía un refugio amable y lleno de otras voces, otras historias, otras miradas, otros recuerdos. Compré un par de novelas, un ensayo sobre Genet, una revista australiana en la que solo había fotos de los chicos más deslumbrantes de las antípodas, y el vídeo de una vieja película de Fassbinder. Al salir, unos chicos que pasaban en un coche abarrotado de música me gritaron: ¡qué rico, papi! Yo no sabía si César Peralba y aquel hombre mayor al que quería tanto, y Enrique Miera y Celso Vega, habían ido alguna vez por Chueca, si se habían deprimido al comprobar lo lejos que todo aquello estaba de sus vidas, pero allí estaba también todo el consuelo, todo el descaro, toda la verdad y toda la mentira que podían acompañarles, que podían ponerse a su favor. Solo faltaba el oleaje estrellándose contra los cristales de la piscina de una casa en Malibú.

Hice tiempo en un bar tranquilo y en penumbra, con veladores de mármol y sillones de mimbre, como si fuera uno de aquellos salones pequeños y acogedores del Manila Lodge de Santa Bárbara, con un gran ventanal por el que podía verse toda la bulla callejera, y a las siete menos cuarto estaba frente a la animada sede del colectivo, un antiguo garaje con el cierre metálico pintado con grandes globos de todos los colores del arco iris, y reformado con bastante desorden, impetuosa imaginación, gusto poco convencional y escasa subvención de la Consejería de la Juventud de la Comunidad de Madrid.

La reunión con el grupo de trabajo de ocio y cultura fue caótica, entusiasta y dudosamente fructífera, si bien yo había participado en Anaheim en reuniones mucho más desbaratadas y muchísimo menos enérgicas de las que, al final, habían salido líneas de producto interesantes o campañas publicitarias atinadas y vistosas.

Rubén llegó tarde, acelerado como siempre, con los puntiagudos trasquilones del pelo brillantes, como si acabara de ducharse o de embadurnárselos de fijador, y me saludó con un guiño y el pulgar de la mano derecha hacia arriba.

Lola me presentó como alguien mucho más importante y decisivo en la empresa de lo que era en realidad, y yo intenté, desde la primera frase, prevenirles contra el exceso de expectativas. Les dije que Anaheim no estaba por la labor de perder dinero con experimentos u osadías de interés social, y que ya le había advertido a Lola que era imprescindible elaborar un proyecto sólido, bien estructurado, lo menos temerario posible y con un mercado potencial verosímil y bien definido. Y que, aun así, la propuesta no despertaría, de entrada, entusiasmos indescriptibles, pero que, desde luego, merecía la pena intentarlo.

Un chico no tan joven como el resto de los miembros del grupo, serio y acostumbrado sin duda a expresarse en público, con aspecto de profesor o de asistente social, propuso plantear un videojuego en el que las manifestaciones de signo homosexual —palabras, gestos, contactos, subtextos: eso dijo— se mezclaran con los de signo heterosexual, al menos en una primera etapa: era conmovedor comprobar su confianza en que hubiera etapas.

Enseguida se desató una discusión desbordante con las ideas más románticas y peregrinas —lo que en Anaheim se habría denominado un

benchmarking de nivel 1 e intensidad 8— y se propusieron versiones gays de cuentos infantiles clásicos, versiones gays de películas de toda la vida, versiones gays de los grandes éxitos cinematográficos de los últimos quince años, plagados de efectos especiales o gritos de terror, versiones gays de los grandes acontecimientos sociales de los últimos tiempos —por ejemplo, la boda de los príncipes de Asturias, la muerte de Lady Di, el accidente mortal de John John Kennedy, la vida amorosa y circense de la pequeña de los Mónaco— y versiones gays, significara eso lo que significase, de los encuentros de la última Copa de Europa —esa propuesta fue acompañada por ingentes suspiros de homenaje al jugador portugués Cristiano Ronaldo— y de los inminentes Juegos Olímpicos de Atenas.

Rubén propuso un videojuego con un campeonato de voley playa, por supuesto completamente gay, incluidos los animadores en taparrabos, y volvió a guiñarme un ojo.

Me di cuenta de que algunos de los miembros del grupo formaban parejas, porque cuando uno conseguía exponer con un mínimo de continuidad su idea sobre el mejor videojuego posible a favor de la causa gay, su compañero le felicitaba con cariñosos besos, como si acabase de escalar el Everest. Un chico de aspecto muy limpio y muy deteriorado, sin duda enfermo de sida, era besado continuamente por su amigo, con una ternura que me hacía difícil apartar la mirada de ellos.

Uno de los chicos emparejados sugirió empezar con un videojuego de fútbol o de baloncesto en el que los jugadores, después de cada gol o de cada canasta, se besaran en la boca, se magrearan, se estrujaran entre ellos, rodasen por el césped o por la cancha abrazados, desenfrenados.

Anselmo, un moreno esquelético y nervioso, con una pluma militante y alimentada sin duda con el único fin de causar estropicios, dijo, con toda la razón del mundo, que eso ya se veía en todos los partidos, que en el videojuego lo que tenían que hacer los jugadores, después de un gol o de una canasta, para que quedase claro que eran gays y no locazas metrosexuales armarizadas, era mamársela los unos a los otros, follarse entre ellos, hacer el tren, darle al

fist fucking y a la ducha dorada y dejar la continuación del encuentro para la semana siguiente, o para la temporada próxima, eso daba igual.

A partir de ahí, la reunión se desparramó, se llenó de disparates y de risas, de sugerencias cada vez más enrevesadas, imaginativas y procaces sobre maneras de celebrar un tanto, y no digamos el triunfo final, incluyendo un sorteo entre los espectadores —se discutió, con escurridiza seriedad, si habría que vetar o no, en ese sorteo, a las espectadoras— para participar en el jolgorio, en la orgía, en el éxtasis. Daba gusto verlos tan destrozones, tan entusiasmados, tan contentos, tan decididos, a pesar de todo, a pelearse con quien hiciera falta para que nadie les pisoteara ni un día más. A las dos horas largas, todos encallamos en reiteraciones y muestras de cansancio y Lola, expeditiva, fue capaz de trazar un plan de trabajo escueto, distribuir las tareas, poner un plazo de entrega de los resultados de un optimismo admirable, y me comprometió a recibirles, si no a todos, al menos a una delegación, al cabo de un mes, esta vez en mi despacho.

Se había hecho muy tarde. Yo había desconectado el móvil y, cuando volví a encenderlo, encontré un mensaje de Álex que me decía que estaba en casa, agotado, y que iba a cenar algo y acostarse pronto.

Les dije a todos que tenía que llegar a casa lo antes posible. Se despidieron de mí con muchos besos y mucha gratitud. Rubén me dijo que tendría lo que le había pedido, como muy tarde, el sábado o el domingo siguientes, e hizo un gracioso gesto de resignación ante el abandono en que le dejaba, señalando mi móvil.

Lola me acompañó a la puerta.

—Lo de César Peralba no va bien —me dijo—. Supongo que lo sabes. El jueves es el Comité de Dirección y Castilla se ha puesto de un legalista que da asco. Toma, te he traído esto. —Me dio un sobre—. Léelo.

—¿Tiene algo que ver con esta reunión tan entretenida?

—No —dijo Lola, y entornó los ojos para indicarme que lo lamentaba—. Lo siento. Pero puedes dejarlo para mañana, no quiero estropearte la cena.

Dentro del sobre había la fotocopia de un recorte de periódico.

Hasta el lunes, tres días antes del Comité de Dirección, para mí César Peralba era solo un nombre y la víctima de una historia desdichada. Me habían conmovido su desamparo, su extraño y un poco desmedido coraje, aquella rara y difícil historia de amor por la que ya había dado todo lo que tenía y por la que estaba dispuesto a sacrificarse y a endeudarse cuanto hiciera falta, pero no le conocía en persona. Mauricio y Lola me habían dicho que sin duda lo habría visto en la empresa más de una vez, aunque el Departamento de Diseño estaba en la última planta del edificio y mi despacho, en la segunda, y me hablaron de un chico que aparentaba menos de los treinta y cuatro años que tenía, menudo, de rostro aniñado a pesar de una calvicie prematura, que disimulaba con un corte de pelo radical, lo que le daba, dijo Lola, cierto aire de pequeño Lama. Iba siempre vestido con ropa modernità —me pareció que Lola usaba el diminutivo para darme a entender que, en todo caso, no se trataba de ropa cara, sino comprada en esas tiendas que ponen el diseño al alcance de las economías menos boyantes— y nada convencional. Así me hice una idea de cómo podía ser el chico, e incluso en alguna ocasión había estado a punto de abordar a algún joven empleado de Anaheim y preguntarle si era quien yo suponía.

El lunes a media mañana, Lola me llamó y me preguntó si tenía un momento para hablar con Peralba. Ella, como miembro del comité de empresa y, por tanto, con horas liberadas para el desarrollo de tareas sindicales, le acompañaría. Yo le dije que a las doce y media me vendría bien, y que me gustaría que en la reunión también estuviese Mauricio. A las doce y media en punto, los tres entraban en mi despacho.

Peralba no me pareció tan juvenil como me habían dicho Mauricio y Lola. De hecho, de haberlo visto por primera vez en otras circunstancias, sin que nadie me hubiese hablado antes de él, le habría calculado incluso más edad de la que tenía. Cierto que la descripción que me habían hecho Lola y Mauricio no estaba en absoluto descaminada, pero el chico tenía una expresión de seriedad y cansancio que más bien causaba la impresión de que la ropa —en efecto, modernita—, el estricto corte de pelo, la piel clara y sin muestras chocantes de deterioro, incluso su apenas metro sesenta de estatura y, en general, aquel físico que también Lola había calificado, con absoluta propiedad, de menudito resultaban incongruentes, propios de alguien de otra edad, como descolgados desde hacía mucho del verdadero Peralba, alguien que había madurado y parecía estar envejeciendo vertiginosamente como consecuencia de alguna corrosiva enfermedad mal diagnosticada y tratada.

Nos sentamos alrededor de la pequeña mesa de reuniones y Peralba quedó frente a mí, tranquilo, quizás en exceso, tal vez al borde de la apatía o de esa resignación que tanto se parece a una parálisis irreversible. Me miró a los ojos con tanta calma y desinterés que a punto estuve de darme por ofendido, como si él tratara de dejarme claro desde el primer momento que no esperaba nada de mí, que estaba allí solo porque Lola se había empeñado. Tuve que recordarme a mí mismo por qué César Peralba estaba en mi despacho, y solo así pude controlar las ganas de advertirles a los tres, con cualquier excusa de trabajo, que debíamos terminar aquella reunión enseguida.

—Este es César —dijo Lola, y me mordí la lengua para no celebrar y agradecerles, molesto por la actitud de Peralba, que fuera él en persona, que no hubieran enviado en su lugar a algún doble—. Él ya te conoce. De verte por aquí e incluso, me ha dicho, en no sé qué discoteca.

Levanté las cejas, intrigado.

—Alguna vez le he visto en Wilder’s —dijo Peralba en un tono de voz neutro y desganado, y no sé por qué interpreté que ese detalle, unido a que me hablase de usted, indicaba que yo era para él una persona poco fiable. Wilder’s era la discoteca de clientela madura en la que me había reencontrado con Álex, cinco o seis años atrás.

—Hace siglos que no voy por allí —dije, y miré a Lola y a Mauricio y tal vez dejé entrever que aquel chico no me caía simpático.

—Yo también —dijo él, y rebosaba indiferencia—. No voy a ninguna parte desde que Ignacio necesita estar acompañado día y noche.

Hice un esfuerzo para ponerme en su lugar. Era lógico que estuviese resentido con el mundo entero, con Anaheim España sobre todo, pero se suponía que estaba allí para pedirme ayuda. Yo no iba a criar mala sangre por el hecho de que él me tuviera ya catalogado entre sus torturadores.

—No sé por dónde queréis que empecemos —dije, y comprendí que Mauricio se había dado cuenta de que comenzaba a impacientarme, porque me hizo un gesto pidiéndome un poco de comprensión—. En mi opinión, de lo que se trata es de conseguir del Comité de Dirección, el jueves, la mejor ayuda posible para César.

—Yo no quiero la mejor ayuda posible —dijo Peralba sin cambiar el tono de voz y sin moverse, como si de veras estuviese paralizado y hueco por dentro—. Lo que quiero es lo que me corresponde. Quiero que se respeten mis derechos. Nada más.

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