California

California


Nota del autor

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Aquí, California es, como dice el narrador en algún momento, un estado de ánimo, y sobre esa geografía emocional los mapas solo son fieles a los recuerdos, con sus desórdenes y veleidades, y los personajes pertenecen exclusivamente a un censo sentimental. Por eso todos los aspectos urbanísticos, paisajísticos, onomásticos, cronológicos, biográficos y autobiográficos, coincidan o no con escenarios y nombres reales, hay que entenderlos como fruto de la invención.

Algo parecido cabe decir del lenguaje, recreado muchas veces a partir de la huella de las palabras, con sus prodigios fonéticos y sus audacias sintácticas, en el álbum de los tiempos vividos y recordados. En ese sentido, también el lenguaje en esta novela es un atributo muy personal del narrador de la historia, pero siempre hay que confiar en la complicidad de los lectores.

No obstante, como California no es solo un estado de ánimo, y las cosas también son como son y fueron como fueron, para la reconstrucción narrativa y lingüística de aquel lugar y aquel tiempo, y para que esta novela haya podido salir al encuentro con los lectores, he contado con la ayuda, el aliento y la dedicación de algunas personas a las que quiero manifestar mi agradecimiento.

Tom Hernández y George Rouleau, tan hospitalarios y generosos, me enseñaron durante muchos veranos aquella California en la que —creía yo— la luz no se iba nunca.

El poeta Ángel González y la profesora Susana Rivera me enviaron desde Alburquerque abundante bibliografía sobre las tribus indias norteamericanas, que tanto me ha servido para imaginar, componer y disfrutar el personaje de Ronnie. A Ángel González, además, le debo el personaje de «Enrique Miera», a partir de una historia que contó durante una cena con amigos en Sanlúcar.

El novelista Manuel de Lope me regaló

Inside Linda Lovelace, la autobiografía de la protagonista de

Garganta profunda, cuando, hace años, le conté que andaba dándole vueltas a una novela en la que aparecía la California de los años setenta y el cine pornográfico que triunfaba en aquellos momentos.

Carlos Fresneda, corresponsal de

El Mundo en Nueva York, me ayudó, con un reportaje sobre el

spanglish, a recrear esa manera de hablar. A Lydia Garrido, corresponsal de

El País en Valencia, le debo el relato que he utilizado de la historia de Isabel M. y Carmen B. En la revista

Zero pude encontrar el modelo de publicación, y algunas informaciones concretas, que necesitaba.

Margarita Hermosilla y Natalia González me han ayudado, con paciencia y virtuosismo, en todos esos enredos informáticos que ahora son imprescindibles y que me ponen de los nervios.

Claudio Mendonga, con sus excitantes apremios, me sirvió siempre de estímulo y me obligó a ponerme las pilas.

Ana Estevan, editora en Tusquets, siempre tan minuciosa y tan afectuosa, lleva mucho tiempo bregando con mis originales y mis heterodoxias, mis manías y mis descuidos. Su trabajo es siempre admirable y me da mucha confianza, pero en esta ocasión ha tenido que echar el resto.

A Beatriz de Moura y Toni López Lamadrid tendría que haberles manifestado mi enorme gratitud en cada uno de los libros que me han publicado desde 1987. Ahora, después de once novelas mías en Tusquets Editores, creo que ya va siendo hora de superar el pudor. Sin ellos yo no existiría como novelista. Ellos han creído siempre, en ocasiones hasta el borde de lo temerario, en lo que yo escribo. Por eso tengo que matizar un poco: California es también el territorio de la generosidad, del entusiasmo y de la amistad. California también son Beatriz y Toni.

E. M.

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