California

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XI

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ue una mañana agitada en OCM. A las once, después de denunciar el ataque a la policía y de esperar más de una hora en la calle a que la grúa del seguro se llevara el coche a un taller, César tuvo una reunión con un equipo de inversores coreanos interesados en conocer sus estimaciones sobre la evolución a corto plazo del euro, la libra, el franco suizo y el dólar. Preparaban una inversión muy cuantiosa en Forex y querían reducir al máximo el riesgo, de modo que lo sometieron a una intensa tormenta de dudas que no amainó hasta las doce y media. En la hora siguiente recibió una llamada urgente de Trevor Dunlop —había detectado un error en los porcentajes del contrato y quería subsanarlo cuanto antes— y entabló tres videoconferencias con clientes de Melbourne, Nueva Delhi y Quebec. Entre medias firmó casi sin leerlos los documentos que Concha depositó sobre su mesa, comprobó en la pantalla del ordenador las últimas fluctuaciones del mercado de divisas y llamó repetidamente a Mercedes y a Enrique Marbán, pero ninguno de los dos contestó. A Mercedes quería decirle que ya era suficiente, que no tenía sentido prolongar un minuto más esa crisis absurda. Tanto él como ella se habían equivocado. Él por seguir viajando con los preservativos en vez de deshacerse de ellos nada más volver de Marrakech. Ella por echarlo de casa, por obligarle a mentir a sus hijos y, sobre todo, por negarse a creer en su inocencia después de dieciséis años de buen matrimonio. ¿Por qué no hacer borrón y cuenta nueva? ¿Qué les impedía dar marcha atrás y retomar sus vidas allá donde las habían dejado el lunes por la mañana, antes de que todo se torciera? A Enrique Marbán quería pedirle explicaciones por la tropelía del coche e informarle de que había interpuesto una denuncia en la policía. A medida que avanzaba la mañana, mientras hablaba con unos y otros sobre el nivel de intervención del Banco Nacional de Suiza, el aumento del riesgo en la eurozona y la falta de apetito de los inversores japoneses por los activos refugio, fue encendiéndose en su interior un resquemor bullente hacia aquel hombrecillo ofensivo. A las dos, tras más de diez intentos fallidos de localizarlo, el resquemor se había convertido en una ira irrefrenable que le impedía concentrarse en el trabajo. Pidió a Concha que cancelara la cita que tenía para comer con un viejo colega de la competencia —un asesor sénior con quien almorzaba una vez al mes para ponerse al día sobre los chismes internos del negocio— y se fue a ver a Enrique Marbán a su casa. Si no le cogía el teléfono, pensó mientras salía de OCM, se enfrentaría a él cara a cara.

La noche previa, cuando lo llamó desde el Wellington, había visto en la guía telefónica que vivía en la calle General Margallo, en el barrio de Tetuán. Eso no estaba lejos de la torre Picasso —más o menos a un kilómetro—, así que decidió ir andando. Ascendió por la calle Orense, a esas horas rebosante de ejecutivos de Azca en busca de un menú del día atractivo. En General Perón dobló a la izquierda, recorrió cuatro manzanas y dobló de nuevo, esta vez a la derecha, en Infanta Mercedes. Caminó deprisa, con unas zancadas enérgicas, de hombre en forma, que poco a poco le fueron desgastando la ira. Cuando llegó a la intersección de Sor Ángela de la Cruz, ya solo quedaba de ella un rescoldo sin humo.

Lo que

seguía intacto era su firme propósito de poner las cosas en su sitio. Enrique Marbán tenía que pagar por el destrozo del coche y, lo más importante, su hijo Quique tenía que dejar en paz a Martín. No hacían falta disculpas —eso era mucho pedir, pensó, teniendo en cuenta los modales de ambos—. Bastaba con que, de una vez por todas, los Marbán pararan de molestarlos. Cruzó Sor Ángela de la Cruz, subió una manzana más por Infanta Mercedes y, girando una última vez a la izquierda, entró en General Margallo. Era una calle compacta y en pendiente, con las aceras muy angostas y dos hileras de coches apretadas contra los bordillos, una en línea y la otra en batería. El portal de Enrique Marbán —el número trece— estaba flanqueado por dos negocios chinos: una tienda de comestibles y una peluquería de caballeros con un escaparate sucio, tapizado de fotografías deslavadas de modelos orientales. El peluquero estaba sentado en el escalón de la entrada, cortándose las uñas con unas tijeras doradas bajo un cartel escrito a mano que anunciaba cortes de pelo a seis euros. Al sentir aproximarse a César, alzó la cabeza y lo siguió con la vista hasta el portal. Luego, sin ninguna expresión en el rostro, escupió en el suelo y volvió a lo suyo. César se detuvo frente al telefonillo y presionó al azar uno de los botones metálicos. Como no sabía en qué piso vivía Enrique Marbán —ese dato no se incluía en la guía—, había pensado hacerse pasar por el cartero para poder acceder al portal, pero no fue necesario. Antes de que contestara nadie, apareció a su lado un vecino, un anciano de semblante serio tocado con un sombrero gris. Traía bajo el brazo un periódico doblado y, en la mano, una bolsa de plástico blanco de la que sobresalían una barra de pan y el cuello de una botella de vino. Sacó del abrigo austriaco un llavero con tres llaves, introdujo una en la cerradura y empujó la puerta de cristal con un ímpetu tembloroso. César aprovechó la ocasión para colarse tras él. El anciano le lanzó una mirada recelosa. Luego, más tranquilo al comprobar que no tenía aspecto de maleante, esbozó una sonrisa lánguida, entreverada de arrugas, y echó a andar hacia el ascensor. Del telefonillo, atenuada por el cristal, llegó una ronca voz masculina: «¿Sí? ¿Sí? ¿Quién es?». Ignorándola, César echó una ojeada a los buzones y descubrió que Enrique Marbán vivía en el segundo C. «¿Sube?», dijo el anciano, sujetando la puerta del ascensor desde el interior de la cabina iluminada. «Gracias, señor, yo subo andando», dijo César. «Juventud, divino tesoro», respondió el anciano y, retirando la mano, dejó que la puerta se cerrara.

En el umbral del segundo C había un felpudo de fibra de coco con una inscripción que decía

Wellcome. Pese a lo incómodo de la situación —estaba allí para hacer entrar en razón a un hombre que, a todas luces, había salido de ella hacía tiempo—, César no pudo evitar fijarse en la flagrante falta de ortografía. ¿Quién escribía esos mensajes? ¿Cómo era posible que nadie en la fábrica de felpudos supiera que

welcome solo tenía una ele? Le pareció que aquel error era un aviso, una señal que le advertía de que tras la puerta le esperaban desaciertos más graves. Se limpió los zapatos con firmeza, se ajustó de un tirón las solapas de la gabardina e, inhalando una larga bocanada de aliento, llamó al timbre. Esperó unos segundos. Ante la ausencia de respuesta, arrimó el oído a la puerta y trató de percibir algún indicio de vida dentro de la casa. Al principio no oyó nada. Luego le pareció escuchar un bisbiseo agitado y, tras una pausa, el murmullo de unos pasos acercándose. Llamó otra vez. Al otro lado de la puerta, a escasos centímetros de su oído, se desató una nueva oleada de susurros.

—¿Quién es? —dijo entonces una temerosa voz femenina.

—Soy César O’Malley. Quería hablar con Enrique Marbán.

Hubo un breve silencio, un atónito intervalo de indecisión. Luego rompió el aire un desorden de ruidos en sordina: el quejido de una silla al arrastrarse, un tintineo de platos y cubiertos, más susurros a gritos, más pasos. La puerta se abrió un poco, apenas un palmo. En el hueco apareció un rostro de mujer. Tenía el cabello lacio, castaño, torpemente recogido en una coleta. La boca era una mera raya incolora, de una rectitud contraída, casi geométrica, trazada como una arista sobre la tez lívida. Pero lo que más llamaba la atención eran los ojos descentrados y acuosos, que parecían mirar desde los sótanos más profundos del pánico. No el pánico causado por su visita, intuyó César —era imposible que esa mujer lo temiera tanto—, sino por algo infinitamente más destructivo, algo que la aterrorizaba, que le quebrantaba el espíritu, que hacía de su vida un tormento insufrible.

—No está —dijo, y se quitó de la frente una brizna de pelo.

César entrevió en su lacónica respuesta dos propósitos contradictorios. Por un lado la mujer quería deshacerse de él, alejarlo cuanto antes de su hogar y su familia. Pero por otro parecía estar pidiéndole auxilio. Estaba extenuada —eso saltaba a la vista— y necesitaba que alguien la salvara del miedo.

—¿Sabe a qué hora volverá?

La mujer meneó la cabeza con vehemencia y lanzó una mirada rápida hacia el interior del piso.

—¿Es usted su esposa?

Mezclados en el aire del descansillo flotaban los aromas de muchas comidas. Olía un poco a repollo, un poco a sopa, un poco a pescado frito, un poco a

curry. La mujer asintió. Le temblaban los labios y parecía ansiosa por poner fin a la conversación.

—Hablamos ayer por teléfono, ¿se acuerda?

—Ya le digo que no está.

—¿Le importa que entre a esperarlo? Es un asunto urgente.

—Va a tardar.

—Tengo tiempo.

—Por favor, márchese —suplicó la mujer.

—Pero...

—¡Ni peros ni hostias! —gritó de pronto una enojada voz de hombre.

La puerta se abrió del todo y tras ella apareció Enrique Marbán. Llevaba puestas unas zapatillas de cuadros con las punteras agujereadas y una camiseta blanca de tirantes que dejaba al aire sus hombros velludos y la cadena de oro de la Virgen María. Apartó con la mano a su esposa y examinó a César de arriba abajo, con desprecio, altivamente ajeno a la ridícula desigualdad de sus estaturas.

—Qué coño haces tú aquí. ¿Es que no puede uno comer tranquilo en su propia casa? —dijo, abriendo al máximo sus ojos de búho, agrandados por las lentes.

César se dio cuenta de lo cándido que había sido al pensar que aquel encuentro podía tener un desenlace amistoso. Fue consciente de que dar un paso más, cruzar la frontera de aquel felpudo, de aquel

Wellcome mal escrito, significaba aventurarse en una selva ignota para la que no estaba bien equipado, un tremedal sin reglas ni señalizaciones, regido por la sinrazón y el delirio.

—Esta mañana me ha destrozado usted el coche —dijo con cautela—. Quiero que sepa que le he denunciado.

La mujer se echó la mano a la boca y emitió un débil gemido.

—Tú vuelve a la cocina, anda, que no vales para nada —le dijo Enrique Marbán, y acompañó la orden con un movimiento de la barbilla.

La mujer miró a César con los ojos húmedos, encharcados de miedo. Luego bajó la cabeza, cruzó el

hall y desapareció tras una puerta entreabierta en cuyo tercio superior podía verse una depresión astillada.

—Por

aquí me paso yo tu denuncia —dijo entonces Enrique Marbán y, agarrándose con fuerza los genitales, hizo con la pelvis un gesto impúdico—. Además, yo no he destrozado nada.

—Me ha arruinado el coche.

—Eso lo dirás tú.

—No, eso lo dice esta foto —dijo César, y le mostró en la pantalla del teléfono móvil una imagen del parabrisas vandalizado.

Mientras Enrique Marbán la estudiaba, César lanzó una mirada rápida hacia la cocina. El ángulo de la puerta le permitió atisbar el extremo de un mantel de cuadros rojos sobre el que reposaba una servilleta arrugada y un plato de cristal ámbar con un filete a medio comer. Al fondo, en los confines del hueco, había una nevera con tres imanes en forma de pez, todos ellos con la cola rota.

—Tengo más —dijo y, apartando el teléfono, lo guardó en el bolsillo de la gabardina.

—Eso no prueba nada.

—Hay testigos.

—Quién.

—Los del bar.

Al ver a César haciendo las fotografías, el dueño del Imperial y varios clientes habían salido a contarle lo que había ocurrido. Un hombre cuya descripción coincidía con Enrique Marbán había aparecido de pronto en la acera blandiendo un martillo y había embestido el coche con saña. En cuestión de segundos reventó los focos, raspó la pintura y escribió un insulto en el parabrisas. Fue todo tan rápido —visto y no visto, le dijeron—, que nadie pudo hacer nada por detenerlo. Cuando se quisieron dar cuenta, el hombre ya se había ido. A César le pareció, más bien, que nadie había tenido el valor —o la temeridad, según cómo se mire— de enfrentarse a un hombre armado y fuera de sí para defender un coche que ni siquiera era suyo y, en cierta forma, le pareció lógico. Quizás para compensar su falta de arrojo, dos de los clientes le habían dado sus números de teléfono para que los llamara si el asunto acababa en juicio y era necesario testificar.

—Mienten —dijo Enrique Marbán.

—Por qué iban a mentir. Va a pagar por los daños, eso se lo aseguro. Y por favor dígale a su hijo que deje en paz a Martín.

—Martín el mariquita.

—No le insulte.

—Si él no ha hecho nada, yo tampoco.

—Está usted de broma.

Enrique Marbán se cruzó de brazos, cuadró los hombros y esbozó una sonrisa desafiante. Estaba proponiendo un trato: el reloj desaparecido por los destrozos del coche. Un quid pro quo aberrante —Martín era inocente, Enrique Marbán no— que César, atónito, no se molestó siquiera en considerar.

—Pero a usted qué le pasa —dijo, frunciendo los ojos.

—Esta mañana el rector llamó a Quique a su despacho. Le ha dicho que como vuelva a recibir otra queja de él, lo expulsa del colegio.

—Y qué esperaba.

Enrique Marbán dio un paso al frente y, estirándose al máximo, trató de arrimar su rostro al de César. Tenía los ojos inyectados en sangre y el aliento le olía a una mezcla de cebolla y muela podrida.

—No se acerque —le advirtió César.

—Eres un gilipollas.

—Le digo que no se acerque.

—Como le echen por tu culpa, te mato. Y ahora vete de mi casa.

—Está loco.

—Tu puta madre.

—Apártese.

—Qué pasa. ¿No me has oído? ¡Largo!

César sintió cómo una pútrida rociada de saliva le humedecía la nariz, las mejillas, los labios. Miró hacia la cocina y, a través de la espesa niebla que de pronto lo llenaba todo, vislumbró en el hueco de la puerta a la mujer y al chico, dos máscaras de terror puro suspendidas como globos tétricos en la tensa atmósfera de la casa. Entonces, sin que su voluntad tomara parte, sin una noción cabal de lo que hacía, lanzó ambos brazos hacia el frente. Las palmas de sus manos chocaron con violencia contra el pecho desprevenido de Enrique Marbán. En el fulgor blanco de su confusión, creyó oír un crujido de huesos. Luego vio cómo Enrique Marbán salía despedido hacia atrás, tropezaba con una alfombra, perdía el equilibrio, atravesaba estruendosamente una puerta de cristal esmerilado y, cayendo por fin al suelo, acababa tendido de espaldas sobre un lecho de vidrios rotos en el centro de una habitación sin muebles, con las gafas prendidas de una oreja y el asombro agarrado a los ojos. La mujer salió de la cocina gritando. Abrió la puerta de la habitación —que seguía unida a sus goznes por un fino marco de madera—, se agachó junto a su marido y empezó a quitarle cristales de la camiseta. Enrique Marbán la echó a un lado con el brazo. Luego, como si acabara de despertar de golpe de una pesadilla, se incorporó en el suelo, se colocó las gafas y comprobó jadeando las secuelas del costalazo. Tenía cortes en los antebrazos, en el reverso de la mano, en el estómago, en el pecho, en la espalda. Con la violencia de la caída se le había salido una zapatilla. Yacía dada la vuelta junto a su pie descalzo, con la suela desgastada a la vista. Enrique Marbán alzó los ojos despacio e, ignorando los gemidos de su esposa, miró a César. Primero con incomprensión, como si no acabara de atar cabos sobre lo que había ocurrido. Luego con un odio burlón, enajenado.

—Te voy a empapelar, cabrón —dijo, y rompió a reír en medio de la debacle.

Incapaz de reaccionar, César se volvió hacia la cocina. La puerta ahora estaba abierta del todo. Bajo el dintel se hallaba Quique Marbán. Observaba la escena con los ojos abiertos al límite, como si necesitara forzar su tamaño para hacerle sitio a un desastre tan desmedido. Llevaba unas zapatillas parecidas a las de su padre, pero sin agujeros, y manoseaba nerviosamente uno de los peces sin cola de la nevera.

—Lo siento —le dijo César.

Los vecinos, alarmados por el vocerío y el ruido de cristales, empezaron a asomarse al rellano.

—Lo que yo te diga. ¡Un gilipollas! —exclamó Enrique Marbán entre carcajadas.

—Lo siento —volvió a decir César, esta vez a la mujer.

Entonces se apartó de la puerta, cruzó el rellano bajo la recelosa mirada de los vecinos y echó a correr por las escaleras. Siguió oyendo la risa de Enrique Marbán durante todo el descenso, una risa hiperbólica y sin sentido, cada vez más lejana, cada vez más débil. Salió a la calle y, sin saber qué hacer o qué dirección tomar, se detuvo ante la puerta de la peluquería china. El peluquero estaba dentro, recortándole el flequillo a un anciano con las mismas tijeras doradas que había usado un rato antes para cortarse las uñas. Con la mano libre, le hizo un gesto a César para que entrara. Al ver que César no se daba por aludido, dijo algo en chino que hizo reír a su cliente y siguió con su trabajo.

César echó a caminar sin rumbo. Durante más de una hora recorrió calles y plazas sumido en una turbulencia nervuda, que le impedía poner orden en sus sensaciones. Acabó sentado en un banco del paseo de la Castellana, absorto en los vaivenes de su desconcierto, ajeno al tráfago de coches y gente que lo rodeaba. Una y otra vez repasó en su cabeza el desastroso encuentro con Enrique Marbán. Era obvio que no se podía esperar nada razonable de aquel demente. ¿Por qué, entonces, había ido a verlo? ¿Qué pensó que iba a sacar en limpio de aquella visita extemporánea? La respuesta que se dio a sí mismo lo dejó perplejo. Una vez descartadas las motivaciones más previsibles —que lo hizo por Martín, que no podía permitir que aquello llegara más lejos, que había cosas en la vida que era mejor arreglar en persona—, no le quedó más remedio que reconocer que no había ido a la calle General Margallo para solucionar nada, sino para hacer exactamente lo que había hecho: agredir a Enrique Marbán. Eso era lo que, en el fondo, llevaba queriendo hacer desde el lunes, cuando Enrique Marbán se apoderó de la mochila de Martín y los insultó a ambos a la puerta del colegio. Sus ganas de acometerlo se avivaron con la agria conversación telefónica del martes. El ataque al coche de esa mañana fue la gota que colmó el vaso. Turbado por la inopinada agresividad de sus instintos —consideraba la violencia un signo de debilidad y nunca, ni en sus años escolares, se había peleado con nadie—, César trató de estimar los posibles efectos del rifirrafe. Enrique Marbán no se iba a quedar de brazos cruzados, eso estaba claro. Acudiría a urgencias para que le curaran las heridas y obtendría un parte de lesiones. Luego iría a la comisaría más cercana e interpondría contra él una denuncia por agresión en la que solicitaría una indemnización exorbitante. Eso era, a grandes rasgos y casi con certeza, lo que iba a suceder. Y César tenía que defenderse. En un primer momento pensó poner el caso en manos de los abogados de OCM, pero enseguida cambió de parecer. Le avergonzaba verse involucrado en un episodio tan sórdido y, pese a las cláusulas de confidencialidad, temía que el eco de su deshonrosa actuación —había embestido a un hombre en su casa, delante de su mujer y su hijo— llegara a oídos de sus colegas y acabara convirtiéndose en la comidilla del gremio. Necesitaba a alguien que no tuviera relación con su trabajo. Alguien de confianza, que se encargara de todo con discreción. Pensó unos instantes, ajeno a los pitidos, a la gente que iba y venía, al aullido de una ambulancia de paso. Entonces sacó el teléfono móvil del bolsillo de la gabardina, buscó mi nombre en la agenda y me llamó.

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