California

California


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E

l ascensor llegó al cuarto piso con un lamento nocturno. César salió al rellano y, deteniéndose ante su puerta, se masajeó las sienes con las yemas de los dedos para tratar de deshacer los últimos grumos de la jaqueca. Luego sacó las llaves del bolsillo del pantalón, respiró hondo y entró en casa.

Había sido un día raro.

El incidente con Enrique Marbán le había dejado el ánimo en el mismo estado que el tiempo: turbio, ventoso, cuajado de nubes plomizas. Sabía que su reacción —no enfrentarse a él ni responder a sus provocaciones— había sido la correcta. Era consciente de que seguir el juego a un lunático solo podía conducir al desastre. Eso le decía la prudencia, pero el instinto paternal le decía otra cosa. Le decía que debería haber defendido la inocencia de Martín con mayor convicción. Le recriminaba por haber permitido que aquel hombre lo asustara. Le increpaba por haberse dejado insultar ante su hijo. Había hecho lo adecuado, de eso no tenía duda. Dadas las circunstancias, no podía haber actuado de otro modo. Aun así, al subirse al coche se sintió sucio, como si, con sus amenazas e injurias, Enrique Marbán hubiera arrojado sobre su vida una mancha grasienta, difícil de limpiar.

Desayunó en el hotel Palace con unos clientes —dos empresarios téjanos a quienes asesoraba desde hacía años—, pero no logró centrarse en la conversación. Mientras los tejanos hablaban de tipos de cambio y operaciones de futuros sobre divisas, mientras, entre viajes al bufé para recargar sus platos de salchichas y huevos pochados, le pedían datos fiables sobre los flujos de comercio exterior, la política fiscal española y la volatilidad del yen, César repasaba en su cabeza cada segundo de la confrontación. Veía con hiriente nitidez las gafas doradas de Enrique Marbán, su ojo derecho agrandado, las chispas de baba que salían de su boca al proferir los insultos. Oía su voz rasposa. Sentía el cuerpo de Martín vibrando de miedo contra su costado. Percibía el cielo denso y el murmullo nervioso de los remolinos de hojas. Al volver a la calle después del desayuno, le pareció que la mancha se había hecho más espesa. Más pertinaz. En lugar de coger el coche e ir directamente a la oficina, decidió dar un paseo para calmarse.

Había llovido y Madrid chorreaba agua como una mascota recién bañada. César se abrochó los botones de la gabardina y ascendió sin prisa por la carrera de San Jerónimo. Frente al Congreso, bajo la fiera mirada de un león de bronce, un enjambre de periodistas revoloteaba en tomo a un diputado. Lo seguían con los micrófonos en alto, chocándose unos con otros, haciendo preguntas sobre la crisis económica. ¿Subirán los impuestos? ¿Por qué las medidas que se toman solo ayudan a los bancos? ¿Vamos a pedir el rescate? ¿Es verdad que hemos estado viviendo por encima de nuestras posibilidades? César metió las manos en los bolsillos de la gabardina y siguió caminando. Pasó ante el portero del hotel Urban —alto, negro, vestido con un uniforme blanco—, dejó atrás la encrucijada de la calle Sevilla, atravesó en diagonal la Puerta del Sol y, casi sin darse cuenta, sin haber tomado una decisión consciente sobre su destino, llegó a la calle Montera. En su embocadura, castigados por las indecisiones del viento, había dispersos varios hombres anuncio. Cada uno de ellos portaba dos carteles amarillos —uno a la espalda y otro sobre el pecho—, con letras negras que animaban a los transeúntes a vender sus objetos de oro. Un poco más arriba, pasada la comisaría de policía, estaban las prostitutas. Las había de todas las razas: blancas, negras, asiáticas... Las había altas y bajas, delgadas y entradas en carnes, sonrientes y taciturnas. Algunas estaban solas, apoyadas en las paredes o en los troncos de los árboles. Otras formaban grupos y discutían, o se reían a carcajadas, o hablaban ruidosamente en sus lenguas maternas. César pasó ante ellas con la vista anclada calle arriba, en la multitud difusa de la red de San Luis. Estaba tan ocupado pensando en Enrique Marbán, tratando de borrar el rastro oleaginoso de su amenaza, que caminó un trecho de la calle sin apenas fijarse en lo que lo rodeaba. No vio —o la vio solo a medias, sin plena conciencia de haberla visto— a la mujer en minifalda que le tocaba en el hombro y, en un español quebrantado, apenas inteligible, le ofrecía un servicio completo por veinte euros. No vio al mendigo sin brazos que pedía limosna con un vaso de plástico sujeto entre los dientes, ni al borracho que orinaba en la base de un andamio, ni al grupo de turistas japoneses que bajaba hacia la Puerta del Sol siguiendo el banderín rojo de un guía. Lo que sí vio fue la cruz. Una gran cruz plateada, recostada contra un árbol. Se detuvo de golpe, sorprendido por la presencia de un símbolo sacro en aquella algarabía de prostitutas, turistas y usureros del oro. La mujer en minifalda lo alcanzó de nuevo.

—Quince euros, guapo —le dijo con una sonrisa forzada.

Tenía la tez morena y la boca pintada de rosa.

—No, gracias —contestó César.

—Quince euros, buen rato —insistió la mujer.

César la rechazó con la mano, apartándola sin llegar a tocarla. Luego, mientras la mujer se alejaba enojada, murmurando en un idioma extranjero, devolvió su atención a la cruz. La miró con persistencia, como si esperase hallar en ella el sentido último de su malestar, como si aquellos dos palos de plástico contuvieran la fórmula para disolver el borrón que le había caído en las entrañas. Alargó el brazo y la palpó. Tenía un tacto frío, inesperadamente rugoso. Entre los pliegues del palo largo resbalaban aún los vestigios de la lluvia. Fluían como ríos minúsculos por su pendiente, o caían por sus costados y se precipitaban hacia el pavimento en forma de gotas fugaces. Pero no hubo revelaciones. Por más que buscó, por más que examinó la cruz y acarició su dermis argéntea, no encontró la forma de ahuyentar el desasosiego. Lo sacó de sus pensamientos un siseo impertinente. Pensó que sería otra prostituta, o alguien que quería ofrecerle o pedirle algo —la calle estaba llena de mendigos y de gente repartiendo octavillas publicitarias—. Descubrió que quien lo llamaba era un hombre disfrazado de Jesucristo. Estaba sentado en el suelo a pocos metros de distancia, bajo el toldo de una zapatería. Llevaba puesta una corona de espinas. Alrededor de la cintura tenía enrollado un jirón de tela. Iba descalzo, lo cual contrastaba con la profusión de zapatos y botas que se exhibía en el escaparate del comercio. Y, al igual que la cruz, estaba pintado de plata de los pies a la cabeza. No se movía. Se limitada a mirar a César con ojos de acero. Pese a lo escaso de su vestimenta, no parecía tener frío. Quizás la pintura lo protegía, pensó César subiéndose el cuello de la gabardina. O puede que la vida al raso le hubiera hecho inmune a la humedad y al resuello destemplado del viento. Entonces, con una brusquedad mecánica, de muñeco resucitado, el hombre plateado estiró el brazo, cogió de la acera una cajetilla de tabaco, sacó un cigarrillo, lo encendió con un mechero y dio una calada larga, voluptuosa, cargada de irónica trascendencia.

—¿Te gusta? —dijo a través del humo, señalando la cruz con el cigarro.

César no supo qué contestar. La sorpresa inicial se había evaporado. Aquella cruz ya no era un símbolo sacro ni contenía clave alguna sobre la salud de su espíritu. Solo era un objeto de atrezo. Dos meras vigas de plástico dejadas a la intemperie mientras su dueño —un artista callejero que se ganaba el pan imitando a Jesucristo— se resguardaba del mal tiempo bajo el toldo de una tienda. Y sin embargo, seguía habiendo algo en aquella situación que lo perturbaba, una especie de disonancia, una velada advertencia profética en la que se mezclaban sin orden ni jerarquías la superstición, la conciencia y las clases de religión del colegio.

—Si te gusta, es tuya por mil euros —dijo el hombre, y su rostro plateado se abrió en una sonrisa desafiante, que dejaba a la vista su dentadura mellada y el rojo húmedo de sus encías.

El viento había amainado. Las rachas de los minutos previos habían dado paso a una quietud eléctrica, expectante.

—No, gracias —dijo César.

—Es de buena calidad.

—No lo dudo.

—Quinientos.

—De verdad, no me interesa.

El hombre se encogió de hombros. Luego, con el cigarro encendido en una mano y el mechero en la otra, alzó los brazos, miró al cielo y exclamó:

—¡Bienaventurados los que lloran!

Y volvió a desatarse la lluvia. Primero unas pintas livianas que cuajaron la calle de motas oscuras. Luego un chaparrón en toda regla, una tromba de agua y truenos que formó ríos en el pavimento e hizo que la gente echara a correr buscando refugio. César era un hombre de números, de datos sin réplica, poco dado a los vuelos esotéricos. Aun así le costó trabajo convencerse de que aquello había sido una coincidencia, de que no existía vínculo alguno entre las palabras del hombre de plata y aquel súbito llanto cósmico que en cuestión de segundos había arracimado bajo las cornisas y los toldos de los comercios a las tribus dispares de la calle Montera. Los turistas, los mendigos, los repartidores de octavillas, los policías, las prostitutas y sus clientes, los hombres anuncio, los borrachos, los trileros y los transeúntes rasos se apretaban unos contra otros en las estrechas franjas secas, impelidos por el fragor democrático del aguacero. Detenido ante la cruz empapada, doblegado por el castigo de los goterones, César tuvo la sensación de que el hombre de plata sabía cosas de él que él mismo ignoraba. Inmediatamente se dijo que eso era imposible. Se cerró sobre el pecho las solapas de la gabardina y, mientras se alejaba, se persuadió, sorprendido por tener que hacerlo, de que aquel pordiosero desdentado y medio desnudo no era ningún oráculo, sino un vulgar Jesucristo apócrifo. Pocos metros calle arriba, se dio la vuelta. El hombre de plata seguía sentado en el suelo, fumando, rodeado de gente. Al notar que César se fijaba en él, exhaló una vaharada de humo y, sosteniéndole con soma la mirada, exponiendo de nuevo sus encías en carne viva, gritó:

—¡Doscientos y no se hable más!

César siguió caminando, avergonzado por haber permitido que un personaje tan trivial despertara en él unas intuiciones tan perturbadoras. Cerca de la red de San Luis volvió a oír su voz. Llegó hasta él como un eco, debilitada por la distancia y el estruendo de la tormenta.

—Más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el Reino de los Cielos.

Mientras se dirigía hacia el coche a través del chaparrón, el tropiezo con Enrique Marbán y el encuentro con el Jesucristo falso se amalgamaron en una inquietud única, que se adhirió a su ánimo como un mal presentimiento. Una vez en la oficina, se zafó de la gabardina empapada y, rezumando lluvia —Concha, su secretaria, le aconsejó que se secara con el secador del cuarto de baño, pero él no le prestó atención—, hizo cuanto pudo por centrarse en sus tareas. Recibió clientes. Realizó llamadas telefónicas. Asistió a reuniones. Analizó con sus ayudantes propuestas de inversión. Comprobó en Internet el estado de las bolsas de Madrid, Nueva York, Londres y Tokio. Se esforzó por estar a lo que estaba, pero en su fuero interno no dejaba de pensar que Enrique Marbán le debía una disculpa. ¿Quién era él para insultarlo y atemorizar a Martín de esa forma? ¿Qué derecho tenía a amenazarlos? Si no le paraba los pies ahora, ¿qué iba a ser lo siguiente? La voz rasposa de aquel desequilibrado se le mezclaba en el recuerdo con los avisos evangélicos del hombre de plata. Por su mente, ajenos a los mercados y a las fluctuaciones de las divisas, flotaban en un desorden caótico los ojos de acero, la cruz chorreante, el jirón de tela, la sonrisa mellada. ¿Y si aquel episodio significaba algo? Era evidente que lo de la lluvia había sido una casualidad. Las nubes llevaban un rato recobrando fuerzas y habían decidido vaciarse en el preciso instante en que el Jesucristo de pega alzó los brazos al cielo y gritó la bienaventuranza. ¿Pero cómo explicar la advertencia mesiánica sobre los ricos? ¿Acaso no iba dirigida a él? ¿Y si tras el esperpento, tras la pintura y la soma escuálida, se ocultaba un mensaje? Entonces el sentido común daba un puñetazo en la mesa y César, que en todos sus años de educación jesuítica no había albergado nunca una convicción religiosa, se avergonzaba por haber dado alas a semejantes conjeturas.

A última hora de la mañana se pasó por el gimnasio para hacer un rato de pesas y jugar al pádel con Koldo Ruano, uno de sus amigos más antiguos de Madrid. Habían formado parte de la misma pandilla en la universidad y a lo largo de los años habían mantenido un contacto fiel aunque no siempre regular. Se llamaban cuando se acordaban. Se veían cada dos o tres meses para tomar unas cervezas o salir a cenar con sus esposas. Y, de un tiempo a esa parte, quedaban para jugar al pádel una vez a la semana. Normalmente hablaban por los codos durante los partidos, sobre todo de finanzas —Koldo era analista de mercados—, pero aquel día César apenas abrió la boca. Se limitó a proferir monosílabos y a castigar la pelota con unos palazos sin tino. Al acabar, mientras se vestían después de ducharse, Koldo le preguntó si le pasaba algo. César le habló de Enrique Marbán, pero no del Jesucristo espurio. No quería que su amigo se burlara de sus intuiciones místicas. Koldo se anudó con calma la corbata. Luego, con la misma contundencia con que presagiaba éxitos corporativos y anunciaba bancarrotas, emitió su dictamen:

—Déjalo estar. No merece la pena.

Comieron juntos en el restaurante del gimnasio, entre una rubia inapetente que se marchó enseguida, dejando en el plato media ensalada de alfalfa, y un grupo de hombres jóvenes en ropa de deporte. No volvieron a mencionar a Enrique Marbán hasta el postre.

—En serio, César. Ese tío no está en sus cabales —insistió Koldo, dándose golpecitos con el dedo en la cabeza.

César captó la atención del camarero y, haciendo como que escribía en el aire, le pidió la cuenta.

—No, no. Esta vez pago yo —protestó Koldo.

—Ni hablar. Me toca a mí —replicó César, tajante, y dirigió un vistazo rápido hacia los jóvenes de la mesa adyacente.

Tenían los brazos tan gruesos, que apenas cabían en las mangas de sus camisetas. Aunque bromeaban entre ellos, a César le pareció que comían con una solemnidad quirúrgica. Cuando se volvió otra vez, Koldo le miraba de frente.

—Mantente alejado de él. Esa gente no trae más que problemas.

—Qué gente —dijo César.

El camarero dejó junto a su plato una cajita roja decorada con el emblema del gimnasio: la silueta verde de un hombre tensando los bíceps. César introdujo en la cajita el carné de identidad y la tarjeta de crédito. Cuando el camarero se la hubo llevado, Koldo respondió:

—Qué gente va a ser. Los amargados.

Por la tarde lo asaltó la jaqueca. Empezó como una simple molestia en la trastienda de los ojos, que fue creciendo con el paso de las horas hasta convertirse en un suplicio. César atendió como pudo a sus obligaciones y, gracias al ibuprofeno que le dio Concha, logró salir bien parado de una cena de negocios. A medianoche, cuando por fin entró en su portal, el dolor se había disuelto en una titilación difusa, un mero cosquilleo en los confines del cráneo. Fermín, el portero, aún estaba en la garita, concentrado en rellenar un crucigrama. Su horario acababa a las diez, pero llevaba un tiempo quedándose hasta más tarde. En varias ocasiones, al volver de madrugada de alguno de sus viajes, César se lo había encontrado dormido en la silla, con los brazos caídos y la barbilla hundida en el esternón. Algunos vecinos habían empezado a hacer bromas, a decir que hacía horas extras para no tener que aguantar a Lupe, su mujer, con quien llevaba casado treinta años. Pero César sabía que la causa de sus largas jornadas era otra. Sabía, porque el propio Fermín se lo había contado en las breves charlas que solían mantener en el portal, que seis semanas atrás, durante un reconocimiento médico de rutina, le habían detectado una masa extraña en el pulmón izquierdo y que desde entonces no habían parado de hacerle pruebas, sin resultados concluyentes. Sabía también que si no se iba a casa a las diez no era porque su matrimonio fuese mal, sino porque ni Lupe ni sus dos hijos estaban al corriente de la situación. Fermín había decidido guardarse para sí la angustia, al menos hasta que los médicos emitieran un diagnóstico, y la única forma de no delatarse, según le había confesado a César una de aquellas madrugadas de zozobra, tras despertar sobresaltado en la portería, era estar solo. «¿Para qué hacerles sufrir sin motivo?», le había dicho con los ojos húmedos, al borde del derrumbe, ablandado por la intimidad de la noche. Se presentaba en la portería al alba, mucho antes de lo necesario, y se inventaba obligaciones para poder quedarse hasta tarde. Una vez en casa, si Lupe aún estaba levantada, intentaba por todos los medios no mirarla a los ojos. Cenaba sin ganas y se iba a la cama de inmediato, fingiendo cansancio cuando lo que de verdad sentía era miedo.

—¿Qué tal, Fermín? ¿Alguna novedad? —dijo César, deteniéndose en la puerta abierta de la garita.

Del techo pendía una tulipa de cristal mate que irradiaba una luz blanda y amarillenta. Una luz de mantequilla. Fermín levantó la vista del crucigrama y, a modo de respuesta, se encogió de hombros. Parecía a punto de desmigajarse. De disolverse en el licor ácido de la ansiedad.

—Tiene que decírselo a Lupe —se atrevió a decir César.

A Fermín tantas semanas de angustia le habían apagado los ojos. Tenía la mirada sin brillo, como el cristal de la tulipa, y había perdido peso. Le estaba matando el no saber si tenía cáncer. Eso, pensó César, y el esfuerzo de no contárselo a su esposa.

—No quiero asustarla. Ni a ella ni a los chicos.

—Deben de estar preocupados.

—¿Por qué?

—No tiene usted buen aspecto, Fermín.

Fermín se ajustó nerviosamente el nudo de la corbata y se irguió en la silla, como si esos gestos bastasen para camuflar su desmejora.

—Perdone que se lo diga, pero salta a la vista que le pasa algo —insistió César.

No quería cargar las tintas sobre su deterioro físico, por tacto y porque podía guardar relación con la masa que le habían detectado. Pero no se le ocurrió otra forma de zarandearlo, de intentar hacerle ver que no había necesidad de pasar solo por ese trance.

—¿Usted cree?

—¿En casa no le han hecho ningún comentario?

—Sí —admitió Fermín con reticencia.

—¿Y usted qué les dice?

—Nada, que estoy cansado.

Entonces entró en el portal Humberto Flor, el vecino del primero derecha. Venía de pasear a su perro Eros, un

teckel de pelo duro de color negro y fuego. Entró frenándolo con la correa, bajándose con la mano libre la cremallera del Barbour. Estaba serio, pero al ver que había gente, se le dibujó en el rostro una sonrisa jovial.

—Pero Fermín, ¿todavía estás aquí? —dijo, y buscó la complicidad de César con un leve alzamiento de las cejas.

Iba a decir algo más, pero lo llamaron por teléfono. Los timbrazos llenaron el portal de una urgencia estridente. Sacó el móvil del bolsillo del Barbour y miró la pantalla.

—Mi mujer. No puede vivir sin mí —dijo a modo de disculpa.

Luego se acercó el móvil al oído y contestó.

—Hola, cariño..., sí, ya estoy subiendo.

Sin dejar de hablar, desapareció con Eros escaleras arriba. Se oyó el repiqueteo nervioso de las pezuñas sobre los peldaños de madera. El crujido de la llave al girar en la cerradura. El golpe seco de la puerta al cerrarse. Y por fin, el silencio.

—Ya no pueden tardar mucho —dijo Fermín.

Su voz repercutió en la garita con un temblor de ultratumba.

—¿Quiénes?

—Los médicos. Ha pasado un mes y medio. Ya no pueden tardar en decirme algo.

César quiso instarle de nuevo a que compartiera su temor con los suyos, pero se dio cuenta de que era inútil. Fermín había tomado una decisión. Nada que él pudiera decir iba a hacer que la revocara.

—Son más de las doce, váyase a casa —dijo, vencido.

—Sí, ahora me voy. Buenas noches, señor O’Malley. Y gracias.

—Buenas noches.

César montó en el ascensor con un nudo en la garganta y presionó el botón del cuarto piso. Mientras la maquinaria se ponía en marcha, sintió una leve agitación detrás de las sienes que le hizo recordar el suplicio que había sufrido durante la tarde.

Al entrar en casa encontró el pasillo en tinieblas. Por las puertas entreabiertas de los cuartos de Sofía y Martín se escapaban sendos soplos de luz. Muy débilmente, más allá de la penumbra y del temblor del silencio, se escuchaba un tecleo y un susurro enlatado. César encendió la lámpara del

hall. Las últimas reverberaciones de la jaqueca dieron paso a una paz fluida, una especie de calma de agua que lo llenó por dentro como una marea indulgente. De pronto entendió que su vida era ese instante. Que en esa vuelta a casa se condensaba la larga secuencia de sus días. Liberado por fin del dolor y de la desazón de aquella jornada extraña, sintió hacia su mujer y sus hijos un amor apremiante. Dejó la bolsa del ordenador sobre el mueble de la entrada, junto a una fotografía que se habían hecho en California hacía ocho veranos. Estaban de pie tras el balancín del porche de la casa familiar de Oakville, la misma casa —aunque reformada, ampliada y repintada muchas veces— que Sean O’Malley había comprado en mil novecientos diecinueve, cuando aún no era nadie, gracias a un crédito del banco Wells Fargo. Mercedes sostenía a Martín en los brazos. Sofía llevaba el pelo recogido en dos trenzas doradas y decía

cheese con un júbilo extático. Sentado en el centro del balancín estaba el abuelo Sean, ya centenario, flanqueado por su hijo Stephen y su nuera Teresa Cueto. Había más fotografías, pero César había decidido enmarcar esa porque mostraba juntas a cuatro generaciones de O’Malleys. Mientras se quitaba la gabardina —todavía húmeda por el chaparrón de la mañana— y la colgaba en el perchero, evocó lo que el objetivo de la cámara no había podido captar aquel día, lo que, debido a las leyes de la óptica y a las intenciones del fotógrafo, se había quedado fuera de las fronteras rectangulares de la imagen. Paul —el hijo mayor de la tía Niina— había organizado un partido de fútbol americano con los niños. En el aire cálido, mezclados con los gorjeos de las currucas y el rumor de la brisa canicular, resonaban los gritos de ánimo, los lamentos, las cándidas imprecaciones infantiles. Una nieta del tío Raiso se había empeñado en formar parte de uno de los equipos. Su madre seguía sus movimientos desde el borde imaginario del campo, resoplando, llevándose las manos a la cara, gritándoles a los niños que por favor no le hicieran daño. Una pequeña multitud de padres, hermanos, abuelos, madres, tíos, cuñados, nueras, padrinos, nietos, sobrinos, biznietos, primos y ahijados se divertía dentro y alrededor de la piscina. Charlaban, bebían refrescos, vino y cerveza, chapoteaban, tomaban el sol en las tumbonas, jugaban a abordarse desde las colchonetas inflables. Walter y Gary —los hijos gemelos del tío Conor— se hacían cargo de la barbacoa. Llevaban puestos unos mandiles de lunares rojos encima de los bañadores y, espátula en mano, avisaban con sus voces iguales cada vez que estaba lista una nueva tanda de hamburguesas. Y más allá de todos ellos, más allá de las risas, de las buganvillas, de la valla de estacas blancas, se extendía bajo el cielo amigo de la tarde californiana el ondulado mar de los viñedos.

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