Butterfly

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Enero » Capítulo 10

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San Antonio, Texas, 1953.

Cuando Rachel descubrió por casualidad el secreto de Danny Mackay, ambos llevaban un año viviendo en San Antonio.

Se estaban dirigiendo a una taberna de mala muerte de las afueras de la ciudad para pasar una de sus infrecuentes noches juntos. Rachel se había acostumbrado a ver a Danny esporádicamente, sin que este se presentara cuando había prometido hacerlo o presentándose cuando ella menos lo esperaba, pero en su fuero interno no le gustaba. Cada vez que se separaban tras una noche de amor y diversión, Rachel era feliz durante algún tiempo. Después, los días iban pasando, las ausencias de Danny eran cada vez más prolongadas y los clientes de Hazel se quejaban. De pronto, aparecía milagrosamente Danny por la puerta de atrás y se la llevaba a tomar enchiladas o a dar un paseo.

Fue lo que sucedió aquella noche al cabo de seis semanas sin que Rachel tuviera noticias suyas. Rachel estaba preocupada y le había comentado a Hazel su deseo de ir en su busca cuando, de repente, apareció Danny con su media sonrisa y la volvió a hipnotizar con sus indolentes ojos verdes. Danny hechizaba a Rachel hasta el punto de hacerle olvidar la tristeza y la angustia de los largos días de soledad sin él; la podía hacer súbitamente feliz y reafirmar su convicción de que no había nada en el mundo que ella no hubiera sido capaz de hacer por él.

Rachel no sabía que Danny ejercía el mismo efecto en casi todas las personas y que ella no era la primera ni sería la última que cayera bajo su magia.

Parte del carisma de Danny Mackay estaba en su carácter; era algo innato. Pero otra parte era fruto de la práctica, tal como Rachel había empezado a comprender durante el año recién transcurrido. Danny caminaba de una cierta manera y adoptaba posturas que, a su juicio, lo favorecían. Rachel lo sorprendió incluso una vez de pie delante de un espejo, practicando su perversa mirada de reojo, aquella mirada tan sexualmente seductora y a la que tan pocas personas podían resistirse. Por si fuera poco, vestía con mucho esmero. Cuando Rachel le conoció en El Paso, iba muy pulcro y aseado, a pesar de la mala calidad de las prendas. Ahora vestía cosas muy caras, gracias al dinero que Rachel ganaba tendiéndose boca arriba.

Pero no fue solo en eso en lo que Danny había cambiado. Rachel no supo identificar la causa hasta que un día descubrió inadvertidamente el secreto oculto en el asiento de atrás de su automóvil.

—Tengo frío, Danny —dijo, y él no le contestó.

Permaneció distraídamente sentado como de costumbre al tiempo que tamborileaba con los dedos sobre el volante y movía la rodilla arriba y abajo…, siempre en movimiento y siempre rebosante de aquella curiosa energía, aparentemente inagotable. Rachel se volvió en su asiento y extendió la mano para tomar la manta que había a su espalda en el suelo del vehículo. Y, cuando tiró de ella, apareció el tesoro secreto.

—¿Qué es eso? —preguntó, y Danny, viendo lo que había ocurrido, se desvió bruscamente hacia la cuneta, pisó el freno, le arrebató la manta de las manos y gritó:

—¡Por qué andas fisgoneando en mis cosas!

Ella le miró fijamente, temiendo que fuera a golpearla.

—Perdona. Tenía frío… —balbuceó.

—Mira lo que has hecho —murmuró Danny extendiendo el brazo hacia atrás para recoger los libros y papeles diseminados por el suelo del automóvil.

—¿Qué es eso, Danny? ¿Qué son todas estas cosas?

—¿A ti qué te parece? —musitó Danny a la defensiva, mirándola cautelosamente por el rabillo del ojo.

—Pero tú no lees, Danny. Ni siquiera te gustan los libros —al ver la cinta elástica de tres anillas con el emblema azul de la escuela, Rachel arqueó las cejas—. ¡Oh, Danny! ¿Vas a la escuela?

Danny la miró con recelo.

—Sí, ¿qué pasa?

—¡Me parece maravilloso!

Danny se irguió lentamente sin apartar los ojos de ella.

—¿De veras lo crees?

—¡Es lo más maravilloso del mundo! —Rachel le arrojó los brazos al cuello y le besó—. ¿Por qué no me lo dijiste?

Danny se apartó de ella y se reclinó en su asiento. Se sacó una cajetilla de cigarrillos del bolsillo y la manoseó repetidamente.

—Quería darte una sorpresa.

—Pues me la has dado, Danny. La mejor sorpresa que he tenido. Los libros son maravillosos y ahora tú te dedicas a leer. ¿Qué aprendes en la escuela, Danny?

Danny contempló su rostro rebosante de felicidad y se llenó de orgullo.

—Aprendo a ser un hombre de provecho, Rachel. No pienses que toda la vida voy a ser así —hablaba rápidamente y su rodilla subía y bajaba sin cesar. La intensidad que parecía dominar a Danny día y noche estaba a punto de aflorar a la superficie. Rachel lo presintió—. Voy a sitios, Rachel —añadió Danny—. Estoy cansado de vivir entre la escoria y los pelagatos. Voy a conseguir que un pedazo de este mundo sea mío. Pero un hombre no puede ir a ninguna parte sin instrucción. Por consiguiente, eso es lo que he estado haciendo. Voy a la escuela para aprender.

Hablaba con tanta determinación y brillaba en sus ojos una luz tan ardiente que Rachel se quedó sin habla. Jamás le había visto en aquel estado, jamás había percibido en él semejante electricidad. Danny había transmitido su pasión al frío aire nocturno que los rodeaba. Rachel llegó a pensar que sería capaz de prender fuego a cualquier cosa con solo tocarla. Y se sintió abrumada.

—Este hombre de aquí —dijo Danny, tomando uno de sus libros—. Este hombre sabe lo que es el poder, Rachel. Y sabe cómo conseguirlo.

Rachel leyó el título. El príncipe de Maquiavelo.

—Vivió hace cientos de años, Rachel, pero él lo sabe. ¡Este hombre lo sabe! —Danny apretó el libro entre sus manos—. Dice que cualquier hombre que confíe en la suerte es un necio porque, cuando cambie la suerte, fracasará. Yo no pienso confiar en la suerte, Rachel. Yo me abriré camino. El poder está ahí, a disposición de quien lo quiera utilizar. Y el poder no cae en las manos de los hombres vulgares o estúpidos. El poder está esperando que aparezca alguien como yo y lo tome.

Danny guardó silencio, pero su cuerpo, tenso y cargado de energía, no podía estarse quieto. No paraba de revolver en sus manos la cajetilla de cigarrillos. Su pie golpeaba el suelo y su cabeza se volvía hacia un lado y hacia otro en tanto que sus ojos miraban a su alrededor como buscando algo. Estaba recordando el incidente que lo había encaminado por aquella nueva senda.

Ocurrió hacía apenas un año, poco después de su regreso a Texas. Él, Bonner y un amigo se emborracharon una noche y decidieron robar el pobre cepillo de una iglesia. En realidad, la idea fue del otro chico, aunque Danny y Bonner estuvieron de acuerdo. Al subir a la iglesia, los tres jóvenes de diecinueve años se detuvieron para orinar en las gradas y la policía los sorprendió. Danny y Bonner fueron condenados mientras que al tercer chico lo dejaron en libertad. El amigo se libró de la condena porque era hijo del jefe de policía, pero ellos fueron enviados a trabajar a una granja.

El poder, pensó Danny durante aquellos primeros y terribles días de duro trabajo como braceros antes de que él y Bonner consiguieran escapar. Eso era lo que ofrecía el poder. Tú hablabas y la gente bailaba a tus órdenes. Tú levantabas un dedo y la gente se movía. Tú controlabas los hilos, tú ostentabas el mando. El poder, el poder de verdad. Fue entonces, mientras sudaba bajo el ardiente sol de Texas, vigilado por la perversa mirada de un guardia armado con un rifle, cuando Danny tomó la decisión de que algún día el poder iba a ser suyo.

Ahora miró a través del parabrisas y escuchó una vez más las palabras que había leído en el libro de Maquiavelo:

Un hombre que busca la bondad en todo lo que hace acabará en la ruina; por consiguiente, para sobrevivir, el príncipe tiene que aprender a no ser bueno. El hombre que quiera ser príncipe no tiene que sentirse estorbado por la moral y la ética; tiene que ser en parte león y en parte raposo.

Una sonrisa asomó lentamente a sus labios. Sentía que aquellas palabras le llegaban muy adentro y rozaban un hambriento lugar de su alma. Toda su inquietud y energía llevaban mucho tiempo esperando ser encauzadas en la necesaria dirección. Ahora ya la había encontrado. Danny sabía adónde iba.

—¿Qué quieres ser, Danny? —le preguntó Rachel—. ¿Para qué estás estudiando?

Él la miró con sus lánguidos ojos.

—¿Has leído alguna vez este libro?

Rachel sacudió la cabeza. Jamás había oído hablar de Maquiavelo; no tenía ni idea sobre el contenido de aquel delgado librito.

—Maquiavelo dice que el hombre sabio sigue los caminos de los grandes hombres y los imita. Alejandro siguió el ejemplo de Aquiles y César imitó a Alejandro. Porque sabían que los grandes hombres, por medio de sus hazañas, engendran grandes hombres.

Danny tomó otro de sus manoseados libros de texto y se lo mostró a Rachel. La guerra de las Galias, de Julio César.

—Para eso estoy estudiando —dijo con una sonrisa—. Estudio para ser un gran hombre.

Rachel se alegró tanto que subió corriendo los peldaños de la puerta de atrás y cruzó presurosa la cocina, dejando que la puerta se cerrara a sus espaldas. ¡Danny estaba estudiando! Por su cuenta y sin más, se había matriculado en una escuela nocturna. ¡Y estaba aprendiendo!

Algún día sería alguien. Y ella estaría a su lado.

En el salón de Hazel se estaba celebrando una fiesta para festejar el cumpleaños de uno de los clientes más antiguos. Corría el licor y el equipo de alta fidelidad dejaba escapar los acordes de una estridente música. Rachel subió al piso de arriba, deseosa de compartir la buena noticia con Carmelita.

Exceptuando a Danny, que, en realidad, era un novio, Carmelita era la primera amiga auténtica de Rachel, la cual jamás había tratado a nadie durante un año entero y tanto menos compartido una habitación con alguien. Entre ambas muchachas se había establecido una especial intimidad que Rachel jamás había conocido y que la mantenía más unida a Carmelita que a ninguna otra chica de la casa de Hazel. Eran tan distintas entre sí (Carmelita era muy guapa, pero analfabeta) que se admiraban mutuamente. Cuando Rachel cumplió quince años, ambas tuvieron quince durante algún tiempo, pero después Carmelita cumplió dieciséis y se burló de Rachel, diciéndole que era una niña, a lo que Rachel replicaba, llamándola vieja. Cuando cumpliera los dieciséis, Rachel tenía previsto burlarse de su amiga y decirle que tener dieciséis años no era para tanto. Y cuando, transcurridas algunas semanas, Carmelita cumpliera diecisiete, las bromas se reanudarían.

Sin embargo, el vínculo más importante entre ambas era su capacidad de soñar juntas.

El sueño de Rachel tenía muchas posibilidades de cumplirse. ¡Danny estaba estudiando! ¡Y rebosaba de ambición! Rachel no se sorprendería de que algún día fuera el dueño de una gasolinera o se convirtiera en funcionario del Gobierno, ¡trabajando, por ejemplo, en la oficina de correos! Ganaría un sueldo fijo, comprarían una casa, podrían empezar a tener hijos y todo sería maravilloso.

Irrumpió en la habitación que compartía con Carmelita y estaba a punto de darle la buena noticia cuando vio que su amiga no estaba.

Miró a su alrededor en la pequeña estancia, frunciendo levemente el ceño. No había visto a Carmelita en la fiesta de abajo y no recordaba que esta le hubiera comunicado su intención de salir aquella noche. A lo mejor, Manuel había aparecido inesperadamente… Rachel estaba a punto de dar media vuelta para regresar abajo cuando vio luz por debajo de la puerta del cuarto de baño.

Casi todas las habitaciones de la casa de tres pisos de estilo victoriano de Hazel compartían un pequeño cuarto de baño. Los habían instalado para mayor comodidad de los clientes, no de las chicas. Rachel y Carmelita habían tenido suerte. Ocupaban una habitación de la esquina y, por consiguiente, tenían un pequeño lavabo para ellas solas. Rachel se acercó a la puerta y prestó atención. Creyó oír el rumor del agua del grifo, pero no pudo asegurarlo porque la música de abajo retumbaba por toda la casa y hacía vibrar las paredes.

Rachel llamó a la puerta con los nudillos.

No hubo respuesta.

Pensando que tal vez Carmelita se estaba duchando, llamó con más fuerza.

Los de abajo empezaron a cantar. Algunos borrachos rugían y gritaban. Rachel tuvo que aporrear la puerta para que la oyeran en medio de aquel alboroto.

—¿Carmelita? —llamó.

Prestó atención. Después retrocedió y contempló la luz que se filtraba por debajo de la puerta. Vio el movimiento de una sombra. Carmelita no estaba en la ducha. Por consiguiente, ¿por qué no contestaba?

—¿Carmelita? —volvió a llamar Rachel, levantando un poco más la voz.

Acercando el oído a la puerta, Rachel trató de averiguar si su amiga se encontraba bien. Hubo una breve pausa en la música de abajo y entonces Rachel oyó al otro lado de la puerta del cuarto de baño un sonido de rotura de vidrios.

—¡Carmelita! —gritó, súbitamente alarmada.

Golpeó la puerta, dudó un instante y después probó a girar el tirador. Hazel había mandado retirar las cerraduras de todas las puertas años atrás; la intimidad era un artículo muy insólito en aquella casa. Abriendo un resquicio de la puerta, Rachel preguntó:

—¿Carmelita? ¿Estás bien?

—Vete…

—¿Qué pasa? ¿Estás llorando?

—Vete…, déjame…

Rachel abrió la puerta de par en par y miró justo en el momento en que su amiga, inclinada sobre la pila, acercaba un trozo de vidrio roto a su muñeca.

—¡No! —gritó Rachel.

Un hilillo de sangre saltó como un surtidor. Rachel entró corriendo en el lavabo y asió el brazo de su amiga.

—¡Vete de aquí! —gritó Carmelita, empujando a Rachel.

Se pasó el trozo de vidrio a la otra mano y empezó a cortarse la muñeca derecha. Rachel extendió el brazo y consiguió arrebatarle el trozo de vidrio.

—No hagas eso…

Carmelita se volvió de repente y la golpeó.

—¡Déjame en paz!

Rachel contempló por una décima de segundo el magullado y tumefacto rostro de su amiga y, cuando Carmelita le arrebató de nuevo el trozo de vidrio y se lo acercó a la otra muñeca, Rachel se abalanzó sobre ella.

Ambas forcejearon. El cuarto de baño era muy pequeño y las muchachas se golpeaban contra las paredes y la pila. Rachel tuvo que sujetar a Carmelita por las muñecas para que soltara el trozo de vidrio. En el suelo había una botella de licor rota y los fragmentos se clavaban en los zapatos de Rachel y en las zapatillas de Carmelita.

—Por favor —sollozó Carmelita—. Déjame en paz…

—¡No permitiré que lo hagas!

La mano de Rachel resbaló por el brazo ensangrentado de Carmelita. Soltó la presa por un instante y Carmelita la empujó contra la pared. Sin embargo, cuando su amiga gateó por el suelo para tomar otro trozo de botella, Rachel consiguió sujetarla de nuevo y la hizo dar media vuelta. Ambas permanecieron trabadas por un momento en un abrazo. Sus fuerzas estaban igualadas y ninguna de ellas podía superar a la otra. De pronto, Carmelita se aflojó y rompió a llorar.

Rachel la acompañó a una de las camas, agarró lo primero que le vino a mano (el cinturón de la bata) y lo ató rápidamente alrededor de la muñeca cortada. Le fue difícil porque temblaba de pies a cabeza y estaba tan asustada que apenas podía respirar.

—El corte no es muy profundo —fue lo único que pudo decir—. No creo que hayas llegado a una arteria…

—Por favor, déjame en paz —sollozó Carmelita—. No quiero vivir.

Rachel corrió al cuarto de baño, empujó los trozos de vidrio con el pie y regresó a la cama con dos toallas, una seca y la otra mojada. Carmelita permanecía tendida, cubriéndose el rostro con un brazo. Lloraba con tal desconsuelo que las lágrimas asomaron a los ojos de Rachel. Lavándole cuidadosamente el brazo herido, Rachel limpió la sangre que manchaba el rostro y el cuello de Carmelita.

Rachel no sabía qué decir. Estaba demasiado aturdida y trastornada. Carmelita llevaba puestas únicamente las bragas. Rachel contempló las magulladuras recientes en los lugares donde había sido golpeada.

—¿Quién…? —preguntó al final—. ¿Quién te ha hecho eso, Carmelita?

Carmelita apartó el brazo de su rostro y miró al techo.

—Manuel —contestó entre sollozos.

Rachel se quedó de una pieza.

—¿Manuel? Pero ¿por qué?

—Descubrió que me había guardado un poco de dinero. Ya sabes, las propinas. Hazel se lo dijo.

—¡Pero ese dinero es tuyo, Carmelita! Son los extras. Es como… como un regalo de los clientes. Manuel no tiene derecho a hacer eso.

—Sí, lo tiene. No debería haberme quedado el dinero. Él es bueno conmigo. Me da dinero siempre que lo necesito. Rachel miró con incredulidad a su amiga.

—¿Qué es bueno contigo?

Carmelita giró la cabeza en la almohada y miró a Rachel con ojos apagados.

—¿Por qué me lo has impedido? —le preguntó en voz baja.

—Pero ¿qué clase de pregunta es esa? Tú eres mi amiga, Carmelita. Mi única amiga. No podía permitir que hicieras eso.

—Quiero morir —dijo la muchacha mientras los sollozos agitaban de nuevo su pecho—. Ya no quiero soportarlo más.

Rachel trató de esbozar una sonrisa.

—Tienes que vivir, Carmelita. Tienes dieciséis años.

—¡Tengo dieciséis años y soy una puta! ¡Ni siquiera sé leer ni escribir! ¡No valgo nada! —añadió, volviéndose en la cama y hundiendo el rostro en la almohada.

Rachel permaneció sentada en el borde de la cama mientras su amiga se echaba de nuevo a llorar. Después se oyó la voz de Carmelita como desde muy lejos.

—Por favor, déjame morir. Si me quieres, me dejarás morir.

Un frío dolor llenó el pecho de Rachel. La noche se había vuelto de pronto negra, vacía y siniestra. La música de abajo sonaba discorde y las carcajadas parecían una burla. Por primera vez en un año, Rachel se sintió pequeña, vulnerable y abandonada y sintió por un instante lo que Carmelita sentía y entonces pensó que tal vez la muerte era la mejor solución.

Pero en seguida recordó su velada con Danny y el maravilloso secreto y lo contenta que estaba cuando regresó a la casa y subió corriendo al piso de arriba para comunicarle a Carmelita la buena noticia. De pronto, Rachel volvió a sentirse de nuevo llena de esperanza y optimismo.

—Tienes muchas cosas por las que vivir, Carmelita —dijo, apoyando una mano en el brazo de su amiga—. Ahora no tienes que morir. Te queda mucho tiempo por delante.

Carmelita se dio vuelta en la cama y miró enfurecida a Rachel con los ojos llenos de lágrimas.

—¿A quién pretendes engañar? ¡No tenemos nada por lo que vivir! ¡A nadie le importamos una mierda! No tenemos familia ni amigos. ¡Hasta nuestros novios nos tratan como si fuéramos una basura! ¿Cuándo aprenderás a ser más sensata, Rachel? ¿Crees que es la primera vez que Manuel me hace eso? ¿Y crees que será la última?

Rachel se mordió el labio. Danny la había maltratado algunas veces, pero jamás le había hecho tanto daño como el que Manuel le había hecho a Carmelita.

—Escúchame —dijo—. Esta noche he descubierto algo maravilloso. ¡Danny va a la escuela!

—¿Y qué? —replicó Carmelita, apartando el rostro.

—Significa que mejorará. ¡Significa que no siempre vamos a vivir de esta manera! Significa que tiene sueños y aspiraciones y, cuando uno tiene sueños y aspiraciones, las cosas no tienen más remedio que mejorar.

Carmelita sonrió con tristeza.

—Eres una soñadora, Rachel. ¿Acaso no sabes que los sueños no son de verdad? Solo son sueños, nada más.

—No es cierto. ¡Tú los puedes convertir en realidad! ¿Es que no lo comprendes?

—Eso no son más que ilusiones.

—Para algunas personas, tal vez. Pero el sueño también te puede mostrar lo que puedes llegar a ser. Tú ya conoces mi sueño, Carmelita. Ser la esposa de Danny, vivir en una bonita casa y tener hijos. Y eso se hará realidad y tú lo sabes. ¿Cuál es tu sueño? Dímelo.

—No quiero.

—Cuéntame tu sueño del despacho.

—No tengo ningún sueño.

—Sí lo tienes. Me lo has comentado. Por favor, quiero que me lo cuentes.

Carmelita miró al techo, aspiró una bocanada de aire y la exhaló muy despacio. Le temblaba todo el cuerpo y estaba a punto de romper nuevamente a llorar.

—Me imagino trabajando en un bonito despacho —dijo en voz baja—. Como el de la inmobiliaria Feldman o el de la agencia de viajes. Vámonos. Cuando voy por la calle y paso por delante de estos sitios, miro y veo a las chicas sentadas junto a los escritorios, hablando por teléfono, escribiendo a máquina o hablando con los clientes. Y me imagino a mí misma… —Carmelita cerró los ojos—, me imagino a mí misma sentada junto a uno de aquellos escritorios. Encima hay un clavel y, a lo mejor, la tarjeta de un cliente agradecido, diciéndome lo amable que he sido con él. Tengo una máquina de escribir preciosa y todo el mundo me llama señorita Sánchez.

Carmelita volvió a suspirar.

—¿Y cómo vas vestida?

—Con prendas francamente bonitas. Tal vez una falda con chaqueta a juego. Y guantes. Y, cuando voy por la calle, los hombres me silban porque soy una chica respetable. Pero solo es un sueño…

—Un sueño maravilloso. Si lo piensas a menudo, te introduces en él y lo vives, podrás convertirlo en realidad.

La cabeza de Carmelita se movió de un lado a otro.

—Es solo una fantasía, Rachel. Y las fantasías no son reales.

—Escúchame…

—¡No! ¡Escúchame tú a mí! —Carmelita miró a su amiga con una mirada llena de dolor—. Tú vas por ahí con la cabeza en las nubes, Rachel. ¿Todavía no te has enterado, al cabo de un año de vivir en casa de Hazel? ¡Ninguna de nosotras tiene posibilidades de salir de aquí!

—¡Me niego a creerlo!

—¿Cómo quieres que consiga un empleo en un despacho, Rachel? ¡Ni siquiera sé leer! —Carmelita se echó a llorar—. ¡Tengo dieciséis años y ni siquiera sé escribir mi nombre!

—Pero eres muy lista con los números, Carmelita, y eso ya es un buen principio.

—Eso no me servirá de nada si no aprendo a leer.

Rachel contempló el hermoso rostro de su amiga, que Manuel había estropeado. Oyó la música de abajo y las risas de las otras chicas…, risas fingidas casi todas ellas, porque las otras chicas también tenían sus sueños y hubieran deseado estar en cualquier otro sitio menos en la casa de Hazel. Rachel vio la angustia de los ojos de Carmelita y la sintió en su interior como una fría bruma matinal. Trató de encontrar alguna palabra, algo que pudiera ayudar a su amiga.

Y entonces… se le ocurrió.

—Carmelita —dijo, súbitamente emocionada—, ya tengo la solución.

—Déjame en paz.

—¡Escúchame! —Rachel apoyó la mano en el hombro de Carmelita—. ¡Puedes aprender a leer!

—¿Estás loca? ¡Déjame en paz! Ya te lo he dicho, lo intenté una vez y no dio resultado. Y Manuel se puso furioso. Y, además, ¿cuándo tengo tiempo para ir a una escuela nocturna?

—¡No tienes por qué ir a ninguna escuela nocturna! Puedes aprender aquí mismo sin que se entere Manuel. Carmelita la miró con asombro.

—¿De qué estás hablando?

—Yo te enseñaré a leer.

—¿Tú? —Carmelita miró a Rachel por un instante y después apartó el rostro—. No servirá de nada. Soy demasiado mayor.

Rachel se levantó de la cama donde estaba sentada y corrió a su armario, tomó un libro y regresó, mostrándoselo a Carmelita.

—Mira. ¿Ves esta letra?

—¿Y qué?

—¿Sabes cuál es esta letra?

—No.

—Es la letra C, la letra con que empieza tu nombre. Y mira… —Rachel pasó unas páginas y señaló unas palabras al azar—, mira, aquí hay otra C. Cada vez que la veas, suena como casa. Mira aquí… —Rachel pasó otras páginas—, y aquí. Carmelita, ¿qué letra es esa?

Carmelita miró lo que Rachel le indicaba.

—No lo sé.

—Sí, lo sabes. ¿Qué letra es?

—¿Una C?

—¡C de Carmelita! ¡Ahora ya conoces una letra!

—¿Y cuántas letras hay?

—Veintiséis.

Carmelita se rio por lo bajó y murmuró:

—Santa María.

—Puedes aprenderlas, estoy segura. Yo te enseñaré. Daremos clase entre cliente y cliente, por las mañanas y en los días libres. Iremos a la biblioteca y yo te enseñaré todos los libros que tienen. Carmelita, ¡en la biblioteca hay libros para aprender a ser secretaria, escribir a máquina y hacer trabajos de oficina! ¡Cuándo sepas leer, podrás hacer lo que quieras!

Carmelita contempló el libro que Rachel sostenía en la mano. Era una manoseada edición de bolsillo que Rachel leía ávidamente desde hacía unos días. Y Carmelita la envidiaba porque, de aquella manera, podía evadirse durante algún tiempo de la realidad. Poder leer historias, poder abrir un libro y aprender cosas. Aprender a escribir a máquina, a trabajar en un despacho y a ser respetable. Carmelita experimentó una súbita oleada de esperanza. Se olvidó del dolor de su corazón y de su muñeca y sintió el repentino deseo de aprenderse las veintiséis letras para poder formar palabras y leer libros y convertir su fantasía en realidad.

—No sé —dijo en tono vacilante, pero interesado.

—Lo podremos hacer, Carmelita. ¡Las dos juntas! ¡Yo te ayudaré!

—De acuerdo —musitó Carmelita—. Lo intentaré. Pero que no se entere Manuel. Rachel se inclinó para abrazar a su amiga.

—No te preocupes. Será nuestro secreto.

Exactamente igual que el maravilloso secreto de Danny.

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