Butterfly

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Abril » Capítulo 33

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De París a Marsella. Cruzando el Mediterráneo hasta Orán. En tren, en automóvil o a pie, atravesando el extremo de África hasta Casablanca, en el Marruecos francés. Allí los más afortunados, gracias al dinero, la influencia o el azar, podrían obtener visados de salida y dirigirse a Lisboa y, desde Lisboa, al Nuevo Mundo. Pero… los demás esperarían en Casablanca; esperarían… y esperarían.

Se detuvo ante la puerta cerrada y revisó su aspecto. Fuera estaba lloviendo y temía que se le hubiera despeinado el cabello cuidadosamente ondulado. Pero todo estaba en su sitio. El sombrerito con el velo que le cubría el rostro ni siquiera se había mojado. Alisándose la elegante chaqueta y la falda, acercó la mano al tirador.

Estaba nerviosa. Había tardado una semana en llegar a aquel punto. El corazón le latía con tanta fuerza en el pecho que temía desmayarse.

Al abrir la puerta, se encontró en un pequeño café. No había clientes ni en las mesas ni en la barra pero, aún así, se advertía vida en los lentos ventiladores del techo, las palmeras y los helechos colgantes de las gigantescas macetas, y la pianola interpretando al fondo del local una conocida melodía. Cerró la puerta a su espalda y miró con inquietud a su alrededor. La comida ya estaba dispuesta: una bandeja de salchichas picantes, un trozo de queso de Brie, paté de hígado de Estrasburgo y tostadas, ostras ahumadas. Los cócteles de champaña ya estaban listos. Sabía que estos serían una perfecta mezcla de azúcar, bitter, coñac y champaña helado con una corteza de limón.

El ambiente era exquisito. Lo único que faltaba era…

Se abrió la puerta del otro extremo y apareció él. Al principio, no la vio; su mirada era de profunda preocupación. Al verle, el corazón le dio un vuelco en el pecho y se notó la boca seca. Estaba tan guapo con su blanco traje tropical…

Entonces él la vio y frunció el ceño.

Ella trató de hablar.

—Yo… es que…

Él esperó, mirándola con expresión de reproche.

—Rick, tengo que hablar contigo —dijo ella casi sin resuello.

Él pareció reflexionar. Se acercó a la barra y tomó una de las copas de champaña.

—He esperado para tomar mi primera copa contigo —dijo él—. ¿Por qué has tenido que venir a Casablanca? Hay otros lugares.

Ella estrujó la correa de su bolso. Estaba tan nerviosa que apenas podía respirar.

—No hubiera venido de haber sabido que tú estabas aquí.

—Es curioso, tu voz no ha cambiado en absoluto —dijo él en tono sarcástico—. Aún me parece oírla. «Richard, iré contigo adonde sea. Tomaremos un tren juntos y nunca más nos detendremos».

—¡No, Rick! Comprendo lo que sientes.

En sus ojos oscuros se encendió un destello siniestro. Posó la copa y se acercó a ella.

—Comprendes lo que siento. ¿Cuánto tiempo hace, cariño?

—No conté los días.

—Pues, yo sí. Uno a uno. Recuerdo, sobre todo, el último…

—Richard —sollozó ella—, traté de alejarme. Pensé que jamás volvería a verte. Que tú ya estabas fuera de mi vida.

Las lágrimas asomaron a sus ojos.

Él se encontraba ahora muy cerca; ella advertía su pasión y adivinaba su esfuerzo por dominarse. La música del piano la parecía sonar más fuerte… «Cuando pase el tiempo». Los ventiladores giraban lentamente en el techo; el humo del cigarrillo que él estaba fumando parecía llenar toda la sala. Sus ojos oscuros la miraban con enfurecida expresión de desafío. Era todo tan hermoso, tan perfecto.

Ella rompió a llorar.

Él la tomó en sus brazos mientras ella hundía el rostro en el hueco de su cabello.

—Oh, Richard, el día que te fuiste de París…, si supieras lo que sentí…, si supieras cuánto te amaba… y cuanto te amo todavía…

Su beso interrumpió sus palabras. De repente, toda la cólera, la amargura y los pesares se desvanecieron y ellos se convirtieron simplemente en dos personas desesperadamente enamoradas en un mundo enloquecido. Hicieron el amor con apasionada urgencia, como si les quedara muy poco tiempo para estar juntos. Cuando él la tendió suavemente en el suelo, su mente se llenó de fugaces visiones…, un policía francés, unos hombres con uniformes de la GESTAPO, un hombre de mirada soñadora encendiendo un cigarrillo, una joven cantando dramáticamente La Marsellesa. Se abrazó a él, llamándole Rick. La melodía se repetía incesantemente en la pianola. El champaña burbujeaba en las copas, esperando ser saboreado más tarde junto con la comida. Ella estaba aturdida de emoción. Era el cumplimiento de su sueño más preciado. Era justo lo que le habían prometido. Cuando ella le murmuró al oído:

—Dilo, Rick, dilo.

Y él dijo:

—De todos los bares de todas las ciudades…

Ella cerró los ojos y supo exactamente dónde estaría todos los jueves por la noche a partir de entonces.

Allí, en Butterfly.

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