Butterfly

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Abril » Capítulo 39

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Desde una altura de nueve mil metros, Beverly Highland pensó que el océano Pacífico parecía un cubrecama de color azul celeste tendido sobre un mundo cansado. A través de la ventanilla de su jet privado veía aparecer de vez en cuando la costa de California a través de las nubes de abajo. Le encantaba volar; le producía la sensación de que su alma tenía alas.

Maggie, profundamente enfrascada en la lectura de un libro, no estaba de acuerdo. Aborrecía volar. Incluso en el cómodo Learjet de Beverly. Mantenía su vaso de vino constantemente lleno y se negaba a mirar a través de la ventanilla.

Los demás acompañantes de Beverly (la secretaria de prensa, la peluquera, el cocinero, el chofer, la doncella personal y los guardaespaldas) se hallaban diseminados por todo el interior del aparato, leyendo tranquilamente o jugando a las cartas. Procuraban relajarse porque, en cuanto el jet tocara tierra en el Aeropuerto Internacional de San Francisco, tendrían que ponerse a trabajar. Y no habría descanso para ninguno de ellos hasta que el avión volviera a despegar al día siguiente.

Maggie levantó los ojos del libro y estudió a su amiga. Beverly: estaba terriblemente pálida.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó en voz baja.

Beverly la miró sonriendo.

—Estoy bien —musitó.

—No has dormido.

—No te preocupes, Maggie —dijo Beverly dulcemente—. Estoy bien, de veras.

Pero Maggie estaba preocupada. Aquella noche en San Francisco, por primera vez después de treinta y cinco años, Beverly se iba a encontrar cara a cara con Danny Mackay.

«El poder», pensó Danny mientras se ajustaba el blanco sombrero Stetson y se miraba sonriendo al espejo. «Al final lo he conseguido. Después de tantos años de esforzarme, de estudiar por él, de comer y de respirar por él, ya es mío». Se sentía a gusto aquella noche. Muy a gusto. Se sentía en la cima del mundo y no simplemente en la cima del hotel más alto de San Francisco. Aquellos sueños de antaño en la escuela nocturna cuando abrió por primera vez la obra de Maquiavelo y leyó unas palabras que parecían haber sido escritas directamente para él: «Un príncipe no tiene que poseer virtudes sino simplemente aparentar poseerlas», aquellas interminables noches en las aulas y las largas horas estudiando los textos, su lucha por refinarse y eliminar sus detalles de palurdos, por vestir con elegancia y convertirse en alguien a quien la gente respetara y escuchara, toda aquella larga lucha había merecido la pena. Muy pronto tendría en sus manos un poder inimaginable, la presidencia de la nación, y, en cuanto lo tuviera, no habría nada que Danny Mackay no pudiera hacer.

Recordó la rueda de prensa de la víspera e intercambió una enigmática sonrisa con su imagen reflejada en el espejo. Cuando un reportero le preguntó sobre su postura a propósito del acuerdo de reducción de armamento nuclear con los soviéticos, Danny pensó: «Tenemos que golpear primero a estos hijos de puta antes de que ellos nos golpeen a nosotros». Pero ante la prensa declaró:

—La paz entre los Estados Unidos y el pueblo de la Unión Soviética es una de mis más fervientes plegarias.

Él y Bonner se encontraban solos en la habitación del hotel. Danny había pedido a sus omnipresentes acompañantes que les dejaran a solas los últimos minutos, antes de bajar al salón de baile. Al otro lado de la puerta cerrada, flanqueada por dos guardaespaldas, una multitud esperaba en el salón de la suite del último piso ocupada por Danny Mackay. El chico no bajaría solo en el ascensor sino acompañado por tres secretarias particulares, un redactor de discursos, un experto en publicidad, varios asesores políticos y destacados miembros del partido. Aquella iba a ser una gran noche en la campaña de Danny Mackay: iba a reunirse por primera vez con uno de sus más importantes patrocinadores.

Beverly Highland.

Danny se miró de nuevo al espejo y guiñó el ojo. Aquel chico de San Antonio había llegado muy lejos desde el lejano 1955, y su aspecto era impresionante en aquella brumosa noche de abril. Vestía un costoso traje del Oeste confeccionado a la medida, botas vaqueras de alto tacón y un sombrero Stetson del que se hubiera sentido orgulloso el mismísimo J. R. Ewing. Y el cuerpo que había debajo también estaba esmeradamente cuidado. Danny Mackay no tenía tripa de palurdo. Un gimnasio privado en su mansión de Houston se encargaba de que, a los cincuenta y seis años, Danny pudiera competir todavía con hombres veinte años más jóvenes.

Danny poseía una figura impecable y él lo sabía. También sabía que su seductora sonrisa y sus astutos ojos entornados le permitían ganar muchos votos. Hipnotizaba a la gente, poseía una magia a la que muy pocos podían resistirse y aquella noche la iba a utilizar al máximo en honor de la señorita Highland. Sabía que, antes de que finalizara la noche, esta se derretiría y se convertiría en uno más de sus peones.

—Oye, Danny —dijo Bonner de repente—. ¿Te acuerdas de los trabajos forzados en la carretera?

Bonner permanecía apoyado contra el marco de la puerta, puliéndose las uñas esmeradamente arregladas. Aún tenía aquel extraño cabello rubio y aquel rostro de querubín que a tantas camas le habían permitido llegar en los tiempos en que recorrían las carreteras con Billy Bob Magdalene. Todavía se acostaba en muchas camas, pero ahora lo hacía discretamente en atención a su jefe.

—Sí, chico, aquella cuadrilla de presos, trabajando en la carretera…

Aquel particular episodio compartido de sus vidas había ocurrido hacía mucho tiempo, en la época en que le proporcionaban putas a Hazel. Por haber robado el pobre cepillo de una iglesia fueron sentenciados a un año de trabajos forzados por atentado a la moral, mientras que el hijo del jefe de policía que había sido su cómplice quedó en libertad. Tras cumplir solo dos meses de condena, ambos amigos dejaron las palas y, aprovechando un momento en que el obeso guardia no miraba, se largaron.

Se troncharon de risa durante mucho tiempo. Un año después, tras permanecer escondidos durante algún tiempo en casa de un amigo de Hazel, cuando supieron que había entrado en vigor la ley de prescripción, lo celebraron a lo grande en compañía de unas cuantas chicas de Hazel.

Pero Danny no olvidó que el hijo del jefe de policía había sido absuelto mientras él y Bonner iban a la cárcel. Danny incluyó a aquel chico, llamado Jimmy Briggs, en su lista secreta y un día el muchacho se vio arrastrado a un yermo y solitario campo, pensando que ojalá no hubiera conocido jamás a Danny y Bonner.

Ahora Danny miró a Bonner con expresión pensativa. Llevaban juntos mucho tiempo, más de lo que Danny hubiera permanecido con nadie. Bonner era un poco estúpido, carecía de instrucción y le faltaba imaginación. Pero era tan fiel a Danny como un perro, y un hombre en una posición encumbrada necesitaba por lo menos a una persona de quien pudiera fiarse por completo. «El hombre que se convierte en príncipe merced al apoyo de la gente deberá permanecer solo y nadie le desobedecerá». A Danny le gustaba estar solo y le gustaba que le obedecieran, pero algunas veces le convenía tener a Bonner al lado. Bonner había servido fielmente a su amo durante muchos años, y lo seguía haciendo. Pero, tal como le ocurría a un perro viejo, cuando se acabara su utilidad, también se acabaría Bonner.

Danny se acercó a la ventana y miró. El puente de Golden Gate se extendía sobre el brumoso cuello de la bahía como un vistoso collar. El episodio de los trabajos forzados le había sucedido a otro en otra época. No tenía nada que ver con el Danny Mackay a dos pasos de la Casa Blanca.

Al final, había alcanzado la rampa de lanzamiento a la que tanto le había costado llegar. En cuanto tuvo el dinero y la influencia necesarios, saltó al ruedo político.

Eso había ocurrido seis años antes, cuando su nombre figuraba en los primeros puestos en las encuestas de popularidad. Danny Mackay ocupaba el cuarto lugar en la lista del Norteamericano Preferido y el sexto en la lista de Personaje Mundial Preferido. Fue entonces cuando los presidentes de los comités organizadores centrales de ambos partidos se pusieron en contacto con él y él empezó a dedicarse en serio a la tarea de abrirse paso en la política. Pero su verdadera oportunidad se había producido el año anterior y todo el mundo comentó la suerte que había tenido. Fue por algo relacionado con un tal Fred Banks.

—Oye, Bon —le preguntó Danny a su amigo en aquella ocasión—, ¿has oído hablar alguna vez de un tal Carl Jung?

—No.

—Tenía una teoría llamada sincronicidad. Se refiere a cosas que ocurren al mismo tiempo y que aparentemente se producen por pura coincidencia. Por ejemplo, dos fenómenos totalmente independientes entre sí que suceden al mismo tiempo y dan lugar a algo fantástico. La mayoría de la gente lo llama suerte o coincidencia. ¿Sabes lo que significa «serendipidad»?

Bonner lo ignoraba.

—Significa cosas deseables que ocurren por casualidad. Y eso —añadió Danny, sosteniendo el periódico para que Bonner pudiera leer los titulares— es lo que yo llamo un ejemplo perfecto de sincronicidad serendípica.

La primera plana del periódico publicaba un reportaje sobre un hombre llamado Fred Banks que se había ido a Oriente Medio para difundir la Palabra de Dios entre los infieles musulmanes y un viernes se dejó arrastrar en exceso por su entusiasmo, predicando delante de una mezquita. Fue detenido y encerrado en la cárcel bajo la acusación de espionaje y, de pronto, tuvo que intervenir el departamento de Estado.

El tal Fred negó ser agente de la CIA y declaró que se encontraba en Oriente Medio por causa de Danny Mackay. Según la prensa, Fred se había sentido tan interpelado un día mientras contemplaba la «Hora de la Buena Nueva» que se compró una Biblia y un billete de ida a «un impío rincón del mundo». Ahora lo perseguían por amor al Señor. Era un mártir de Jesús y de Danny.

Fue una situación muy comprometida para el cónsul norteamericano, el cual estaba intentando por todos los medios evitar que Fred Banks fuera sentenciado a cadena perpetua o ejecutado. Y, de este modo, cuando Banks apeló directamente al reverendo Danny Mackay, este recibió una apelación un poco más privada. Dos hombres vestidos de azul oscuro y a bordo de un automóvil sin ninguna señal de identificación le visitaron un día en su cuartel general de Houston y le aseguraron absoluta seguridad e inmunidad en caso de que fuera tan amable de trasladarse en avión allí y negociar la liberación del molesto Fred.

Danny les comentó a sus colaboradores que aquello era una sincronicidad serendípica… Fred necesitaba que le rescatara Danny en unos momentos en que Danny estaba tratando de que su nombre subiera cada vez más alto en las encuestas de opinión. Entre un revuelo de publicidad y el emocionado interés de los medios de difusión, Danny se trasladó al pequeño país del Oriente Medio donde se reunió con los ministros del rey y, con su carisma y personalidad, consiguió convencerlos de que Fred no era un espía sino simplemente un descaminado fanático cristiano. Danny pidió públicamente disculpas y expresó su reconocimiento, regalándole al rey un impresionante automóvil blanco con unos cuernos de novillo texano en la cubierta del motor.

Su regreso a los Estados Unidos con el ojeroso, barbudo y agradecido misionero estuvo rodeado de una exorbitante atención de los medios de difusión. En la fotografía ampliamente divulgada en la que aparecía estrechando la mano del soberano, los pies de foto decían: «El vaquero y el jeque»; Danny se encontró súbitamente aupado a los más altos escalones de la fama. Los presentadores de programas pugnaban entre sí por conseguir su presencia; cuatro importantes editoriales le propusieron escribir un libro; recibió premios y galardones de organizaciones de todo el país; fue incluso invitado a cenar en la Casa Blanca.

Tal como él había predicho, Danny Mackay se convirtió en un héroe de la noche a la mañana.

Solo que no fue la suerte ni una sincronicidad serendípica. Danny había enviado a Fred Banks a Oriente Medio y juntos habían fraguado el espectáculo.

Danny se sorprendió de que hubiera sido tan fácil. Tan fácil de organizar y llevar a la práctica. Danny solicitó los servicios de un mercenario en la revista Soldier of Fortune y acordó con Fred Banks la entrega de una considerable suma de dinero más un rancho en México a cambio de que interpretara un papel. Aturdido ante la cantidad que le ofrecían y la fama de la persona que deseaba contratarle, Fred se mostró dispuesto a colaborar desde un principio. Estaba familiarizado con el Oriente Medio, tenía ciertos conocimientos sobre la Biblia y sabía todo lo necesario sobre la supervivencia en el desierto. Aceptó inmediatamente el papel, disfrutando del sigilo, el aspecto de misión individual del trabajo que le ofrecían y la promesa de la consiguiente atención de los medios de difusión. Danny ya le había allanado el camino a través de distintos contactos diplomáticos y otras fuentes secretas, sellando un pacto con el soberano musulmán. El pequeño país necesitaba carros de combate y ametralladoras norteamericanas. Danny, por medio de sus representantes, le prometió al árabe lo que quisiera a cambio de que detuviera y liberara posteriormente a un cierto misionero llamado Fred Banks.

Todo se desarrolló como la seda. Fred tuvo su rancho, el rey consiguió armamento ilegal y Danny se convirtió en un héroe.

Y ahora que estaba en plena campaña y a solo dos meses de la convención, el episodio de Fred Banks había salido nuevamente a la luz, al igual que la vigilia a las puertas del Parkland el día en que asesinaron a Kennedy. El equipo de colaboradores de Danny se encargaba de recordar constantemente la conexión con Kennedy y la gente picaba el anzuelo. El slogan «Regreso a Camelot», tal como había sido llamada la época de Kennedy, se le había ocurrido a Danny. Figuraba incluso escrito en la gran bandera de color rojo colgada detrás del estrado en el que Danny iba a presidir el banquete que Beverly Highland ofrecería en su honor.

—Bueno, Bon —dijo Danny, estudiándose por última vez en el espejo—, ve a buscar a la perra y ya podemos bajar.

«La perra» era su mujer, Angélica.

Beverly no quiso sentarse a la mesa con Danny. Alegó como excusa que la velada estaba dedicada a él y ella no quería robarle la atención de los presentes. Danny, que era un consumado egoísta, lo consideró razonable.

Mil doscientas personas se pusieron de pie cuando hizo su entrada en el salón de baile. Los aplausos y los vítores estuvieron a punto de ahogar el sonido de la orquesta, interpretando La rosa amarilla de Texas. Danny permaneció de pie ante ellos con los brazos levantados en alto y el rostro constantemente iluminado por los flashes de los fotógrafos. Después, cuando la adulación ya llevaba un buen rato durando, Danny bajó los brazos e inclinó la cabeza. De pronto, se hizo el silencio en el salón de baile y mil doscientas personas inclinaron también las cabezas para escuchar respetuosamente la invocación del reverendo Danny Mackay.

Cuando todos se sentaron, con los ojos ávidamente clavados en él, Danny esbozó una irresistible sonrisa y empezó a hablar, arrastrando lentamente las palabras.

—Loado sea el Señor —dijo suavemente, tratando de mirar a los ojos al mayor número de personas posible. Los asistentes estaban sentados alrededor de grandes mesas redondas y lucían vestidos de noche y esmoquin. Las copas de champaña centelleaban, los platos de porcelana y los cubiertos de plata estaban dispuestos para el festín. Lo primero que hizo Danny fue agradecer a la orquesta aquel grandioso recibimiento—. Era la canción preferida de mi madre, que en paz descanse. Ahora está en el Cielo con el Padre, pero sé que ha escuchado todos los acordes de esta música. ¿Saben, amigos? Yo tengo muy mal oído para la música. Como el presidente Ulises S. Grant, solo conozco dos canciones…, una de ellas es La rosa amarilla de Texas, y la otra, no.

Se escucharon risas entre los presentes.

La voz de Danny resonó por encima de sus cabezas. Aunque hablaba suavemente ante el micrófono en tono de conversación normal, sus palabras sonaban como si las pronunciara a gritos.

La gente se reía, rugía y le amaba.

Desde el lugar donde se hallaba sentada, junto a una mesa ocupada por distintos personajes de la política y la vida social, Beverly miraba y escuchaba a Danny con expresión imperturbable. Estaba tan inmóvil, tan rígida y erguida y parecía tan fría y serena en su sencillo pero impresionante vestido de noche, que nadie hubiera adivinado el torbellino que se agitaba en su interior. Apenas podía respirar y el pulso le latía con fuerza.

Recordó aquella noche, aquella terrible noche…

—He tenido mucha suerte —estaba diciendo Danny desde el estrado—. El buen Dios sabe que no la merezco. He pecado. ¡Y soy todavía un pecador! ¡Pero, con la gracia y la misericordia de Dios, proseguiré mi lucha contra el demonio!

Beverly estudió los rostros que la rodeaban. Le veneraban; le adoraban. Empezó a temblar y los brillantes de su garganta despidieron destellos.

—¡Dios está a nuestro lado! —gritó Danny—. ¿Acaso no lo demostré el año pasado cuando entré en aquella guarida de leones y salvé a un siervo de Dios de una ejecución segura? ¿Acaso el hermano Fred Banks no estaba a punto de sufrir el martirio por haber intentado llevar la palabra de Dios a una tierra pagana? ¡Amén! —vociferó mientras el público prorrumpía en aplausos.

Beverly cerró los ojos. Fred Banks. Cuidadosa y felizmente escondido en un rancho de México, haciendo lo que siempre quiso hacer: mandando sobre sus quinientas hectáreas de tierra y un ejército de braceros. Más rico de lo que jamás hubiera podido soñar gracias a un pequeño anuncio insertado en una revista. Y en trance de hacerse todavía más rico.

—Pero ¿qué hago? —añadió Danny—, ¡hablando de mí en lugar de rendir homenaje a la gentil dama que esta noche me hace este honor! Una dama excelente y sin la cual yo no estaría aquí esta noche. ¡La señorita Beverly Highland!

La atención se apartó súbitamente de Danny y se centró en Beverly, la cual no se levantó sino que se limitó a sonreír amablemente a los invitados que la aplaudían.

Mientras Danny recuperaba de nuevo el interés de los presentes, recitando una sarta de expresiones de agradecimiento a la señorita Highland, Beverly pensó en Fred Banks.

Cuando el año anterior se había divulgado la noticia del peligro que había corrido Danny Mackay, trasladándose a un reino árabe para negociar la liberación de cierto prisionero, Beverly empezó a sospechar. Aquello no era propio de Danny. El altruismo y el sacrificio no eran palabras que figuraran en su vocabulario. Puso a Jonas Buchanan a trabajar en ello y Jonas localizó a Banks felizmente oculto y aislado en un rancho de México. El pobre Fred, cansado de su vida solitaria y hambriento de la compañía de un norteamericano, invitó al «turista» extraviado a su casa y aquella noche se emborrachó y le contó a Jonas toda la historia.

Lo malo era, confesó Fred, que los medios de difusión le habían malcriado. La vida en el rancho era demasiado aburrida; echaba de menos la emoción y la atención de que había sido objeto. Jonas le prometió ambas cosas.

Colocó a alguien en la casa de Fred para vigilarle y cerciorarse de que este no sellara un pacto todavía mayor con Danny, y, cuando llegara el momento oportuno, Beverly se encargaría de que Fred vendiera su increíble historia a la prensa.

Beverly miró a Danny. El discurso estaba tocando a su fin. Se giró levemente en su silla y captó la mirada de una mujer sentada en una mesa cercana, hacia el fondo del salón. Era una de las ocho mujeres sentadas a una mesa redonda, todas ellas vestidas con atuendos vaqueros escarlata y blancos y tocadas con grandes sombreros en cuyas cintas se podía leer: «Regreso a Camelot». Eran las Danny Girls, aunque la mayoría de ellas ya no fueran niñas.

Las Danny Girls habían sido una idea del propio Danny. Era un recordatorio más de su conexión con los difuntos Kennedy; recordó las célebres Kennedy Girls de la campaña del sesenta y decidió establecer su propio equipo de entusiastas animadoras. Las Girls aparecían en todas partes, distribuyendo folletos y pegatinas, yendo de puerta en puerta y convenciendo a la gente, con sus sonrisas de melocotón y crema, de que votaran por Danny Mackay.

Sin embargo, las Danny Girls sentadas a una mesa junto a la salida del salón de baile, no habían sido reclutadas por el equipo de colaboradores de Danny. Las había elegido con sumo cuidado la propia Beverly.

Beverly consiguió llamar la atención de una de ellas y le hizo una discreta indicación con la cabeza. La mujer asintió a su vez, les murmuró algo a sus compañeras y se levantó de la mesa.

La elección del momento fue muy acertada. Llegó al estrado justo en el instante en que Danny se disponía a bajar.

Estaba muy bonita con sus ajustados pantalones rojos estilo vaquero. Los flecos de su blusa roja de raso se agitaban bajo su exuberante busto y los botones de nácar de la parte superior estaban desabrochados para dejar al descubierto la hendidura de sus senos. Inmediatamente llamó la atención de Danny.

—Deseo ofrecerle un regalo, reverendo —dijo, situándose a su lado—. De parte de la señorita Highland.

—Pero, bueno —replicó Danny—. ¡Vaya, vaya! ¿Señorita Highland? Pero ¿por qué no sube usted aquí y se reúne conmigo?

Beverly vaciló. La atención se había centrado nuevamente en ella y todo el mundo estaba aplaudiendo. Percibió la presencia de Maggie a su lado, mirándola con inquietud. Beverly respiró hondo para calmarse, le hizo a su amiga un leve gesto tranquilizador y se levantó para dirigirse al estrado.

La cercanía de Danny la mareaba. Estaba rodeada por más de mil personas, los focos la iluminaban y la atmósfera estaba llena de humo. Tenía que dominarse. Le llevaría solo un minuto. Después, podría retirarse.

La Danny Girl le entregó a Danny un estuche dorado. Él lo abrió, diciendo:

—¡Pero, bueno! ¡Qué maravilla!

—Permítame —dijo la Danny Girl.

Después, tomó el pequeño objeto que descansaba en el pequeño cojín de raso, se situó directamente delante de Danny y tomó su corbata. Todo el mundo observó la escena en silencio. Cuando la Girl se apartó, los presentes pudieron ver la aguja de platino que esta había prendido en su corbata.

Danny contempló la joya, rebosante de felicidad.

—Pero si es una mariposa —dijo, hablando ante el micrófono—. ¡Y muy bonita, por cierto!

Después, miró a Beverly. Los ojos de ambos se encontraron por primera vez en treinta y cinco años y Danny pensó: Es mucho más guapa en la vida real que en las fotografías.

—Pues, da la casualidad —dijo— de que yo también tengo un regalo para usted, señorita Highland. Se lo iba a ofrecer después de la cena, pero, puesto que ya está aquí, se lo voy a dar.

Extendió la mano y Bonner le entregó un estuche de cuero. Danny comentó en pocas palabras la importancia de aquel momento y expresó su deseo de que aquel fuera el comienzo de una maravillosa amistad, loado fuera el Señor, mientras le ofrecía el estuche a Beverly.

Por un instante, los dedos de ambos se rozaron.

Beverly se sentía aturdida. Se tambaleó levemente, pero hizo un esfuerzo y recuperó el equilibrio. Abrió con trémulas manos el estuche de cuero. Contempló su contenido.

Un collar de oro descansaba sobre un lecho de terciopelo. Beverly lo tomó del extremo de la cadena y el collar osciló lentamente hacia adelante y hacia atrás, fulgurando bajo las brillantes luces. Beverly vio que era una medalla religiosa. En el anverso había una cruz; en el reverso, la imagen de Danny Mackay.

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