Butterfly

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Mayo » Capítulo 41

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Linda bajaba tan de prisa por el pasillo sin mirar por donde iba que, cuando chocó con José Mendoza, el cirujano ortopédico, estuvo a punto de caer.

Pero él la sujetó, diciendo:

—¡Pero, bueno, amiga mía! ¿Hay alguna urgencia?

Linda se agachó para recoger las fichas que se le habían caído al suelo.

—¡Perdona, José! Estoy llegando tarde a una cita en Beverly Hills.

José la ayudó a recoger los papeles diseminados y le dijo mientras se los entregaba:

—Nunca he conocido a nadie que tuviera tanta prisa como tú, Linda. Creo que este ritmo no es bueno para ti.

Linda se rio casi sin aliento y comprobó que las fichas estuvieran en el debido orden. Después, se apartó el cabello del rostro y miró a José con una sonrisa.

—¡Mira quién habla! He visto a los alumnos de medicina corriendo por el pasillo detrás de ti mientras les dabas clase.

—Todos tenemos nuestros fantasmas invisibles, amiga mía. A lo mejor, convendría que huyéramos juntos de nuestros respectivos fantasmas. ¿Tienes tiempo para un trago?

—Me temo que esta noche no. —Linda consultó su reloj—. Ya voy con retraso.

—¿Qué hay en Beverly Hills?

Linda esbozó una sonrisa nostálgica. ¿Qué había en Beverly Hills?

Tal vez, pensó, la ansiada paz de espíritu.

—Lo siento, José —dijo, reanudando su carrera por el pasillo—, pero tengo que salir a escape.

—Oye —le gritó a su espalda—, tengo entendido que has dejado esa serie de televisión.

—Sí —dijo ella por encima del hombro—. ¿Te interesaría este trabajo?

José se rio.

—¡Ni hablar, amiga mía! —contestó, alejándose.

Linda bajó velozmente por Wilshire Boulevard, tratando de que su Ferrari volara en lugar de correr. Una vez tomada la decisión de regresar a Butterfly y darle otra oportunidad, no quería perder ni un solo minuto. Ahora era una mujer decidida.

La desastrosa velada con Barry Greene en su dormitorio la había trastornado hasta el punto de inducirla a visitar varias veces a la doctora Raymond durante las tres últimas semanas.

—Era demasiado pronto —dijo la psiquiatra—. No estabas preparada para él.

—Pensé que no llegaría a ninguna parte en Butterfly. Me desanimé y me puse nerviosa.

—No le has dado una oportunidad a Butterfly, Linda. Nunca has dejado que el compañero llegara hasta el final. Tendrías que aprovechar la excelente oportunidad que te ofrece Butterfly.

—No puedo evitarlo, Virginia. En cuanto él empieza a tantear el área, me paralizo. No soporto que me vea.

—Pero tienes que hacerlo, Linda. Imagínate que es un sexólogo.

Virginia tenía razón y Linda lo sabía. Por eso había acudido a Butterfly. Linda decidió regresar, ver de nuevo a su compañero enmascarado y ayudarle a ayudarla.

Una empleada la recibió en la trastienda de Fanelli y la escoltó, subiendo con ella en el ascensor. Ya conocía la estancia…, la cama con dosel sobre un estrado, los cortinajes y la ropa de la cama color melocotón, la alfombra color champaña. Habían dispuesto unos refrescos: vino helado, paté de hígado, tostadas y fruta del tiempo. Pero a Linda no le interesaba la comida. Tras pasarse rápidamente un peine por el cabello, se ajustó el antifaz y se volvió al oír que se abría la puerta del otro lado.

Esta vez él lucía esmoquin. Estaba muy alto y elegante. Incluso la máscara le sentaba bien.

Bailaron un rato muy despacio y bebieron un poco de vino. Después, él empezó a hacerle el amor.

Mientras permanecían juntos en la cama, Linda desnuda a excepción de la braga-bikini, él trató de introducir la mano por el interior de la cinturilla, mirándola con expresión inquisitiva. Linda contuvo la respiración. Quería impedírselo, pero se reprimió. Le dejó proseguir la exploración por el interior de la braga y la parte superior del muslo. Después le dijo:

—Espera.

Él esperó, tendido a su lado con un brazo debajo de su hombro y el otro sobre sus muslos. Sus ojos enmascarados la estudiaron.

—Yo… —balbuceó Linda—, tengo un problema.

Él la besó, murmurando:

—Relájate. Por favor…

No podía. Su cuerpo se contrajo cuando su mano se deslizó bajo la braga hacia un lugar donde jamás había permitido que ningún hombre la tocara, exceptuando sus dos maridos. Mientras los dedos del compañero la exploraban, Linda cerró los ojos. El corazón le latía violentamente. Deseaba que se detuviera, pero estaba firmemente decidida a permitir que siguiera adelante.

—Déjame mirar —susurró él.

Linda asintió y notó que la sedosa braga se arrugaba alrededor de su cintura. El aire le producía una sensación extraña en la pelvis. Él le separó levemente las piernas. Después, volvió a besarla y acercó el rostro a escasos centímetros del suyo mientras la acariciaba. Primero, la parte superior de los muslos, la pelvis y el abdomen para que se relajara y le desapareciera la rigidez. A los pocos minutos, Linda empezó a experimentar deseo sexual; quería que la penetrara. Pero él proseguía su exploración para aumentar de este modo su deseo. Cuando su mano llegó un poco más lejos, Linda no sintió… nada.

—No siento nada —dijo mientras la excitación se disolvía y el deseo sexual se esfumaba. «Siempre ocurre lo mismo. Aquí es donde termina el amor»—. Es tejido cicatricial. Aquí no tengo sensibilidad.

Al ver que él no reaccionaba y no se apartaba tal como siempre hacían los otros, Linda abrió los ojos y le miró. Él la estaba contemplando con ternura.

—¿No notas eso? —le preguntó.

—No…

—Cuéntame qué ocurrió.

—Yo tenía dos años —dijo Linda con voz distante—. Estábamos en la cocina mi madre y yo. Ella planchaba y yo estaba sentada en mi alta silla, cerca de los fogones. Ocurrió todo tan de repente que mi madre no pudo impedirlo. Dijo que yo estaba jugando tranquilamente con mis cubos de madera y que, de pronto, me puse a gritar. —Linda apartó la mirada—. Al parecer, alargué la mano y me eché encima una olla de agua hirviendo. Me quemé el regazo. Mi madre me llevó a toda prisa al hospital donde le dijeron que yo sufría quemaduras de tercer grado de cintura para abajo. Me tuvieron que hacer varios injertos de piel a lo largo de los años.

—¿Por eso nunca dejas que te toque ahí?

—Temía que… te diera asco.

Él la miró, perplejo.

—¿Y eso por qué?

—Así reaccionan los hombres ante mis cicatrices.

—Yo, no.

—No, tú no.

—Si no me hubieras hablado de ellas, ni siquiera las habría notado. El que te curó, te hizo un buen trabajo.

Linda se volvió para mirarle.

—Pero otros hombres…

—Eso de aquí abajo es casi normal. El único problema es la pérdida de sensibilidad. Pero me parece… —El compañero deslizó nuevamente la mano—. ¿Qué tal?

—No.

—¿Y eso?

Linda vaciló y notó que el dedo la penetraba.

—Sí, eso sí lo noto.

Él inclinó la cabeza para besarla y después le dijo:

—Mírame.

Ella contempló su mirada. Sus ojos oscuros parecían hipnotizarla. Permanecieron clavados en ella mientras su mano se movía, esta vez con un ritmo distinto. Después, hubo una especie de… presión…

Linda apartó el rostro.

—Mírame —repitió él en un susurro.

Linda notó que se le contraían los músculos. ¿Qué estaba haciendo? ¡Eso no va a dar resultado!

Pero la caricia era apremiante. Perdida en las profundidades de sus ojos negros, Linda advirtió que su tensión empezaba a desvanecerse. Él siguió tanteando y, cuando llegó a un determinado punto, Linda contuvo la respiración.

—Aquí… —murmuró él—. Es aquí…

—¿Qué…?

—Relájate. No opongas resistencia. Déjame hacer mi trabajo.

Entonces Linda experimentó una sensación que jamás había sentido. Abrió los ojos y le miró.

—¿Qué estás…?

—No hables —musitó él.

Dejó de moverse. Permanecían tendidos en la cama, tan inmóviles como los personajes de un cuadro. Hasta su mano se había detenido y, sin embargo, Linda estaba empezando a notar algo allí abajo. Su compañero se limitaba a comprimir un determinado punto de su interior cuya existencia ella ignoraba. Mientras él ejercía presión, prendiéndole la mirada con los ojos, Linda sintió un extraño calor que se extendía por todo su cuerpo como si se irradiara desde aquel punto central. Súbitamente, quiso moverse y seguir su ritmo, pero él la obligaba a permanecer inmóvil.

Y entonces ocurrió. De pronto, Linda emitió un grito y arqueó la espalda en una oleada de intenso placer.

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