Brasil

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29. Otra vez el apartamento

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Otra vez el apartamento

Algo extraño le había ocurrido al tío Donaciano. En 1977 se había legalizado el divorcio en Brasil y una década más tarde, después de tantos años de cohabitación no oficializada, se divorció de la tía Luna y se casó con su ama de llaves y cocinera, Maria. A un año de la ceremonia ella lo abandonó, sin que nadie pudiese imaginar por qué. El daba la impresión de ser un hombre destinado al fracaso amoroso. Apiadada, Isabel volvió más frecuentes las visitas a su tío soltero y a Río.

En esta fatídica ocasión, Isabel convenció a Tristão de que la acompañara durante los días de vacaciones que le daban en la fábrica textil después de Navidad. Sopesaron la idea de llevar a los hijos pero coincidieron en que Río, durante la canícula vacacional, ofrecía demasiadas oportunidades de desenfreno a los preadolescentes. En la ciudad imperaban el delito, el vicio, la gente sin techo y la desnudez pública. Sus hijos se habían criado entre algodones, como paulistas mimados y protegidos, y su presencia malhumorada y rebelde en el apartamento no resultaría fácil para el anciano anfitrión sin descendencia.

El tío Donaciano les dio la bienvenida cálida y agradecidamente: había envejecido como consecuencia del golpe que la segunda esposa asestara a su orgullo. El cabello, alisado hacia atrás hasta un punto occipital como el que se ve en las crestas de algunas aves tropicales, ahora estaba salpicado de canas —en realidad a rayas, con una curiosa regularidad que parecía alcanzada por medio de una vanidad mecánica— y sus manos temblaban por efecto de un exceso de ginebra al anochecer. Su encanto se había marchitado en algo semejante al de una tía solterona, con constantes vacilaciones de viejo chocho y un hábito de deferencia automática, abstraída, más bien implorante.

En el apartamento, los dos candeleros de cristal que Isabel y Tristão habían robado tantos años antes habían sido sustituidos por otros casi idénticos; la enorme araña de luces todavía colgaba como un enorme arácnido sagrado, con los brazos de latón curvados en forma de S, del centro de una rosa abovedada de cristal esmerilado. Para Tristão la estancia aún poseía la radiante quietud de una iglesia, pero los accesorios —los cojines orlados, las vasijas

cloisonné, los lomos estampados en oro de libros nunca abiertos— ya no le parecían fabulosos sino un tanto raídos y anticuados, pertenecientes a una era pretérita de decoración fastuosa. Ahora él y sus amistades de São Paulo se inclinaban por un aspecto más informal y cuadrangular, de colores tabaco y hueso en tejidos toscos, de lámparas bajas que producían fuentes circulares de luz tenue…, era de hecho el aspecto de un despacho moderno, aunque más delicado y sin tantos chismes de informática encerrados en plástico. En comparación con esas cámaras modulares, las estancias del tío Donaciano parecían componer un mullido harén enrejado para recibir cuerpos femeninos con vestimentas diáfanas que, decepcionantemente, no estaban allí.

—En lo que respecta a Maria —intentó explicar el viejo caballero una vez que el áspero vino tinto argentino de la cena y el sabroso

pato ao tucupi con su sabor a ajo desataran sus lenguas creando una confortable atmósfera social—, creo que prefería los salarios definidos aunque modestos de la sirvienta a las recompensas más suculentas pero también más vagas de una esposa. Yo la estimulaba a gastar dinero en sí misma, en ropas, peinados, manicuras, balnearios, pero ella interpretaba cada sugerencia como una velada insinuación de que la consideraba desaliñada, mal vestida, ordinaria y más bien gorda…, y era la verdad. No obstante, podría haber hecho caso omiso de mis sugerencias, aceptarlas o rechazarlas, así como me aceptaba o me rechazaba a mí antes de nuestra boda. Pero al convertirme en su marido, llegué a ser para ella un ser irritante, como si ahora fuese una parte de sí misma sobre la que no ejercía ningún control, a la manera de un cáncer. El hecho de que yo fumara, tema sobre el cual nunca se le había escapado una sola palabra crítica, de pronto se transformó en fuente de preocupación y dolor para ella, en motivo de constantes quejas. La verdad es que se volvió regañona en muchas cuestiones, mientras antes se había mostrado dulcemente flemática. Las chicas que yo contrataba para sustituirla nunca la contentaban, lisa y llanamente: eran deshonestas, sucias, descuidadas, intrigantes, no tenían nada en la cabeza…, la letanía era infinita, nadie podía satisfacerla y yo iba despidiéndolas al ritmo de una por semana. Sin embargo, en los intervalos, cuando Maria se ocupaba personalmente de los quehaceres que habían sido de su competencia, se quejaba de que ser mi esposa no había marcado ninguna diferencia en su vida, excepto que ahora no recibía paga. Hasta el sexo entre nosotros, disculpa Isabel estos detalles, pero ahora ya eres una vieja casada…, el sexo, decía, se volvió resentido y afectado por parte de ella, cuando antes cedía de buena gana a las demandas más perentorias. Parecía, ay, que la autoridad brutal de un patrón la erotizaba de una forma que no podía alcanzar la figura más compleja de un marido. La nota que me dejó el día que desapareció sólo decía, con su caligrafía de persona apenas alfabetizada aunque de bellos trazos: «Esto exige demasiado de mí».

—Tristão y yo opinamos —lo interrumpió Isabel, desafiada por su referencia a que ya era una vieja casada— que a veces ayuda a nuestras relaciones sexuales fingir que somos dos desconocidos que por casualidad se encuentran en la misma habitación.

Donaciano pareció ruborizarse e incomodarse por este detalle. Ella continuó instruyéndolo, tomándole el pelo:

—También a las mujeres nos resiente la tiranía del sexo y la necesidad de establecer vinculaciones sociales perdurables de lo que quizás estaba destinado por la naturaleza a ser algo fugaz. Las mujeres y los hombres ocupan dos reinos distintos y su apareamiento es como el instante en que un pájaro se apodera de un pez.

—Por lo que tengo entendido —terció Tristão con más sentido práctico—, usted solía pegar a Maria.

—Muy rara vez —se apresuró a aclarar el perturbado exdandi—. Una o dos veces quizás, en la furia de mis años más juveniles. Las mujeres con las que me enredaba eran coquetas exasperantes y yo traía mis frustraciones a casa, a mi única amante fiel y constante.

—Es posible, aunque parezca una barbaridad —conjeturó Tristão—, que ella interpretara como una señal de falta de cariño el hecho de que no la golpeara una vez que se convirtió en su esposa, y que el comportamiento caprichoso fuese un intento de provocarlo para que usara los puños. Los pobres desarrollan una piel tan gruesa que el toque del amor tiene que ser pesado.

Tristão estaba pensando, percibió amorosamente Isabel, en su propia madre, como una manera de justificar la forma brutal en que lo había tratado. Sin dar tiempo a responder al tío Donaciano, Isabel aprovechó la oportunidad para preguntarle:

—¿Y por qué piensas que te abandonó la tía Luna?

Donaciano hizo una pausa durante la que su rostro pareció más frágil que nunca y sombreado, como en aquellas noches de la infancia de Isabel en que entraba en su habitación para leerle un cuento y sellar con un beso su deseo de que soñara con los angelitos. Durante el silencio, la actual sustituía de Maria sirvió lánguidamente el postre,

fruta-do-conde con sorbete de melón dulce, en elegantes copas en forma de tulipán, con el pie muy largo.

—Nunca pude entenderlo —confesó por fin el tío Donaciano—. La deserción de tu tía es el gran fracaso de mi vida. Ya había pasado el apogeo de su juventud y no encontró la felicidad lejos de mí, según dicen mis informantes de París. Algunos devaneos con hombres casados que no soportaban la idea de abandonar a sus mujeres, luego hombres más jóvenes que se aprovechaban de su dinero, y ahora no queda nada para ella, ni siquiera la Iglesia, porque nunca fue creyente.

En la larga pausa que siguió, para ser amable, Tristão dijo con su voz formal:

—La fe es necesaria. De lo contrario hay que tomar demasiadas decisiones y cada una de ellas parece demasiado importante.

Pero el tío Donaciano siguió con la vista fija en Isabel; su rostro, refinado y fatigado, daba la sensación de estar picado por sombras de anhelos no declarados, como en aquellas noches que iba a arroparla en su cuarto.

—Hubo

dos fracasos amorosos en mi vida —continuó—. El segundo fue que tu madre nunca me trató con un ápice más que la debida cortesía de una mujer a su cuñado.

—Tal vez un fracaso explica el otro —señaló Isabel—. La tía Luna percibía que amabas a mi madre.

Pero no, ahora, ante esta puerta tan evidente a la verdad, el anciano se echó atrás y movió la cabeza obstinadamente.

—No. Ella nunca lo supo. Apenas puede decirse que lo supiera yo.

—Háblame de mi madre —gritó Isabel con una vivacidad que irritó a Tristão. Veía en ella demasiado vino tinto, el atolondramiento de estar lejos de sus hijos una o dos noches, y el infantil deseo de halagar a su tío viajando con él al pasado. Mantenía la boca abierta como si quisiera exhibir ante éste su arqueada lengua aterciopelada—. ¿Me parezco a ella?

Firmemente apenado, Donaciano contempló a su sobrina, con su majestuosa gavilla de cabellos crespos, sus aretes de oro y sus esbeltos brazos de negra —de un marrón iridiscente similar al del azúcar quemado— centelleantes de pulseras hasta el codo. Llevaba un vestido tubular sin mangas, verde jade, que ocultaba y favorecía su cuerpo. Isabel había engordado, aunque no más de dos o tres kilos.

—Tú eres su esencia, claro que combinada con la determinación de los Leme —manifestó Donaciano—. Ella era el tipo de mujer sólo adecuada para pasearse por un harén. Según se rumoreaba, los Andrade Guimarães tenían sangre morisca. No sabía hacer nada…, ni preparar un huevo frito, ni escribir una carta, ni organizar una fiesta. Nada pudo hacer para contribuir a la carrera de tu padre. Ni siquiera estuvo a la altura, la segunda vez, del esfuerzo de dar a luz. Incluso cuando estaba viva, Isabel, dejaba tus cuidados a cargo de las sirvientas y de Luna. Cuando mi esposa estaba cerca, era muy afectuosa contigo. Has heredado de Luna el estilo decidido y el temperamento nervioso, pero en tu esencia voluptuosa eres la inefable Cordélia.

Con una impulsividad que, tenía la certeza, su marido encontraría adorable, Isabel alargó la mano a través de la esquina de la mesa —la habían sentado en la cabecera para ser compartida por ambos— y cogió la pálida mano de Tristão entre sus dedos, que a la luz de la luna parecían tan oscuros, debajo de las uñas claras, como los dulces

cafezinhos alquitranados que la criada había servido en pequeños pocillos altos.

—¿Has oído eso, Tristão? ¡Nos parecemos en que los dos hemos tenido una mala madre!

—Mi madre no era mala. Hacía lo que podía dados los límites de nuestra condición de oprimidos —replicó él con tono hosco.

Isabel no permitiría que se le negara este otro vínculo con él. Tristão se le estaba escapando de las manos, pero no dejaría que se saliera con la suya.

—¿Has visto? También compartimos

eso. ¡Las queríamos! ¡Los dos amábamos a nuestras malas madres!

El tío Donaciano, con el fino bigote eclipsado por el borde de la taza de café, paseó la mirada de uno a otro de sus jóvenes invitados, percibiendo su pequeña pugna, en ese ambiente más compartible con uno que con el otro. Apaciguador, dijo:

—Todos somos hijos de la Tierra, que es una mala madre, podríamos decir. Nuestro triunfo consiste en amarla, en amar la existencia.

Se quedaron levantados hasta tarde; Isabel y su tío recordaron a la madre de ella, los tiempos en que Río era como una pieza de cristal veneciano, los viajes a Petrópolis para escapar de la canícula estival. ¡Petrópolis! Los espléndidos jardines imperiales donde en otros tiempos el mismísimo Dom Pedro se había paseado con la emperatriz Teresa Cristina y su testaruda hija, la famosa Isabel, que desafiando a todos bailaba con el ingeniero mulato André Rebouças y como princesa regente decretó el final de la esclavitud. ¡Ah, los canales y puentes de la ciudad, sus plazas y parques, prácticamente europeos en el acabado y el encanto; la catedral gótica y la copia exacta del Crystal Palace londinense; las vistas montañosas desde el restaurante, incluida una cascada como un hilillo! Entusiasmada, Isabel recordó con ayuda de su tío aquellos días espléndidos de vacaciones familiares, cuando el padre se sentaba a su lado ante el serio mantel blanco como la nieve, y la esbelta y entretenida tía Luna le enseñaba qué tenedores debía usar. Ella era una niña preciosa con volantes de gasa almidonados, rodeada de camareros que se inclinaban, música distante y una matriz reluciente, húmeda y florida: Brasil, una Europa sin tensiones, sin culpa. ¡Ah, el día en que la tienda de campaña cayó en el jardín del hotel, el día en que el caniche blanco de la

Senhora Wanderley mordió al cocinero de la barbacoa, el día en que Marlene Dietrich y un séquito de alemanes del lugar cenaron en La Belle Meunière!

Escuchándolos, Tristão se inquietó: era poco lo que podía aportar a la conversación. El mundo de ellos no había sido el suyo. En São Paulo había creado un pasado y entre sus amistades podía retrotraerse hasta los doce años. Pero ahora, excepto cuando el tío Donaciano se volvía y hacía un esfuerzo deliberado por incluirlo en un tema general («Dime qué opináis sobre lo que ocurrirá en la industria con la nueva congelación de precios», «Me gustaría saber si los jóvenes estáis tan alarmados como yo ante la perspectiva de elecciones libres para presidente»), Tristão tenía poco que hacer salvo dar chupadas a un puro habano, hundirse más en el crujiente sillón de cuero y estirar las piernas, procurando reprimir sus temblores de agitación muscular. En su forzoso aislamiento estudiaba a Isabel, con su rostro húmedo, perdida en las quimeras de la infancia, cuando soñaba con una vida idílica. Se había quitado los zapatos y cruzado bajo su cuerpo los elegantes pies descalzos en dos tonos de negro, en el curvilíneo sofá carmesí. Tristão sentía opresiva la calidez entre ella y su tío, algo sutilmente nocivo, como el humo del puro. Este había sido el mundo de Isabel, un mundo encantado.

¿Qué quería de mí?, se preguntó, rodeado de humo. Sólo su ñame. El ñame de un desconocido. Para que hiciera el trabajo sucio de la naturaleza.

Por fin el anfitrión, con los cabellos a rayas y levantados en plumas sueltas, fue tambaleante hacia la cama; la pareja se encaminó a su dormitorio, en el piso de arriba del dúplex, más allá del antiguo cuarto infantil de Isabel que Maria, en su condición de esposa, había convertido en trastero. Las ventanas estaban salpicadas hasta el punto más alto por las luces achampañadas de Río.

—¿Te molestaría que fuese a dar una vuelta, mi amor? Me siento algo mareado por el cigarro. No estoy acostumbrado a los puros ni a tanta conversación de sobremesa.

—Te aburrimos, querido, lo sé, discúlpanos. Pero mi tío no estará con nosotros eternamente y le entretiene pensar en los viejos tiempos. Teme al futuro. Está seguro de que si hay elecciones populares ganarán los comunistas. Los comunistas o alguna estúpida personalidad de la televisión. Donaciano es un pobre viejo asustado. —Al percibir que en cierto modo había ofendido a Tristão, Isabel cruzó el dormitorio hasta quedar a su lado; ya se había quitado el vestido tubular verde y la lencería blanca marcaba dos violentas interrupciones en su piel—. Ahora es la única persona que conozco —agregó con seductora voz gutural— que me recuerda tal como fui cuando era… inocente.

—El sabe —dijo Tristão—. El sabe que dentro de mi traje gris soy la misma basura negra a quien prohibió ver a su sobrina hace veinte años. Lo sabe pero no puede hacer nada al respecto.

—No quiere hacer nada al respecto —replicó Isabel mientras le acariciaba la cara, tratando de borrar con el pulgar la arruga de ira de su frente ancha—. Ve que soy dichosa y eso es lo único que desea. —Los finos y lacios cabellos de color roble de Tristão mostraban entradas, lo que volvía más ancha aún su frente. Isabel le acarició las sienes despejadas con gran ternura.

Tristão se irritó por los insistentes intentos de Isabel por aplacarlo y sacudió la cabeza para apartar la mano de ella, con el sustituto del anillo DAR en el dedo medio, que su padre consiguiera en Washington tal como había prometido; pero no era tan bueno ni antiguo, ni estaba tan bien grabado como el que él le había robado a la gringa de pelo azul de Cinelándia, lo que contribuyó a irritarlo aún más.

—No era solamente tu tío quien estaba enamorado del pasado. Tampoco tú cabías en ti de contenta con las reminiscencias de aquel lujo construido sobre la miseria de otros. Te hundiste en los recuerdos, poniéndote fuera de mi alcance.

—Pero he retornado, Tristão —afirmó ella—. Ahora estoy a tu alcance.

Sin dejar de observar fijamente la expresión ofendida de su marido —como si en caso de apartar la vista él pudiera golpearla—, Isabel se inclinó para quitarse las bragas, una pierna por vez. Su expresión era la de una negrita espiando, con el blanco de los ojos desorbitado, asustada aunque a punto de reír si le dan el mínimo permiso. Salvo por sus ojos claros Isabel parecía, con su alerta carita simiesca y sus cabellos alborotados, una de las harapientas compañeras de juego de Tristão en la

favela, la que más le gustaba, Esmeralda. Tristão esbozó una sonrisa permisiva e Isabel rió y enderezó el cuerpo. Su triángulo de brillante vello negro mostraba que su piel sólo era marrón, clara en contraste. Su ombligo era como el hoyuelo en la cara inferior de un cuenco pardo con dos asas gruesas: sus caderas, curvadas hacia fuera como grandes anacardos tostados. Cuando Tristão le apoyó una mano allí, en el muslo, vio que su propia mano era otro matiz del marrón, bronceado por el tenis y el

windsurf; el vello del dorso poseía un tinte cobrizo.

—He disfrutado contigo y con tu tío —le dijo, con una voz que había caído, fatigada, en su timbre viril—. Entre vosotros existe un verdadero cariño basado en la sangre y en las memorias compartidas. No estoy enfadado sino melancólico, al verme tan cerca de mi antiguo hogar…

—Allá no hay nada, Tristão. La

favela ha sido arrasada para levantar un jardín botánico y un paseo turístico.

En cuanto llegaron a Ipanema habían ido a la tienda de Apollonio de Todi, pero el candelero de cristal, por lo que mostraban los imperfectos archivos, nunca había sido empeñado. «Guarde mi regalo, si lo prefiere, y encienda una vela para que no volvamos en una noche oscura».

—Y si los encontraras —agregó Isabel con tono cauteloso— no te reconocerían.

—Sí —suspiró él—. Eres muy sensata, Isabel, cuando se trata de mi pasado y no del tuyo. Pero debes dejarme ir a dar una vuelta a la manzana. Tengo las pantorrillas acalambradas y la cabeza congestionada. Volveré en unos minutos. Prepárate para acostarte, querida mía. Me llevaré una llave y si ya te has dormido me deslizaré en tus sueños. Estaré desnudo.

Isabel se acercó y, de puntillas, apretó sus labios cálidos contra los de él.

—Ve, pero cuídate —le dijo, seriamente.

Tristão se sorprendió. ¿Cuidarse en su ciudad natal? ¿Tan viejo estaba? Isabel tenía cuarenta años y él cuarenta y uno. Se volvió y la miró; mientras ella se quitaba el sostén y en broma posaba junto a la amplia cama blanca en la postura angulosa de una bailarina de

boîte desnuda, Tristão recordó aquella vez que ella le había preguntado: «¿Todavía te gusto?». Contemplarla lo atrajo poderosamente, pero salió.

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