Brasil

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10. Los dos hermanos

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Los dos hermanos

Durante dos años Isabel asistió a la Universidade de Brasilia, donde cursó estudios de historia del arte. Aparecían y desaparecían diapositivas de pinturas rupestres y de catedrales, cuadros históricos y paisajes impresionistas, en la oscuridad del aula. Todo era francés. El arte era francés y los profesores pronunciaban los sonidos nasales y arrastraban las erres como si las devolvieran al lugar de origen. Había algunos templos camboyanos y grabados alemanes en madera, y a partir de 1945 había que tener en cuenta la Escuela de Nueva York, pero en última instancia todo giraba suavemente sobre lo mismo o era de un salvajismo especialmente cándido en comparación con Chartres y Cézanne. La verdadera cultura, aprendió Isabel, era una cuestión sorprendentemente local, puramente europea y, sobre todo, francesa. Sólo la biología era mundial: miles de millones de copulaciones que se sumaban.

Si «salía» con algunos de sus condiscípulos, conservadores y pusilánimes aunque apuestos y admirables hijos de la oligarquía y su funcionariado, ¿qué tenía de malo? Isabel era joven, estaba colmada de energía nerviosa y tomaba la píldora. Se puede ser fiel en espíritu, especialmente si en el momento del orgasmo una cierra los ojos y piensa: «Tristão». Arrancado de su vida, inmodificable en la ausencia, se había convertido en un ser inviolado, una pieza intocable de ella misma, tan secreto como las primeras nociones sexuales de un niño.

El padre, al comprobar lo que parecía ser su aceptación de la situación, se felicitaba a sí mismo por el éxito de su estrategia. Iba y venía por el vasto piso como una babosa extraña, con su fina piel azulina, la sonrisa de labios pálidos, la frente cada vez más despejada en declive sobre la vaga benevolencia opresiva de su mirada, como la de las monjas que habían dado clases a Eudóxia e Isabel en la escuela. Salomão había pedido un año y medio de excedencia en el país antes de ocupar su nueva embajada, en Afganistán. De noche Isabel le oía practicar el persa y el

pashto en su dormitorio: la voz profunda, oscilante y a veces gutural, era tan islámica en sus pasiones que lo imaginaba con un turbante flojo y una túnica suelta, regateando el precio de unas alfombras o condenando a muerte a los blasfemos. El hombre explicaba modestamente que ninguna de las dos lenguas le resultaba demasiado difícil, pues ambas eran ramas del indoeuropeo. De vez en cuando la llevaba a un concierto o al teatro en la escasa ronda capitalina de acontecimientos culturales. Durante días enteros apenas hablaban, cada uno preocupado por diferentes obligaciones y círculos. Isabel se atenía a su senda académica en una especie de trance, bajo el hechizo de un juramento cuyo emblema interior eran dos grises cañones de pistolas en lugar de una cruz. No sería ella la causa de la muerte de Tristão, al que guardaba en su corazón como a un prisionero a salvo en una celda cerrada a cal y canto.

Sólo cuando llegaba de visita Donaciano escapaba de su mente en cierto sentido Tristão, pues el tío llevaba consigo a la desolada Brasilia —a su vacua cuadrícula, su lago artificial, sus demonios de polvo rojo que se arremolinaban donde habían dejado morir el césped en las enormes medianas— el jovial aliento marino de Río. Con su traje color helado de vainilla, los zapatos de punta aliforme en dos tonos y el sombrero de jipijapa con una cinta rosa, le hacía regalos que ya no correspondían a su edad: un ramo de flores de tela moldeadas con ingenio, un triciclo de cerámica con ruedas protuberantes que giraban de verdad, un circo en miniatura con artistas hechos con hilos de oro envueltos alrededor de gemas semipreciosas de Minas Gerais. Quería mantener viva a la niña que había en ella, y era la encarnación de la pueril y juguetona atmósfera carioca, donde los adultos caminan por la calle en bañador y se pasan el año entero construyendo el juguete del carnaval que se hace añicos en un santiamén. Su suave voz bromista y el olor de los cigarrillos ingleses Oval en su boquilla de ébano y marfil recordaban a Isabel el apartamento con la araña de latón y sus brazos serpentinos, y la rosa blanca de la claraboya donde por primera vez se había entregado a Tristão y donde su carne virgen había dejado una mancha en forma de cáliz sobre el cubrecama de raso. De alguna manera el tío Donaciano encamaba el amor. Isabel hizo girar su anillo DAR en el dedo medio y le preguntó por Mana.

—Ah, Maria —dijo él, con los ojos tallados por las sombras color malva y unos mechones de encanecidos cabellos rubio miel desordenados por su aura de melancolía

distingue—. Maria envejece.

—¿Y es menos deseable? —bromeó Isabel y sopló humo hacia el techo bajo de la casa de su padre. Salomão tenía los pulmones sensibles e Isabel sólo fumaba en la universidad o cuando la visitaba el tío Donaciano con sus cigarrillos ingleses envueltos en tentadores papeles de color pastel. El sofá en el que estaba repantigada era de teca y ratán, una pieza elegante procedente de una gira de su padre por la India años atrás, y no muy cómodo, aunque acolchado por cojines negros, morados y rosas, salpicados de lentejuelas—. Tal vez —agregó, ampliando su insolencia— la has usado con demasiada rudeza. Tendrías que convertirla en una mujer honrada, como recompensa por sus años de servicio.

Donaciano parpadeó con sus ojos fatigados y se tocó el pelo, desgreñándolo más todavía. Como interlocutora había aceptado a Isabel cual si fuera una más de las mujeres adultas cuyo afecto adquiría la forma del hostigamiento.

—Tu tía Luna continúa siendo mi esposa —respondió—. Cuando eres así de mala —añadió— me recuerdas a tu madre. Es desgarrador.

—¿Mi madre te desgarró el corazón?

Isabel llevaba mucho tiempo preguntándose si su tío no habría amado a la esposa del hermano. En la cómoda del dormitorio de Donaciano en Río, junto al obligado retrato de estudio y las instantáneas de la tía Luna en vacaciones, había una foto enmarcada de Cordélia, ligeramente borrosa, de pie en unas piedras, bajo un solo pino en un escenario de picnic, donde la brisa extendía su ancha falda blanca con volantes y las amplias mangas diáfanas, apretándose la blusa contra un pecho generoso; la muselina blanca realzaba la encantadora morenez de su madre, esa gota de oscuridad de que está hecha una auténtica beldad brasileña, gozosa la cara difuminada en un esbozo apenas de sonrisa, las lustrosas mejillas redondeadas, los párpados bajos aparentemente para protegerse de un deslumbramiento. A menudo Isabel había estudiado furtivamente la foto en ausencia del tío Donaciano, preguntándose dónde estaba su padre, si lejos o cerca del extremo del campo visual de la cámara. ¿Quién hacía reír y bajar los párpados coquetonamente a su madre? ¿Qué habían estado diciendo las voces en el aire? Incluso el empañamiento de la foto parecía un rastro del aliento de Cordélia, cálido sobre el objetivo.

Pero estos misterios, estos antiguos amores, se desdibujan y por último son tan deprimentes para los jóvenes como las fotos del viejo Río con sus tranvías y modas anticuadas, colgadas en las paredes de restaurantes románticos consigo mismos.

—Cordélia desgarraba los corazones de todos los que ponían sus ojos en ella —replicó el tío Donaciano—. Mira a tu padre. Nunca volvió a casarse: sólo es un ataúd ambulante cargado con la memoria de tu madre. No lo imites en esta locura, Isabel, que lo ha envejecido antes de tiempo. Abraza la vida. Ama a muchos hombres antes de morir. Ese golfo playero sólo fue un comienzo. Vete a Europa. Hazte cantante de ópera.

—Pero yo no tengo voz.

—Tampoco la Callas. Lo que ella tiene es

presencia.

Por amabilidad o por accidente, Donaciano había pasado por alto lo prohibido y mencionado a su amado.

—Hablando de golfos playeros, tío, ¿qué noticias tienes de São Paulo? —aventuró Isabel con tono frívolo—. ¿Le ha ocurrido algo malo a aquel pobre chico a quien tan libertinamente yo invité a nuestro hogar compartido? ¡Cuánto echo a faltar ese apartamento! Brasilia es el infierno, sólo que mucho más aburrido de lo que debe de ser el infierno. Han tirado la ciudad en esta planicie caliente como un huevo en la sartén.

El refinado rostro de Donaciano, estragado por décadas de búsqueda de placer y un obstinado egoísmo, se tornó solemne.

—No sé nada de São Paulo, queridísima, ése es un infierno de otra especie, la demostración monstruosamente fea de nuestro pueril deseo de transformarnos en un país industrial, en una nación similar a las amenazadoras y sin alma que están al norte de la línea ecuatorial. El mundo, antaño tan verde y encantador, literalmente un paraíso, se está volviendo feísimo, Isabel. No lamento saber que sólo viviré para ver muy poco más de él. —Quitó de un tirón la colilla de un cigarrillo de su boquilla para sustituirlo por otro y emitió una tos fatal, aunque tenía poco más de cuarenta años. Por primera vez aparecía un tanto descuidado y agotado a los ojos de Isabel: la vuelta de sus pantalones claros estaba sucia y le faltaba un botón en la manga de la chaqueta. Empezaba a notarse la ausencia de una esposa.

A Isabel le resultaba curioso ver juntos a los dos hermanos Leme; el tío Donaciano hacía que su padre pareciera más contrahecho y más bajo que nunca, como un gnomo, y al mismo tiempo más implacable e inútilmente atareado y funcionarial. No obstante, había cierta semejanza fraternal, además de sociables murmullos en la biblioteca después de cenar, con una copa de coñac o altos vasos cónicos de

chopp, mientras Isabel pasaba las hojas de un álbum con reproducciones del Quattrocento, madonas absolutamente rígidas y niños Jesús arrugados con pililas como botones: qué tedioso y árido era lo que pasaba por conocimiento, cuán

pasado, en comparación con lo que le ocurría cuando estaba con Tristão, o escuchando una de las canciones de Chico Buarque que contrabandeaba astutamente a través de la censura poéticas indirectas revolucionarias contra los mandamases militares, o mirando por la tele melodramas representados por actores y actrices tan jóvenes como ella. Todo esto era el presente, burbujeante de futuro, un tiempo vago de posibilidades infinitamente dilatables. Le resultaba curioso ver juntos a su padre y a su tío, y se preguntaba si alguna vez habrían hecho sentir a una mujer lo mismo que Tristão le hacía sentir a ella. Le parecía imposible, pero había momentos en que ambos estallaban bruscamente en una carcajada, un destello de hilaridad conspiradora como una fisura que se estiraba hasta su niñez compartida, y ella comprendía su fraternal masculinidad, su venerable complicidad.

Una noche, después de que una visita de su tío concluyera en un vuelo de regreso a Río, su padre, a punto de volar hacia Bogotá para una conferencia sobre economía de cuatro días, la citó en su estudio. Nervioso, le ofreció que eligiera entre un coñac, un vino blanco con soda,

suco o Tab.

—¿No tienes

cachaça? —le preguntó Isabel, pensando en la chabola de Úrsula dulzonamente apestosa a caña fermentada y acre feminidad rudimentaria.

El padre se permitió un relamido encogimiento de hombros.

—Coñac, entonces.

A regañadientes, el hombre le sirvió el elixir francés. Cuando cesaron los gorgoritos en el cuello de la botella de coñac, carraspeó y dijo:

—Isabel, mis deberes paternales me obligan a plantear una cuestión delicada. —Las luces del estudio estaban instaladas a bajo nivel, para leer, y su frente daba la impresión de caer hacia delante en las sombras rastrilladas—. Se refiere a mi hermano. No puedo dejar de notar que entre vosotros dos existen un afecto y familiaridad excepcionales.

Isabel parpadeó por el sabor áspero del coñac y señaló:

—Desde que murió mi madre y tú ahogaste tus penas en un torrente de trabajo y viajes, mi tío ha ocupado el lugar de un padre para mí.

—Sí. Lamento que haya tenido que ser así. Te pido disculpas sinceras, aunque tardíamente y ya en vano. ¿Cómo puedo justificarme? Quizá tu presencia me apenaba, pues me recordabas a tu madre, o el impulso procreador que la llevó a la muerte.

Isabel se encogió de hombros.

—Estoy segura de que has hecho todo lo mejor que podías, padre. Ese acuerdo tenía sus ventajas psicológicas. Te colocaba más allá del alcance de la desilusión por mi parte. Cada uno de tus vuelos con escala en Río, cada semana de vacaciones compartida en Petrópolis, la Patagonia o Miami Beach eran mágicas para mí, y de haber sido tú más accesible, la magia se habría deteriorado. Los niños necesitan afecto físico pero no son quisquillosos en cuanto a la fuente. La tía Luna era muy buena cuando no la distraía su agenda social o se volvía medio loca por una de sus dietas de choque, y había criadas, cocineras, monjas de la escuela que no escatimaban una caricia, una sonrisa o una palabra significativa. Sentía que me consideraban una niña preciosa y que era muy favorecida. Siempre, en el fondo, se alzaba el inmenso muro protector de tu elevada reputación.

Su padre volvió a permitirse un encogimiento de hombros. Cuando cerró los párpados, la fina piel inferior surcada de venas se retorció, como la membrana nictitante de una rana.

—Una infancia triste, tal como la describes.

—Se necesita una niñez triste para tener ansias de ser adulta —dijo Isabel espontáneamente.

—Mi hermano… —retomó Salomão, pero se interrumpió—. Háblame francamente, aunque nunca me haya ganado tu confianza. Por lo que recuerdas, ¿abusó alguna vez mi hermano de la intimidad en que os situaron la muerte de tu madre y mi ambición? ¿Alguna vez, quiero decir? —Más vacilaciones, más temblores faciales en las sombras—. ¿Traspasó alguna vez los límites de un tío en su relación física contigo?

Ahora la había tocado en el único asiento de inocencia restante. La pregunta repugnó a Isabel y exigió un viraje brusco en el concepto de su crianza y progreso sexual. Se ruborizó y un velo rosa pareció cubrir simultáneamente su infancia, oscureciendo los detalles. Lo único que veía era el apartamento, la vista de ventanas y casas de apartamentos similares, además de un centelleante fragmento de mar, y no a quienes lo poblaban durante los muchos años que vivió con su tío.

—Me daba abrazos de tío —recordó, jadeante—, y la calidad de esos abrazos se volvió más distante y cauta una vez que…, una vez que maduré. A veces entraba en mi dormitorio para darme el beso de buenas noches aunque ya sin un libro de Babar o Tintín para leerme en voz alta, cosa que solía hacer cuando yo era pequeña, con maravillosa expresividad y animación. Ahora se limitaba a sentarse en la silla junto a mi cama, guardaba silencio, parecía fatigado, y a veces yo sentía que aunque era una cría y no hacía nada, le proporcionaba algo que no podía darle la tía Luna. Después se separaron y el tío Donaciano empezó a salir a horas insólitas, a menudo varias noches seguidas, y, además, como yo estaba con las monjas, nuestros contactos fueron cada vez más raros y menos cómodos cuando ocurrían. Sí, yo lo amaba y él a mí, pero creo que subestimas, padre, la calidad de la sangre de los Leme, si imaginas a tu propio hermano capaz de cualquier abuso físico. El ha sido plenamente honorable en la tutela que le impusieron tu ambición personal y tu distanciamiento.

No obstante, incluso mientras adoptaba la firme defensa de su tío cerrando para siempre la cuestión, Isabel sintió agitarse algo en medio de la rosada vaguedad de sus primeros recuerdos: algún roce, o sondeo, o estímulo que la memoria no le permitía recuperar. Es aterrador, pensó, que una no sólo crezca y amplíe su experiencia, sino que pierda el yo anterior. Avanzamos hacia la oscuridad y la oscuridad se cierra a nuestra espalda.

El rostro de su padre, bajo la luz deformada, daba la impresión de fundirse con la tristeza, volviéndose más informe y de babosa mientras contemplaba a su hija con ojos de un gris azulenco varios tonos más claro que el de ella. Isabel no podía saber que Salomão estaba pensando en cierta

rapariga, una negrita que vendía el sexo y adoraba la

cachaça, una chica autodestructiva, de pequeña cabeza ovalada y desvergonzado cuerpo esbelto, a la que solía recurrir crónicamente en los alegres tiempos cariocas anteriores a su casamiento, y que quedó embarazada, vaya Dios a saber de quién entre la multitud de hombres que la frecuentaban. La chicuela desapareció de su vida para tener el hijo, y contemplando a Isabel ahora se preguntó si en algún lugar de Brasil su hija no tendría un hermano de ojos grises que llevaba en balde la orgullosa sangre de los Leme.

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