Born

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Capítulo 8. 19 de junio de 1975. La víspera

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CAPÍTULO 8
19 de junio de 1975
La víspera

Cuando le alcanzaron una lámpara de rayos ultravioletas y le ordenaron que permaneciera algunos minutos quieto frente a esa luz enceguecedora, Jorge Born no supo cómo reaccionar. Atinó a cerrar los ojos, como le indicaron, mientras intentaba descifrar las motivaciones de los Montoneros.

Al día siguiente sucedió lo mismo: volvieron a entrar a su celda con ese artefacto extraño. Y al otro. Y al que le siguió…

Poco a poco el secuestrado comenzó a perder el aspecto fantasmagórico que le habían dado los nueve meses sin exposición a la luz natural. Aunque no había espejo donde pudiera ver su cara, la preocupación de los Montoneros por su palidez solo se podía interpretar con optimismo: pensaban liberarlo pronto.

Born no quería dejarse llevar por ilusiones falsas. Luchaba para reprimir sus esperanzas. Pero a veces le ganaba la idea de que su calvario estaba por terminar.

Volvieron a trasladarlo. Le quitaron los algodones de los ojos y miró a su alrededor con incredulidad. La cárcel del pueblo parecía una casa: una habitación con ventanas, aunque con las persianas siempre bajas. Lo fascinó sentir el aire sobre la piel, por una brisa que se colaba en esta nueva celda. Por temor a que se escapara le negaban aún la comodidad de un baño, pero Born ya se había acostumbrado al balde. El balance era positivo: había ganado comodidades.

Una mañana, bien temprano, uno de sus cuidadores abrió de golpe la puerta de la habitación. Detrás del hombre encapuchado apareció Mario Firmenich.17 Era la primera vez que Born veía el rostro de uno de sus captores. Le causó una rara impresión: en nueve meses solo había conversado a cara descubierta con su hermano Juan. También era la primera vez que miraba a Firmenich a los ojos, aunque Born sintió que no eran desconocidos, que se habían tratado a lo largo de su confinamiento, durante el juicio político y la negociación por el rescate.

Firmenich se presentó con el aire altivo que Born consideraba ya característico de los comandantes montoneros. Le alcanzó un saco azul, una camisa blanca, una corbata, pantalones grises, un par de medias y otro de zapatos: todas prendas sin estrenar y de su talla (por lo cual le quedaron holgadas: había perdido siete kilos durante el secuestro), y hasta el calzado acordonado número 42. Con voz severa le anunció que su padre había cumplido con todas las condiciones, en virtud de lo cual los Montoneros lo liberarían ese mismo día.

Born revisó las prendas en busca de su reloj, un modelo tradicional, con malla plateada, que le había regalado su padre y le habían sacado el día del secuestro.

¿Dónde está mi Rolex? —le preguntó a Firmenich.

Silencio.

A veces un detalle detona reacciones desproporcionadas, funciona como vehículo para expresar una carga subyacente.

—¡¿Dónde está mi Rolex, eh?! ¡¿Dónde?!

Born se puso pesado: su padre había aceptado pagar los 60 millones de dólares bajo extorsión y había cedido en muchas otras cosas, pero el reloj no había sido parte del trato. El Rolex le pertenecía. No lo movía ninguna cuestión sentimental: no podía recodar si había sido un regalo de su padre, de su esposa o si él mismo lo había comprado. En el imaginario de Born, el reclamo le restauraba el orgullo. La razón quedaba de su lado, más allá de cualquier debate ideológico: los tratos entre caballeros se cumplían.

Al final son ladrones comunes… ¿Y toda la perorata de que eran revolucionarios?

Firmenich debió sentirse interpelado: un robo común, sin fines ulteriores con justificación ideológica, contrariaba la moral montonera. A falta de repuesta, improvisó una mentira:

El mismo día del secuestro nos vimos obligados a desmontar el reloj para asegurarnos de que no tuviera algún dispositivo oculto, un micrófono o un aparato que permitiera su localización.

Delirante —lo despreció Born—. ¿Y dónde están mis zapatos? Estos son nuevos.

En cumplimiento de las mismas reglas de seguridad también se debieron rebanar los tacos de los zapatos.

O ustedes ven muchas películas o les han enseñado demasiadas pavadas en Cuba…

Born no podía saberlo, pero La batalla de Argel era la película de referencia de los Montoneros.

En 1964 el Frente de Liberación Nacional (FLN) argelino le encomendó al director italiano Gillo Pontecorvo un largometraje que retratara de manera épica su lucha independentista contra el colonialismo francés. La película reconstruyó con realismo la guerra de guerrillas que el FLN desplegó para enfrentar los métodos represivos brutales de la división de paracaidistas de Francia, con escenas de tortura explícita y un registro riguroso del terrorismo.

La batalla de Argel recibió premios en los festivales que impulsaban el cine político de la época, a la vez que fue censurada en una gran cantidad de países. Los Montoneros la hicieron circular entre sus militantes: contaba la historia de una revolución exitosa, que ellos pretendían replicar en la Argentina, y cumplía con un fin didáctico, a modo de introducción a los métodos de la guerra de guerrillas. De modo paradójico, también se proyectó a los cadetes de la Escuela de Mecánica de la Armada, en los cursos sobre contra-insurgencia.

El cuento sobre el reloj predispuso mal al secuestrado. Pero lo que Firmenich le dijo a continuación sacudió su ser completamente.

 

Durante su cautiverio Jorge Born le había escrito con cierta frecuencia a Alberto Bosch, el gerente de Molinos Río de la Plata, su amigo desde la infancia, que viajaba con ellos en el asiento delantero del auto la mañana del secuestro. Nunca le habían informado que tanto Bosch como el chofer Alberto Pérez, baleados durante el operativo, habían muerto en ese momento.

Firmenich se lo dijo con indiferencia, tras anunciarle que en pocas horas iba a recuperar su libertad.

Born quedó en shock por unos momentos.

No había terminado de procesar la idea de que por fin volvería a ser libre cuando comenzó a crecerle una furia intensa, un ardor que parecía nacer en algún rincón dentro de su cuerpo para expandirse más allá de su piel y ocupar todo el espacio.

¿Bosch, su compañero desde el Kindergarten, había muerto asesinado por los Montoneros hacía nueve meses? ¿Y él se enteraba en ese momento?

¿Y todo ese tiempo sus captores habían sabido que él lo ignoraba?

No podía ser de otro modo: habían leído las instrucciones que le mandaba en sus cartas al “Sr. Bosch” —así lo llamaba; no quería que los Montoneros conocieran su verdadera relación con él— para que hiciera el reparto de alimentos de Molinos en barriadas pobres, otra exigencia del grupo guerrillero además del rescate, los bustos y las solicitadas. Sabía que Alberto haría lo necesario para salvarlo, pero ignoraba que ya no podía hacer nada. Eran —habían sido— como hermanos.

En pocos segundos revivió los años que habían compartido. Del jardín a la primaria, el secundario juntos en el Colegio Nacional de Buenos Aires… El padre de Alberto, un médico cirujano y aventurero al que le gustaba volar para llegar con su maletín hasta los pueblos más alejados, había sido una figura paternal para él también. Alberto había estudiado Medicina para emularlo, pero no terminó la carrera y le pidió empleo a Jorge en Bunge y Born. Allí había logrado llegar a la gerencia de Molinos Río de la Plata.

Jorge siempre había considerado una suerte que Alberto viviera tan cerca. Ahora veía el hecho como un infortunio colosal: por eso estaba muerto.

¡¿Por qué lo mataron?! —le reprochó a Firmenich—. ¡¿Qué necesidad había?!

Aunque se había jurado que no perdería la compostura delante de sus captores, Born no pudo contenerse. La emoción lo sacudía. La inexpresividad del jefe montonero lo exasperaba tanto como su jerga de imitación militar.

Había que asegurar el objetivo y él estaba en el asiento delantero del auto. Cuestiones de seguridad.

Con el mismo argumento justificó la muerte del chofer.

Sus movimientos nos hicieron pensar que estaban armados. No nos quedó alternativa.

No les quedó alternativa… —Born sonó como un eco amortiguado.

Se quedaron en silencio un momento. Firmenich se mantenía alerta a la tensión que crecía. Pero Born no la descargó contra él. Dijo apenas:

Al final ustedes son asesinos comunes.

Y rompió lo único que tenía a mano: las hojas rayadas de un cuaderno donde había tomado notas sobre sus meses de encierro.

No había escrito nada íntimo, solo pensamientos a partir de las discusiones sobre política y economía que mantenía con los Montoneros. Había empezado a escribir durante el juicio político, había seguido durante la negociación del rescate. Por fin, cada tanto había intercambiado algunos de esos apuntes con sus interlocutores.

Los Montoneros ya se habían desprendido de sus papeles, para que no quedaran evidencias que los pudieran complicar. El impulso violento de Born eliminó lo único que podía documentar los días del secuestro. Ya no quedaría nada escrito. Tan solo el recuerdo de sus protagonistas.

 

A media mañana del 20 de junio de 1975, Inés Kuzuchian de Pazo salió de su casa en Acassuso, un barrio residencial de la clase alta en el conurbano norte, junto con su hermana Carmen Lucrecia. Despedían a un pariente que las había visitado en el feriado por el Día de la Bandera; se quedaron conversando en la vereda. Inés notó un movimiento inusual enfrente.

Un vehículo entró de culata al garaje de la casa de Libertad 244, una propiedad de dos plantas en medio de un terreno con jardín y una pared baja de ladrillo que la separaba de la calle. La maniobra le llamó la atención tanto como la actitud extraña de los hombres de saco y anteojos negros que descendieron a las apuradas.

De nuevo en su vivienda, la vecina espió de a ratos a través de su ventanal. Observó que una mucama vestida con uniforme abría con frecuencia la puerta del perímetro exterior; la veía hacer señas para que los recién llegados avanzaran hacia el ingreso a la casa. Casi todos los invitados eran varones; algunos cargaban equipos que parecían cámaras.

Cerca del mediodía todavía seguía llegando gente, aunque a un ritmo más espaciado. Entre tantos hombres, Kuzuchian reparó en una mujer. La italiana Donatella Venturini (corresponsal en América Latina del semanario L’Espresso y colaboradora del órgano oficial del Partido Socialista, Avanti!) se distinguía por el vestido rojo que lucía. Con ella venían otras tres personas.

Muchas agencias de noticias y varios corresponsales extranjeros —Venturini entre ellos— tenían oficinas en una torre de estilo art déco en la avenida Corrientes 456, conocida por el nombre de la compañía que encargó su construcción, SAFICO (la Sociedad Anónima Financiera y Comercial). Allí se había alojado el poeta chileno Pablo Neruda en los ’30, durante su estadía como vicecónsul en Buenos Aires. Cuatro décadas más tarde funcionaba como un centro vital para que los Montoneros difundieran sus acciones al mundo. Los medios nacionales tenían prohibido dar información sobre los actos de las organizaciones armadas: no podían contar con ellos para nada. Solo los corresponsales y las agencias internacionales escapaban al control del secretario de Prensa y Difusión, José María Villone. Si bien no podían enviar cables sobre la guerrilla y sus acciones a sus clientes en la Argentina, nadie podía controlar el servicio que prestaban en el exterior.

La censura en el país llegaba a niveles inusitados. La clausura de medios y las amenazas a los periodistas apenas se podían contar como noticias, si una noticia se define como un acontecimiento que interrumpe la normalidad cotidiana. Bajo las órdenes de José López Rega se habían estatizado los canales de televisión y el control sobre los contenidos se había extendido al punto de eliminar los programas de humor político e inclusive los almuerzos de la actriz y conductora Mirtha Legrand.

Para romper el cerco, los Montoneros tenían una rutina aceitada. Cuando querían comunicar algo hacían un llamado a la oficina de cualquiera de ellos a modo de aviso y nada más: los corresponsales ya sabían que encontrarían novedades en el bar La Fragata, ubicado a pocos pasos del edificio SAFICO, en la esquina de Corrientes y San Martín. Para dejar el mensaje, las militantes montoneras llegaban vestidas con traje sastre, y sus pares varones con saco y corbata: se confundían entre los corredores de bolsa de la city porteña que frecuentaban el bar y en algún momento propicio escondían sus papeles en los espejos de los baños.

Los intercambios ocurrían a dos cuadras de la sede de la Compañía Mercantil y Ganadera, una rama del grupo Bunge y Born. Extorsionadores y extorsionados, tan lejos y tan cerca.

El rascacielos COMEGA —de estilo racionalista, emplazado en Corrientes 222, en la esquina con Leandro N. Alem— competía en prestigio arquitectónico con la torre SAFICO, pero la aventajó gracias a la vista panorámica de su confitería en el piso 19. Desde el COMEGA la alta sociedad había observado acontecimientos como la llegada del Graf Zeppelin en 1934 o el funeral multitudinario de Carlos Gardel en el Luna Park, dos años más tarde.

 

Venturini sospechó que los Montoneros se traían algo grande cuando, en lugar de seguir el procedimiento habitual, le dejaron un mensaje personalizado en el fichero de la agencia de noticias inglesa Reuters, donde recibía la correspondencia. Si quería participar de una conferencia de prensa debía colocar, ahí mismo, una tarjeta en señal de aprobación. Lo hizo.

Poco después otra nota le indicó que atendiera el teléfono de la corresponsalía al día siguiente a las ocho de la mañana. Apenas levantó el auricular, una voz le ordenó que se dirigiera a una estación de subte cercana con un ejemplar de L’Espresso en la mano, bien visible.

En tres postas diferentes, tres desconocidos le enseñaron qué colectivos debía tomar y en qué paradas debía bajar. A medida que cambiaba de transporte se sumaban colegas: uno en la segunda posta, otros dos en la tercera. No los conocía, pero al igual que ella, se movían con el ejemplar de una revista en la mano.

A Claudio Polosecki, redactor de la sección gremiales de la agencia Noticias Argentinas, la invitación le llegó de modo más directo. Eduardo el Negro Suárez —periodista de El Cronista Comercial que dirigía Rafael Perrota, y simpatizante de Montoneros— le entregó la coordenadas. Polosecki se presentó en el café del Hotel City y marcó su mesa con un ejemplar de la revista de variedades Siete Días, con la “S” del logo, que presentaba el nombre en blanco sobre fondo rojo y negro, pintada de rojo.

A Polosecki le había costado conseguir un ejemplar del semanario que le exigían a modo de contraseña: los Montoneros no habían reparado en que Siete Días salía los días viernes. Esa mañana del viernes 20 de junio de 1975 los kiosqueros ya habían devuelto la edición anterior y aún no habían recibido la nueva. Algunos de sus colegas, que se habían topado con la misma dificultad, terminaron por dibujar el logo a mano.

Fernando Del Corro, periodista argentino de la agencia española EFE, utilizó la misma seña en el bar del Hotel Castelar.

En otro café de la zona recogieron a Sergio Peralta, del diario Crónica.

Polosecki, Del Corro y Peralta recorrieron periplos similares a los de la italiana Venturini, cada uno por su lado: combinaciones de subte, colectivo y en algún caso, tren.

 

A los 35 años, Andrew Graham-Yooll trabajaba como secretario de redacción del único diario en inglés que se publicaba en la Argentina, The Buenos Aires Herald. Él mismo mezclaba ambos mundos: había nacido en Buenos Aires, de padre escocés y madre inglesa, y era bilingüe desde la cuna.

Un individuo vestido de traje a quien Graham-Yooll no conocía se presentó en la recepción del diario —que se escribía en 25 de Mayo 596, a tres cuadras del edificio SAFICO— y pidió hablar con él en privado. Graham-Yooll lo recibió en la biblioteca y le escuchó decir que, si quería cubrir una noticia importante vinculada a los Montoneros, lo esperaban al día siguiente en La Biela, el bar tradicional de Recoleta.

Como emblema de uno los barrios más ricos de la ciudad, al que iban la alta sociedad, los turistas y los corresponsales, La Biela había sido blanco de varios atentados. Graham-Yooll encontró un tercio del salón cerrado al público. Un cordón delimitaba la zona en obras para reparar los daños causados por la última explosión.

Al rato llegó Pablo Giussani, un colega de 47 años que trabajaba en el diario La Opinión de Jacobo Timerman. Se conocían.

—¿Vendrá alguien más? —preguntó.

Un tercer periodista, con quien Giussani había trabajado en su paso efímero y fastidiado por Noticias (el matutino de los Montoneros que Isabel Perón había clausurado en agosto de 1974), resultó ser el guía que los condujo hasta la estación de Retiro. Juntos tomaron el tren Mitre. Como era feriado, el vagón iba repleto de familias que viajaban al Tigre, en el final del recorrido, para pasar el día en las islas del Delta. Ellos bajaron en la estación Acassuso y se toparon con un patrullero estacionado sobre una calle empedrada.

Un policía hizo señas que Graham-Yooll no pudo ignorar:

—¿Ya no saludás?

El oficial Ayala le había tomado declaración cuando denunció el robo de su auto en la Comisaría 1ª de San Isidro, y recordaba con simpatía al periodista alto, de ojos claros y acento extraño. Ayala le contó que lo habían ascendido en reconocimiento a su valentía: desactivó una bomba que Montoneros había colocado en una plaza, y sufrió heridas. Graham-Yooll no tenía intención de prolongar la charla; se libró de Ayala tan rápido como pudo.

Mientras alcanzaba al guía, adelantado unos metros con Giussani, Graham-Yooll creyó que debía dar una explicación. Sin embargo, cuando los alcanzó percibió que no era el caso. Los Montoneros tenían simpatizantes y cuadros activos en los medios de comunicación, pero por la censura necesitaban de periodistas y corresponsales extranjeros ajenos a su causa que fuesen capaces de poner sus vidas en riesgo. Graham-Yooll era uno de ellos. No podía tener dos caras.

Caminaron siete cuadras y cuando llegaron a la calle Libertad 244, Giussani se mostró extrañado al ver que una mucama de vestido negro, delantal blanco y cofia almidonada les abría la puerta. ¿Los revolucionarios se hacían servir por una mujer en uniforme?

Es para simular una fiesta. Hay mucho movimiento y no queremos despertar sospechas de los vecinos —se excusó el guía.

En la puerta coincidieron con un equipo de Televisión ZDF, el segundo canal más importante de Alemania. Al corresponsal Klaus Ecktain lo habían llamado a su habitación del hotel Dorá de Retiro, a metros de la Plaza San Martín, donde solía alojarse cuando se quedaba en Buenos Aires. Si tenía interés en un cubrir una conferencia de prensa muy especial, lo pasarían a buscar por el bar de la esquina de Córdoba y Suipacha. Podía asistir con su camarógrafo, Richard Stein, y los equipos para filmar.

Quizás porque cargaban con la cámara, las luces y un trípode, los movieron en coche y no hicieron trasbordos: solo dieron algunas vueltas innecesarias y les taparon los ojos en algunos tramos para que perdieran noción del recorrido.

A todos los periodistas que llegaban les llamaba la atención la mucama, menos por el uniforme que por la belleza de la mujer que lo vestía; únicamente Venturini observó en detalle y notó que guardaba un pistola entre el delantal y el vestido.

Después de atravesar el portón, caminaban unos pocos pasos hasta la puerta de la casa, y se detenían debajo de un pequeño porche techado. Ahí la recepción corría por cuenta de guardias que, en un pequeño hall y con cara de pocos amigos, pedían a los periodistas que levantaran los brazos para que los pudieran requisar. Llevaban armas y una escarapela prendida con un alfiler en la ropa.

El primer gesto de hospitalidad reposaba sobre un aparador antiguo, contra una pared del living: los anfitriones ofrecían vino “El Montonero”, una marca que se elaboraba en Chilecito, provincia de La Rioja, desde el año 1940. Como el nombre, la etiqueta aludía a la causa de los guerrilleros: el dibujo de un gaucho de barba, bigote y sombrero, al galope sobre un caballo y con una lanza en la mano. Junto a las damajuanas de cinco litros se veían, acomodados con prolijidad, vasos de vidrio y servilletas; también dos pistolas, una ametralladora y varias granadas.

Graham-Yooll reflexionó acerca de la costumbre de servir alcohol en las reuniones clandestinas, en las cuales todos corrían riesgos: ¿qué pasaría con los periodistas si la policía irrumpía en el lugar? Podía ser una cortesía para celebrar el coraje de sus invitados. O acaso, de manera más sutil, los Montoneros cifraban en el vino un gesto de suficiencia: confiaban tanto en sus dispositivos de seguridad que hasta se podían permitir una copa. Mientras pensaba en eso, Graham-Yooll creyó reconocer al tipo de espalda fornida que caminaba con una bandeja de empanadas.

—¿Paco?

Sin decir una palabra, el poeta Francisco Urondo apoyó la bandeja y se dejó abrazar.

Hace años que no te veía…

Se tenían un gran afecto mutuo. A los 45 años, Urondo había publicado toda la obra literaria —“Adolecer” y “Nombres” entre otros títulos— que lo consagrarían como uno de los grandes poetas argentinos. Y para él, Graham-Yooll era un gran periodista.

Órdenes —dijo Urondo, y saludó también a Giussani: —¿Cómo te va, Pablito?

El poeta había invitado a Giussani a sumarse a la redacción de Noticias. Tenían diferencias políticas pero la amistad las superaba.

Etiqueta del vino riojano marca Montonero que sirvieron durante la conferencia de prensa.

El vínculo de Urondo con Montoneros no era un secreto. Antes del regreso de Juan Perón a la Argentina, durante la dictadura del general Alejandro Lanusse, había caído preso por la delación de un jardinero que encontró armas en la quinta que Urondo alquilaba.

El día que asumió Héctor Cámpora estuvo entre los presos políticos que se beneficiaron de la amnistía. Salió de la cárcel de Villa Devoto con el material para escribir La Patria fusilada, un libro de entrevistas a los tres sobrevivientes de la masacre de Trelew, realizadas mientras esperaban que la ley o la movilización de jóvenes —conocida como el Devotazo— les abriese las puertas del penal.

Durante unos pocos meses dirigió el Departamento de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Luego actuó como secretario de redacción de Noticias, pero sus desavenencias con Firmenich lo apartaron del cargo antes del cierre del diario. Hasta que lo encontró convidando empanadas, Graham-Yooll ignoraba si Urondo había acompañado a los Montoneros en la decisión de pasar a la clandestinidad para combatir al gobierno de Isabel.

Ahora ya sabía que su amigo Paco se había convertido en oficial guerrillero. Le gustaba que la gente de su afecto viviera su vida como lo deseara. Pero no pudo evitar sentir una cierta congoja por esa elección de Urondo.

Che, Andrew, agarrate una silla que empezamos en seguida.

—¿Podremos hablar más tarde?

Urondo negó con la cabeza y le sirvió más vino:

Conozco las costumbres de mis amigos…

Graham-Yooll agradeció la posibilidad de beber. Necesitaba calmar el miedo y la ansiedad que avanzaban en su interior. Ya había estado preso por entrevistar a un guerrillero.

Vamos a empezar —confirmó Urondo.

 

El living se abría, sin puertas, al salón comedor dispuesto para la conferencia de prensa, con las luces encendidas y las persianas bajas.

El equipo alemán recibió la indicación de ubicar la cámara detrás de cuatro filas de sillas colocadas de frente a una mesa. Otra cámara, de la división de Prensa de Montoneros, haría un segundo registro.

Dos banderas colgadas en una cortina pesada componían el fondo: la argentina, celeste y blanca con el sol en el medio, caía perpendicular al piso; en la otra se habían dibujado a mano dos símbolos de los Montoneros, una estrella roja y un escudo, ambos atravesados por letra “P” de Perón encajada dentro de la “V” de la Victoria. El emblema de la consigna “Luche y vuelve”, de los años de la proscripción del justicialismo, había mutado a un ícono de la violencia armada: una de las líneas de la “V” se componía con la silueta de un fusil. La palabra “Montoneros”, en letra cursiva, le daba a la bandera un toque infantil.

El camarógrafo alemán podía filmar al compañero que daría la conferencia de prensa, pero a nadie más. A nadie más, le enfatizaron. Querían resguardar la identidad de los militantes presentes y la de sus invitados.

Sobre cada silla los periodistas hallaron una carpeta de plástico transparente con el título “Bunge y Born frente a la Justicia Popular”, cuyo contenido había elaborado la División de Prensa de Montoneros. El lenguaje entregaba a la organización guerrillera los poderes de un Estado: los hermanos no habían sido secuestrados sino arrestados y el pago del rescate respondía al cumplimiento de la condena que resultó de un juicio que había incluido un interrogatorio y la confesión de los Born sobre sus crímenes contra el pueblo.

Urondo les advirtió a los periodistas que podrían hacer preguntas y transcribir sus respuestas, pero no grabar. Quedaba prohibido tomar fotografías: solo escucharían el obturador de una cámara del Servicio de Prensa de los Montoneros. Únicamente se podrían publicar las imágenes que entregaban en las carpetas, de los hermanos en cautiverio. Tampoco podrían incluir en las crónicas la dirección de la casa ni otro detalle sobre su ubicación. Todos debían permanecer inmóviles en la silla hasta que se les indicara cómo debían retirarse.

La carpeta también contenía un programa: en copias hechas con papel carbónico de una hoja escrita a máquina se informaba que la conferencia de prensa estaría “a cargo de Mario Firmenich, Oficial Superior de Montoneros”.

La Conducción Nacional (CN) había debatido intensamente a quién le correspondía hablar a los periodistas: si a Firmenich o a Roberto Quieto. Como encargado de Prensa de la organización y como responsable operativo del secuestro exitoso de los Born, Quieto acumulaba méritos suficientes para asumir un rol protagónico. Pero provenía de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), no había integrado el núcleo fundador de los Montoneros. Además, solía plantear sus diferencias, cuando las tenía, en lugar de callar y acatar. En un contexto de tensiones internas en aumento, la CN determinó que no convenía que él hiciera el anuncio.

Tampoco los nombres importantes de la Columna Norte participarían del encuentro con la prensa, aunque sus militantes habían cargado con el peso del secuestro y el cuidado de los hermanos. Firmenich, Roberto Perdía y Fernando Vaca Narvaja lo habían decidido al hablar con Raúl Yagër, Carlos Hobert, Alberto Molinas y Horacio Mendizábal. “Una lucha feroz se desató por determinar quién quedaría como dueño del rédito político (de la Operación Mellizas)”, interpretó Galimberti, resentido por la decisión. “Por eso excluyeron a la Columna Norte, que iba a quedar fortalecida.” A las pujas internas por el poder se había sumado la atracción del dinero —de una cantidad extraordinaria de dinero—, que pronto mostró su poder corrosivo al interior de la guerrilla.

La CN delegó la tarea en la Columna Capital y en el Servicio de Prensa, que reportaba de manera directa a la cúpula. Urondo y Luis Guagnini —otro periodista montonero, que trabajaba en El Cronista Comercial— se encargaron del armado de la conferencia y de la selección y la convocatoria de los invitados.

También eligieron la casa donde la organización iba a liberar al heredero: en apariencia, una propiedad que se alquilaba para fiestas.

Una elección que daría lugar a especulaciones infinitas, muchos años más tarde, cuando la justicia investigó el secuestro de los Born en tribunales.

En la calle Libertad 244 se habían realizado festejos, sí, pero también otros ritos más oscuros de espías que no se contentaban con su doble vida y tenían una tercera, criminal: el propietario de la casa, Nelson Romero, informante de la policía y de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), junto con Rodolfo Silchinger, oficial de la SIDE y el ex jefe de la policía de Tucumán, Guillermo Correa, se ganaba unos pesos extras en el lugar.

La pregunta sonaba sola, obvia: los Montoneros —en la clandestinidad, perseguidos por las fuerzas de seguridad— ¿habían elegido justamente esa casa? ¿Justo, justo esa? ¿De pura casualidad?

Nota:

17 Firmenich negó ante la Justicia que hubiera tomado contacto personal con Jorge Born durante su cautiverio. El relato se basa en el testimonio de Rodolfo Galimberti, quien declaró que en dos ocasiones él en persona había llevado a Firmenich a ver a Born, sin capucha. También en el recuerdo del propio Born.

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