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Capítulo 12. 1984. Firmenich: de Ipanema a la cárcel

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CAPÍTULO 12
1984
Firmenich: de Ipanema a la cárcel

Al poco tiempo de haber acompañado a Jorge Born a la estación de tren de Acassuso, el periodista Andrew Graham-Yooll debió partir al exilio. Se radicó en Londres, en el Reino Unido; solo regresó por unos pocos días en 1980 y dos años después para cubrir la guerra de Malvinas en el diario británico The Guardian. Después de la derrota de los militares en el Atlántico Sur, que marcó el comienzo del fin para la dictadura, Graham-Yooll observaba con entusiasmo, pero a la distancia, los primeros pasos del país hacia la recuperación democrática.

Hasta que un llamado del presidente Raúl Alfonsín lo empujó al centro de la escena, como coprotagonista de algunos de los hechos que a diario agitaban el país en plena transición.

Primero escuchó el saludo de José Ignacio López, un periodista muy querido por sus pares que había dejado la redacción de una agencia de noticias para trabajar como vocero de Alfonsín. Nacho le pasó el teléfono al presidente, quien sin mucho preámbulo le dijo:

Necesitamos que usted venga al país a dar su testimonio en la causa que hemos abierto contra Mario Firmenich por el secuestro de los hermanos Born. Se lo pido por el país.

En 1981 Graham-Yooll había publicado Portrait of an Exile (Retrato de un exiliado) en la editorial Junction Books. El libro no había sido traducido ni había circulado en la Argentina. Hasta que en febrero de 1984 la revista Somos le encontró un sentido diferente y tradujo el capítulo cuarto, referido a la conferencia de prensa tras la cual los Montoneros liberaron a Jorge Born. El semanario lo publicó bajo un título provocador: “El periodista que puede meter preso a Firmenich”.

Cuando el dirigente radical asumió la presidencia, la causa judicial número 26.094, abierta el 19 de septiembre de 1974 —el día en que Roberto Quieto y sus hombres emboscaron a los hermanos Jorge y Juan Born— se encontraba paralizada. Aunque habían admitido públicamente la autoría del secuestro, los Montoneros nunca habían sido citados a declarar. El contexto había cambiado el 13 de diciembre de 1983, con el decreto N° 157 que Alfonsín firmó para impulsar la investigación de los crímenes de la guerrilla peronista.

Héctor Cámpora —señalaba uno de los considerandos— había dictado “una amplia y generosa amnistía” en el año 1973, por la cual los dirigentes montoneros no habían sido juzgados por el asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu. El objetivo de la amnistía había sido cerrar un período demasiado prolongado de enfrentamientos; sin embargo —señaló Alfonsín— se frustró durante el gobierno de Isabel Perón “por la aparición de un grupo de personas que instauraron formas violentas de acción política con la finalidad de acceder al poder mediante el uso de la fuerza”.

El accionar de la guerrilla había servido “de pretexto para la alteración del orden constitucional por un sector de las Fuerzas Armadas”, argüía el decreto. Los militares habían puesto en marcha “un sistema represivo ilegal que condujo a la eliminación física de buena parte de los seguidores de la cúpula terrorista” y que imposibilitó que los jefes guerrilleros fueran juzgados por su responsabilidad en los hechos acontecidos con posterioridad a la asunción de Cámpora. La conclusión de Alfonsín era inequívoca: ahora sí había llegado la hora de juzgarlos.

El decreto N° 158, publicado el mismo día, aportó una explicación complementaria: el presidente ordenó al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas que juzgase a los integrantes de las juntas militares que habían gobernado la Argentina entre 1976 y 1983 por los delitos de homicidio, tormentos, privación ilegítima de la libertad y cualquier otro crimen que pudiera surgir durante la investigación.

La medida temprana de juzgar a los responsables de la dictadura fue una decisión valiente: la violencia y el miedo seguían frescos y los militares, aun debilitados, se mantenían como un factor de poder. Por razones políticas, se pensó en la conveniencia de juzgar al mismo tiempo los crímenes de los jefes guerrilleros.

Alfonsín necesitaba mi testimonio porque quería iniciar los juicios a los militares.

Muchos años más tarde, Graham-Yooll lo interpretó de esa manera durante una conversación para este libro en su casa, un PH agradable y sencillo con un patio pequeño en una zona muy porteña, al sur de la ciudad de Buenos Aires.

 

En el momento de la recuperación democrática, Firmenich vivía en Río de Janeiro, Brasil, en el barrio tradicional de Ipanema: aquel famoso por su playa maravillosa, y por la garota de Vinicius de Moraes. La familia del jefe montonero se había reagrupado poco antes en México, tras una larga separación. Su mujer María Elpidia Martínez Agüero, la Negrita, había sido detenida por la dictadura, que la mantuvo cinco años presa en la cárcel de Devoto. María Inés, la hija mayor del matrimonio, había vivido durante ese período en Cuba, con el padre y al cuidado de la guardería de los Montoneros. El hijo menor, Mario Javier, recién conocía a sus padres: la madre lo había dado a luz en la cárcel y él había crecido en un hogar para huérfanos en la provincia de Córdoba hasta que ella lo pudo ir a buscar.

Brasil aún no había recuperado la democracia plenamente. Pero Río de Janeiro era un buen lugar: el gobernador del estado, Leonel Brizola, elegido por el voto popular, ofrecía protección a los dirigentes montoneros por razones de afinidad política.

La familia Firmenich tenía los papeles de residencia en regla. Al dirigente montonero no le preocupaban demasiado las causas judiciales que lo pudieran requerir en la Argentina: Brasil siempre había tenido una política sobre extradiciones muy particular. Lo había demostrado con Ronald Ronnie Biggs, parte de la banda que en 1963 hizo el asalto espectacular al tren postal británico que iba de Glasgow a Londres, y robó 2,6 millones de libras esterlinas. Si uno los autores del llamado robo del siglo vivía tranquilo en Brasil porque había tenido un hijo con su novia, y el padre de un brasileño no se debía someter a otra justicia que la local, Firmenich no tenía de qué preocuparse.

Su cálculo falló.

 

El 7 de marzo de 1984 el fiscal Juan Martín Romero Victorica solicitó la reapertura de la causa del secuestro extorsivo de los hermanos Born, que comprendía el doble homicidio del chofer Juan Carlos Pérez y de Alberto Bosch, ambos muertos en la encerrona. El Potro Romero Victorica había recibido la instrucción de poner en marcha el expediente de su jefe, el procurador Juan Octavio Gauna, un hombre cercano a Alfonsín. No conocía al presidente ni simpatizaba con los radicales, pero la misión de enjuiciar a las cúpulas guerrilleras le despertaba un entusiasmo especial.

El fiscal había nacido en una familia conservadora. Vivía en Bella Vista, un barrio de quintas cercano al regimiento del Ejército de Campo de Mayo, en el conurbano bonaerense, con su esposa Inés Aguirre, hija de un general. Era amigo de José Alfredo Martínez de Hoz, ministro de Economía durante gran parte de la dictadura, y de algunos represores del gobierno militar.41

Para activar la causa de Firmenich, Romero Victorica acompañó un ejemplar de la publicación Evita Montonera dedicado a la Operación Mellizas y una fotocopia del capítulo cuarto de Portrait of an Exile, que mandó a pedir a Inglaterra por medio de la Cancillería, y que hizo traducir al castellano.

También Jorge Born hizo su aporte. Tenía buenas conexiones con João Figueiredo, el último presidente del gobierno militar en Brasil, y cuando supo del trámite para la extradición del guerrillero le comunicó que estaba interesado en colaborar para que se lo juzgara en la Argentina. El presidente Alfonsín también movió sus influencias con los políticos brasileños. La gestión dio resultado.

El 20 de junio de 1984 el Tribunal Supremo Federal de Brasil concedió la extradición de Firmenich a la Argentina, con dos condiciones: no le podrían imponer una pena mayor a los treinta años de prisión y debía ser juzgado por delitos comunes. No lo podían acusar por haber liderado una organización guerrillera, por portación de armas y explosivos, ni tampoco por falsificación de documentos.

 

Graham-Yooll terminó de conversar con Alfonsín. El teléfono volvió a sonar a los pocos minutos. Otro llamado desde Buenos Aires: era Romero Victorica. Sonaba apurado por concretar los detalles de su viaje.

El periodista se había transformado en una pieza clave para la estrategia del fiscal, porque aún no había podido identificar al resto de los que habían asistido a la conferencia de prensa. Si aceptaba, Graham-Yooll sería el primero en testificar que Firmenich en persona había dispuesto liberar a Jorge Born al término de la conferencia de prensa de la calle Libertad 244.

Graham-Yooll no sentía simpatía por Firmenich. Pero tampoco le gustó el apuro del fiscal. Con inquietud, pidió garantías:

—¿Va a ser un juicio justo? Porque solo me voy a prestar a participar si el juicio es justo.

Su compromiso mayor era con la democracia. Se definía como un liberal progresista, algo inclinado hacia el radicalismo. Con Robert Cox, el director de The Buenos Aires Herald, se habían atrevido a denunciar las prácticas del terrorismo de Estado de la dictadura y habían dejado el país amenazados.

Graham-Yooll condenaba la violencia guerrillera y no le guardaba ningún respeto a la cúpula, quizás porque había lamentado la muerte de muchos amigos suyos que se hicieron Montoneros. “No es perdonable que hayan arrasado a toda una generación de jóvenes y adolescentes a la muerte, no es perdonable que muchos cabecillas se hayan ido al exilio y desde el exilio los hayan seguido mandando a la muerte”, sentenciaba.

 

Supo que el viaje sería complicado desde el momento en que un oficial con acento español se presentó en la redacción de la revista South, de la cual era subdirector. Argentina había roto relaciones diplomáticas con el Reino Unido desde la guerra de Malvinas. El gobierno de Alfonsín había contactado a funcionarios del socialista Felipe González, jefe de gobierno de España, y le había pedido ayuda para el traslado del testigo. El oficial le anunció:

—Debe partir antes de lo previsto.

—¿Por qué? ¿Pasó algo?

—Nada, hombre, no. Un cambio en el itinerario por razones de seguridad.

—Pero tengo un compromiso esta noche.

—Pues cancélelo. Tengo órdenes.

—Imposible.

Graham-Yooll había acordado una comida con amigos. Al español no le quedó otra opción que ahorrarse la prepotencia y aguardar hasta el día siguiente.

Tomaron un vuelo de Londres a Madrid, donde lo sacaron del aeropuerto sin pasar por Migraciones. Cuatro integrantes de la custodia presidencial de González lo llevaron a un departamento y le prohibieron que saliera hasta que llegase la hora de embarcar en Aerolíneas Argentinas con destino a Buenos Aires. Graham-Yooll durmió gran parte del viaje, de unas de diez horas, hasta la escala en Río de Janeiro, donde lo metieron en un salón VIP con un grupo de agentes de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y lo hicieron esperar durante horas: por una amenaza de bomba, Aerolíneas debió cambiar la aeronave de su vuelo a Buenos Aires.

En Ezeiza, a los pies de la escalera, lo esperaba Romero Victorica en un Ford Falcon.

La emoción del regreso apabulló al periodista. La había sentido en 1981 y en 1982, pero ahora regresaba a una Argentina en democracia, que todavía parecía frágil y necesitada de mucha custodia. También la recepción del fiscal, que se completaba con una caravana de seis autos estacionados en la pista. Soltó un comentario sutil, que muchos asociarían a su costado británico:

Les agradezco mucho que se hayan preocupado por mí, pero no era necesario.

 

El fiscal había reservado un lugar para que Graham-Yooll se alojara. El testigo lo rechazó: insistió en dormir en el departamento de un amigo fotógrafo, que también debió acomodar a los catorce oficiales que le habían asignado de custodia permanente.

Él, acostumbrado a investigar y a hacer preguntas, se encontró incómodo en el papel de noticia. Llegó inclusive a la portada de los diarios. Sus colegas lo perseguían. Con una suerte de asombro, se entregaba a las notas con humildad y sin falsa modestia.

—¿No tiene miedo de ser testigo a cara descubierta?

Creo que hoy otros testigos que han declarado silenciosamente y que tienen mucho más coraje que yo porque ellos tienen que quedarse acá, viven en la Argentina. Yo estoy a 8.000 kilómetros y espero volver pronto a mi vida normal.

En el Juzgado Federal N° 1 de San Martín, a cargo de Carlos Enrique Luft, se encontró rodeado de patrulleros y de micrófonos. Recordó que allí mismo había estado detenido en 1976 por haber publicado una entrevista con la cúpula del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) cuando aún vivía su líder, Mario Santucho. Las circunstancias eran otras, pero tantos guardias de Infantería por todos lados le hacían sentir el peso del pasado en lucha con los cambios del presente.

Mientras esperaba para entrar al despacho, conversó en una antesala con Romero Victorica. Le relataba las peripecias del viaje cuando notó que el fiscal le hacía unas señas incomprensibles. Al fin que entendió que el cierre de su pantalón se había bajado.

El primer procedimiento fue relativamente rápido: ratificó la autenticidad del capítulo de su libro que relataba cómo había sido la conferencia de prensa de la liberación de Jorge Born y le dejó de regalo un ejemplar autografiado al juez Luft, apodado el Alemán.

Luego, a pedido de la defensa, enfrentó un careo con el jefe Montonero.

Para eso hubo que esperar a que terminase el trasladado de Firmenich en un camión celular desde la cárcel hasta el juzgado, acompañado por un dispositivo de seguridad extraordinario.

Cuando al fin se encontraron los tres, el fiscal tendió una trampa en la que Firmenich no cayó.

Ustedes ya se conocen, no tengo que presentarlos —dijo.

No, no lo conozco —respondió, seco y rápido.

Graham-Yooll no creyó que debiera responder pues no le habían preguntado nada. Pero reconoció en silencio la mentira de Firmenich.

Recordó que habían conversado en un agasajo que los Montoneros habían organizado el día del periodista de 1974, el 7 de junio. Un detalle accesorio permanecía en su memoria: los guerrilleros habían ofrecido empanadas con Coca-Cola, y él había bromeado con el jefe guerrillero acerca de la omnipresencia del capitalismo.

Y sobre todo tenía grabado en su memoria el golpe de adrenalina que lo sacudió durante la conferencia de prensa en Libertad 244, Acassuso, cuando Firmenich se refirió a “algún necio” que había combinado en la misma lista los muertos por la violencia guerrillera y los muertos por la violencia de la Triple A.

En el despacho todos, menos Firmenich, tomaban el mate que cebaba el fiscal. El jefe montonero sostenía una mirada gélida que contribuía a su actitud intimidante. No obstante, le resultaba imposible disimular que se hallaba en una situación desventajosa:

Acá se juegan treinta años de mi vida —le dijo a Graham-Yooll cuando el periodista titubeó con un dato.

Sonaba más a un lamento que a una amenaza.

Durante el careo, Firmenich intentó una y otra vez que Graham-Yooll cayera en inconsistencias. Disputaba que hubiera sido él la persona a la cual el testigo había escuchado anunciar la liberación del mayor de los herederos de Bunge y Born (esa parte de la conferencia de prensa no había sido transcripta en el número de Evita Montonera: solo quedaba el registro de las cintas) y que le había estrechado la mano. Sin esos dos momentos que en teoría había compartido con Born en público, la defensa creía que la acusación se debilitaba: Romero Victoria no tendría cómo probar la participación directa del jefe montonero en los hechos.

A lo largo del juicio, Firmenich se declaró perseguido y víctima de quienes pretendían equiparar la resistencia del grupo guerrillero a la opresión de gobiernos ilegítimos con el terrorismo de Estado que ejercieron los militares durante la dictadura: la llamada “teoría de los dos demonios”.

Asumió la responsabilidad política que le cabía por Operación Mellizas como jefe de la organización armada peronista. Pero sus abogados, Enrique Torres y Gustavo Semorile, alegaban que no había participado de la emboscada y por ende no se le podían achacar las muertes de Pérez y de Bosch. Por otra parte, Romero Victorica no podía probar que su defendido hubiese entrado en contacto con los hermanos durante el cautiverio.

El fiscal aportó una grabación de la conferencia de prensa que le había llegado del diario Ámbito Financiero, de Julio Ramos. Se escuchaba la voz de Firmenich: hablaba sobre el rescate que habían cobrado por los Born. El acusado puso en duda la autenticidad de la cinta, que había sido peritada por la División Electroacústica de la Policía Federal.

En realidad, sus abogados cuestionaron el origen de todas las pruebas que presentó Romero Victorica. Lo consideraban sospechoso. El ejemplar de Evita Montonera había sido entregado por el Servicio de Inteligencia Naval. Una de las copias del video de la Operación Mellizas (basado en 144 diapositivas y una cinta magnetofónica) provenía de un allanamiento realizado en la provincia Tucumán, autorizado en el marco de un expediente caratulado vagamente “Autores desconocidos por tenencia de material subversivo”. Una segunda copia había llegado a la Embajada de la Argentina en Panamá como un aporte anónimo.

Pese a que ninguna de las imágenes mostraba a Firmenich junto a Born, Graham-Yooll reiteró que ambos se habían juntado para un saludo final en el salón, y que recordaba bien cuando el jefe montonero anunció que lo iban a liberar.

Bajo una gran presión, también acepté ir a reconocer la casa con el juez y el fiscal, antes de regresar a Londres —reconoció para este libro.

Romero Victorica necesitaba más testigos que dijeran lo mismo. Sobre la base de los artículos publicados en medios extranjeros, pudo rastrear la identidad de los corresponsales que habían asistido. Muchos ya habían dejado el país. Envió exhortos a la Cancillería para que prestaran declaración a través de las embajadas argentinas.

Con algunas disidencias en detalles menores, que el fiscal entendió razonables por el tiempo trascurrido, la gran mayoría de los testigos corroboró la versión de Graham-Yooll. Algunos inclusive creyeron recordar que Firmenich en persona había presentado a Born.

 

Nacho López tenía muy presente el día que liberaron a Jorge Born.

A pesar del feriado del 20 de junio de 1975, la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), uno de los gremios más poderosos del país, negociaba una paritaria muy compleja. Como jefe de la sección Política de la agencia Noticias Argentinas (NA), López aguardaba que el periodista de la redacción especializado en gremiales, Claudio Polosecki —un muchacho de veintiún años, con el pelo largo y el aspecto de un estudiante secundario—, le llevara la información. Pero Polo llegó a la agencia más tarde de su horario habitual y sin novedades sobre la UOM.

Se había escurrido a la conferencia de prensa de los Montoneros, le dijo. Y le detalló lo que había sucedido.

López no supo cómo reaccionar. La noticia tenía mayor envergadura, desde luego. Pero por la censura, NA no la podía publicar.

Volvieron a trabajar juntos en Diarios y Noticias (DyN). Polosecki cubrió el puesto de secretario de redacción cuando López partió a la Casa Rosada para trabajar con Alfonsín. Cuando el presidente, que lo había tratado durante la campaña y le tenía aprecio, supo que Polosecki podía atestiguar también, lo llamó y le preguntó:

—¿Qué vas a hacer?

No lo sé… —dudó el periodista.

Nunca había compartido aquella información sensible más que con López; ni siquiera con su familia.

Yo no tengo dudas, porque vos sos un patriota —lo animó y endulzó Alfonsín.

Polosecki aceptó.

Se reunió por primera vez con Romero Victoria en el Café Tortoni, uno de los más tradicionales de Avenida de Mayo. El fiscal, que no conocía el Tortoni, tenía más curiosidad por el periodista, un ex militante del Partido Comunista que, desafiando sus estereotipos, se prestaba a declarar contra los intereses de Firmenich.

Polosecki puso una condición:

No quiero que me pregunten el nombre de los otros periodistas que estuvieron presentes.

El fiscal accedió; le convenía igual. Como sabía de la relación cercana del periodista con Alfonsín, Romero Victoria entró en confianza y le comentó que él no había tenido la oportunidad de conocer al presidente. Polosecki se ofreció a llevarlo hasta la Casa Rosada, ubicada a muy pocas cuadras de distancia del Tortoni, para ver si los podía presentar. Pero el cruce debió esperar. Alfonsín no estaba en su despacho y el fiscal partió a las apuradas: había olvidado el expediente en la silla del bar.

Al día siguiente Polosecki acudió a dar testimonio al juzgado de San Martín acompañado por su padre, Josué. La diligencia duró todo el día, y el fiscal adjunto de Romero Victorica, Alfredo Bisordi, que iba y venía con papeles, se cruzó muchas veces con Josué en la antesala.

En un momento se detuvo y le preguntó:

—¿Usted tiene algún parentesco con José Polisecki?

Soy yo —dijo el hombre, acostumbrado a que en lugar de Josué le dijeran José y a que modificaran alguna que otra letra de su apellido.

No, no. No puede ser. Me refiero a un chico joven al que mataron en un secuestro. José Polisecki, ¿lo conoce?

Era mi sobrino.

A Josué lo apesadumbró el recuerdo.

Ya bastante tenía con la ansiedad que le causaba la declaración del hijo…

Se quedaron charlando. Josué le explicó que, a pesar del parentesco, los apellidos diferían porque, como les había ocurrido a muchos inmigrantes, les habían anotado los apellidos de cualquier manera en el puerto, durante los trámites de ingreso al país.

Bisordi justificó su pregunta:

Un caso muy triste. Lo conozco bien porque fui secretario del tribunal donde recayó.

Por la vida de José Polisecki, el hijo de un rico empresario, sus captores habían exigido un rescate de dos millones de dólares. Antes de que se concretara el pago, el 19 de noviembre de 1974, el cadáver del joven de diecisiete años apareció en la Ruta Panamericana, rodeado de panfletos del ERP. La puesta en escena, bastante burda, no desvió la investigación judicial ni confundió a los detectives privados contratados por la familia. Polisecki —se descubrió— no había sido interrogado bajo tortura y baleado siete veces en la cabeza por una organización guerrillera, sino por una banda de espías y de policías ultranacionalistas que realizaban trabajos paralelos para su provecho.

Una vez establecido el parentesco, Bisordi reveló una coincidencia que al padre de Polosecki le costó comprender:

En la propiedad de la calle Libertad 244, donde liberaron a Born, donde su hijo fue llevado para la conferencia de prensa… en esa misma casa tuvieron secuestrado y mataron a su sobrino.

La casa pertenecía a Nelson Romero y a su mujer Laura Iche. La pareja y el cuñado de Romero, Rodolfo Silchinger, trabajaban para la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y formaban parte de una banda delictiva con un ex jefe de la policía de Tucumán llamado Guillermo Correa y otros integrantes de las fuerzas de seguridad.

Polosecki quedó aturdido.

Bisordi y Romero Victorica querían que el dato se conociera: los Montoneros habían brindado una conferencia de prensa clandestina en una casa que era propiedad de agentes de la SIDE.

Y, más aún, agentes de la SIDE que de paso se dedicaban a secuestros extorsivos que terminaban de la peor manera. Como el caso del joven Polisecki.

Todas las preguntas que surgían a partir de esa coincidencia resultaban inquietantes.

¿Se podía atribuir a una casualidad y nada más? ¿O la coincidencia sugería la existencia de una conexión entre guerrilleros y espías al servicio de una violencia desenfrenada que solo benefició al ala dura de los militares?

La versión oficial de Montoneros sonaba muy cándida. El poeta Paco Urondo y el periodista Luis Guagnini, los responsables de prensa de la organización a cargo de los preparativos, habían recogido un volante en un café de la avenida Maipú, que la promocionaba como un salón de fiestas de alquiler. Ninguno de los dos sobrevivió a la dictadura para dar testimonio, pero tampoco surgieron versiones encontradas de sus familiares, que años más tarde reconstruyeron los hechos siguiendo el rastro de los ausentes.42

La identidad de los propietarios de la casa fue uno de los elementos que utilizó el periodista estadounidense Martin Andersen para acusar a Firmenich de haber sido un agente infiltrado en Montoneros del Batallón de Inteligencia 601 del Ejército. Andersen sostuvo que los dueños de la casa, Romero e Iche, y el cuñado Silchinger también habían estado escondidos en la casa de Libertad 244 mientras se desarrolló la conferencia el 20 de junio de 1975.43

Según Horacio Verbitsky, las especulaciones se desmoronan con solo saber quiénes fueron los encargados del alquiler, porque de haber existido alguna conexión entre los servicios y algún integrante de Montoneros, jamás habría sido por medio de Urondo y Guagnini, dos militantes con una integridad por encima de cualquier sospecha.44

Fue una perra casualidad, que ensucia todo —agregó Perdía en una entrevista para este libro.

¿Cómo se explica una casualidad que mezcla Montoneros con agentes de inteligencia en un momento clave?

Es lo más difícil de explicar para nosotros. Pero ¿cuál sería el sentido de convivencia con los servicios?

La sospecha que plantó Andersen al publicar el libro Dossier Secreto, en base al testimonio de un agente de inteligencia del Batallón 601, Alfredo Valín, nunca se comprobó.

En 2010, Cristina Fernández de Kirchner ordenó al Ejército desclasificar el listado completo de los agentes que habían integrado el Batallón 601 durante la dictadura. Firmenich no figuraba entre los 4.300 nombres que se difundieron.

 

El juez Luft consideró probado que Firmenich había ordenado que se llevara a cabo la Operación Mellizas, que había conducido interrogatorios a los hermanos en cautiverio, que había liderado la negociación con el padre, Jorge Born II, y que había ordenado la liberación de los secuestrados tras haber cobrado el rescate. También lo consideró autor intelectual de las muertes de Pérez y de Bosch, porque entendió que, si bien no había participado en persona de la emboscada, la planificación del secuestro comprendió la orden de acribillar a quienes viajaran en los asientos delanteros del auto de los Born.

El 19 de mayo de 1987, el juez Luft impuso a Firmenich la pena de prisión perpetua con reclusión por tiempo indeterminado. Se lo condenaba como co-instigador del delito de doble homicidio agravado por alevosía y con el propósito de facilitar otro delito, el doble secuestro extorsivo.

Por las condiciones en las que había sido concedida la extradición, la pena se limitaba a treinta años de prisión. El plazo corría desde el momento en que había sido detenido en Brasil.

De haber completado los treinta años, no habría salido en libertad hasta el 13 de febrero de 2014 a las 12 horas.

Firmenich fue liberado mucho antes, gracias a otro servicio que le prestó el botín de los Born.

Notas:

41 Tan inseparable resultó que en septiembre de 2011 debió renunciar a su cargo de fiscal en la Cámara Nacional de Casación Penal para evitar el jury que el Procurador General de la Nación, Esteban Righi, había ordenado para evaluar si había sido cómplice de un apropiador de menores durante la dictadura. La denuncia había partido de la joven Victoria Montenegro, quien dijo que Romero Victorica le pasaba a su apropiador, el coronel de Inteligencia del Ejército Herman Tetzlaff (de quien, además, se sospechaba que podía haber matado a los padres de la muchacha) datos sobre su situación judicial, y le brindó abogados para que lo asesoraran. Una jubilación antes de un jury fue una salida acaso poco ilustre, pero al menos segura en un año que, sin dudas, fue de los peores. Un tribunal lo convocó como testigo por el asesinato de María Marta García Belsunce, una mujer de la alta sociedad que había aparecido muerta en el baño de su casa en un barrio privado de la zona norte del conurbano, y luego velada y enterrada como víctima de un accidente doméstico, cuando en realidad había sido asesinada. Romero Victorica debió declarar que el 27 de octubre de 2002 había recibido un llamado de su amigo Horacio García Belsunce, quien con voz acongojada le había dicho que su hermana había muerto. Al llegar a la escena en el barrio privado, los pequeños plomos que se habían encontrado y tirado le resultaron sospechosos. Al fiscal no le cerró la teoría del accidente, pero se guardó sus dudas y no las compartió con la justicia, hasta que estalló el escándalo. Al juez Alberto Ortolani no le gustó el asunto: “Mal puede traerse como testigo a quien pudo haber sido autor del delito de encubrimiento”, dijo. Si El Potro no hubiera sido fiscal de Casación, lo habría procesado, advirtió.

42 Ni Lucas Guagnini, hijo de Luis, periodista como el padre, ni los familiares de Urondo encontraron motivos para sospechar de la versión oficial de los Montoneros.

43 Romero Victorica quiso perseguir la misma pista en el expediente y se tomó del testimonio de la vecina Kuzuchian. El 20 de junio de 1975 la vecina creyó ver que dos hombres —y no uno, que podría haber sido Jorge Born— habían bajado del auto ingresado de culata en el garaje de Libertad 244, sostenidos de los hombros como si no pudieran caminar por sus propios medios. En base a ese relato, el fiscal sostuvo que los dueños de casa podrían haber estado en la planta alta, encerrados contra su voluntad. Sin embargo, los periodistas fueron los últimos en salir y ninguno escuchó algo raro. Ninguna versión cuajó del todo: también habría sido extraño que los dueños de la casa hubieran entregado las llaves a unos desconocidos sin dejar al menos alguien de su confianza para que supervisara la presunta fiesta.

44 Entrevista con la autora.

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