Blonde

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La niña: 1932 - 1938 » La huérfana

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La huérfana

Aquellos que tengan fe serán reconocidos por estas señales:

en mi nombre expulsarán a los demonios;

hablarán lenguas nuevas;

agarrarán serpientes;

y si beben veneno, no les afectará;

pondrán sus manos sobre los enfermos y éstos se curarán.

JESUCRISTO

El amor divino siempre ha satisfecho y siempre satisfará todas las necesidades humanas.

MARY BAKER EDDY, Ciencia y salud

con clave de las Escrituras

1

—Norma Jeane, tu madre ha pedido otro día para pensárselo.

¡Un día más! Pero la doctora Mittelstadt hablaba con tono alentador. No era de las que demuestran dudas, debilidad, preocupación; en su presencia, tenías la obligación de ser optimista. Tenías la obligación de ahuyentar los pensamientos negativos. Norma Jeane sonrió cuando la doctora Mittelstadt explicó que el jefe de psiquiatría de Norwalk había dicho que Gladys ya no «sufría delirios» ni mostraba «impulsos de venganza» como al principio. Esta vez —la tercera en que solicitaban la adopción de Norma Jeane— había esperanzas de que la señora Mortensen fuera razonable y diera su conformidad.

—Naturalmente, tu madre te adora, cariño, y quiere que seas feliz. Desea lo mejor para ti, como nosotros —la doctora Mittelstadt hizo una pausa, suspiró y con un dejo de ansiedad en la voz dijo lo que se había propuesto decir desde un principio—: Bien, pequeña, ¿rezamos juntas?

La doctora Mittelstadt era una devota de la Ciencia Cristiana, pero sólo intentaba inculcar sus creencias a sus pupilas favoritas, e incluso en estos casos, lo hacía sin presionar, como quien ofrece un bocado de comida a una persona hambrienta.

Cuatro meses antes, el día del undécimo cumpleaños de Norma Jeane, la doctora Mittelstadt había llamado a la niña a su despacho para darle un ejemplar de Ciencia y salud con clave de las Escrituras, el libro de Mary Baker Eddy. En la primera página, la doctora Mittelstadt había escrito con su perfecta caligrafía:

¡A Norma Jeane, en su cumpleaños!

«Aunque hubiera de ir por los valles sombríos de la muerte, ningún mal temería.» Salmos 23, 4.

¡Este maravilloso y sabio libro cambiará tu vida como ha cambiado la mía!

Dra. Edith Mittelstadt

1 de junio de 1937

Todas las noches, Norma Jeane leía el libro antes de acostarse, y todas las noches susurraba la inscripción. Te quiero, doctora Mittelstadt. Más tarde consideraría ese libro como el primer regalo auténtico de su vida. Y ese cumpleaños, como el día más feliz desde su llegada al orfanato.

—Rezaremos para que se tome la decisión adecuada. Y para que Dios nos dé fuerzas para afrontar esa decisión, sea cual fuere.

Norma Jeane se arrodilló sobre la alfombra. La doctora Mittelstadt, que tenía las articulaciones agarrotadas a causa de una artritis, permaneció sentada detrás del escritorio con la cabeza gacha y las manos enlazadas en actitud de fervorosa devoción. Aunque sólo tenía cincuenta años, a Norma Jeane le recordaba a su abuela Della: la misteriosa y abundante carne femenina, sin más forma que la que le daba el corsé; el inmenso pecho caído; el dulce rostro ajado; el cabello gris, y las piernas regordetas surcadas por venas y enfundadas en gruesas medias elásticas. Sin embargo, esos ojos estaban llenos de vehemencia y esperanza. Te quiero, Norma Jeane, como si fueras mi propia hija.

¿Había pronunciado estas palabras en voz alta? No.

¿Había besado y abrazado a Norma Jeane? No.

La doctora Mittelstadt se inclinó hacia delante en la silla y entre susurros guió a Norma Jeane en la oración de la Ciencia Cristiana que era su principal regalo para la niña, igual que para ella había sido el principal regalo de Dios.

Padre nuestro que estás en el cielo,

Nuestro Dios Madre-Padre en armonía,

Santificado sea tu nombre.

Adorable.

Venga a nosotros tu reino.

Tu reino ya ha venido; siempre estás presente.

Así en la tierra como en el cielo.

Permite que sepamosasí en la tierra como en el cieloque Dios es omnipotente, supremo.

El pan nuestro de cada día dánoslo hoy,

Danos hoy la gracia; alimenta los afectos hambrientos.

Y perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.

Y el amor se refleja en el amor.

Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal;

Y que Dios no nos deje caer en la tentación; antes bien que nos libre del pecado, la enfermedad y la muerte.

Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria, por los siglos de los siglos.

Porque Dios es infinito, todopoderoso, es todo Vida, Verdad, Amor hacia todo, y Todo.

¡Amén!

—Amén —se atrevió a murmurar Norma Jeane, en un suave eco.

2

¿Adónde va uno cuando desaparece?

Y dondequiera que sea, ¿está solo?

Hubo que aguardar tres días a que Gladys Mortensen decidiera si daría a su hija en adopción. Tres días susceptibles de descomponerse en horas, incluso minutos, durante los cuales habría que sobrevivir con el aliento contenido.

Mary Baker Eddy, Norma Jeane Baker. ¡Ay, era una señal clara!

Sabiendo que Norma Jeane estaba aterrorizada, Fleece y Debra Mae le leyeron el futuro con una baraja robada.

En el orfanato se permitía jugar a «triunfan corazones», gin rummy y a «robar», pero estaba prohibido apostar y leer las cartas, que era «magia» y una ofensa a Cristo. En consecuencia, las niñas lo hacían una vez que apagaban las luces y con emocionante sigilo.

Norma Jeane no quería que sus amigas le predijeran el futuro porque temía que las cartas interfirieran con sus oraciones y porque si las predicciones eran malas, prefería ignorarlas hasta que no tuviera más remedio que saberlas.

Pero Fleece y Debra Mae insistieron. Ellas tenían más fe en la magia de los naipes que en la de Jesucristo. Fleece barajó las cartas, hizo cortar a Debra Mae, volvió a barajar y finalmente depositó cuatro delante de Norma Jeane, que aguardaba sin atreverse a respirar. La reina de diamantes, el siete de corazones, el as de corazones y el cuatro de diamantes.

—Son todas rojas, ¿lo ves? Eso significa buena suerte para el Ratón.

¿Mentía? Norma Jeane adoraba a su amiga, que aunque a menudo la provocaba o la ponía en ridículo, también la protegía en el orfanato y en la escuela, donde las huérfanas más pequeñas necesitaban protección, pero no confiaba en ella. Fleece quiere que me quede con ella en esta prisión. Porque nadie la adoptará jamás.

Era cierto; triste, pero cierto. Ninguna pareja adoptaría a Fleece ni a Janette ni a Jewell ni a Linda, ni siquiera a Debra Mae, que era una bonita pelirroja pecosa de doce años, porque ya no eran niñas, sino jovencitas; jovencitas con «esa expresión» en los ojos que delataba que habían sido víctimas de los adultos y que nunca los perdonarían. Pero por encima de todo, eran demasiado mayores. Habían vivido en hogares de acogida sin llegar a «adaptarse», de modo que habían regresado al orfanato, donde permanecerían hasta que cumplieran los dieciséis y pudieran valerse por sí mismas. En el orfanato, cualquiera que superara los tres o cuatro años era demasiado mayor. De hecho, era un milagro que alguien quisiera adoptar a Norma Jeane. Sin embargo, desde que estaba al cuidado del condado de Los Ángeles, tres parejas habían solicitado su tutela. Estas parejas decían haberse enamorado de ella y estaban dispuestas a pasar por alto el hecho de que tenía nueve años, luego diez, ahora once, y de que su madre estaba viva y confinada en el Hospital Psiquiátrico Estatal de Norwalk, donde le habían diagnosticado «esquizofrenia paranoide crónica, con probables daños neurológicos causados por el consumo de alcohol y drogas» (unos datos que estaban a disposición de los aspirantes a padres adoptivos que lo solicitaran).

En efecto, parecía un milagro. Excepto cuando uno observaba, como hacía el personal del centro, la forma en que la apocada Norma Jeane se transformaba en la sala de visitas. Aunque unos instantes atrás hubiera estado triste, su rostro se iluminaba como una bombilla en presencia de las visitas importantes. Su dulce cara, una luna perfecta; sus ansiosos ojos azules; su sonrisa y sus modales tímidos que le hacían parecer una versión melancólica de Shirley Temple.

—¡Qué angelito!

Esos ojos encerraban una súplica: ¡Queredme! Yo ya os quiero.

La primera pareja que solicitó la adopción de Norma Jeane Baker procedía de Burbank, donde tenía un campo de árboles frutales de dos mil quinientas hectáreas; se enamoraron de la niña, según dijeron, porque ésta era la viva imagen de su hijita, Cynthia Rose, que había muerto de polio a los ocho años. (Le enseñaron su fotografía a Norma Jeane, que llegó a creer que tal vez ella fuera verdaderamente su hija, que quizá fuera posible; si se iba a vivir con la pareja, le cambiarían el nombre por el de Cynthia Rose, ¡y cuánto anhelaba ese día! «Cynthia Rose» era un nombre mágico.) El matrimonio esperaba encontrar una niña más pequeña, pero en cuanto vieron a Norma Jeane «fue como si Cynthia Rose volviera a nacer, como si nos la devolvieran. ¡Un milagro!». Sin embargo, Gladys Mortensen se negó a firmar los documentos de cesión de la custodia de su hija. La pareja quedó desolada, «fue como si nos arrebataran a Cynthia Rose por segunda vez», pero no hubo nada que hacer.

Norma Jeane se escondió para llorar. ¡Cuánto había deseado convertirse en Cynthia Rose! Y vivir en un campo de dos mil quinientas hectáreas, en un lugar llamado Burbank, con un padre y una madre que la quisieran.

La segunda pareja, que procedía de Torrance y decía gozar de una «posición desahogada» a pesar de la depresión económica, pues el marido estaba al frente de un concesionario de Ford, tenía varios hijos propios —¡cinco varones!—, pero la mujer suspiraba por una niña. También ellos deseaban una niña más pequeña, pero en cuanto la mujer posó sus ojos en Norma Jeane, decidió que la quería a ella.

—¡Qué angelito!

La mujer pidió a Norma Jeane que la llamara «mamita» —¿acaso era «mamá» en español?— y ella lo hizo. Era una palabra mágica: ¡mamita! Ahora tendré una mamá de verdad. ¡Mamita! Norma Jeane adoraba a esa cuarentona regordeta que había acudido a rescatarla de la soledad, según decía, y vivía en una casa llena de varones; tenía la cara arrugada y curtida por el sol, pero también una sonrisa optimista y tan radiante como la de la niña. Tenía la costumbre de tocar a la pequeña, de apretarle con cariño la mano, y la colmaba de regalos: un pañuelo blanco bordado con las iniciales «N. J.», una caja de lápices de colores, monedas de cinco y diez centavos, chocolatinas envueltas en papel de aluminio que Norma Jeane se apresuraba a compartir con Fleece y las demás niñas para aplacar sus celos.

Pero Gladys también obstaculizó esta adopción en la primavera de 1936. No por voluntad expresa, sino por mediación del administrador de Norwalk, que comunicó a la doctora Mittelstadt que la señora Mortensen estaba muy enferma y sufría alucinaciones periódicas: una de ellas era que los marcianos habían llegado en sus naves espaciales con la intención de raptar a los niños humanos; otra, que el padre de Norma Jeane pretendía llevársela a un lugar secreto, donde ella, su verdadera madre, jamás la encontraría. «La única identidad de la señora Mortensen es su papel de madre de Norma Jeane y por el momento no se encuentra en condiciones de renunciar a ella.»

Una vez más, Norma Jeane se escondió para llorar. Pero en esta ocasión sentía algo más que tristeza. Tenía diez años, edad suficiente para experimentar furia y resentimiento ante su injusto destino. La mujer fría y cruel que nunca había permitido que la llamara «mamaíta» le impedía vivir con «mamita», que la quería de verdad. Era incapaz de ser mi madre, y sin embargo me impedía tener una verdadera madre. Me negaba la posibilidad de tener una madre, un padre, una familia, un auténtico hogar.

Conocía una manera secreta de subir al techo del orfanato, donde se escondía detrás de la alta y sucia chimenea, al otro lado del lavabo de niñas de la tercera planta. Por las noches, la luz del parpadeante letrero de neón de RKO caía precisamente en ese sitio; una podía sentir su pulsante calor en las manos tendidas y los párpados cerrados. Agitada, Fleece alcanzó a Norma Jeane y la estrechó entre sus brazos fuertes y delgados como los de un niño. Fleece, siempre identificable por el olor de sus axilas y su pelo grasiento; Fleece, con sus efusiones reconfortantes y bruscas como las de un perro grande. Norma Jeane rompió a llorar con angustia.

—¡Ojalá se muriera! ¡La odio!

Fleece frotó su cara caliente contra la de Norma Jeane.

—¡Sí! ¡La muy puta! Yo también la odio.

¿Planearon aquella noche hacer autostop hasta Norwalk para incendiar el hospital? ¿O era un falso recuerdo de Norma Jeane? Quizá fuera un sueño. Aunque ella había estado allí: el fuego, los gritos, la mujer desnuda corriendo con el cabello en llamas y la mirada desquiciada, pero consciente de lo que sucedía. ¡Aquellos gritos! Lo único que hice fue taparme los oídos y cerrar los ojos.

Años después, cuando Norma Jeane visitó a su madre en Norwalk y habló con la jefa de enfermeras, descubrió que en la primavera de 1936 Gladys había intentado suicidarse «lacerándose» las muñecas y la garganta con horquillas y que había perdido «mucha sangre» antes de que la descubrieran en la sala de calderas del hospital.

3

11 de octubre de 1937

Querida madre:

¡Yo no soy nadie! ¿Quién eres tú?

¿Eres nadie, también tú?

¡Entonces ya somos dos!

¡No lo cuentes! ¡Sabes que nos harían desaparecer!

Éste es mi poema favorito de tu libro, la Pequeña antología de poesía estadounidense, ¿recuerdas? La tía Jess me lo ha traído y lo hojeo con frecuencia, recordando los tiempos en que me leías poemas y cuánto me gustaban. Cuando los leo, pienso en ti, madre.

¿Cómo estás? No dejo de pensar en ti y espero que te encuentres mucho mejor. Yo estoy bien, ¡te sorprendería ver cuánto he crecido! He hecho amistades aquí, en el centro, y en mi escuela, que es la Escuela Elemental de Hurst. La directora y el personal de esta casa son muy agradables. A veces un poco estrictos, pero es necesario, porque somos muchos. Vamos a la iglesia y yo canto en el coro. ¡Aunque ya sabes que no se me da muy bien la música!

Tía Jess viene a verme de vez en cuando y me lleva al cine. Los estudios me cuestan un poco, sobre todo la aritmética, pero me divierto en la escuela. Todas mis calificaciones son «bienes», salvo en álgebra, en la que he sacado una nota que me da vergüenza decir. Creo que el señor Pearce también ha venido a verme.

Hay un matrimonio muy amable, el señor Josiah Mount y su esposa, que vive en Pasadena, donde él trabaja como abogado y ella tiene un jardín lleno de rosas. Algunos domingos me llevan a pasear en coche y a su casa, que es muy grande y con vistas a un lago. El señor y la señora Mount quieren que me convierta en su hija y vaya a vivir con ellos. Desean que digas que sí, y yo también lo deseo.

A Norma Jeane no se le ocurría qué más podía decirle a su madre. Enseñó con timidez el papel a la doctora Mittelstadt, que la alabó diciendo que era «una carta muy bonita», con unos pocos errores ortográficos que ella corregiría. Sin embargo, creía que la niña debía terminar con una oración.

En consecuencia, Norma Jeane añadió:

Rezo por las dos, madre, esperando que des tu autorización para que me adopten. Te lo agradeceré con todo mi corazón. Pido a Dios que te bendiga para siempre, amén.

De tu hija que te quiere,

NORMA JEANE

Doce días después llegó la respuesta, la primera y última carta que Gladys Mortensen enviaría a Norma Jeane a la Casa de Expósitos de Los Ángeles. Una carta escrita en un ajado papel amarillento, con renglones torcidos y una caligrafía temblorosa que recordaba a una sinuosa procesión de hormigas:

Querida Norma Jeane, si es que no te avergüenzas de decir al mundo que ése es tu nombre:

He recibido tu deplorable carta, y mientras viva y sea capaz de luchar contra esta ofensa, nunca permitiré que mi hija sea adoptada. ¡Cómo iban a adoptarla! Tiene una MADRE que está viva y pronto tendrá fuerzas suficientes para llevarla otra vez a casa.

Por favor, no me insultes con estos pedidos que para mí son dolorosos y abominables. No necesito ni la bendición ni la maldición de tu puñetero Dios, de quien me pitorreo con el pulgar en la nariz. ¡Espero seguir teniendo un pulgar y una nariz! Contrataré a un abogado y me aseguraré de conservar lo que es mío hasta el día de mi muerte.

«De tu madre que te quiere»,

YA SABES QUIÉN

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