Blonde

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La mujer: 1949 - 1953 » El Príncipe Encantado

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La mujer

1949 - 1953

La belleza no tiene un uso evidente ni hay indicios claros de que sea una necesidad cultural. Sin embargo, la cultura no podría prescindir de ella.

SIGMUND FREUD,

El malestar en la cultura

El Príncipe Encantado

El poder del actor radica en su capacidad de encarnar el miedo a los fantasmas.

El manual del actor y la vida del actor

Supongo que nunca pensé que merecía vivir, como parecen pensar otras personas. Yo necesitaba justificar mi vida en todo momento. Necesitaba tu permiso.

Era una estación de clima indeterminado. Un momento del verano demasiado prematuro para los vientos de Santa Ana pese a que el aire seco procedente del desierto sabía ya a fuego y arena. A través de los párpados cerrados podías ver danzar las llamas. En sueños podías oír cómo huían las ratas, desterradas de Los Ángeles por los frenéticos y continuos trabajos de remodelación. Desde los cañones del norte de la ciudad llegaban los lastimeros gritos de los coyotes. Hacía semanas que no llovía y sin embargo los días encapotados se sucedían con una luz pálida y deslumbrante como el interior de un ojo ciego. Esa noche el cielo se despejó brevemente encima de El Cayon Drive, revelando una luna lánguida con el húmedo matiz rojizo de una membrana viva.

No quiero nada de ti, ¡lo juro! Nada más que decirte que deberías conocerme. Soy tu hija.

Esa noche de principios de junio la joven rubia aguardaba en un Jaguar prestado a la vera de El Cayon Drive. Estaba sola y no bebía ni fumaba. Tampoco oía la radio del coche. El Jaguar se encontraba aparcado al final del estrecho camino de grava, delante de una propiedad semejante a un fuerte de diseño vagamente oriental, rodeada de una muralla de piedra de tres metros y protegida por una verja de hierro forjado. Había incluso una caseta de seguridad, aunque estaba vacía. Más abajo, las luces de los reflectores bañaban las casas, y las risas y voces se elevaban como música en la noche templada, pero esta residencia situada en lo alto de El Cayon estaba prácticamente a oscuras. Alrededor de la alta muralla no había palmeras; sólo cipreses italianos convertidos por el viento en extravagantes esculturas retorcidas.

No tengo ninguna prueba. No la necesito. La paternidad se lleva en el alma. Lo único que quería era verte la cara, padre.

A la rubia le habían dado un nombre. Se lo habían arrojado con indiferencia, como quien deja caer una moneda en la mano de un mendigo. Y ella, sumisa, tan necesitada como cualquier mendigo, lo había cogido en el aire. ¡Un nombre! ¡Su nombre! El del individuo que quizá hubiera sido amante de su madre en 1925.

¿Quizá? Probablemente.

Había estado hurgando entre los escombros del pasado. Como un mendigo, nuevamente, que escarba en la basura buscando un tesoro.

Poco antes, en una fiesta celebrada alrededor de una piscina de Bel Air, había pedido prestado un coche, varios hombres se habían disputado el honor de entregarle sus llaves y finalmente había salido corriendo, descalza. Si el Jaguar permanecía desaparecido durante demasiadas horas, denunciarían el «préstamo» a la policía, pero eso no sucedería porque la rubia no estaba borracha ni drogada y disimulaba bien su desesperación.

¿Por qué? No sé por qué, tal vez únicamente para estrechar tu mano y decirte hola y adiós si eso es lo que quieres. Tengo mi propia vida, desde luego. No perderé nada.

La rubia del Jaguar habría seguido esperando toda la noche de no ser porque un guardia de seguridad, al volante de un coche sin marcas que lo identificaran, subió a investigar a lo alto de El Cayon.

—¿Qué hace aquí, señorita? Éste es un camino particular.

La joven parpadeó rápidamente, como para contener las lágrimas (aunque ya no le quedaban lágrimas) y murmuró:

—Nada. Lo siento, agente.

Su cortesía y su actitud infantil desarmaron de inmediato al guardia. Además, había visto esa cara antes. ¡Esa cara! Le resultaba familiar, pero ¿quién era? Titubeó, se rascó la barbilla cubierta por un leve rastrojo de barba y dijo:

—Bien, será mejor que dé media vuelta y regrese a casa, señorita. Si es que no vive por aquí. Los residentes de esta calle son bastante peculiares. Usted es demasiado joven para… —se interrumpió, pero ya había dicho prácticamente todo lo que tenía que decir.

La rubia puso en marcha el coche prestado y respondió:

—No, no soy demasiado joven.

Al día siguiente cumpliría veintitrés años.

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